Solidaridad Vladimir Zapata Villegas En este capítulo se discuten distintos enfoques del concepto de solidaridad; se explica su carácter humano y su doble aprendizaje (en lo personal y en lo social). También se analiza la regla o norma y su relación con la solidaridad, así como la relación de esta con otras metas del desarrollo humano integral y diverso. Por último, se analiza cómo se forman las metas en general y cómo se construye y reconstruye la solidaridad en particular. La solidaridad es una noción que remite a una relación entre dos o más personas, caracterizada, progresivamente, por el do ut des (dar condicionado: doy para que des) y la reciprocidad, hasta llegar a la entrega gratuita. La solidaridad está presente en todas las dimensiones de las personas; por eso se ha abordado como tema de estudio de distintos autores y escuelas que la desarrollan en el contexto de las ciencias o las disciplinas humanas (Antropología, Psicología, Sociología, Filosofía, Teología y Pedagogía) y en distintas perspectivas (de sexo, política, educativa, ética). La solidaridad no es un término circunscrito a una parcialidad religiosa. De hecho, es usado en distintos enfoques de la realidad social, muchos de ellos típicos de una mentalidad secular. Es una cualidad de la relación entre los seres humanos, inscrita en su modo de ser, en su ethos, que es exclusiva de la especie humana, por lo cual no hagas a otro lo que no quieres que te hagan a ti, amar al prójimo como a ti mismo, ponte en el lugar del otro y obra en consecuencia sustentan desde una ética natural hasta una ética de los derechos humanos. La solidaridad, en la forma más elemental de prácticas de cortesía, es de buen recibo en una sociedad moderna, porque garantiza la vida conveniente para todos, convirtiéndose en un universal de la cultura. Pedagógicamente, solidaridad es familiaridad, es decir, espacio de la confianza en el cual se encuentran figuras y experiencias arquetípicas acerca de lo que están llamados a ser, a hacer y a tener los asociados para tener acceso a una buena vida, tanto individual como socialmente. Pero, también es el espacio de la respuesta libre. La solidaridad, desde este punto de vista, es entendida en clave ontológica y no solamente de sexo o de grupo o de intereses circunscritos. Es, éticamente, asunto de todos para garantizar la supervivencia de la especie. La solidaridad, cabalmente asumida, conduce a la vida buena y bella porque como sostiene la educadora mexicana Silvia Schmelkes, se ha encontrado que cualquier entrada a la formación en valores permite el arribo a la formación en todos los valores fundamentales.1 La solidaridad se entiende como fidelidad, devoción, adhesión, concordia, apoyo, ayuda, fraternidad. Por este último concepto, queda clara su filiación religiosa cristiana: La solidaridad está relacionada con otros valores morales. Solo puede construirse a partir del reconocimiento de la igualdad de todos los hombres y del respeto por sus diferencias. Supone también, como previo, la tolerancia, virtud débil que es apenas condición para otras, y la imparcialidad. Para desarrollarse requiere ir acompañada de la humildad y de la generosidad. Y solo rinde frutos cuando se manifiesta en vínculos afectivos profundos que llamamos amistad y amor.2 En la modernidad, desde una óptica laica, la solidaridad se fijó en la reciprocidad. El término reciprocidad alude a la correspondencia mutua de una persona o cosa con otra. Remite, pues, a igualdad, equidad, semejanza, intercambio entre personas, grupos o estados, reconocimiento por uno o dos países o instituciones de la validez de las licencias o privilegios cedidos por otro. Recíproco tiene sinónimos que agregan valor a la significación: correspondiente, relacionado, dependiente, mutuo, bilateral, equitativo, por lo cual la reciprocidad tiene incorporados los sentidos de cooperación, colaboración, ayuda mutua. La solidaridad es una estructura de la mente y del corazón que, constantemente, procura el beneficio compartido en todas las interacciones humanas. La solidaridad es un espíritu, es un ánimo, un modo de ser. Significa que los acuerdos o soluciones son igualmente atractivos y benéficos, mutuamente satisfactorios. La solidaridad ve la vida como un escenario colaborativo, no competitivo. Se basa en el paradigma de que hay mucho para todos, de que el éxito de una persona no se logra a expensas o excluyendo el éxito de otros. La solidaridad no tiene, ni coincide jamás con ello, un enfoque autoritario; no es proclive a utilizar la posición, el poder, los títulos, las posesiones o la personalidad para lograr lo que se persigue. Al contrario, la persuasión es el prerrequisito de la solidaridad. Son elementos identificatorios, fundamentales por eso, de la solidaridad, la amistad, que es una relación de gratuidad, levantada sobre la confianza entre dos personas que, a su vez, adelantan un diálogo en profundidad; la unión, que revela como el ser humano está hecho para vivir con los demás y sostenerse mutuamente; la responsabilidad compartida, que sugiere una apertura que da y pide cuentas en orden a la evolución de los concernidos hacia algo más perfecto; la comprensión, que es conocimiento entre uno y otro basado en la atención y la escucha; la reciprocidad y la fraternidad. En suma, se configura una pauta colectiva que cubre todas las expresiones individuales: la familiaridad. Del sentido común a la vida cotidiana En el diario transcurrir, entre la casa, la calle y la escuela, la solidaridad se traduce en una actitud de cada persona que le permite comunicarse con otra en igualdad de condiciones y que las motiva a un mutuo perfeccionamiento. Vista así puede llegar a constituir un estilo de vida. Es una relación de cercanía (proxemia) de un yo hacia un tú (intersubjetiva), que en un clima de familiaridad (sencillez, presencia y alegría) se hace propuesta de valor: humano en la reciprocidad y religioso en la caridad, con miras a la construcción de comunidades genuinas. Operativamente, la relación de proximidad está hecha de acogida, confianza, diálogo, respeto a la diferencia, flexibilidad, equidad, amistad, valoración de las propias posibilidades. Igualmente se manifiesta, con vitalidad, en la gratuidad, en el desinterés, en la premura con que se va al encuentro del otro con oportunidad y asertividad. Antropología, Sociología y solidaridad La solidaridad es un gesto típicamente humano porque pone en juego la razón y el corazón. No es asunto de animales. Es un paso adelante de la determinación instintiva que se despliega cuando está en juego la defensa, la conservación y que en cuanto se intenta su superación implica la limadura de las asperezas atávicas por medio del escrutinio social y, en un estadio posterior, por medio de la educación, comprometiendo a los humanos al reconocimiento y a la aceptación. La educación recorta la animalidad e introduce a los seres humanos en el ámbito propio de la especie. Lleva a desarrollar identidad y pertenencia y remite al nosotros como horizonte de realización. Involucra a los seres humanos en el espacio del lenguaje, de los símbolos, de los códigos que requieren ciertos arreglos que comprometen la voluntad. Por lo tanto, se entiende que uno es, como individuo y como parte de una colectividad, aquello que uno quiere ser. La afirmación en lo que cada uno es y la consiguiente admisión (o rechazo) inaugura una relación que se acrecienta, se multiplica, se ramifica hasta adquirir las dimensiones de la humanidad. La solidaridad comenzando en el yo-tú se eleva exponencialmente para encontrarse con la noosfera, el nosotros planetario, la convicción acerca de que todas las cosas se aman. Hay dos actitudes básicas que desafían a los seres humanos hoy: Los que quieren ser ellos mismos y realizarse utilizando a los demás, y los que escogen ser ellos mismos dejando que los otros tengan su propio modo de ser. Rehusamos adoptar la primera actitud, pero no queremos despreciar a los que la adoptan, porque sabemos que demasiado a menudo todos tenemos la tendencia a hacer lo mismo. Sabemos que ellos temen ser destruidos por otros, si les dejan ser ellos mismos. Pero no podemos aceptar una división entre nuestra propia realidad y la realidad de los otros como un conflicto o límite. Solamente siendo nosotros mismos podemos ayudar a otros a ser ellos mismos, y solo dejando a otros ser ellos mismos, ser diferentes, podemos llegar a ser nosotros mismos.3 El concepto de solidaridad hace referencia a una antropología que tiene como punto de partida la idea de que el ser humano es relación y no simplemente que está en relación. Se puede pensar, de manera completa, en el yo solamente cuando se logra pensar este en relación con un tú. Ello significa capacidad de distinguir entre relación de intercambio y de don. En la primera, los términos de la permuta son equivalentes: yo te doy una cosa, un bien, y tú me das el dinero correspondiente. En las relaciones genuinamente solidarias siempre se da, pero se diferencia de la anterior porque quien da primero debe poner al otro que la recibe en condiciones de reciprocidad, es decir, de donarse él también en la libertad y la fraternidad so pena de caer en la humillación. La solidaridad existe cuando las personas alcanzan la conciencia de su diversidad y entran en relación como sujetos portadores de una dignidad igual. En esta relación no hay quien mande y quien obedezca, o quien domine y quien sea dominado o quien se sienta más o menos que los otros. Por el contrario, hay un dar y un recibir fluidos, hay un intercambio con sentido. Percibida así la solidaridad, se trata de una condición irrenunciable merced a la cual la humanidad puede aspirar a realizar lo mejor de sí en cuanto tal humanidad, que dicho de otra manera significa la posibilidad de acceso a las cotas más altas de racionalidad, responsabilidad, reciprocidad y capacidad de argumentación. Por otra parte, la solidaridad es la consagración del amor como pegante de todas las relaciones humanas, porque: Amar a alguien significa ofrecerle toda nuestra personalidad para ayudarle a crecer como persona. Pero mientras no seamos auténticos, tampoco el otro lo será. La honestidad crea honestidad. La falsedad crea falsedad. Si no tenemos miedo de ser nosotros mismos, tampoco el otro lo tendrá. La respuesta a la pregunta: ¿qué puedo hacer para ayudar a otros a llegar a ser ellos mismos? es: no hagas nada, sé tú mismo. El amor no es un modo de hacer, sino un modo de ser. No es una acción sino una actitud. Lo primero que necesitamos para ayudar a otros a crecer, es no impedir nuestro propio crecimiento. En otras palabras, a menos que nos amemos a nosotros mismos, no seremos capaces de amar a otros.4 La persona es un ser con otros y eso quiere decir abierta al mundo y a las demás personas. Sobre todo, estas últimas le ayudan a definirse, porque el yo se perfila cuando hay un tú que se lo facilita. De esta interacción surge igualmente el nosotros. La persona se realiza en la comunicación, que no es nada distinto a una relación con sentido, una relación humana, una relación social, una relación solidaria. La solidaridad en el horizonte social (perspectiva sociológica) se traduce en capacidad de convivencia, que se entiende como las tendencias culturalmente construidas que tienen la propiedad de potenciar los impulsos altruistas presentes desde el comienzo de la vida como seres sociales Así surgen los arreglos, inclusive más allá de los meros sentimientos, concepto planteado por Émile Durkheim como solidaridad social, con dos variantes, mecánica y orgánica, que comparten una base común, se desarrollan de modo contrapuesto y en ambas lo común es la reciprocidad. La solidaridad mecánica es propia de sociedades arcaicas (primitivas). En ella predomina la conciencia colectiva, que es producto de semejanzas humanas y es independiente de las condiciones particulares en que los individuos se encuentran. En la solidaridad mecánica la reciprocidad nace del sentimiento de pertenecer a lo mismo; prima la sangre, el apellido, el vecindario y hay ausencia de crítica. La modalidad mecánica de la solidaridad es característica de los grupos cerrados en los que no existe división de trabajo y en los que los individuos están subordinados a los intereses del grupo. Esto genera una fuerte cohesión interna y a la vez el hermetismo del grupo, con el riesgo de propiciar a la larga una organización social totalitaria La solidaridad orgánica es propia de sociedades complejas (modernas). En ella predomina la conciencia individual (diferencias subjetivas), que se produce con la progresiva división del trabajo. La modalidad orgánica es propia de grupos más abiertos y a la vez más complejos. Hay división del trabajo y los individuos se definen por sus relaciones sociales. La solidaridad es concebida como el vínculo que une a los seres humanos, constituyéndose en el factor de cohesión interna y de desarrollo de la conciencia de pertenencia. En la solidaridad orgánica la reciprocidad es resultado de un contrato, del do ut des. La función que cada uno pueda ofrecer sirve de palanca para mover las relaciones interindividuales La solidaridad, pues, no puede escapar a las contingencias humanas cruzadas por lo afectivo, lo político, lo social y lo cultural, para alcanzar su real dimensión de gran activador de la vida asociada. Los hombres no hubieran sobrevivido si no se hubieran juntado con otros para responder a los desafíos planteados por la naturaleza y venciendo, transformarla y construir la cultura y la sociedad. No obstante, persiste la confrontación, la diferencia y el riesgo de que las relaciones humanas se vayan al traste, lo cual hace parte de la libertad humana. Filosofía y solidaridad La persona es centro de solicitaciones per se y en cuanto ser abierto que no se entiende sino en comunión con otros. Para el primer caso, ciertamente, la persona está calificada por un estatus de irreductibilidad. Ella es, y punto. Para el segundo, es verdad, igualmente, que no se puede enfrentar el mundo físico, el mundo histórico, el mundo de relaciones sociales sino en compañía de otros, pues como afirma el sacerdote argentino Italo Gastaldi en su libro El hombre, un misterio: El hombre necesita de los demás para crecer. Necesita que le den no solo leche y pan, sino palabras y amor. Necesita luego incorporar el patrimonio cultural, hacerlo propio. Todo el mundo, por otra parte, lleva las huellas de los otros: la calle, la casa, el papel, la radio. Esta unión estrecha con el mundo no es accesoria, sino constitutiva de la persona. Como afirma el citado Gastaldi, no hay hombre sin mundo, como no hay hombre sin prójimo, por lo que la solidaridad queda instaurada desde un comienzo en toda biografía e historia humana. Los representantes de la filosofía dialogal o de la filosofía de la intersubjetividad proclaman la trascendencia del tú para la existencia humana: La verdad más profunda del hombre es su relación con los otros . Existir es coexistir, pues el hecho fundamental de la existencia es el hombre con el hombre. El hombre es un ser para el encuentro: solo comprende su misterio cuando encuentra al otro hombre y crea con él una relación interpersonal afirma Gastaldi, quien, también plantea que tal relación es pura solidaridad, que además de concretarse entre dos, mediada por la palabra y el amor, se potencia en la comunidad y en la necesaria aparición de un tercero que representa los intereses de toda la comunidad de hombres. Reconocer al tercero es afirmar la necesidad de crear estructuras sociales de justicia y libertad, estructuras que hagan imposible la explotación y posibiliten concretamente el reconocimiento del otro. Gastaldi resume con la afirmación de que los análisis de Buber, Mounier, Levinas y Laín Entralgo, entre otros, llevan a la conclusión de que el hecho fundamental de la existencia humana no es la reflexión racional del yo pienso cartesiano, que encierra al hombre en su conciencia individual; no es la contemplación de la naturaleza infrahumana, ni la búsqueda y la elección de valores abstractos e impersonales (belleza, verdad, bondad, artes...), ni, mucho menos, la transformación técnica del mundo del trabajo. El hecho fundamental de la existencia es que todo hombre es requerido como persona por otro ser humano, en la palabra, en el amor y en la obra, y debe dar su respuesta: aceptación o rechazo. Lo anterior se aprende en el ámbito de la familia y se completa en otros escenarios que siempre son secundarios. La educación es un eje de comprensión y desarrollo privilegiado para tal efecto. Para hacer posible esto se recurre a las distintas instancias de la sociedad, en las cuales se combinan intuiciones, experiencias y conocimientos y se pasa de la indiferenciación a la diferenciación. En el estado de indiferenciación el niño no distingue entre el mundo y su madre; mejor dicho, su madre es el mundo y con él se relaciona por medio de esta; él mismo se ve como una prolongación de su madre; por eso no soporta la separación; hay algo así como una solidaridad animal, egoísta, inevitable. Después, en la casa, pero principalmente en la calle y en la escuela, cae en la cuenta de que los otros existen y que son distintos a él; entra con conciencia creciente en el mundo de los otros; se junta, porque quiere y lo ve razonable o lo puede justificar de alguna manera, dándole cabida a la solidaridad humana, que es libre. Así, en la familia o lo que hace sus veces, en los espacios públicos, escenarios de las distintas convenciones sociales, y en las escuelas, se crean los artificios mediante los cuales se aprende la solidaridad y otras condiciones de vida y se la propone como objetivo valioso por conseguir, como meta del desarrollo humano integral y diverso. Ante ella se conjugan maduración y voluntad expresa de adquirirla para hacerla efectiva. Psicología y solidaridad En Psicología, el concepto de solidaridad, está cruzado por la polisemia del lenguaje, dadas las distintas versiones de escuelas, enfoques y autores que desde sus particulares puntos de mira subrayan aspectos diferentes de esta específica modalidad interactiva. Sin embargo, todos coinciden en aceptar que la relación arquetípica en la evolución humana se concreta en la díada madre-hijo, en la que se instaura en primera instancia la solidaridad por excelencia que es garantía para el surgimiento de la confianza básica, la esperanza, la identidad y la pertenencia. Todo ello es posible porque hay un conjunto de adultos significativos que acogen a los niños y los jóvenes y los incorporan a la familia o a la familiaridad, al amor de amistad. En una perspectiva cognitiva del desarrollo, Jean Piaget entiende la solidaridad como un sinónimo de pensamiento reversible y de equidad. La reversibilidad o solidaridad implica: Capacidad de la persona para realizar un intercambio constructivo con el mundo exterior: supone adaptarse e integrar los datos de la realidad externa, sin asemejarlos rígidamente a los esquemas mentales ya existentes y al mismo tiempo, sin adecuarse de un modo pasivo a ellos Salir del punto de vista personal y pasar al del otro, encuadrándose en relaciones solidarias Ampliación del panorama del mundo y toma de conciencia acerca de la vida social y sus implicaciones Considerar la solidaridad como un factor de autonomía moral, levantado sobre la base del reconocimiento, la reciprocidad y la justicia respecto a los demás (hacer a los otros lo que quiero que hagan conmigo) Para Piaget la equidad está estrechamente asociada con la solidaridad. Precisamente, cuando un individuo alcanza su autonomía moral, esta en lo cognitivo implica que el sujeto haya desarrollado un sentido de equidad y la capacidad de referirse a unas normas, no con base en presiones externas, sino merced a un proceso de evolución interna. Es fundamental que el sujeto experimente desde dentro la exigencia de respeto al otro, de reciprocidad, de colaboración, que a su vez demanda un equilibrio en la percepción de las obligaciones y de los deberes. Erik Erikson deja constancia en su obra de la importancia de la coordinación crucial y solidaria, que se establece entre el sujeto en evolución y su ambiente social. La experiencia de relaciones tempranas aporta a la consolidación del hábito de la reciprocidad que implica un reconocimiento plural, de doble vía, una activación mutua, una coordinación de habilidades distintas, una regulación existencial en la que caben todos, es decir, cada individuo comprendido en ella, rápidamente descubre que depende el uno del otro para lo concerniente al desarrollo de sus respectivas fuerzas. El modelo por excelencia de esta relación original está en la dualidad madre– niño, en la que este último aprende la seguridad y la confianza básicas ante el mundo y los demás. Para René Spitz la reciprocidad es el intercambio afectivamente cargadas de significado, que presenta las diálogo. Este comercio es importante en las relaciones permite al niño transformar, gradualmente, estímulos sin significativas. circular de acciones características de un madre-hijo, porque le significado en señales El psicólogo inglés H. Rudolph Schaffer considera la reciprocidad como un componente imprescindible de una secuencia interactiva, como parte de un proceso de comprensión y ejecución de roles intercambiables con el telón de fondo de la solidaridad. La reciprocidad es un aspecto fundamental en la adquisición y desarrollo del diálogo interpersonal. A estas alturas el niño está listo para responder a las estimulaciones humanas y el adulto a dar respuestas coherentes y apropiadas. Los primeros diálogos unidireccionales, sostenidos por la madre, se convierten poco a poco en bidireccionales y el niño comprende que los roles son mutuos. Cuando esto ocurre, ha comprendido la reciprocidad y ha comenzado a moverse en la solidaridad. La solidaridad humana En la rama privilegiada de la evolución de los seres vivos que se expresa en la especie humana hay dos variables conjugadas para explicar su modo de ser y aparecer. El código genético y la cultura. O, dicho de otra manera, la herencia y el medio. El psicólogo estadounidense Robert S. Feldman, en su libro Psicología: Con aplicaciones en países de habla hispana afirma: En la actualidad, los psicólogos del desarrollo están de acuerdo en que ambos, tanto la herencia como el medio, interactúan para producir patrones específicos de desarrollo. El enfoque ha cambiado, de cuál influye en el comportamiento, a cómo y en qué grado el ambiente y la herencia producen sus efectos. Valores y sentimientos califican lo humano. Es propio del hombre la disposición hacia un objeto o circunstancia. Y, aunque de matiz subjetivo, el sentimiento finalmente confluye en el valor, siendo moderado y canalizado por el mismo. Tal disposición o inclinación solo puede ser ejercida por hombres, no es de la competencia de los otros animales. El sentimiento es educable; por tanto es tarea de la especie, delegada en la familia, la escuela e individuos preparados especialmente para ello. Sobre dicha base se levantan sentimientos (o valores) específicos, como sería el caso de la solidaridad y otros igualmente apreciados. Trascender las urgencias instintivas de la animalidad irracional, superar las determinaciones egoístas de la individualidad y promover la expresión colectiva son responsabilidades de la educación. Y decir responsabilidad remite a moralidad, que es un típico rasgo humano. Ambas, educación y moralidad, son propiedades de la especie humana asociada por necesidad y por libre opción. Ya lo decía justamente el sociólogo Émile Durkheim a comienzos del siglo XX: Para ser hombres dignos de llamarse así debemos ponernos en relación, en la relación más estrecha posible, con la fuente esencial de esa vida mental y moral característica de la humanidad. Pero esta fuente no está en nosotros, sino en la sociedad. La sociedad es generadora y poseedora de todas esas riquezas de la civilización sin las que el hombre volvería a caer en el nivel de los animales.5 Se descarta, entonces, la posible dimensión hereditaria de la asociación humana y se le da un mentís a cualquier explicación que le dé carácter de absoluto al factor genético; hay más bien una poderosa influencia cultural y una grande y continua proyección de la conciencia colectiva. Aquí hay tarea humana de construcción y reconstrucción. Según Feldman, en el período fetal, hacia la novena semana, la criatura que avanza comienza a responder al tacto y aprieta los dedos cuando se le toca la mano. Además, que una vez nacido el niño, siendo bebés muy pequeños, son capaces de responder a las emociones y estados de ánimo que revelan las expresiones faciales de quienes les brindan cuidado. Esta capacidad provee las bases de las habilidades de interacción social de los niños. El mundo de relaciones cargadas de sentido potenciará esta competencia y la naturaleza del desarrollo social temprano de un niño fundamenta las relaciones sociales que perdurarán toda la vida. Los niños que poseen un apego seguro hacia sus madres tienden a ser social y emocionalmente más competentes que sus compañeros poseedores de un apego menos seguro, y se muestran más cooperadores, capaces y juguetones. La solidaridad es un lazo social que une a los hombres y los habilita para remontar los desafíos de una naturaleza inclemente. Por eso los hombres se juntan y en cierta medida convierten a aquella en un mecanismo de defensa de la especie. El peligro de esta constatación radica en la aceptación pasiva o natural que prácticamente deja a los hombres en las fronteras de la animalidad. Por eso no hay lugar a dudas, la solidaridad, la comunidad de intereses, la mutualidad, la cooperación, en fin, como se la quiera llamar, tiene que ser deseada y realizada efectivamente, para que adquiera precisos ribetes humanos. Y no se trata de la satisfacción inmediatista de necesidades materiales, sino de otras, las espirituales. Ignace Lepp, en su libro La comunicación de las existencias, puntualiza al respecto: No puede existir una sociedad humana sin una solidaridad consentida y aceptada por todos sus miembros. La solidaridad adapta a los individuos a las exigencias de la vida común y, por lo tanto, a la realidad. El hombre que no se sintiera solidario de otro hombre o no aceptara tal condición, se deslizaría hacia el narcisismo y no lograría evitar, a la larga, la neurosis y la misma demencia. Al enseñar a los hombres que necesitan los unos de los otros, la solidaridad hace nacer en ellos el deseo de una comunicación más profunda que el simple cambio de servicios. Son numerosos los ejemplos de comunicaciones interpersonales profundas y auténticas que han nacido en el terreno de las relaciones objetivas engendradas por la solidaridad.6 La solidaridad se torna representación colectiva que alimenta la mentalidad y constituye algo así como una segunda naturaleza que se incorpora a la definición de la especie. Por eso, el hombre es solidario o no es. La religión, la ética y la educación aseguran a nombre de toda la sociedad el moldeamiento de las personas, de manera que se aprenda como cosa normal a poner a aquellas en contacto entre sí, en las buenas y en las malas. El doble aprendizaje de la solidaridad En la gran mayoría de aprendizajes significativos, nada aparece espontáneamente; no existe el desdoblamiento de sí y de suyo por una especie de golpe de la gracia o salto dialéctico desde la ausencia. En lo referente a la solidaridad sí que hay proceso, camino, algo así como un ejercicio constructivo, paso a paso, hasta obtener metas con perfiles claros, fácilmente diferenciables. Las metas del desarrollo humano integral y diverso confluyen finalmente en la plena humanización que se expresa en la salud integral y en la solidaridad como una condición para la relación libre con sentido entre los miembros de la especie. En un permanente contrapunto que va incesantemente de la ontogénesis a la sociogénesis o de lo genético a la cultura y viceversa, los niños se estructuran como niños y devienen adultos, a lo largo de un proceso que no está exento de obstáculos que bien podrían dar al traste con la consecución de la meta por excelencia: el desarrollo humano integral y diverso. Sin embargo, para que este sea efectivo y para discurrir exitosamente por el cúmulo de dificultades sugerido, cuentan mucho el ambiente familiar y, obviamente, las nociones y prácticas que se derivan de allí. En esta instancia fundadora de la personalidad social se establecen las bases de un ethos biófilo o necrófilo, de una orientación existencial multidimensional o unidimensional, de una voluntad de triunfar o de fracasar. Pensar, pues, en metas de desarrollo para los individuos en una cultura, significa repensar y reformular continuamente esta en virtud del cumplimiento de la vocación más radical a la que han sido llamados todos en la misma: realizarse íntegramente como humanos. Operativamente, esta es una demanda que la sociedad necesita satisfacer y que traslada a los padres de familia, a los maestros, a los pediatras (en general a los puericultores). Como adultos significativos para los niños y jóvenes, ellos están llamados a responder por lo específico como crianza, protección, enseñanza, salud, pero igualmente habrán de dar cuenta de lo que está más allá de la puerta de su especialidad profesional, que no es otra cosa que la vida buena. Los seres humanos vienen al mundo con un equipaje predisponente para la consecución de sus metas con un alto criterio de rendimiento; solo requieren un entorno facilitante que puede ser aportado por adultos amorosos. Al respecto, el profesor Fernando Corominas, del Instituto Europeo de Estudios de la Educación, habla de unos periodos sensitivos que comprenden los primeros dieciocho años de vida, en los cuales, y según el desarrollo neurológico cerebral, el sujeto es capaz de asimilar con mayor facilidad determinadas experiencias; las que incluyen el despliegue de los instintos guías primarios para desarrollar funciones físicas y de los que tocan con la imaginación, el arte y el ancho mundo de la ética. Estos periodos sensitivos, bien aprovechados por una educación intencionalmente dirigida, conducen sin falta al desarrollo de los sentimientos de inclusión, solidaridad y felicidad con la consiguiente valoración de los mismos. En igual horizonte, aunque con otro marco teórico, Sigmund Freud dice: El niño no muestra durante mucho tiempo signo ninguno de un instinto gregario o de un sentimiento colectivo. Ambos comienzan a formarse poco a poco en la nursery, como efectos de las relaciones entre los niños y sus padres y precisamente a título de reacción a la envidia con la que el hijo mayor acoge en un principio la intrusión de su nuevo hermanito. El primero suprimiría celosamente al segundo, alejándole de los padres y despojándole de todos sus derechos; pero ante el hecho positivo de que también este hermanito (como todos los posteriores) es igualmente amado por los padres, y a consecuencia de la imposibilidad de mantener sin daño propio su actitud hostil, el pequeño sujeto se ve obligado a identificarse con los demás niños, y en el grupo infantil se forma entonces un sentimiento colectivo o de comunidad que luego experimenta en la escuela un desarrollo ulterior. La primera exigencia de esta formación reaccional es la justicia y trato igual para todos. Sabido es con qué fuerza y qué solidaridad se manifiesta en la escuela esta reivindicación. Ya que uno mismo no puede ser preferido, por lo menos que nadie lo sea. Esta transformación de los celos en un sentimiento colectivo entre los niños de una familia o de una clase escolar parecería inverosímil si más tarde y en circunstancias distintas no observásemos de nuevo el mismo proceso.7 Lo que sucede es la constricción del impulso primitivo mediante la crianza y la educación formal, de tal manera que la coacción externa, gradualmente, se vaya cambiando en coacción interna; así se incorpora el niño a la civilización, a la sociedad. Así se apropia de todo aquello que es apreciado en la comunidad. El niño aprende, como sostiene con humor el filósofo Fernando Savater, que los animales no tienen más código que el código genético; nosotros tenemos también el genético, desde luego, pero además el código penal, el código civil y el código de la circulación... entre muchos otros. Esto último remite a una situación embarazosa, pues empuja a razonar y escoger en la historia personal, dejando una impronta biográfica. Como no es una inevitabilidad, quiere decir que es susceptible de acogida y renuncia. Es un asunto de la vida que discurre paso a paso, cada uno de los cuales se desdobla en condiciones o requisitos para los momentos siguientes. La regla o norma y su relación con la solidaridad Durante su proceso de desarrollo, progresivamente y mediante diversas actividades, los niños y jóvenes se aperciben de nociones, que pronto resultan intercambiables por otras; así, mediante el juego van de legalidad a solidaridad y de libertad a felicidad. Jean Piaget ya lo había intuido y experimentado; desde el decenio del treinta del siglo XX consideró que el juego es una modalidad de acción con la cual el niño se expresa en la cotidianidad; en ella se entrelazan presente y futuro. Jugar es la actividad más importante para un niño durante un periodo significativo de su formación: jugando, aprende; jugando, desarrolla interés por las cosas; jugando interactúa con las personas; jugando, pone en efervescencia su imaginación y resulta creando; jugando, adquiere destrezas motrices y habilidades sociales. Jugando es regulado y termina autorregulándose (incorpora las reglas) para la vida como realmente es; y la regla dice relación y su cumplimiento genera satisfacción, dos maneras de aludir a solidaridad y felicidad. Práctica de la regla Piaget caracterizó la evolución de la regla y encontró que desde el punto de vista de su práctica hay cuatro estadios, a saber: Estadio 1: motor individual. Hasta los dos años, el comportamiento del niño sigue reglas motrices (regularidades), con esquemas más o menos ritualizados. La organización doméstica, con sus ritmos bien establecidos para el sueño, la alimentación y el aseo, configura en el niño un hábito; algo así como una huella existencial de orden, de legalidad, que con el tiempo devenirá en solidaridad. Estadio 2: egocéntrico. El comportamiento es regido por reglas provenientes del exterior. Tiene dos etapas: de dos a cinco años, y de seis a once años. El niño hace lo que quiere porque no percibe a nadie más, ni lo necesita, o así se lo cree; hasta que la realidad de la vida le impone al otro, esto es, el control de los padres, de los maestros, de la sociedad, de la religión. Estadio 3: cooperación naciente. El comportamiento se centra en la preocupación por el control mutuo y la unificación de la regla. Se observa a partir de los ocho a nueve años y se sigue afianzando en el estadio 4 (de codificación de la regla). Se caracteriza por el interés por vencer a los demás, asegurando la mayor reciprocidad de los medios empleados. Se comienza a entender que juntarse genera eficacia en la acción y que agruparse conviene. Estadio 4: codificación de la regla. El código de las reglas que se deben seguir es conocido por la sociedad entera. En esta etapa el niño se amolda, se integra, admite al árbitro y el arbitraje. Conciencia de la regla El desarrollo de la conciencia de la regla, simultáneo con su práctica, tiene tres estadios, que son: Estadio 1. En este periodo, el niño hace propias las reglas motrices, no coercitivas, adquiridas con el uso de la inteligencia motriz y preverbal, con relativa independencia de la relación social; de la ritualización de los esquemas nace la repetición que las origina. Va de la mitad del estadio motor individual hasta el final de la primera etapa del estadio egocéntrico. Estadio 2. En este periodo, la apropiación de las reglas por parte del niño se funda en la coerción. El cumplimiento de la regla se basa en su carácter sagrado, derivado de su naturaleza exterior. Va de la segunda etapa del estadio egocéntrico hasta la mitad del estadio de cooperación naciente. Se trata pues de conductas egocéntricas. Estadio 3. En este estadio se concibe la regla como debida al consenso y al consentimiento mutuo; hay persuasión en vez de coacción. La regla tiene un carácter racional y autónomo; las conductas son de cooperación. Comprende desde el estadio de cooperación naciente hasta el estadio de codificación de la regla. Aunque existe una correspondencia entre los estadios de la práctica de la regla y los de la conciencia de la regla, los segundos siempre van más atrasados, en tanto la acción siempre antecede a la reflexión. Piaget sugirió que la regla implica mucho más que un ente de carácter normativo; supone racionalidad, conflicto, individualismo, solidaridad; en otras palabras, el crecimiento en la consideración y adopción de la regla equivale a desarrollo humano de signo positivo, no por yuxtaposición de aspectos, sino por confluencia armoniosa de los mismos. La formación de las metas y la construcción de la solidaridad La raíz de la formación de las metas de desarrollo humano, integral y diverso está sin duda en el continuum casa-escuela, o si se quiere, en la interacción con los adultos significativos, que son una pléyade de padres, naturales y sustitutos (puericultores). Ciertamente, entre abuelos, papás, tíos, maestros y pediatras se resuelve todo lo atinente a la manera como hay que ser, a aquello que hay por hacer y a lo que hay que tener para pasar bien por la vida. Así como en el plano biológico la carencia de ciertos nutrientes en la edad temprana deja secuelas graves para la vida adulta, en la esfera física y mental la privación afectiva rompe los lazos de identidad y pertenencia a la especie, de tal manera que, si sobrevive, la criatura humana, siendo gregaria, llevará una vida solitaria e infeliz. Según las psicólogas Anna Freud y Dorothy Burlingham, se sabe bien que: si no se satisfacen ciertas necesidades esenciales, la consecuencia será una deformación psicológica duradera. Estos elementos esenciales son: la necesidad de vínculo personal, del afecto estable y la permanencia de su influencia en la educación.8 Los niños, en sus tres primeros años de vida, son normalmente agresivos; presos de impulsos primitivos, compiten sin conciencia de ello por la afirmación más rampante ante las cosas y las personas; sin atisbos de maldad, manipulan y destruyen, golpean y estrujan. Solo la educación podrá incorporarlos a la suerte de la especie, encauzándolos mediante la generación del freno inhibitorio por la vía de la presencia de adultos significativos que premian y castigan. Lo anterior es dicho con claridad por las autoras mencionadas: El desconocimiento de la naturaleza del niño hace suponer, comúnmente, que el espectáculo de la violencia y la destrucción lo entristecen. Puede observarse, sin embargo, que si se ponen juntos niños de uno o dos años se muerden, se tiran del cabello, quitándose los juguetes, sin que ninguno repare en la desgracia del otro. Esta es la etapa de su evolución en la que la agresividad y la violencia desempeñan su papel principal. Los niños cuando juegan destruyen sus juguetes; arrancan los brazos y las piernas de sus muñecas y soldaditos; agujerean las pelotas, deshaciendo cuanto es rompible, sin que ello les preocupe, excepto cuando se dan cuenta de que la destrucción total no les permite seguir jugando. A medida que sus fuerzas aumentan y se hace más independiente, el niño debe ser constantemente observado, para evitar que haga daño a sus iguales o a los más débiles.9 Los niños y las niñas en su primer año de vida dependen enteramente de su madre y derivan toda satisfacción de ella; por eso su presencia y su acción es crucial para superar la agresividad y para proponer suave y lentamente la incorporación al grupo humano de manera razonablemente tierna. Para el niño, la madre es sinónimo de comodidad, bienestar y placer; de hecho, una vez respondidas sus urgencias, todos los niños se acuestan y duermen tranquilos hasta que el hambre y la fatiga inicien nuevamente el ciclo. Se puede decir sin temor a equívocos que la madre es un instrumento para que el niño resuelva asuntos muy concretos de la vida cotidiana; su vínculo con ella es material y ciertamente está inscrito en un horizonte egoísta; en el principio de las relaciones humanas está, pues, el egoísmo. Sin embargo, esta tendencia cambia al aproximarse el fin del primer año de vida. La impresión que va dejando esa relación cambia el sentido de la misma aunque sus infantiles y juveniles actores no caigan en la cuenta de este proceso. A estas alturas, como lo afirman las dos autoras citadas: El niño comienza a interesarse por la madre aun en los momentos en que no requiere materialmente su atención; gusta de su compañía, busca sus mimos y no quiere que esta lo abandone... En esta segunda fase, el hijo quiere a la madre, la echa de menos, no porque la necesite, sino por ella en sí; es consciente ya de su presencia, sus ojos la siguen por doquier y contesta su sonrisa.10 La madre es indudablemente un antecedente de la solidaridad y ella entiende este lazo independientemente del do ut des; se prefigura la gratuidad y la generosidad que son los primeros gradientes de la comunión, hermoso y sugestivo sinónimo de solidaridad. Por esta vía se va generando en los niños una marca vital, una singularidad, una fisonomía. Se podría resumir esto bajo la expresión orientación de la personalidad, que posteriormente incide sobre los valores, las normas y las pautas de comportamiento. En esta etapa de construcción de la solidaridad, como en muchas otras en el futuro, hay un paso de la necesidad a la libertad. De la urgencia de contar con una madre protectora y nutricia, se pasa muy rápidamente a la necesidad de una madre cariñosa; solo por esto último se la extrañaría y se la aguardaría. En este tránsito obligado, el niño descubre rivales (el padre del sexo contrario y sus hermanos) con quienes a la postre tendrá que transigir, y situaciones(como las ausencias de la madre), aceptadas aun de mal grado, pero que le introducirán en una realidad que solo se acabará con la muerte: la admisión de los otros en la propia vida y el principio rector de la negociabilidad con los mismos y las circunstancias; naturalmente, en esta fase del desarrollo, de manera muy rudimentaria; en la juventud y la adultez, con más claridad y fuerza. De todas formas, en estas modalidades de relación se barrunta la solidaridad. Y tras la solidaridad, otras metas del desarrollo que se potencian, como la autoestima, la autonomía, la creatividad, la felicidad y la salud integral. Hasta los cinco años, más o menos, los niños y las niñas se desarrollan con cierta similitud. Van adquiriendo mayores competencias para entender y obrar, siempre contando con sus adultos significativos para la confrontación. El modelo y la imitación cumplen su función pedagógica espontánea, concepto que clarifican magistralmente las mencionadas autoras: A esa edad, sin embargo, el niño y la niña seguirán definitivamente caminos diferentes. El varón empezará a identificarse con el padre, imitándole en varios sentidos. Este cambio modificará su actitud con respecto a la madre; dejará de depender enteramente de ella, transformándose en un hombrecito que reclama su atención y que busca su admiración, deseándola de una manera más posesiva y menos infantil. Por su parte la niña se ha independizado también de la madre, y a su vez ha comenzado a imitarla, convirtiéndose en la madre de sus muñecas y de sus hermanitos menores. Su atención y su afecto se vuelven hacia el padre, y desea que este la admire en su papel de madre. De esta manera tienen los seres humanos su primera experiencia de amor, la cual es, a su vez, la primera frustración. Frente al rival, padre o madre, el niño se siente empequeñecido, inferior e impotente; siente encono por uno y celos del otro, y se lamenta de que sus deseos de ser mayor no se cumplan más allá de su fantasía.11 En este momento de la construcción de la solidaridad interviene la educación; esta es un proceso formativo de hábitos duraderos; se hace con la mediación de los premios, los castigos y sobre todo con la determinación de lograr una personalidad. Por eso, la educación constriñe, pule o recorta las aristas del instinto. Se podría certificar sin temor a equívocos que el pequeño niño está muy próximo al prototipo del buen salvaje. La educación lo civiliza, vale decir, lo adapta a las crecientes expectativas del mundo adulto, lo torna social. Una educación que se propone desarrollar en cada niño el contacto con sus propios sentimientos y los de los demás y la expresión, libre de falsa vergüenza, ante sí mismo y ante los otros, culminará seguramente en la compasión o misericordia que hacen parte del suelo fértil de la solidaridad. Este sentimiento de solidaridad muy rápidamente pasa de lo personal a lo social, con la importancia de esta transición para la convivencia humana, como lo afirman las autoras Tausch Reinhard y Anne Marie en su libro Psicología de la educación: La actuación de una persona en la vida pública será tanto más provechosa para la mayoría, cuanto más abiertamente se enfrente a sus experiencias emocionales, cuanto más estrecho sea su contacto con sus sentimientos, cuanto más auténtica sea la persona y más se abra a los demás, cuanto más se acepte a sí misma, mayor autoestima sienta y más integración consiga entre sus sentimientos y sus pensamientos, y cuanto más asuma la responsabilidad de sus acciones y sentimientos. Si los niños y jóvenes se desarrollan mediante la educación y el trato con los adultos hasta convertirse en esa clase de personas, esto significará, en lo político, una revolución. Esos nuevos hombres son la revolución.12 La solidaridad primera es consigo mismo y comienza por casa; de su consistencia se deriva la extensión a los otros que como resultado producirá un nosotros. Este es el culmen de la solidaridad. Para construir la solidaridad son necesarios dos ingredientes, aunque no se ven: tiempo y voluntad. Tal ejercicio de construcción, como muchos otros en los cuales está envuelta la condición humana, genera temor, pero ese es el precio que se debe pagar. Al respecto, dice Jacobo Bronowski, el autor de El ascenso del hombre: Todos tenemos miedo: por nuestra seguridad, por el futuro, por el mundo. Tal es la naturaleza de la imaginación humana. Y, empero, todo hombre, toda civilización, han seguido adelante al sentir que tienen la obligación de hacer lo que es preciso hacer. El compromiso personal del hombre con su destreza, el compromiso intelectual y el compromiso emocional amalgamados en uno solo, han realizado el ascenso del hombre.13 Por eso, la configuración del perfil solidario no es fácil; cuesta mucho en el orden de la inversión existencial, pero allí se juega la permanencia de la humanidad y esta no responde finalmente a la lógica coercitiva. Para que tenga efectos duraderos, de largo plazo, la solidaridad debe nacer del acuerdo y del consenso, de manera que haga las veces de naturaleza subsidiaria de cada hombre. A estas alturas queda superada, que no eliminada, la condición animal irracional. Resplandece, pues, la humanidad y sus más excelsas galas, sobre todo esta que pone en la primera línea del horizonte interactivo de convivencia, la misma expectativa, igual empatía, parecidas reacciones al sufrimiento y a la alegría; dicho de otro modo, fraternidad o solidaridad. La educación sola no garantiza la incorporación del niño a la cultura vigente; también se requiere el amor. El lazo de influencia se mantiene sólido si este existe como precondición de la relación, como lo explican Anna Freud y Dorothy Burlingham: Los adelantos que [el niño] ha hecho en higiene, en modestia, en el apaciguamiento de su instinto de destrucción; el sentimiento de piedad que ha adquirido, y la disminución de su egoísmo, vale decir, el primer conjunto de ideas morales, no ha sido tan solo un sacrificio para él. Ha encontrado placer en estas adquisiciones porque con ellas ganaba el cariño de sus padres, lo cual lo compensaba ampliamente.14 La fuerza del ejemplo y la fuerza del amor se superponen y con la ayuda de la educación abren paso a un ethos, un modo de ser y aparecer en el cual se conjugan en alto grado y con signo positivo las metas del desarrollo humano integral y diverso, principalmente la solidaridad. La solidaridad es un asunto de humanos mediado por la razón que a su vez presupone la cooperación y la reciprocidad, condiciones definitorias de lo típicamente humano que se van desarrollando paso a paso con base en la experiencia y el aprendizaje; inicialmente en la casa, como ya se describió, luego en la escuela, y por último en la vida, como será hasta el final, con los demás adultos del entorno con quienes se pasará de la imitación mecánica a una imitación crítica. Así se despliega, pues, la solidaridad, un valor humano que se aprende, que se construye y reconstruye permanentemente. Referencias bibliográficas 1. Schmelkes S. Reflexión desde la Pedagogía. En: Educar para la Solidaridad Planetaria. Congreso CIEC, Medellín, 1999. Inspectoría San Luis Beltrán, Serie Educación 1999; 15: 38. 2. Restrepo B.. Acerca de la Solidaridad. Cultura &Trabajo. Revista de la ENS 1998; 46: 43-44. 3. Sánchez JM. Manifiesto de la Nueva Humanidad..Madrid: Ediciones Paulinas; 1978: 21-22 4. Ibíd. Manifiesto de la Nueva Humanidad..Madrid: Ediciones Paulinas; 1978: 23-24 5. Durkheim É. Educación como socialización. Salamanca: Sígueme; 1976: 229. 6. Lepp I. La comunicación de las existencias. Buenos Aires: Carlos Lolhé; 1964: 63. 7. Freud S. Obras completas.Madrid: Biblioteca Nueva; 1973: 2594. 8. Freud A, Burlingham D. La guerra y los niños.Buenos Aires: Hormé; 1965: 9. 9. Ibíd: 19-20. 10. Ibíd: 40. 11. Ibíd: 45-46. 12. Reinhard T., Marie A. Psicología de la educación.Barcelona: Herder; 1981: 105. 13. Bronowski J. El ascenso del hombre.Bogotá: Fondo Educativo Interamericano; 1983: 438. 14. Freud A, Burlingham D. La guerra y los niños.Buenos Aires: Hormé; 1965: 61. Bibliografía Bronowski J. El ascenso del hombre.Bogotá: Fondo Educativo Interamericano; 1983. Durkheim, É. Educación como socialización.Salamanca: Sígueme; 1976. Freud A, Burlingham D. La guerra y los niños.Buenos Aires: Hormé; 1965. Freud S. Obras completas.Madrid: Biblioteca Nueva; 1973. Lepp I. 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