Otro pedazo de tierra

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Otro pedazo de tierra
Querida Ruth.
¿Cómo estás? Yo sigo igual que siempre. Echándote de
menos y luchando por aguantar un día más. Aunque cada vez es
más difícil. Ya no se trata de la típica cuesta arriba, no.
Desde hace tiempo, la vida es para mi como una escalada por
una pared lisa.
Y no hace si no empeorar.
Anoche iba a ser una de esas escasas y maravillosas
ocasiones en las que íbamos a tener algo que celebrar: la
inclusión de un nuevo territorio libre en Cartagena. Otro
pedazo de tierra conquistado a los muertos.
Pero claro, citando al loco de la máscara: «y una puta
polla».
El loco de la máscara… tendrías que haberle visto… A lo
mejor lo hiciste, no lo sé. El caso es que a mitad de mi
intervención,
presentes,
mientras
apareció
en
les
daba
la
plaza
la
bienvenida
frente
a
la
a
los
iglesia,
abriéndose paso entre la multitud mientras a su lado un zombi
al que llamaba Chacal lo seguía como un perrito faldero.
Sí, cielo, uno de esos monstruos ejerciendo de mascota
de un hombre que parecía salido de uno de esos libros que
tanto le gustaban a tu primo Josué. Stin.. stem.. no me
acuerdo de la palabra, da igual. Lo importante es que encima
no se trataba de un zombi normal. Parecía tener algún tipo de
hiperactividad y capacidad de movimiento que lo hacía más
temible que sus congéneres lentos.
La
situación
enseguida
se
pudo
tensa.
El
extraño
enmascarado empezó a decir cosas sin sentido, máxime viniendo
de
un
hombre
acompañado
por
un
zombi,
como
que
quería
ayudarme, que necesitaba hablar conmigo... Yo por supuesto le
ofrecí
cobijo,
pero
no
a
su
monstruo.
Y
ahí
comenzó
el
desastre.
Tras responderme con el comentario soez que antes he
citado, nuestro hijo perdió el control. Ya sabes cómo se pone
Gonzalo cuando alguien me falta al respeto. El caso es que
dio la orden de que los Z-Men redujeran a los intrusos. En
cosa de un segundo, Charly tenía al hombre, que se había
identificado como Alquitrán, retenido gracias a un cuchillo
que acariciaba su nuez. El amigo de Gonzalo, Nacho, volvió a
demostrar que es una bestia parda y, en cuestión de segundos,
había
inmovilizado
al
zombi
en
el
suelo
mientras
lo
acuchillaba en el torso con violencia. Sí, ya sé que eso no
sirve para matar a un reanimado, y no creo que lo hiciera por
eso. Más bien me dio la impresión de que lo hacía por su
propio disfrute.
Tengo que confesarlo. Hay veces que ese hombre me da
miedo.
El caso es que ahí debería haber acabado todo, con el
muerto anulado, el vivo expulsado y a continuar. Pero no.
En medio del alboroto que se había formado, dos disparos
retumbaron en la noche. Todos nos giramos hacia el punto de
origen de las explosiones y nos encontramos con Sir Conroy,
que corría hacía nosotros mientras gritaba algo que ninguno
podía haber esperado.
Santa Ana no estaba limpia. Había zombis, muchos.
Y
venían hacia nosotros.
Luego,
como
era
de
esperar,
el
caos.
El
silencio
provocado por las palabras de Conroy dio paso a los gemidos
que, tras escapar perezosos de las gargantas de los muertos,
el viento arrastraba hacia la multitud. Segundos después, los
zombis hicieron su aparición.
Como bien sabes, da igual el tiempo que pase o la veces
que nos hayamos encontrado con esos monstruos, la respuesta
siempre es la misma: terror. Terror puro que te hace perder
el control, dejar de pensar… El único factor que en verdad
puede influir en el alcance del pánico que padece la gente,
es la cantidad de muertos que dan la cara.
Y no eran pocos.
No los conté bien, pero creo que al principio serían un
par de docenas. Pronto su número se había triplicado.
Intenté llamar al orden, pedirles que mantuvieran la
calma, pero fue inútil. Casi sin ser consciente de ello, fui
arrastrado por Conroy, que me contó que al acercarse a por la
emisora de larga distancia al recinto que habíamos elegido
como almacén y puesto de control, una vieja nave industrial
situada a las afueras del pueblo, se había encontrado con una
marabunta de muertos que parecían haber estado esperando su
llegada para salir en tropel.
No pudimos hablar mucho más. Un chillido inhumano entre
nosotros, un empujón que me arrojó al suelo y lo perdí de
vista. Rodé sobre mi mismo con el tiempo justo de ver la
melena de mi hija ondeando mientras corría frente a un grupo
de ciudadanos que la seguía, convencidos sin duda de que les
pondría a salvo.
Sí, cariño. Sus familiares no somos los únicos que están
al tanto de los cojones que tiene nuestra hija.
Me incorporé sin mucho esfuerzo y lo que vi, dentro de
la gravedad de la situación, me produjo un cierto consuelo:
Gonzalo, Alejandro, Charly, Conroy, el animal de King, hasta
los
dos
recién
actuando
igual
llegados,
que
Trescuadras
nuestra
y
pequeña.
Junquera,
De
estaban
forma
casi
inconsciente, impelidos sin duda por la responsabilidad que
sentían hacia sus semejantes, cada uno de ellos se había
hecho cargo de una parte de los presentes, guiándoles para
que se pusieran a salvo hasta que pudiéramos tomar el control
de nuevo.
Miré mi radio y vi que estaba reventada. Imagino que
debía haberse roto en la caída. El caso es que tras localizar
a un Z-Men que machacaba cabezas con una llave inglesa más
grande que mi brazo, le pedí que me dejara su comunicador.
Por desgracia era de corto alcance y no me iba a permitir
contactar con la central en el cuartel de artillería, para
que nos enviaran unos más que necesarios refuerzos.
Miedo, ira y frustración me atenazaron como si de un
cepo para osos se trataran. El joven, algo asustado por mi
expresión, se acercó a preguntar si podía hacer algo por
ayudar. Varias respuestas pasaron por mi cabeza, a cual más
hiriente y mordaz, pero me contuve. El chico no tenía ninguna
culpa de lo que estaba pasando.
Pero nada de eso era importante. Casi sin darme cuenta
nos habíamos quedado de los últimos en la plaza, ergo éramos
objetivos
fáciles
para
cualquiera
de
esos
muertos
hambrientos.
Teníamos
que
ponernos
en
movimiento
y
reunir
a
los
nuestros. Y debíamos hacerlo ya.
Volví a revisar la radio que el z-men me había dejado.
Como ya había comprobado, el alcance era muy pequeño, pero si
conseguía acercarme lo suficiente a cualquiera de los míos,
podría contactar con ellos. La cosa estaba clara. Tardara lo
que tardara, iba a tener que recorrer todo el pueblo hasta
poder conseguir la gente necesaria para idear un plan de
ataque.
Tras
ojear
por
encima
el
mapa
que
llevaba
conmigo,
decidí empezar por la zona noroeste del barrio, para luego ir
bajando haciendo zigzag, comunicando sin parar hasta dar con
alguno de mis hombres.
Tuvimos
bastante
suerte.
Mientras
avanzábamos
nos
encontramos con un grupo de Z-Men, Lós Águilas, que estaban
haciendo un buen trabajo conteniendo a los muertos y guiando
a los inocentes.
Tras dejarlos atrás, seguimos con la ruta prevista y, al
poco de llegar al extremo más alejado, conseguimos recibir
una
señal
que,
más
que
darnos
ánimos,
nos
dejó
muy
intranquilos. Mientras yo repetía sin cesar: Oiga, ¿me recibe
alguien?, escuché cómo me chistaban, el sonido característico
de una radio conectada al cortarse… y un aullido desgarrador
en la noche.
Corrimos
al
punto
de
donde
había
salido
el
grito
y
llegamos a un garaje cuya puerta tenía una rendija abierta.
Extendí la mano para abrirla del todo, pero alguien desde el
interior se me adelantó. Tras encender la linterna, comprobé
que se trataba de Junquera, la forense que había llegado
hacía poco a la ciudad. Tras ella, dos docenas de personas
apelotonadas
contra
las
paredes,
manteniendo
toda
la
distancia posible de los dos cuerpos que reposaban en el
suelo.
Según me contó con una tranquilidad digna de elogio,
habían
llegado
aparcamiento
de
hasta
la
allí
casa.
y
encontrado
Entraron
con
la
abierto
el
intención
de
asegurarse un refugio, pero descubrieron demasiado tarde que
no estaban solos: un podrido paseaba por el espacio vacío.
Siguiendo sus órdenes, ella les había hecho guardar silencio
para que no se fijara en que tenía compañía hasta que pudiera
anularlo.
Luego yo llamé y alteré al invitado, por lo cual la cosa
se
fue
al
garete.
Por
suerte,
la
doctora
no
tardó
en
controlar la situación y solo hubo una baja que lamentar. Dos
golpes
certeros
con
un
martillo
y
el
problema
quedó
subsanado. Tras sacar los dos cadáveres al exterior, cerramos
la puerta y, antes de poder decirle nada de mis planes, me
señaló un mensaje escrito en la pared que sólo sirvió para
ponerme aún más intranquilo: perdonadnos.
Apartando
de
mi
mente
la
curiosidad
que
empezaba
a
sentir, cogí la radio de Junquera, pero era igual que la mía,
poco más que un juguete inútil.
Y cada segundo que pasaba eran vidas que seguían en
riesgo, necesitaba localizar a los demás. Tras acordar que la
doctora se quedaría ahí tratando de mantener a salvo a todo
aquel
ciudadano
que
se
acercara,
regresé
a
las
calles
acompañado por el z-men de la llave inglesa y un par de
voluntarios más.
Por fortuna, las calles parecían tranquilas. Caminamos
con precaución, procurando hacer el mínimo ruido posible.
Pero pronto nos topamos con los muertos.
No cabía duda de que su número había aumentado de forma
considerable.
La
vía
principal,
la
cual
alcanzábamos
a
distinguir a través de las distintas calles transversales,
ofrecía un espectáculo desolador, con docenas de cadáveres
desgastando el asfalto sin un destino concreto.
Dios, que harto me sentía. Por un instante me pregunté
si no sería ese el momento que tanto tiempo había ansiado. Si
no debía rendirme a la evidencia de que la resistencia era
inútil y aceptar nuestro destino.
Cómo si de una señal se hubiera tratado, escuché un
gemido a mi espalda. Algo casi imperceptible en lo que mis
compañeros no llegaron siquiera a reparar. Cuando giré la
cabeza, me encontré con una chica rubia, de pelo largo y
rizado. La recordé de cuando había empezado a hablar en la
plaza. Me había llamado la atención lo brillante de su melena
y lo enorme de su sonrisa.
Supe que era ella, a pesar de que le faltara media
mandíbula
y
una
generosa
porción
de
cuero
cabelludo,
arrancado por esos engendros.
Pensé en ti, Ruth, en verte.
Y no hice nada por detenerla. La ignoré para continuar
mi
camino.
Si
era
mi
momento,
no
iba
a
hacer
nada
por
grito
de
evitarlo. Continuamos avanzando como si tal cosa.
¿Sabes? No sentía miedo. Alivio si acaso.
De
pronto,
escuché
mi
nombre
junto
a
un
advertencia y algo cortó el aire junto a mi, deteniéndose con
un sonido similar al del puño de un púgil golpeando un saco
de arena.
No tuve ningún problema en reconocer la voz de Charly,
así
como
parecía
su
pericia
urgente
a
anulando
juzgar
zombis.
por
el
Me
tono,
gritaba
algo,
y
pero
me
costaba
de
cuyo
cráneo
prestarle atención.
Sólo
tenía
ojos
para
la
muchacha
sobresalía el arma que el Freak le había lanzado. Sé que
suena horrible, pero mis únicos pensamientos fueron que había
sido afortunada… y que la envidiaba. Mucho.
Al
cabo
conseguí
recomponerme
y
prestar
atención
al
viejo guerrero. Había localizado un antiguo bar cuyos cierres
parecían
idóneos
para
montar
un
refugio,
pero
el
único
acceso, a través del aparcamiento, contaba con compañía.
Me tomé unos segundos para considerar nuestra situación:
habíamos gastado la mayor parte de las balas cuando todo esto
había comenzado.
Mierda,
habíamos
íbamos
llevado
a
una
celebrar
equipación
un
logro,
básica.
no
Por
a
pelear
otro
y
lado,
estábamos desperdigados y no sabíamos cuando descubrirían en
la base lo que estaba ocurriendo en Santa Ana.
Necesitábamos cuantos puntos seguros pudiéramos reunir.
Seguimos a Charly hasta el lugar que nos había indicado.
La zona reservada a los vehículos estaba cerrada por una
verja, aunque sin ningún tipo de cierre ni candado. A través
de ésta podíamos distinguir a un reanimado que daba vueltas
en círculo.
Facil, ¿no? Entrar, rodear y anular.
Dos de los hombres que nos acompañaban murieron.
Ocurrió de la manera más tonta, dos simples resbalones
sobre restos de la sangre del propio zombi, arañazos en la
gravilla
y…
bingo,
infectados.
Al
final
fueron
tres
anulaciones, no una.
Me tome un minuto para recuperar el aliento y Charly me
informó de la posición de nuestro hijo. Al parecer, habían
estado
juntos
supervivientes
y
el
para
freak
había
llevarlos
salido
al
en
refugio
busca
que
de
habían
encontrado en primer lugar.
Tras juzgar que el aparcamiento resultaba más seguro,
decidí ir a por Gonzalo. Pero antes de salir de allí…
¿Recuerdas cuántas veces te dije entre lágrimas que lo
único infinito de este nuevo mundo, era su capacidad para
generar nuevos horrores, mi amor? Creo que hasta esa noche no
tenía verdadera idea de lo que decía. Vi un pañal, Ruth. Un
pañal de bebé… con un corazón en su interior.
Con el estómago revuelto, me marché a buscar a Gonzalo,
pero
tras
avanzar
dos
manzanas,
adivina
con
quién
me
encontré: con Alquitrán y su mascota.
Saqué la pistola y apunté a Chacal sin mediar palabra,
pero su ¿amo? Se interpuso entre los dos. Discutimos. Lo
único
que
sabía
decirme
era
que
confiara
en
él,
en
un
perfecto
desconocido…
que
ni
Chacal
ni
él
eran
lo
que
parecían. Y yo… yo sabía que debía matarle. Era un zombi, un
monstruo. Pero algo en la voz de Alquitrán, en su expresión…
destilaba tragedia y nobleza a partes iguales, o al menos eso
me pareció en aquel momento.
El caso es que desoyendo la voz de la razón y las normas
de seguridad más básicas de Ciudad Humana, le pedí a mi
acompañante que bajara su arma y acepté su palabra de que
Chacal no iba a atacar a ningún humano y lo dejé marchar.
¿Por qué lo hice? No tengo la respuesta. Ni la necesito,
ya bastante me arrepentí después.
Mientras intentaba apartar el extraño encontronazo de mi
cabeza, llegué a la localización de Gonzalo sin demasiado
problema, aunque lo que encontré no era lo que esperaba:
nuestro hijo cubría la retirada de un grupo de refugiados que
salían en tropel de un garaje subterráneo.
Según me contó después, uno de los que habían entrado
con
él
a
guarecerse
debía
estar
infectado
y,
en
vez
de
decirlo, se quedó callado hasta que fue demasiado tarde.
Típico pero catastrófico.
Por
teniendo
fortuna,
en
supervivientes
sólo
cuenta
que
se
infectó
que
eran
habían
a
tres
cerca
hacinado
personas,
de
lo
que
cincuenta
los
ahí,
fue
toda
una
suerte.
Mi
vida,
no
sé
qué
pensar
de
nuestro
hijo.
Estoy
orgulloso de él, lo quiero... Pero no puedo preguntarme cómo
hubiera sido en un mundo diferente. Se ha convertido en una
persona idónea para sobrevivir en este. ¿De qué hubiera sido
capaz si no se hubiera ido todo al cuerno? ¿También hubiera
sido el hombre perfecto para aquello a lo que se hubiera
dedicado? ¿O nació para medrar en el infierno?
Perdona. Divago.
Tras explicarle lo de Charly, Gonzalo guió al resto de
los que le acompañaban al parking donde estaba el freak a
regañadientes, puesto que quería venir conmigo. Por suerte,
su responsabilidad inclinó la balanza a mi favor. No sabía
cómo
iba
a
terminar
la
noche
y
prefería
no
estar
preocupándome por él más de lo necesario. Además, el chico
que llevaba toda la noche conmigo, seguía a mi lado como un
campeón.
Poco a poco, me fui aproximando hacia el centro del
pueblo, mientras caía en la cuenta de que hacía demasiado
tiempo que no se escuchaba ningún disparo. En lugar de eso,
el número de gritos de terror se había multiplicado.
Cuando alcancé la carretera principal, el paisaje no
podía ser más desolador. Los muertos lo invadían todo. Había
gente intentando parapetarse con contenedores, escalando a
los árboles en un intento de escapar de sus dedos…
Pensé en Irene. Quería verla. Cada vez estaba más seguro
de que íbamos a morir esa noche, y no quería hacerlo sin
decirle lo mucho que la quería.
Un
grito
llamándome
a
mi
izquierda
reclamó
toda
atención. Era Trescuadras, el z-men novato que nos
mi
había
acompañado. Según pude ver, protegía la entrada a un garaje
como si le fuera la vida en ello. Echamos a correr hacia él
mientras disfrutaba del espectáculo que daba anulando zombis
aplastando sus cabezas contra las paredes. Era una máquina de
matar.
Y
era
un
buen
protegiendo
a
una
hombre.
El
compañera
pobre
que
estaba
había
ahí
sido
plantado
herida
y
descansaba en el interior. Quería mantenerla a salvo.
Mientras nos hacía ganar tiempo, me decidí a echar un
vistazo a su protegida. A los pocos pasos, tropecé con algo y
un tintineo resonó en la estancia con un volumen exagerado.
Alumbré a mis pies con la linterna y me encontré con el
esqueleto de un gato que todavía conservaba un collar con
tres cascabeles cubiertos de polvo.
El siguiente sonido que escuché no fue humano. Levanté
el haz de luz y descubrí con tristeza que la compañera de
Trescuadras, una muchacha que se hacía llamar Mala Hierba,
había fallecido.
En otras circunstancias, habría obrado de otra manera.
Quizás
hubiera
hablado
con
él,
le
habría
explicado
lo
ocurrido y le hubiera dejado que él hiciera lo necesario…
Pero estaba hastiado.
Cogí la llave inglesa del z-men que me acompañaba y
hundí
la
cabeza
comunicado
el
de
la
destino
chica
de
su
sin
miramientos.
protegida,
el
Una
vez
apesadumbrado
Trescuadras accedió a acompañarnos a buscar a los demás.
Seguimos por la carretera
mientras
a
nuestras
espaldas
hasta llegar a la iglesia
se
iba
formando
toda
una
comitiva de bienvenida.
Trescuadras
empezó
a
preguntarme
acerca
de
cómo
lo
íbamos a hacer para librarnos de nuestros perseguidores y, la
verdad, no tenía ni idea de qué responder. Por fortuna, la
respuesta llegó hasta nosotros en forma de disparo.
Extrañado, aunque reconfortado por el familiar sonido de
la pólvora disparando una bala, no tardé en descubrir al
pistolero. En una pista de bolos protegido por rejas, estaba
Alfy haciéndome señales.
Corrimos hasta él, que nos abrió la puerta ofreciéndonos
unos minutos de descanso.
Mientras
los
muertos
comenzaban
a
apiñarse
frente
a
nosotros y Trescuadras jugaba con las cabezas de nuestros
rivales, intenté buscar soluciones con Alfy.
Según me había contado, había escuchado cómo un rumor se
iba extendiendo entre los supervivientes. Dicho rumor situaba
como causante de todo lo que había ocurrido a una tal Mireia.
El nombre me resultó familiar, pero no conseguía recordar
porqué.
Centrados en solucionar la crisis, más que en buscar el
origen, colegimos que teníamos dos prioridades: coordinarnos
entre
nosotros
y
llamar
a
suficientes
refuerzos
para
recuperar de nuevo la zona.
Desplazarnos era prácticamente un suicidio, puesto que
los
zombis
lo
habían
invadido
todo
y
tarde
o
temprano
acabaríamos cayendo.
Sin embargo, había una opción que teníamos que haber
considerado desde el principio: el puesto de mando en la nave
industrial hacia donde se dirigía Conroy cuando todo había
empezado.
Aprovechando
su
altura
y
localización,
habíamos
instalado ahí una emisora de radio con suficiente potencia
para hablar con el centro de la ciudad. De poder llegar hasta
ella, podríamos cumplir con nuestros dos objetivos.
El problema, como siempre, era que para acceder hasta
allí hacía falta un vehículo. Atravesar los sembrados que
separaban el pueblo de la nave a oscuras, entre árboles y
caminos de cabras y con toda la zona llena de reanimados, era
un auténtica locura.
Fuera como fuera, lo primero que debíamos hacer era
salir de ahí. Aprovechando que había dos accesos al campo de
bolos, los atrajimos hasta una de las puertas y los hicimos
pasar a su interior, donde los dejamos encerrados.
Algo más tranquilos, retomamos la carretera principal en
dirección
al
colegio
del
pueblo,
cuando
volví
a
ver
al
estrafalario personaje del sombrero y la máscara con su zombi
faldero. Aunque hubo un detalle que me llamó la atención y es
que le acompañaba alguien más: cobijada entre los brazos del
tal Alquitrán, una joven
vestida con un camisón avanzaba
sollozando, dejándose guiar por él.
Extrañado,
donde
vi
algo
decidí
que
seguirles
aún
ahora
hasta
no
he
un
parque
conseguido
cercano
asimilar:
sentado en un columpio, una zombi sostenía a un bebé entre
sus brazos como si de su hijo se tratara.
En cuanto el singular trío llegó hasta ella, la chica
que acompañaba a Alquitrán pareció volverse loca. En unos
segundos, las cosas se volvieron caóticas. El extraño intentó
coger
al
bebé,
pero
la
zombi
se
volvió
loca
e
intentó
agredirle, momento en que Chacal se enzarzó con ella hasta
anularla.
El bebé, mientras tanto, rodó por el suelo hasta llegar
a los pies de la mujer, que lo recogió entre llantos.
Pero sólo ella lloraba. La criatura, el bebé que la
chica acunaba con mimo, no profería el más mínimo sonido. Sin
embargo, se movía.
Era un maldito bebé zombi.
Lo horrible de la situación me dejó fuera de juego hasta
que
Alfy
me
sacó
de
mi
estupor
para
indicarme
que
no
estábamos solos. Los gritos de los zombis habían atraído a
sus
congéneres,
previsiones:
y
Santa
eran
Ana
muchos
debía
más
acoger
que
a
en
más
mis
de
peores
seis
mil
personas, seis mil almas que se habían reunido allí aquella
noche para completar el comienzo de su nueva vida… seis mil
muertos potenciales. Y no sabíamos cuántos habían caído ya.
Debíamos darnos prisa.
Huimos
llamábamos
del
a
los
parque
y
nuestros
continuamos
por
radio.
avanzando
En
esta
mientras
ocasión
la
suerte estuvo de nuestra parte y recibimos dos respuestas a
la vez: Sir Conroy y King.
El primero se encontraba en un apuro, estaba encerrado
en un garaje con un zombi en cuyas vísceras se encontraban
las llaves para salir… Sí, yo también me quedé descolocado
con la situación.
Sin embargo, no fue esa la contestación más relevante de
la
noche,
si
no
la
de
King.
Mientras
hablábamos
de
la
situación, pronunció unas palabras que cambiarían el curso de
la noche.
A una orden mía, Trescuadras, Alfy y el z-men que me
había
acompañado
toda
la
noche
(es
curioso,
no
llegué
a
preguntarle su nombre), se dirigieron a por Conroy con la
intención de continuar buscando a los demás. Yo por mi parte,
deshice parte del camino para dirigirme al encuentro de la
mano derecha de nuestro hijo.
Cuando
llegué
al
sitio
donde
me
había
indicado,
lo
encontré sentado en un tocón de madera, afilando su cuchillo
tan tranquilo mientras me esperaba. A su alrededor, al menos
dos docenas de cuerpos con las cabezas reventadas… y unos
cuantos
con
las
gargantas
cercenadas
y
sin
rastro
de
zombificación.
No quise preguntar acerca de esos últimos y él no hizo
ningún comentario. En lugar de eso, me guió hasta un patio
cercano en cuyo interior se hallaba un auténtico regalo del
cielo: un Hummer.
Yo la verdad es que no sabía ni el modelo ni el vehículo
que
era,
pero
King
parecía
un
experto
en
el
tema.
Por
fortuna, el monstruo mecánico funcionaba a la perfección y
nos
iba
a
servir
para
llegar
a
la
nave
industrial.
Nos
subimos con renovada esperanza y me di de bruces con que el
transporte contaba con una radio incorporada de mejor calidad
que las nuestras. Ni corto ni perezoso sintonicé nuestra
banda y pregunté cuántos me recibían.
La primera en responder fue nuestra hija, Ruth. Y no fue
para decirme nada que deseara escuchar. Se hallaba en el
colegio, en la otra punta del pueblo: estaba atrapada en unos
vestuarios y rodeada de zombis.
Enseguida,
la
voz
de
Alejandro
se
incorporó
a
la
conversación para decir que estaba cerca y que se dirigía
hacia
allá,
pero
para
cuando
llevaba
tres
palabras
pronunciadas, nosotros ya habíamos quemado varios centímetros
de goma de los neumáticos.
King, al ver mi expresión, había prescindido de las
normas más básicas de seguridad al volante y, aprovechando la
montura
de
dirección
que
a
disponíamos,
nuestro
se
lanzó
destino,
como
llevándose
un
por
loco
en
delante
papeleras, señales de tráfico y algún que otro reanimado.
Aunque se me hizo eterno, sé que no pudo ser más de un
minuto el tiempo que tardamos en llegar al colegio. Al ver
las rejas echadas, King lo bordeó por un lateral hasta llegar
a una pequeña puerta que estaba abierta.
Los dos descendimos a la vez que Alejandro aparecía para
ayudar y, tras dedicarse un par de insultos entre ellos, los
tres entramos a un patio donde no menos de treinta muertos
vivientes nos dieron la bienvenida.
No te voy a aburrir con detalles de mal gusto, te lo
resumiré
diciéndote
que
con
la
colaboración
de
nuestra
pequeña, que no sabes cómo maneja el mazo, conseguimos acabar
con todos ellos.
Qué abrazo le di a Irene, Dios mío. Que necesidad tenía
de sentirla respirar. Y que jarra de agua fría me lanzó a la
espalda
cuando,
con
una
enorme
urgencia,
me
hizo
que
la
acompañara al interior de los vestuarios.
Allí,
destacando
contra
los
blancos
azulejos,
media
docena de zombis con la cabeza aplastada a manos de Irene,
colgaban de las perchas de la pared, sujetos a los ganchos
con esposas.
En mi cabeza, un puzzle que no era consciente de que
había empezado a resolverse, recibió una nueva pieza que me
provocó un escalofrío.
Tras subirnos los cuatro al Hummer, di la orden de que
me llevaran a la nave industrial. A pesar de las protestas de
mi hija y de King, les ordené que me dejaran a solas y que se
marcharan
a
reunir
supervivientes.
En
cuanto
pudiera
coordinarnos, necesitaríamos a toda la gente posible. Además,
los únicos zombis que habíamos visto mientras nos dirigíamos
hacia allí estaban demasiado lejos y la verja de la nave era
bastante resistente.
Y qué demonios, quería estar solo.
Cuando me bajé en mi destino, rodeé la zona de campo
silvestre
que
llevaba
hasta
la
entrada
de
la
sala
que
habíamos usado para almacenar equipo.
Cómo me temía, estaba abierta.
Saqué la linterna e hice un pequeño rastreo. Faltaban
algunas cadenas, clavos, un par de linternas, pilas… y había
algo nuevo. Unas huellas marcadas sobre unas acumulaciones de
polvo blanco en el suelo, pequeñas, de mujer.
Un gemido al fondo me puso en alerta. Lógico. Si quien
hubiera
entrado
hubiera
salido,
habría
cerrado
para
no
despertar sospechas.
Avancé con la llave inglesa en alto y, al llegar a una
de las puertas de acceso a las salas interiores, tropecé con
un escalón. De no ser porque logré agarrarme al marco de la
puerta, me hubiera ensartado la garganta contra unas varillas
de hierro de obra que sobresalían de un pilar.
Y
no,
cariño,
no
exagero.
A
juzgar
por
lo
que
me
encontré tirado en el suelo, eso era lo que le había pasado
al hombre que había entrado a robar, y que allí permanecía
atrapado. Muerto pero vivo.
Me acerqué a contemplar su rostro y, para mi sorpresa,
lo reconocí. Lo había visto con Juan Miguel Eimer.
Y
todo
espacios
en
terminó
de
encajar
en
mi
cabeza.
blanco
del
puzzle
quedaron
Los
cubiertos
pocos
en
un
instante.
Recordé dónde había escuchado el nombre de Mireia: era
la pobre muchacha cuyo bebé había fallecido recientemente y,
sin duda, la que había recogido al bebé zombi con ayuda de
Alquitrán.
Cuerpos de zombis encadenados en el colegio.
Y por último, el amigo de Eimer, líder del movimiento de
personas que creían en la posibilidad de una cura para los
zombis, los adoradores de los muertos. O como les habían
bautizado Charly y Alfy: Los Thanos.
Me tomé un instante para anular al pobre desgraciado y
me dirigí a la emisora de radio que reposaba en una mesita
junto a la entrada.
Lo primero que hice fue contactar con el cuartel de los
z-men y pedir que mandaran a todos los efectivos disponibles
para
que
comuniqué
nos
ayudaran
con
Gonzalo
a
y
purgar
la
los
demás
zona.
para
A
continuación
decirles
que
aguantaran, que los refuerzos estaban en camino, y me senté
un rato a descansar.
Estaba agotado. Distraído, cogí un listón de madera y me
puse a hacer trazos sobre una de las manchas de polvo blanco.
Presa de una súbita curiosidad, cogí un poco de dicho polvo
entre
los
dedos
para
ver
de
qué
se
trataba,
y
descubrí
sorprendido que era harina.
Por más que me devané los sesos, no tuve manera de
explicar cómo demonios había llegado eso a la nave. Cada vez
más escamado, salí al exterior de la nave, donde los primeros
rayos de sol me recibieron. Me estiré para desperezarme y,
tras examinar un poco los alrededores, vi que el rastro de
harina seguía fuera de la construcción. Bordeé el resto del
edificio hasta dar con una entrada lateral al recinto y lo
que encontré me puso la carne de gallina.
En línea recta campo a través, resaltando en medio de
los sembrados, pude distinguir el molino de Santa Ana. Y
sentada en sus escalones de acceso, vestida con el mismo
camisón que la había encontrado horas antes, estaba Mireia.
No pensé. En el momento en que la vi a mi alcance, eché
a correr hacia ella. En ese instante no me importaba ni lo
abrupto del terreno, ni la posibilidad de que uno de esos
monstruos me saliera al paso. Quería… necesitaba atraparla y
que
me
explicara
lo
que
había
hecho,
si
realmente
era
consciente del daño que había provocado.
Y centrado en todos esos pensamientos estaba, cuando un
espantoso aullido procedente de mi izquierda precedió a un
impacto
que
me
arrojó
al
suelo
con
violencia.
Rodé
por
instinto, pero aquello que me sujetaba no estaba dispuesto a
soltarme. Cuando pude recuperar un poco el control, descubrí
que el engendro que estaba encima mía no era uno de esos
zombis
lentos
y
desesperantes
sino
chacal,
esa
bestia
hiperactiva que acompañaba a Alquitrán.
La
criatura
se
revolvía
como
una
loca
intentando
morderme la garganta y yo me las veía y me las deseaba para
mantenerlo a raya.
Haciendo un último esfuerzo, coloqué mi mano bajo su
mandíbula y tiré con todas mis fuerzas hacia arriba, lo que
consiguió apartarlo de mi.
Aprovechando el respiro, recogí la llave inglesa del
suelo y me enderecé dispuesto a plantarle cara, cuando la voz
de Alquitrán retumbó a mi espalda llamando a su mascota.
Yo me volví hacia él con el rostro encendido de ira y le
grité pidiendo explicaciones sobre su promesa referente a
Chacal.
Él
no
me
respondió.
Esquivó
mi
mirada
con
gesto
avergonzado y llamó con urgencia al zombi, que pasó por mi
lado
ignorándome
mientras
corría
en
su
busca.
Sin
más
palabras, ambos echaron a correr, desapareciendo entre los
sembrados.
Me quedé paralizado. No sabía si perseguirle o ir a por
Mireia. Al final, la decisión no fue cosa mía. El estruendo
del
motor
del
Hummer
acercándose
a
mi
posición
me
hizo
reaccionar. Hice señales con los brazos para evitar que esa
mole de metal me arrollara y, en cuanto frenó junto a mi, me
subí de un salto.
Mi trasero aun no había llegado a tocar el cuero de los
asientos
cuando
Nacho,
que
era
quién
iba
al
volante
del
vehículo, comenzó a preguntarme entre gritos por el paradero
de alquitrán.
Le expliqué lo que acababa de ocurrir y, antes siquiera
de terminar, la bota de cuero de King ya estaba clavando el
pedal en el suelo.
Estaba fuera de sí. Con el rostro desencajado y los ojos
a punto de salirse de sus órbitas.
Debo reconocer que, antes de conocer el motivo por el
que estaba tan furioso, llegué a sentir cierta compasión por
el extraño.
Pero solo hasta el momento en que conocí los motivos de
la ira de Nacho: Alquitrán había azuzado a su monstruo contra
un Z-Men... y éste lo había matado.
Y yo... yo me sentí responsable. Sí, cariño, me sentí
responsable de la muerte de ese muchacho, porque yo había
permitido que ocurriera. Había tenido la oportunidad de matar
a ese zombi y no lo había hecho. Ahora a mi me había atacado
y ese pobre valiente estaba muerto.
Y, por primera vez en mucho tiempo, sentí algo dentro de
mí que sólo puedo definir como fuego. Mi pecho comenzó a
arder y una necesidad imperiosa de venganza nubló cualquier
otro pensamiento.
Me
concentré
en
lo
que
teníamos
enfrente,
buscando
cualquier rastro de nuestros objetivos, cuando la radio del
coche cobró vida: los refuerzos acababan de llegar a Santa
Ana y nos necesitaban para conocer la situación.
La idea de interrumpir la persecución no nos gustó mucho
ni a mi ni a King, como habrás supuesto, pero tras una breve
conversación, nos hicimos una promesa y decidimos postergar
nuestros deseos.
Así, recogimos al resto de nuestros hombres, que habían
seguido
poniendo
a
salvo
a
civiles
y
anulando
a
cuantos
zombis habían podido.
Una vez todos reunidos, fuimos a por los recién llegados
y dio comienzo la limpieza de Santa Ana, recuperando calle a
calle la zona de manos de esos seres podridos, hasta que
estuvimos seguros de que la barriada volvía a ser segura.
Respecto a Mireia, la buscamos, pero no encontramos ni
rastro de ella, como tampoco de Alquitrán y su zombi de
compañía.
Y esa ha sido nuestra noche, amor mío. ¿Balance?
No sé cuánta gente ha caído, aunque sí sé que se ha
superado el millar de víctimas.
Y tengo que hacer justicia por ellos, Ruth. Se lo debo.
Quiero reunirme contigo, mi amor. Quiero descansar a tu
lado. Pero tengo que retrasarlo un poco más. Debo zanjar el
asunto de los Thanos y asegurarme de que Cartagena es segura.
Debo saber que nuestros hijos van a estar seguros.
Y debo cumplir una promesa. La que le hice a King en el
Hummer y que pienso cumplir para que el fuego que me arde en
el pecho se extinga: buscar a Alquitrán y a su mascota y
hacerles pagar por lo que han hecho.
Es otro retraso más, lo sé. Y lo siento de verdad.
Pero cuando zanje todo lo pendiente, sólo nos quedará
por recuperar Santa Lucía y Cartagena estará libre de zombis:
será una ciudad completamente humana.
Y yo habré hecho mi trabajo y seré libre de reunirme por
fin contigo, Ruth.
Espérame un poco más, por favor.
Te amo.
Javier.
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