`Suma qamaña` ¿kamsañ muni? (¿Qué quiere decir `vivir

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‘Suma qamaña’ ¿kamsañ muni?
(¿Qué quiere decir ‘vivir bien’?)
Alison Spedding Pallet
La necesidad del aterrizaje
Mi intención en este artículo no es socavar o descartar de entrada las diversas posiciones
sobre el tema o concepto de ‘vivir bien’, denominado en aymara como suma qamaña y (con menos
frecuencia y, notablemente, pocas exposiciones elaboradas) en quechua como sumak kawsay,1 y
propuesto como un esquema económico, social y cultural alternativo al sistema
capitalista/industrial/occidental que actualmente predomina en el mundo, tanto en términos prácticos
como ideológicos. Considero que es plenamente comprensible y digno de apoyo el cuestionamiento
de un sistema, o complejo, técnico, económico y social que ha provocado grandes daños físicos –en
el momento de escribir, el flujo de petróleo crudo debido a un fallo técnico en el Golfo de México
seguía sin solución– y sociales (p.e. Wacquant 2006/2007). También declaro que, por defecto
personal o deformación de origen cultural, no encuentro placer ni inspiración en textos de
inclinación mística ni en visiones del saber como algo que debe salir ‘del corazón’ antes que del
razonamiento frío y seco; mi alergia frente a estos lenguajes de ninguna manera implica que no
tengan valor en sí mismos o para muchas personas y grupos sociales. Sin embargo, entiendo que la
escuela, o escuelas, del ‘vivir bien’ alegan dirigirse a cuestiones de la vida real, la existencia
concreta y material en la tierra, lo mismo que trataba Adam Smith, el héroe cultural –o demiurgo
maléfico– a quien se acostumbra atribuir la fundación de la ideología del ‘libre mercado’ y la
economía capitalista en general. Por tanto, sus manifiestos deben apoyarse en ejemplos concretos y
no en argumentos filosóficos sobre actitudes o cosmovisiones sin anclaje en procedimientos
prácticos.
Caso contrario, se harían merecedores de la crítica que se ha dirigido a corrientes del
protestantismo evangélico que animan a sus seguidores a apartarse del ‘mundo’ y adoptar la
pasividad política a favor de dedicarse a la salvación individual a través de la pureza moral y el culto
religioso; cumpliendo con esto, es enteramente aceptable gozar de confort material y ganancias
económicas, sin necesidad de preocuparse de lo que les pasa a los demás que siguen en las tinieblas
del pecado, más allá de predicarles el mensaje divino, ni siquiera en persona si se contribuye
donaciones para las personas que sí se ocupan de esa labor. Otro ejemplo paralelo son las
observaciones a los y las miles de activistas que viajaron a la reciente ‘cumbre’ ecológica en
Tiquipaya (Cochabamba), generando toneladas de carbón en aviones y otras toneladas de desechos
en el lugar de sus reuniones donde hablaron en contra de la economía que les permite reunirse de tal
manera. Al menos se puede decir de las y los ambientalistas que su filosofía les proporciona
prácticas alternativas (tengo referencias de algún ambientalista europeo que vino a Sudamérica en
barco y no en avión, pero no fue para asistir a las fiestas en Tiquipaya). En los textos nacionales
recientes del ‘buen vivir’, no he visto elementos que indiquen cómo se podría cambiar las prácticas
vivenciales de uno o una para realizar esta cosmovisión en la existencia cotidiana, si no fuera
abandonando el empleo urbano y capitalista para convertirse en agricultor miembro de una
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Uzeda (2009:45) observa que hay poco escrito sobre sumak kawsay en comparación con suma qamaña, aunque se
limita a comentar que esto es ‘debido, quizás’ a que la ‘larga relación intercultural entre los pueblos aymara y quechua
ha permitido… préstamos, permutas y otras mutuas influencias’. Yo pienso que es más bien otro indicio de la
preeminencia de intelectuales de origen ‘aymara’ en el indigenismo/indianismo boliviano a lo largo de los últimos
cincuenta años al menos (basta con mencionar a Fausto Reynaga, Genaro Flores, Felipe Quispe Huanca y Simón
Yampara), hecho seguramente vinculado con la ubicación de la sede de gobierno y capital efectiva del país en el núcleo
de la región aymarahablante.
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comunidad rural, algo que sus proponentes no parecen dispuestos a hacer personalmente y tampoco
proponen a sus lectores (quienes, en general, tampoco son comunarios o comunarias en ejercicio).
Tal vez esto tiene que ver con el hecho de que la filosofía, o cosmovisión, del ‘vivir bien’ es
algo que se atribuye a las y los miembros de tales comunidades, pero sin pruebas empíricas
fundamentadas de cómo esto se expresa en la vida cotidiana. Claro que los flujos migratorios de
tales miembros que se van para hacerse costureros en Sao Paulo o cuidadores de ancianos en Madrid
no demostrarían que el suma qamaña es una quimera de intelectuales urbanos, sino que sus
herederos han sido despojados por los aparatos ideológicos del Estado colonial hasta el punto de
descartar su propia herencia a favor de los señuelos capitalistas-industriales. En 2000, Felipe Quispe
Huanca denunció que la ‘otra Bolivia’ que él representaba carecía no sólo de dinero sino de luz
eléctrica, agua potable, teléfono e Internet. ¿Exigir tales servicios indica que él era un renegado del
suma qamaña, al fin un colonizado mental más? ¿O indica que cualquier propuesta alternativa al
modelo capitalista debe considerar cómo extenderlos a las y los actualmente excluidos del acceso, y
–se supone– ampliar esta cobertura más que el capitalismo, que por lo vilipendiado que sea, ha
extendido en algo durante décadas recientes?
Dejando de lado a las y los optimistas que piensan que la creatividad humana siempre
encontrará novedades inesperadas para mantener el crecimiento como sea, algunas personas
consideran que el mismo sistema capitalista-industrial que ha dado lugar a la idea de que disponer
de tales servicios, más un automóvil propio, electrodomésticos, la oportunidad de viajar en avión a
donde y cuando se desee (siempre que se puede pagar el pasaje), etc., es el paradigma del ‘vivir
bien’ a que todos y todas deben aspirar, y ha permitido que algunas y algunos efectivamente
dispongan de todo eso, es en sí insostenible. Simplemente, el planeta no da como para proporcionar
tanta abundancia para la población existente, sin hablar de las poblaciones futuras (hasta que se
detenga el crecimiento demográfico). Será que eventualmente llegue a un colapso catastrófico total
y la especie humana será devuelta a formas de vida a nivel económico medieval sino más antiguo, o
tal vez se inventará modos de superar el eventual agotamiento de los combustibles fósiles, batirse
frente al cambio climático y demás, y nuestra especie avanzará tambaleando en un planeta
degradado, pero sin que la totalidad de la humanidad haya accedido alguna vez al ‘buen vivir’
capitalista. De repente ni siquiera la fracción que sí gozó de ello tendrá que persistir en lo mismo, al
menos tratándose de la mayoría de la población. Si se rechaza una postura kamikaze (‘comemos,
bebemos y nos alegramos, mañana nosotros –o nuestros nietos, o quien sea– moriremos’), la
conclusión inevitable es que hay que restringir o cambiar las prácticas de consumo y producción, de
manera que se ha de aminorar, sino evitar (el evitar corresponde a la ¿fantasía? del ‘desarrollo
sostenible’) el desastre por venir.
El problema aquí es que la ideología democrática que se ha difundido como estela de la
expansión/penetración de la economía capitalista insiste en que todas y todos tienen el derecho a
acceder a este ‘buen vivir’, incluso en las versiones de esta ideología que interpreten este derecho
como tener abierta la oportunidad para esforzarse en lograrlo, aunque argumentan que no existe el
deber de que ‘la sociedad’, es decir el Estado, garantice una versión mínima del mismo para todas y
todos. Entonces, la gente de los países ‘subdesarrollados’ también tiene derecho de (intentar)
acceder a un automóvil propio para cada uno/a, como ya han hecho tantos/as en los países
‘desarrollados’. Al menos mientras no se impone políticas draconianas en los segundos, por ejemplo
prohibiendo de una vez los automóviles particulares, permitiendo viajes en avión sólo cuando no
existe una ruta terrestre y cuando la urgencia justificada del motivo de viaje hace inaceptable la
opción marítima, etc., se argumenta ¿por qué nosotros tenemos que renunciar de antemano a lo que
ellos ya tienen, sea lo que sean las consecuencias de tal logro? Esta versión de la ‘opción kamikaze’
–o de la visión optimista– parece ser implícito en la práctica de la mayoría del llamado Tercer
Mundo, que nunca intenta limitar el incremento de su parque automotor o industrias contaminantes,
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y es bastante explícito en las posturas de la India y la China popular en las cumbres internacionales
que debaten el impacto ecológico del crecimiento capitalista-industrial.2
Filosofía de vida y prácticas campesinas
De todos modos, los proponentes del suma qamaña nunca bajan de sus elucubraciones sobre
el concepto holista de la vida, la armonía y la reciprocidad, para considerar si en pos de esta filosofía
debemos determinar qué consumos, individuales o colectivos, no son aceptables y deben ser
abandonados, aunque sea sólo como una iniciativa individual que incumbe a las y los que se
declaran partidarios de esta corriente (como el ambientalista que viajó en barco) y no impuesto a
través de decretos o reglamentos estatales. Mucho menos se indica cómo suma qamaña, si de veras
significa ‘un lugar donde trabajan y descansan alegremente’ (entrevista con M. Tórrez, citada en
Uzeda 2009:34), puede expresarse en las acciones cotidianas: por ejemplo, cuando yo hago cosechar
mi coca –de paso, practico el cultivo orgánico y me están instruyendo sobre cómo pasar a ser cultivo
ecológico– pago jornales en dinero a las y los que me ‘ayudan’ (es decir, vienen a trabajar para mí).
¿Esto está de acuerdo con suma qamaña o no? Es cierto que esta relación no es impersonal –por
ejemplo, yo me siento obligado a asistir con ‘ayni’ de cerveza a los ritos de crisis vital de las
personas que ‘vienen (a cosechar) para mí’, el núcleo firme del grupo de trabajo consiste en mis
parientes rituales con quienes mantengo un montón de intercambios económicos y sociales al
margen del compromiso laboral–, pero éste es el caso de todas las relaciones de intercambio laboral,
tanto de jornal como de ayni, dentro de la comunidad campesina.3
En nuestro estudio ‘Kawsachun coca’ (Spedding 2005) hemos concluido que las decisiones y
cálculos de la economía campesina cocalera no se apartan en un nivel abstracto de los principios de
la economía capitalista (o la neoclásica, para aplicar una clasificación más teórica). Aunque las
decisiones u opciones particulares responden a criterios que no serían aceptables para una empresa
capitalista, consideramos que esto se debe a que la unidad productiva, una unidad doméstica
campesina, tiene condicionantes distintos a los de una empresa (los más importantes son que
mantiene la mano de obra básica todo el tiempo, independiente de la productividad de su trabajo o si
trabaja siquiera, y que le es más fácil acceder a mano de obra que a capital). No es el caso de que su
razonamiento económico se basa en principios enteramente distintos.
Dicho de otra manera, consideramos que si un empresario capitalista se encontraría en la
situación económica de un campesino, actuaría de la misma manera de éste. Tal vez no realizaría
una ch’alla de sus cultivos en Carnaval ni ofrecería un pago a la Pachamama en agosto, si esto no
formaba parte de sus pautas culturales anteriores (y es de notar que tampoco todas y todos los
campesinos andinos realizan estos ritos individuales), pero si la comunidad decidiría que hay que
realizar un rito colectivo para poner fin a la sequía que les aqueja, tendría que participar o sino pagar
la multa establecida en la asamblea comunal, porque en la actualidad es imposible producir coca en
las comunidades cocaleras sin participar en el sindicato agrario y cumplir con sus exigencias, sean
rituales (otro año había que participar en un rito para alejar la plaga del ulu, igual bajo pena de
multa), infraestructurales (trabajar el camino) o políticas (salir por turnos al bloqueo, ir a ‘recibir’ al
Evo, salir a la campaña al candidato a la Alcaldía que la comunidad había decidido apoyar).
En el caso de los ritos comunales (poco frecuentes en general) es evidente que si la mayoría
no creería en la validez de estos actos, no se impondría la participación general, pero cualquiera que
conoce la dinámica de las reuniones comunales sabe que basta unos cuantos partidarios fogosos de
una propuesta para que ésta sea aceptada por el resto, dado de que el principio general de que estos
2
Ver las opiniones de los gobiernos de estos países y otros citadas en las pp.286-7, 295 y otras de Booker (2009).
Si se considera que esta incrustación de la relación salarial en cuestión sí la coloca dentro del suma qamaña o hace
irrelevante la cuestión sobre su pertenencia, se puede repetir el experimento de pensamiento referente a un contexto
impersonal, por ejemplo, contratando a un plomero previamente desconocido para reparar una avería en la casa, o la
compra de un producto orgánico en la sucursal de una cadena de supermercados.
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ritos son los que se hacen frente a tal o cual crisis es parte del contexto cultural de todas y todos los
presentes; que no quiere decir que todas y todos realmente creen en su efectividad, y menos que se
suscriban conscientemente a una ‘cosmovisión’ global que se opone a la cosmovisión científica que
ha ideado la aplicación del riego por aspersión o las plaguicidas químicas como maneras de
combatir la falta de lluvia y las infestaciones de insectos. De hecho, se seguía aplicando ambas
técnicas a la vez que se realizaba los ritos comunales, que indica –entre otras cosas– que para las y
los cocaleros estas acciones prácticas no corresponden a dos visiones del mundo distintas y hasta
encontradas e incapaces de comprender la una a la otra (la ‘doble ceguera conflictiva’ de Simón
Yampara, citada en Uzeda 2009:40).
Más bien, ambas técnicas se sujetan a una evaluación pragmática. Se aplica un agroquímico
porque alguien ha sugerido que pueda ser beneficioso –este alguien puede ser otro campesino o un
agrónomo, según el caso– pero si no da resultados que agradan a la persona que lo ha utilizado, deja
de aplicarlo. El rito para la lluvia también estaba sujeto a prueba: la lluvia tenía que llegar dentro del
plazo de ocho días desde la finalización del rito. La gente se animó al ver caer unas gotas esa misma
noche final, pero luego el cielo seguía despejado. La catequista –se puede suponer, una de las más
‘creyentes’ en la religión en general, la gente tampoco separa ‘religión andina’ del catolicismo –
decía que faltaba otro rito para amarrar el viento (el viento disipa las nubes e impide que llueva), en
caso de que el ‘cambio de aguas’ no surtiera efecto hasta el plazo, pero de hecho la lluvia llegó justo
a los ocho días y desde entonces ha llovido normalmente (es decir, de manera algo irregular e
imposible de predecir de un día o semana a otro, pero ‘normal’ dentro de la pauta siempre irregular
de los Andes sureños). Se aprobó el esfuerzo comunal (tres días y tres noches de vigilia permanente,
aparte de los actos rituales más específicos realizados por ‘comisiones’ nombradas en base de
adivinaciones del yatiri a cargo) como demostración que ‘no hay que olvidar estas costumbres de
nuestros abuelos’ (2006), pero igual seguían con el riego por aspersión en épocas de poca lluvia,
mientras ‘los abuelos’ jamás regaban la coca (la aspersión se ha introducido a partir de 2000).
Considero que el éxito del rito para traer lluvia influyó en la decisión de realizar otro rito comunal
para alejar el ulu en 2009, a la vez que el ulu, siempre presente desde hace siglos, alcanzó ese año un
nivel de estragos en los cultivos que yo no había visto desde 1987, el primer año que pasé en los
Yungas. Tampoco desapareció de golpe después del rito; la gente decía: ‘poco a poco se ha de estar
yendo’ (a la vez que ya se estaba entrando al tiempo de lluvias, cuando esta plaga siempre
disminuye, al parecer debido a su ciclo biológico habitual). Sigue presente en 2010, pero
ciertamente ya en un nivel ‘normal’, nada comparable con su embate destructivo en 2009, que
dejaba las hojas de coca ‘como encaje’ y obligaba a reprogramar las cosechas para salvar algo de la
producción antes de que los gusanos lo consumieran todo.
En fin, estos estudios de caso apoyan las posiciones antropológicas establecidas hace tiempo,
en base a estudios clásicos como Evans-Pritchard (1937), de que lo que ellos llamaron ‘magia’ (y no
‘cosmovisión’) nunca busca obtener resultados que contradigan las reglas del mundo material (como
hace la ‘magia’ de las películas de Harry Potter), sino que se dirige a promover o garantizar las
condiciones normales y esperables, y combatir o repelar lo excepcional y negativo –pero igualmente
material– como sequías excepcionalmente graves y duraderas, o infestaciones de plagas mucho más
severas de lo habitual. También corresponden a la explicación de Malinowski, expresada en 1925,
de que se recurre a la magia en contextos donde la tecnología disponible no es capaz de garantizar
los resultados de la actividad. Hasta ahora, la tecnología no es capaz de producir la lluvia en las
fechas y cantidades que los seres humanos desean. Si se pregunta entonces por qué los europeos no
practican ni creen en ritos para traer la lluvia, yo diría que en primer lugar –hablando del norte de
Europa y los pueblos de la costa atlántica, no garantizo que lo que digo sea cierto para el sur
mediterráneo– allá llueve todo el año, nunca hay sequías dignas del nombre, y si a veces había
aguaceros intempestivos que causaron daños a la cosecha de granos, nunca eran tan regulares ni
prolongados como para exigir una respuesta cultural definida frente a ellos. Además, procedo de
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Inglaterra, que a partir del siglo XVI se deshizo de las procesiones, rogativas y penitencias
colectivas, que eran la respuesta religiosa indígena a desastres naturales. Y la economía europea,
desde hace tiempo, estaba involucrada en flujos comerciales de productos básicos de consumo que
la desvinculaba del impacto del clima local, como para implorar a éste cuando afectaba la
producción local.
Se sabe que ya a principios de la era cristiana, Roma dependía del suministro de grano de
Egipcia antes que de la cosecha toscana, y además el Estado garantizaba la distribución del trigo en
la ciudad, que ya tenía un millón de habitantes en ese entonces. Por supuesto, en los siglos
posteriores, muchas regiones europeas se habrán visto encerradas de nuevo en la economía natural
local, pero conociendo el enorme impacto de la imagen de Roma en la ideología europea (recuerda,
por ejemplo, que Rusia, cuyos territorios jamás fueron tocados ni de cerca por el imperio romano
como tal, se concebía como la ‘tercera Roma’ y por eso su emperador se llamaba Czar, es decir
‘César’), se puede suponer que las elites sucesoras de Roma habrían mantenido la ideología de que
la escasez y el mal clima pueden ser combatidos a través de estrategias comerciales y políticas, es
decir, hay una tecnología que puede solucionar el problema (incluso cuando el gobierno actual no es
capaz de manejarlo adecuadamente, por falta de reservas de dinero, por estar en guerra con los
potenciales proveedores o lo que sea). A la vez, esto refiere a la ideología de elite; el campesinado,
sin acceso a rutas o medios de cambio para procurar recursos del exterior, bien puede seguir
recurriendo a la magia frente al fracaso de la cosecha, pero cada vez menos, en tanto que el Estado,
que reclama el control del territorio donde habitan, se muestra más capaz de promover transferencias
que reducen la dependencia a la producción estrictamente local. De ahí, podemos esperar que la
respuesta popular a la escasez se dirija cada vez más hacia el Estado –motines y otras protestas
políticas– en vez de acciones rituales dirigidas a fuerzas fuera del control humano, y esto es lo que
se observa en la historiografía europea.
No sabemos la trayectoria histórica de los ritos andinos contemporáneos frente a sequías,
plagas, epidemias y otros desastres incontrolables, para evaluar hasta qué punto mantienen
continuidad con prácticas prehispánicas o representan ‘invenciones de tradición’ más recientes,
frente a crisis que no eran frecuentes antes de la Conquista, sea porque el clima era más benigno o
porque el Estado de entonces ofrecía soluciones materiales. Este último corresponde a la imagen
difundida del Tawantinsuyu como una especie de Estado de bienestar antes del hecho, que habría
mandado ayuda humanitaria a poblaciones regionales afectadas por sequías, inundaciones, plagas y
demás desastres como para mantenerlas hasta volver a niveles normales de producción. Me atrevo a
cuestionar esta imagen: considero que no fue así, o si fue, a lo mejor apenas duró unas cuantas
décadas, no lo suficiente como para desarraigar a la población de la convicción de que su
subsistencia dependía sobre todo de la producción local y, por tanto, de los vaivenes del clima local,
que no podrían ser subvencionados por el acceso a la producción de sitios distantes. Ningún Estado
posterior a los Inkas ha podido mejorar esta situación; hasta ahora es notable que la poca ayuda
humanitaria proporcionada a víctimas de desastres naturales haya incluido contribuciones de la
comunidad internacional, una fuente al fin tan distante e intocable –desde la perspectiva de la
población afectada– por rutas materiales o políticas como el achachila (espíritu del cerro) que
manda la lluvia. Y en todo caso, sólo responde a la provisión de algo de víveres, carpas y otros
suministros temporales, hasta que ellas y ellos puedan reinstaurar sus propias actividades
productivas, regidas por la combinación de sus esfuerzos humanos y esas fuerzas controlables sólo
por medios no técnicos, es decir rituales o simbólicos.
Suma qamaña en el habla cotidiano
Estoy enteramente de acuerdo con que en el campo (hablaré del campo, ya que este contexto
y no las ciudades bolivianas parece ser el sitio donde se expresa o encuentra el ‘vivir bien’) se
maneja un concepto del nivel de vida aceptable y con el cual se debe cumplir, expresado en una
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uniformidad notable de la forma y equipamiento de la vivienda, los platos que conforman la
alimentación diaria, la vestimenta de uso cotidiano y festivo y hasta la manera en que se celebran los
acontecimientos festivos, sea a nivel familiar o comunal. Pero ¿cómo se denomina esta buena –o
aceptable– vida en el idioma nativo? Voy a tratar exclusivamente del aymara, en base a mis
experiencias en los Yungas de La Paz (principalmente Sud Yungas, algo de los yungas de Inquisivi)
a partir de 1986 hasta el presente. Primero, si vamos a traducir el ‘vivir bien’ del castellano al
aymara, ¿cómo debemos hacerlo?
‘Vivir’ en castellano tiene varias opciones de traducción en aymara. Una sería jakaña, en el
sentido de que ‘está vivo, no está muerto’ (jakaskiwa, jan jiwkitixa). Es un sentido biológico, que
refiere por ejemplo a la recuperación del miembro herido como prueba de que el cuerpo esté vivo
(janchija jakaskiwa). Otro sentido es el de habitar en un lugar, expresado como utjaña - ¿kawkins
utjasta?, ‘¿dónde vives?’, es decir ‘¿dónde está tu casa, tu residencia actual?’. Vale la pena notar
que utjaña es un verbo de uso frecuente que indica la existencia de cualquier cosa, sea ésta una
especie natural, producto o mercancía –‘t’ant’a jan utjkitixa’, ‘no hay pan’– y por tanto, sugiere que
el hecho de que una persona ‘vive’, tiene su casa o reside en un lugar, se asimila a la presencia o
ausencia de cualquier otro objeto. Es un simple hecho material y objetivo, no indica nada referente a
la relación con el sitio. ‘Vivir’ en el sentido expresado en frases como ‘yo lo he vivido’, es decir ‘he
tenido esa experiencia, he sentido en carne propia en qué consiste’, que a mi parecer es el sentido de
‘vivir’ a que se apunta con el concepto de ‘vivir bien’, no será traducido como ‘vivir’ en el
castellano popular de bilingües en aymara, pero considero que su equivalente más próximo es
sarnaqaña, más comúnmente traducido o expresado en el castellano popular como ‘andar’. Cuando
me preguntan cómo es que he aprendido aymara, sé responder ‘jaya mara yunkasan sarnaqtwa’ –
‘muchos años he vivido (andado) en los Yungas’. ‘Vivir’ aquí incluye ‘habitar’, pero indica sobre
todo interactuar y compartir la vida social con la gente (y en particular con las y los campesinos,
caso contrario se supone que no se hubiera aprendido a hablar aymara). Hay un significado más
estrecho, que refiere a la vida conyugal: jan wal sarnaqiwa, ‘el/ella ha andado mal’ es entendido
como ‘el/ella ha cometido adulterio’; mientras sum sarnaqiwa se entiende como teniendo una pareja
como sujeto (aunque el verbo está formalmente en singular, plural y singular no se distinguen con
mucho énfasis en aymara) e indica que llevan una vida conyugal feliz y pacífica (no recuerdo que se
haya dicho esta frase referente a personas solteras, no importa la alta consideración que se tenga de
ellas).
Ya que la pareja conyugal es la base de la unidad productiva campesina, ‘andar bien’ implica
no sólo una vida familiar feliz, sino una cooperación efectiva en lo económico y, por tanto, buenas
condiciones materiales; mientras que cuando un miembro de la pareja ‘anda mal’, significa que hay
desavenencias personales que obstaculizan la cooperación necesaria para cumplir con el proceso
productivo (porque la división de trabajo asigna distintas labores a cada género, entonces cada uno
tiene que cumplir para lograr resultados adecuados) y pueden llegar hasta la separación que, si bien
no destruye la unidad productiva de entrada, obliga al miembro de la pareja que se queda en el lugar
a realizar duros ajustes para cubrir la falta de su cónyuge (ajustes más duros cuando el miembro que
se queda es el hombre que cuando la persona ‘abandonada’ es la mujer). Por supuesto, estas
desavenencias afectan no sólo a los cónyuges sino que se extienden a los hijos y a las hijas. Así, sum
sarnaqaña refiere indirectamente a una economía familiar-doméstica floreciente, que requiere la
cooperación y compromiso pleno tanto de cónyuges como de hijos/as, y –como se indicó arriba–
tiene que ser complementado por la participación plena en las actividades comunales, pero en sí no
es entendido directamente como una referencia económica, sino tiene contenido moral. Por tanto,
considero que sum sarnaqaña sería más apropiado para comunicar el sentido que se quiere atribuir
al suma qamaña.
El sentido literal de qamaña, según mi experiencia, es ‘quedarse en casa’, en el castellano
popular yungueño ‘cainar’. Es una categoría marcada referente a la conducta común, que
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corresponde a salir de la casa durante las horas del día; mínimo desde las nueve de la mañana hasta
las cinco de la tarde, se da por supuesto que las casas están vacías. Sus habitantes en edad escolar
estarán en clases y los demás estarán ‘en el trabajo (agrícola)’, excepto si tienen que realizar alguna
tarea como secar coca en el kachi (canchón enlozado), que suele ubicarse al lado de la casa, o se da
el caso de que ese día se ocupan de trabajar los cultivos cercanos a la casa. Los terrenos
pertenecientes a cada unidad doméstica suelen ser dispersos y mayormente alejados de la parcela
donde se ubica la casa. En todo caso, recoger café, desyerbar, etc. cerca de la casa no es qamaña,
verbo que indica que no se está realizando un trabajo productivo. Si se dice de alguien sapüru
qamaskiwa, ‘cada día se queda en casa’, se trata de una mujer en las últimas semanas del embarazo,
y además que se siente mal (caso contrario seguiría saliendo a realizar tareas livianas), un anciano o
anciana que padece de ceguera u otra discapacidad que no le permite alejarse de la casa, o
excepcionalmente otra persona que tiene un problema muy grave de salud. El sentido implícito en
todos estos casos es ‘pobrecito/a’. Si la persona está en condiciones normales, decir que ‘cada día
está cainando’ significa que es un(a) flojo/a y la expresión es enteramente de desprecio.
Claro que qamiri, ‘persona que suele quedarse en casa’, significa ‘persona con mucho dinero
y bienes’, es decir ‘rico/a’, pero tiene un dejo despreciativo. Wali qamiriwa indica que tiene muchos
recursos, y además sugiere ‘por lo tanto se cree gran cosa, mejor que los demás’. Un ricacho es
qamiri porque puede darse el lujo de quedarse en casa, no tiene que salir a trabajar porque tiene a
otras personas quienes van a realizar las tareas en su lugar. No obstante, en la concepción
campesina, la o el ‘dueño’ debe ir junto con ellos e incluso trabajar lado a lado, no limitarse a
observar y dirigir lo que ellos hacen (esto era lo que hacían los patrones –hacendados– antes de
1953, y tiene connotaciones no sólo de flojera personal sino de diferenciación de clase, negarse a
asumir la misma condición humana de las y los campesinos que trabajan personalmente la tierra).
Un campesino o una campesina puede tener mucho más dinero que la mayoría de la gente de su
comunidad, puede tener una tienda, un vehículo, ser negociante (como ahora se dice de las y los
compradores de coca en Yungas), pero mientras sigue participando personalmente en el trabajo,
aunque sea al lado de una docena o más de k’ichiris (cosechadoras) que haya traído en minibús y a
quienes paga directamente en dinero, no será descrito generalmente como qamiri.
En todo caso, jamás he escuchado que se refiere a suma qamaña como un ideal o una meta
(de hecho, no recuerdo haber escuchado la frase siquiera), porque ‘quedarse en casa’ no es una meta.
Sí he escuchado que es algo placentero en las etapas posteriores del ciclo doméstico, en el sentido de
que ahora, si uno quiere descansar en casa un día, se lo puede hacer; mientras que cuando los hijos
eran menores había que salir a trabajar cada día para mantenerlos, pero la persona que expresó esta
opinión en realidad casi nunca ‘caina’ sin hacer nada; para él, su vida ahora más descansada refiere
a que sus jornadas son más cortas, no se obliga a salir muy temprano y seguir trabajando hasta que
oscurezca. Por tanto, me pregunto de dónde habría salido esta frase de suma qamaña como
descripción de un ideal económico, ya que para mí sum sarnaqaña podría expresar un ideal moral e
implícitamente económico, y más aún las interpretaciones como ‘qamaña es una ecuación de la vida
que maneja y procesa simultáneamente los cuatro tipos de crecimientos: material, biológico,
espiritual y gobierno territorial’ (Simón Yampara, citado en Uzeda 2009:36).
Persona y territorio en la aplicación de políticas indígenas (o indigenistas)
Puede ser que mi conocimiento sociolingüístico de los términos aymaras de ‘vivir’ en los
Yungas sea muy limitado o no corresponda con sus usos en otras regiones. Al fin, no creo que sea
muy importante la etiqueta que se da al concepto o propuesta de ‘vivir bien’ en aymara o cualquier
otro idioma, sino el contenido. Ahora, el gobierno boliviano propone establecer criterios para medir
el bienestar o el nivel de desarrollo (o pobreza) de la población en base al suma qamaña en vez de
los criterios habituales del FMI y otros. Estoy de acuerdo con que muchos de estos criterios, sean
‘necesidades básicas insatisfechas’, ‘línea de pobreza’ u otros, tienen contenidos etnocéntricos. Sin
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embargo, tienen la ventaja de ser concretos, capaces de ser medidos y comparados, y por tanto
aplicables y efectivos, mientras que no veo cómo se podría convertir ‘la reciprocidad’ y otros
componentes del supuesto modelo indígena alternativo en algo medible que diera lugar a políticas
prácticas. Alegar que se trata de una (cosmo)visión del mundo tan radicalmente opuesta a la visión
(en este caso nunca se suele adjuntarle la partícula cosmo) ‘occidental’ que no pueden alcanzar la
comprensión mutua, cae en la falla del relativismo absoluto: si cada concepto es propio de la cultura
que lo desarrolló, entonces es imposible la comprensión entre personas procedentes de culturas
diferentes. Sólo podrán relacionarse de manera duradera en caso de que una cultura imponga su
dominación y las demás tengan que cumplir con las líneas impuestas por ésta. Aunque mantendrán
sus propios conceptos en espacios clandestinos u ocultos, nunca saldrán a la luz pública excepto que
lleguen a disponer de espacios sociales segregados, sea a través de la otorgación de espacios e
instituciones separadas (p.e. TCOs indígenas, universidades indígenas…) o sino aplicando la
‘limpieza étnica’, es decir, expulsando a todas y todos los portadores de la otra cultura incompatible.
Versiones de estas posiciones son la conclusión lógica de algunos de los argumentos
indigenistas de hoy, por ejemplo al proponer que existe una ‘ley indígena’ distinta a la ‘ley estatal’.
Suponemos que así fuera, pero entonces ¿cómo se ha de aplicar la una y la otra? Se entiende que un
miembro de una comunidad indígena que comete un delito allí, debe ser juzgado por la ley indígena,
y en efecto esto es lo que ocurre, hasta que la misma comunidad decide que no puede o debe tratar el
delito en cuestión y decide ‘pasarle’ a la justicia estatal. Pero ¿qué pasa si el mismo individuo
comete un delito en la ciudad, fuera de su comunidad? ¿Debe ser juzgado según las normas estatales
supuestamente ajenas a su cultura, o debe ser devuelto a las autoridades de su comunidad para que
juzguen un delito cometido fuera de su jurisdicción y conocimiento? Preguntas paralelas surgen en
el caso de una persona ajena a la comunidad que comete un delito allí. ¿Deben juzgarle las
autoridades comunales y castigarle según sus usos y costumbres, o deben entregarle a la justicia
estatal? Una primera opción resulta en la división del territorio nacional en espacios ‘nacionales’
con un sistema legal general, y otros espacios ‘indígenas’, cada uno con sus ‘leyes y costumbres’
particulares; no importa de quién se trate, se aplica la justicia según el sitio donde se cometió el
delito. De hecho, éste es el sistema que se aplica actualmente según los Estados (no importa que tal
conducta sea legal en tu Estado de origen; si es ilegal en el Estado donde te encuentras, te vas a la
cárcel y punto) y por tanto, apunta al separatismo si no es manejado bajo un esquema de Estado
federal, propuesta no considerada por los indigenistas y sumamente difícil de aplicar en Bolivia en
base a divisiones ‘étnicas’, ya que no hay una segregación espacial de la población ‘indígena’ y la
que no es (o no declara serlo).
Una segunda opción es aplicar los diferentes sistemas legales según las personas y no según
el lugar del hecho. Entonces si yo, una no indígena, robo un auto en El Alto, me mandarán a la
justicia estatal; mientras que si un comunario de Jesús de Machaqa hace lo mismo, le mandarán a la
justicia de su comunidad. Esto podría dar lugar a resultados diferenciados –en base a un acto
idéntico, una persona va a la cárcel, otra recibe unos cuantos chicotazos y una recomendación verbal
y se va a su casa, o tal vez la segunda persona recibe la pena de muerte en su comunidad, mientras la
primera va a la cárcel igual. Y antes de eso, cada persona tendrá que llevar un documento que le
identifique como ‘aymara’, ‘criollo’, ‘achacacheño’ o lo que fuera, según las diferentes ‘leyes’
reconocidas en el país. Esto daría lugar a unos negociados fantásticos para hacerse registrar en las
etnias cuyos usos y costumbres son menos cargosos: si en Patacamaya todo se resuelve haciendo
adobes, entonces todos los narcotraficantes cruceños van a aparecer como nativos de Patacamaya.
Viendo eso, la autoridad estatal (si aún existiría) va a declarar una serie de delitos como sujetos a la
justicia nacional o supra-étnico, sin consideración de origen del acusado, y se puede suponer que
esta lista de delitos se extenderá hasta cubrir casi todos, aparte de las transgresiones auténticamente
locales, como las disputas sobre linderos de terrenos, que sólo las autoridades comunales son
9
capaces de solucionar y así lo hacen (o no lo hacen, tengo experiencia personal al respecto) en la
actualidad, sin necesidad de reformas legales aparatosas.
‘La telenovela de Félix Patzi’, como la denominaba la periodista Amalia Pando,4 tuvo la
virtud de sacar a la luz las contradicciones entre el discurso (a favor de los ‘usos y costumbres’ y la
‘ley’ o ‘justicia indígena’) y la práctica (aplicación de la ley estatal heredada y habitual) del actual
gobierno. La validez de este componente de su protesta fue opacada por atribuir su rechazo al
supuesto racismo del Ejecutivo (‘me han expulsado porque soy indígena’), pero llamó la atención
que ninguno de los/as voceros/as del suma qamaña, la economía de la reciprocidad, la
reconstitución de los ayllus o cualquier otra veta del indigenismo, saliera a favor de Patzi cuando
intentó argumentar que, según la ley indígena/justicia comunitaria, había cumplido el castigo para su
falta, y por tanto su absolución debería ser validado en el nivel estatal de su candidatura electoral. El
presidente Evo Morales rechazó este argumento alegando, entre otros, que el delito de Patzi no fue
cometido dentro del territorio de Patacamaya, y por tanto ninguna sanción cumplida allí pudiera
afectarlo. Esto apunta a la primera definición de ley indígena citada; entonces, si Patzi hubiera
manejado borracho en terreno de Patacamaya, bastaría hacer mil adobes para conservar su brevet y
seguir manejando en todo el territorio nacional, no importa que la flamante disposición nacional
ordenaba quitar el brevet de por vida a cualquier chofer ebrio. Aceptar esta definición puede
promover el separatismo de una nación existente, pero no cuestiona los principios básicos de la
relación entre la nación-Estado, territorio y aplicación de leyes.
Patzi, más bien, pareció referir al segundo concepto de este artículo: él era oriundo de una
comunidad dentro de la jurisdicción de Patacamaya y por eso debió de ser juzgado y sancionado allí,
no importa dónde haya cometido la falta: propuesta muy novedosa (yo al menos no conozco a nadie
que hubiera delinquido fuera de su comunidad y luego pidiera que el caso sea tratado en su lugar de
origen). Si se extiende este argumento al nivel general, el resultado será que –por ejemplo– cuando
se detiene a una inglesa en posesión de marihuana en Bolivia, ella deberá ser juzgada de entrada
según la ley británica de drogas y no la Ley 1008 boliviana. Ésta es una propuesta que, en el fondo,
socava el mismo concepto de Estado-nación como autoridad que controla un territorio definido, ya
que la entidad portadora del poder jurídico deja de ser una estructura con base territorial y pasa a ser
individuos con base de adscripción ‘nacional’, entendida a su vez como étnico/cultural. Aunque esta
adscripción podría fundamentarse principalmente en el lugar de nacimiento, como suele ocurrir
(aunque no siempre) con referencia a la adquisición de la ciudadanía nacional convencional, la
diferencia sería que el individuo lo mantendría en su totalidad, incluyendo el derecho de ser juzgado
según las definiciones de qué es legal o ilegal, los procedimientos y sanciones, no importa dónde se
ubique. Al aceptar el argumento ‘soy de Patacamaya, pues basta que cumplo con la sanción según la
costumbre de Patacamaya para absolverme a nivel general’, se abre una grieta en los cimientos del
sistema de autoridad estatal aceptado en todo el planeta. Suponiendo que la propuesta de suma
qamaña y todos los discursos afines que se exhiben como ‘interculturales’ buscan ser cuestionantes
del sistema dominante actual, deben incluir este debate en sus consideraciones. Si se han de
introducir otros indicadores para medir el bienestar o la pobreza, ¿deben aplicarse a todo el territorio
nacional sin distinción de personas, o eso sería nada más reemplazar un etnocentrismo con otro? ¿O
4
Refiriendo al escándalo a principios de 2010, cuando Patzi, ya nombrado como candidato por el MAS a Gobernador
(antes Prefecto) del departamento de La Paz, fue encontrado conduciendo su auto en estado de ebriedad a pocas horas de
promulgarse un nuevo decreto implementando fuertes sanciones por ese delito. Después de renunciar a su candidatura y
luego intentar retirar esa renuncia (con varias mentiras de por medio), se trasladó a su región de origen, Patacamaya en
el Altiplano, e hizo mil adobes a favor de la comunidad, alegando que eso era el castigo que le había impuesto la justicia
comunitaria. Por tanto, quedaba absuelto y debía ser permitido reasumir su candidatura. Cuando el gobierno rehusó
reinstituirle, acusó a varios miembros del Poder Ejecutivo por haberle expulsado de la candidatura porque él era
indígena.
10
tal vez cada territorio autónomo decidirá a través de un referéndum qué conjunto de indicadores
prefiere? ¿O se los aplicará según la autoidentificación como indígena de los pobladores?
En busca de indicadores del suma qamaña
El caso Patzi tenía muchos otros elementos que desviaban la atención de este punto, pero se
perdió una oportunidad de abrir el debate público sobre la aplicación práctica de la ‘ley indígena’ en
tanto un concepto distinto de jurisdicción (y no solamente de procedimiento y tipo de sanción) que
el que prevalece en las leyes nacionales. El sistema económico no puede ser considerado aislado del
sistema legal y jurídico, ya que éste afecta las posibilidades de detener la propiedad –legal y/o
legítima– de la tierra y otros medios de la producción. Es iluso asumir que ‘la Pachamama’, es decir
la tierra, ‘no se vende’: la compraventa es un mecanismo necesario para ajustar el acceso a la tierra
entre las familias con mayor o menor crecimiento demográfico, y entre los ‘estantes’ (que se quedan
en la comunidad) y los ‘residentes’ (migrantes que en casos se han separado definitivamente del
medio rural y ya no ven sentido en mantener la propiedad nominal de sus tierras). Incluso en las
comunidades con títulos en pro-indiviso se realiza compras y ventas, pero la forma de sus títulos no
permite dar base legal a estas transacciones.
Cuando Leguía estableció la forma legal de ‘comunidad campesina’ en el Perú en los años
1920, era razonable decretar que tal título conllevara la prohibición de cualquier compraventa de las
tierras comprendidas dentro de sus límites, porque aún persistía el acoso gamonal, pero cuando a
partir de la década de los 1960 la migración rural-urbana se hizo permanente y masiva, esta
prohibición obligaba a una maraña de arreglos ‘al partir’ entre estantes que querían ocupar las
tierras de los residentes y residentes que les hubieran vendido esas tierras de ser legal hacerlo.
Fujimori benefició al campesinado al legalizar estas ventas en los 1990, no era una embestida
neoliberal. Otra ventaja de la compraventa es que proporciona un título legal en base a trámites
relativamente cortos y baratos, a diferencia de los procesos estatales de saneamiento de tierras. Se
logró el saneamiento en el departamento de Chuquisaca únicamente porque la cooperación
holandesa pagó los costos (Arnold y Spedding 2005:83), mientras que hasta la fecha (2010) gran
parte del territorio nacional aún no ha podido completar este proceso. La propiedad colectiva
titulada como TCO, sobre todo en el Oriente de Bolivia, es más que todo un éxito publicitario que
ignora la existencia de propiedades individuales dentro de la TCO (ver Herrera, Cárdenas y Terceros
2003:78 respecto a los tacanas) y asigna enormes superficies nominales a grupos reducidos que no
son capaces de resistir las incursiones de extractores ilegales de madera y otros indeseables en su
supuesto territorio, cuando no son ellos mismos los que extraen y venden la madera a precios bajos
porque es su única fuente de ingresos monetarios (comunicación personal de Daniela Rico referente
a la TCO mosetén).
La parcelación y/o la exigencia de títulos individuales tiene fundamentos en la práctica y no
es causa del minifundio ni otro rastro de que la gente del campo haya sido engañado por el
capitalismo/la cultura occidental/la globalización hasta el punto de desconocer sus propios intereses.
Urioste, Barragán y Colque (2007) han demostrado que efectivamente en el Altiplano el tamaño
medio de las explotaciones no se ha reducido desde los años 1950, debido en gran parte a la
migración que ha dejado sólo uno o dos del grupo de potenciales hermanos herederos ocupando la
tierra. En todo caso, si hay minifundio, se debe al crecimiento demográfico y no es producto de la
Reforma Agraria misma. Si no lo hubo en el pasado, se debe a que hasta décadas recientes la
mortalidad infantil era elevada y pocas familias tenían más que uno o dos herederos para repartir la
tierra. Ahora la migración ha reemplazado a la muerte como modo de ajustar la población a la tierra
disponible, y esta población se dirige en parte a las zonas de colonización y, en mayor número, a las
ciudades. Un dato rara vez tomado en cuenta cuando se trata de los barrios periféricos formados por
estos migrantes es que gran parte de ellas y ellos son propietarios de los lotes donde construyen sus
casas. Ya que estas casas no se conforman con los criterios burgueses que son calificados por los
11
censadores y el suministro de servicios básicos suele ser deficiente en barrios nuevos, se enfatiza la
‘pobreza’ de sus habitantes, sin tomar en cuenta la propiedad de esa casa aparentemente mísera
como factor de estabilidad social.
En los EE.UU., la vivienda es sumamente cara, la autoconstrucción no es una posibilidad, y
gran parte de los y las que figuran como propietarios son en realidad dueños de nada más que una
hipoteca, es decir, un préstamo que van pagando en el curso de unos veinte años. La reciente crisis
financiera en ese país y el consecuente desempleo ha conducido a que no sólo los que vivían en
alquiler sino muchos de esos ‘propietarios’, viéndose desempleados, no pudieran pagar ni el alquiler
ni las cuotas de la hipoteca y fueran botados a la calle. En contraste, las y los alteños dueños de sus
casuchas de adobe sin servicios básicos pueden obtener ingresos fluctuantes en base a sus
actividades de cuenta propia o empleos asalariados temporales, porque aunque pasen unas semanas
con ingresos mínimos o nulos, su vivienda es propia y nadie les va a botar si no pagan. Tengo la
impresión de que, a diferencia de los países desarrollados, donde en tanto se es más pobre se es
menos probable que sea propietario de su vivienda, en Bolivia es al revés: los más ‘pobres’, es decir
la población rural, son universalmente dueños de las casas donde viven; mientras en tanto que se
ascienda la escalera social se encuentra mayor porcentaje de gente que vive en alquiler, anticrético o
sino están comprando su vivienda en base a un préstamo, que quiere decir que en realidad aún no es
suyo (se suele justificar esta situación argumentando que es preferible pagar cada mes con vistas a
eventualmente ser dueño, en vez de pagar un alquiler que sólo permite habitar la casa durante el mes
pagado). Si se propone establecer ‘índices de vivir bien’ en vez de los habituales índices
internacionales de ‘pobreza’, el hecho de ser dueño de su casa, independiente del valor mercantil
que se podría atribuir a tal casa, debe ser tomado en cuenta.
El empleo es otro componente esencial de la economía. Si se reconsidera las categorías
habituales utilizadas para clasificar a la población económicamente activa, se puede evaluar cómo
esa misma población valora diferentes tipos de empleo. David Llanos (comunicación personal),
sociólogo que vive en El Alto, opina que la mentada rebeldía de su población, expresada en salir
cada vez a las calles a protestar, no se debe tanto a una herencia cultural aymara o lo que fuera, sino
al hecho de que la vasta mayoría no tiene empleos regulares donde ir. Esto no quiere decir que sean
realmente desempleados/as en el sentido de que no tienen absolutamente nada que hacer, sino que
sus ‘empleos’ son de cuenta propia o en una de las llamadas microempresas, sus horarios no son
estrictos y los ingresos y ganancias diarias son reducidas, así que si se faltan un día por ir a marchar
o bloquear no pierden mucho y en el peor de los casos lo pueden reponer trabajando hasta tarde otro
día. Los y las que protestan frente a marchas y paros cívicos tienen empleos tipo ‘marca tarjeta’
donde se aplica descuentos por llegar tarde (paro de transporte) o no llegar (bloqueos, paro
cívico…). Según Llanos, si hubiera más gente en El Alto con este tipo de empleos, que suelen
acarrear beneficios sociales junto con la obligación de marcar tarjeta y no faltar, sería más difícil que
El Alto ‘se levante’, excepto cuando la coyuntura sea realmente crítica.
Esto apunta a que otro elemento del ‘vivir bien’ para buena parte de la población sería tener
un empleo estable con beneficios sociales, es decir, un criterio que responde a un Estado social
demócrata moderno, nada que ver con la reciprocidad o la Pachamama. Las y los campesinos, al
igual que algunos comerciantes callejeros y otros integrantes de la ‘economía informal’, suelen
alabar la flexibilidad, en el sentido de que si no sales a trabajar nadie te dice ni hace nada, como una
ventaja de su actual ocupación. Pero se nota que ex campesinos, es decir gente de origen campesino,
conforman la mayoría de los y las integrantes de ocupaciones formales con bajo salario pero al
menos los beneficios sociales, como policía o profesor(a) fiscal, que sugiere que en realidad si se
tiene la oportunidad de intercambiar la libertad de ir a trabajar con ningún tipo de castigo para faltar
ni seguro alguno a cambio de los años trabajados, por un empleo que paga lo mismo o incluso
menos y exige asistencia controlada, pero ofrece un seguro de salud y hasta una mísera renta de
jubilación, se opta por el segundo.
12
Esto conduce a otro punto que se supone central, pero que es difícil de evaluar en Bolivia, es
decir, el monto de los ingresos. No cabe duda que esto es un componente esencial de ‘vivir bien’
desde el punto de vista de la población, y que ellos y ellas mismas dan más importancia a los
ingresos en dinero, a la vez que sus ingresos, incluso en el área urbana, no se limitan a lo recibido en
efectivo. Si se quiere establecer índices al respecto, el primer problema es que casi todo el mundo no
tiene ingresos fijos. Incluso los que tienen un sueldo con papeleta, por tanto registrado, pueden tener
otros ingresos formales pero intermitentes y en adición, ingresos informales. Entonces ni ellos o
ellas podrían dar cifras exactas de cuánto ganan, excepto en el caso de que su sueldo por papeleta
sea realmente su único ingreso. Luego, en el contexto nacional, el ‘ingreso’ que establece o
contribuye a definir el nivel o calidad de vida no debe ser evaluado en base a ingresos individuales,
sino en base al ingreso conjunto de la unidad doméstica.
Como inglesa, noté desde un principio que las unidades domésticas unipersonales son
extremadamente raras aquí, incluso entre grupos sociales como estudiantes universitarios o jóvenes
solteros en general donde, en mi país, se les puede esperar. Me di cuenta de que hay un factor
cultural –aquí es mal vista la familia que permite que su hijo o hija adulta joven viva sola, incluso si
tiene recursos para hacerlo, porque el único motivo socialmente valido para apartarse de la unidad
doméstica de los padres es formar una unidad doméstica conyugal propia, es decir, haberse casado–,
pero además hay un factor económico fuerte: muy pocas personas pueden conseguir ingresos
suficientes como para pagar los costos de una vivienda ellas solas, y en adición, debido a la carencia
de servicios (como por ejemplo las tiendas de máquinas de lavar ropa habituales en Europa) el
trabajo doméstico mismo exige bastante tiempo o sino, mayor gasto (comer en pensiones, pagar a
una lavandera, etc.). Entonces, la única solución factible suele ser formar parte de una unidad
doméstica con varios miembros, casi siempre con base en el parentesco, donde se comparte y
distribuye tanto los ingresos como las tareas domésticas y los gastos (luz, agua, víveres, etc.).
Como descripción de una realidad social, dando lugar a que se debe medir los ingresos, de
un lado, en base a cada unidad doméstica (UD) como unidad de análisis, sin descartar el uso paralelo
de medidas individuales (per cápita, dividiendo el ingreso neto de la UD por número de miembros;
per cápita sólo cubriendo los individuos económicamente activos, etc.), parece una propuesta muy
razonable. Sin embargo, si no se ha de limitar exclusivamente a medir los ingresos en dinero, y por
tanto representar poco cambio frente a visiones ‘neoliberales’ de la economía, no resulta tan fácil de
aplicar. Dentro de la UD, algunos miembros contribuyen en dinero (pero no necesariamente todo el
dinero que reciben); otros contribuyen en dinero y en trabajo (ponen plata para ‘el mercado’, por
ejemplo, y además cocinan o lavan); otros no ponen nada de dinero (aunque pueden tener algún
ingreso monetario, lo utilizan sólo para gastos personales), pero contribuyen trabajo (cocinan,
ayudan a recoger el puesto de venta o en el taller…). A la vez, estas contribuciones en trabajo
pueden ser reconocidas con la manutención –es decir, come y duerme en casa, y cuando necesita
alguna cosa para su estudio, su ropa y demás, tiene que pedirlo y se lo da, o a veces se lo niega– o se
le puede pagar una suma a cambio de lo que ha hecho, pero (al menos en el estudio de caso que
conozco al respecto5) se entrega este dinero bajo el pacto de que el hijo que ha sido pagado ya no
tiene derecho de pedir dinero para ropa, útiles o diversión, sino tiene que manejar su sueldo para
cubrir estos gastos. En la última variante, al menos se dispone de una medida interna a la UD de
cuánto valen las contribuciones en trabajo, pero queda para determinar cómo colocar un valor o
precio a las que no son remuneradas en moneda.
5
Borrador de tesis de Jacqueline Romero, Carrera de Sociología, UMSA. El caso corresponde a una familia donde la
madre, hijos e hijas se dedican a fabricar lejía de ceniza de quinua, actividad que en sí apenas podía ser más
tradicionalmente andina. ¿Eso lo coloca de caja dentro del suma qamaña, o el pagar en dinero el trabajo familiar de la
prole lo descalifica y tendrá que cambiar esa práctica para ser admitido?
13
Tampoco hay que asumir que la madre de familia, y después de ella las otras mujeres (sus
hijas) son las únicas que se ocupan del trabajo doméstico: hay unidades domésticas donde el deber
de lavar y cocinar se divide entre los miembros, sean éstos masculinos o femeninos, otras donde los
hijos e hijas a partir de la adolescencia se ocupan en gran parte de preparar sus comidas, y hay
varones (en particular jubilados que gozan de una renta) que se dedican a diversas tareas domésticas,
aunque parece que en tanto un varón tenga un trabajo asalariado fuera de la casa, esto le libera de
participar en el trabajo doméstico, mientras son pocas las mujeres que gozan de, o exigen, libertad
parecida, cuando no disponen de una trabajadora del hogar. La distribución del trabajo doméstico, y
el extra doméstico, es afectado por la composición familiar, tanto el simple número de miembros
como su género, su edad y las relaciones de parentesco que obtienen entre ellos, que a la vez se
expresan a través de diferentes tipos de familia. Los tipos de familia son más variados que lo que se
suele suponer: numéricamente, la mayoría serán nucleares (tanto en la ciudad como en el campo),
pero hay bastantes familias extensas con composición variada y también familias matrifocales y
compuestas.6 En adición, muchas unidades domésticas mantienen intercambios sociales constantes
con sus parientes consanguíneos y afines. En el área rural, el trabajo productivo y la ‘ayuda’
material (como por ejemplo llevar gratis a personas y bienes en el vehículo que se posee) puede ser
importante en estas redes; lo mismo ocurre en el área urbana, aunque aquí el intercambio de
servicios domésticos toma mayor cariz, en particular el cuidado de wawas de poca edad, ya que en
el campo se puede llevar la wawa consigo a cualquier trabajo, pero esto no es tan aceptable en la
ciudad. Para las mujeres, el acceso a sustitutos en el trabajo doméstico tiene mucha influencia en las
posibilidades de acceder a ingresos monetarios por actividades fuera de la casa, a la vez que estas
actividades no suelen ser contabilizadas como algo que tiene valor económico.7 Incluso tratándose
6
La familia compuesta es la que une a cónyuges donde al menos uno es divorciado, separado o viudo y se ha juntado en
segundas nupcias, trayendo a la prole de su primera unión. Su cónyuge puede estar en la misma situación o puede estar
en su primera unión, y pueden, o no, tener otros hijos de este matrimonio. La opinión pública de que ahora hay más
divorcios puede haber dado lugar a más familias de este tipo, pero no hay datos al respecto. La familia matrifocal
consiste en una mujer y sus hijos: el padre o marido puede ser uno o varios, y puede ser definitivamente ausente o
presentarse de vez en cuando. Los datos nada sistemáticos recogidos por estudiantes de la UMSA sobre UDs paceñas
apuntaban a dos variantes: matrifocales por opción, cuando la mujer tiene ingresos independientes y expulsa al hombre
por abusivo, cargoso o incapaz (‘Yo vivo con mi mamá y mis hermanas y desde que se ha ido mi papá estamos muy
bien’) y matrifocales por desgracia (la abuela viuda de minero, la madre viuda de minero, y la hija con dos hijos de
solterío cada uno de diferente padre, siendo canallas que la abandonaron). Es de notar que este tipo de familia no es una
familia defectuosa ni necesariamente resultado del ‘abandono’ masculino, sino muchas veces representa una opción
positiva por parte de la mujer.
7
Hace más de diez años se escuchó referencias de que el gobierno español estaba considerando contabilizar el trabajo
doméstico como parte del Producto Interno Bruto de la nación, pero no he escuchado luego que esto se haya hecho
efectivo; en caso de hacerlo, seguramente introducirá grandes cambios en las cifras. Además, ya no serían comparables
con las de otras naciones que no hicieron el mismo ajuste, que tal vez explica porque al parecer no se lo ha
implementado. Ya que ninguna economía nacional existe en un vacío, los ‘indicadores macroeconómicos’ afectan las
tasas de intercambio de su moneda, los valores de sus acciones en las bolsas, las decisiones de inversión extranjera o de
préstamos de entidades internacionales, entre otros. Si se abandona las modalidades generalmente aceptadas para
calcular estos indicadores a favor de otras novedosas, puede haber diversas consecuencias en los flujos económicos
desde y hacia el exterior, con impactos que van más allá de la naturaleza más o menos etnocéntrica de los cálculos
aceptados. Esto apunta a que los nuevos indicadores tendrán que ser compatibles con una especie de ‘lenguaje común’
(ver el final de Conclusiones) que será comprensible para las y los que no manejan esos criterios, pero requieren los
datos expresados a través de ellos para tomar decisiones sobre su actuar en el país que los maneja. Si no se resigna al
manejo de dos series paralelas de indicadores económicos –muy costoso si el gobierno nacional se hace cargo de ambos,
groseramente imperialista si la serie convencional queda en manos de entidades extranacionales–, se vislumbra una línea
muy fina a ubicar entre indicadores ‘nuevos’ que resultan ser poco más que un barniz retórico para mediciones que en
realidad son lo mismo que siempre, y categorías y cuantificaciones tan dispares en comparación con lo acostumbrado
que serán acusadas dentro del país de ser nada más un truco del gobierno para encubrir la evidencia de sus errores, y
tendrán consecuencias tal vez no del todo negativas, pero impredecibles y por tanto conducentes a la inestabilidad, fuera
del país.
14
de los miembros de la unidad doméstica que reciben remuneración monetaria para su trabajo, la
distribución de ésta entre gastos comunes e individuales es bastante variable entre una familia y otra,
aparte de ser difícil de averiguar, porque suele ser considerado como un asunto privado el que
personas extrañas no tienen derecho de saber.
De hecho, todo el mundo considera que los extraños no tienen derecho de saber cuánto
ganan; incluso cuando tiene sueldo con papeleta evita informar el monto en cuestión. Tratándose de
integrantes de la ‘economía informal’ (que incluye al campesinado, aunque no se suele considerarlos
como tal), se añade la dificultad que ni ellos o ellas llevan un registro preciso de sus ingresos. Esto,
a mi parecer, es uno de los factores que ha conducido a pensar que estos grupos sociales tienen un
concepto totalmente diferente de sus economías, que no evalúan ganancias ni pérdidas, que –según
algunos– ni siquiera conciben tales conceptos, sino que operan en base a valores de uso imposibles
de cuantificar, o –según otros– venden sus productos a pérdida, pero debido a la ausencia de
contabilidad no se dan cuenta de eso y/o debido a su posición social subordinada y oprimida, no
tienen otra opción que vender en esos precios que les explotan, incluso si se dan cuenta del hecho.
El argumento de que venden sus productos a pérdida suele aplicarse al campesinado y asevera que el
precio de venta del producto no cubre los costos reales de su producción; por tanto, al venderlo en
ese precio están transfiriendo un excedente al resto de la población que comercializa y consume ese
producto, y este excedente consiste en el trabajo invertido en producirlo que no ha sido remunerado
por el precio recibido.
Es decir, mientras el sueldo del obrero capitalista cubre al menos sus costos de reproducción
de su fuerza de trabajo, aunque el resto del valor que produce pasa a manos del capitalista dueño de
los medios de producción, al campesino que vende en un mercado capitalista ni siquiera se le paga
lo suficiente para reproducir el trabajo invertido, y cubre la diferencia a través de esa parte de su
producción que consume directamente. Dentro de este esquema no impacta el uso mayoritario o
hasta exclusivo de mano de obra que no recibe un pago, sino simplemente su manutención –es decir
la mano de obra doméstica o propia, más la obtenida a través de mecanismos no mercantiles como el
ayni–, porque se supone que el campesinado trabaja para reproducirse (recibir su manutención) y
nada más, y si algunos campesinos pagan jornales en dinero entre ellos, igualmente corresponden a
ese nivel de subsistencia. Si el pago de jornales y el trabajo como jornalera resulta ser difundido en
el grupo campesino en cuestión, es tomado como señal de que se están descampesinizando; los que
pagan jornales apuntan a convertirse en agricultores capitalistas, y los que los reciben están en curso
de convertirse en proletarios.
Los auténticos campesinos serán los que Lenin llamó ‘campesinos medios’, los que pueden
cubrir su demanda de mano de obra dentro de su unidad doméstica, y sólo tendrán que acceder a
algunos intercambios no mercantiles, como el ayni o el pago en productos en base a equivalentes de
costumbre (como el contenido de cierto tamaño de bolsa a cambio de un día de trabajo en la
cosecha), para solucionar problemas de coordinación en el tiempo. Hay que notar que éstos también
son los auténticos campesinos, aunque los llaman más bien andinos o indígenas, para los partidarios
de la economía de la reciprocidad y por tanto –yo supongo, porque son menos dispuestos a
identificar a sus sujetos empíricos– del suma qamaña, en tanto que más alejados del mercado que
representa la filosofía económica opuesta. Hay una visión subyacente de la comunidad campesina, o
ayllu, auténtica como básicamente igualitaria, con mecanismos de redistribución (como la
obligación social de ‘pasar la fiesta’) que actúan para rebajar a cualquiera que empieza a acumular
recursos al nivel de los demás, mientras la motivación económica fundada en ‘el corazón’ (y no la
búsqueda egoísta de beneficios) impulsará a la colaboración desinteresada a las UDs quienes, por
razones del ciclo doméstico (las y los ancianos) o coyunturales (enfermedad, accidentes), caen
debajo del nivel medio. Ya que no se suele recurrir a pruebas empíricas, poco importa que las
investigaciones de campo no apoyen esta visión.
15
Puede ser que estos campesinos y campesinas medias sean los menos involucrados en el
intercambio de trabajo por dinero o productos, pero eso no implica que también sean menos
involucrados con el mercado cuando se trata de vender los productos mismos. Hay diversas maneras
de evaluar este grado de dependencia del mercado –según el porcentaje de la producción propia que
se vende versus el que se retiene para el autoconsumo, según la proporción de los bienes
consumidos que son adquiridos en el mercado, según la proporción del ingreso total que procede de
actividades fuera del predio propio versus las realizadas dentro del mismo (en este caso la
producción propia entra en la misma categoría sea consumida o vendida)… no entraré aquí en la
problemática compleja de cómo atribuir un valor monetario a los componentes de este ingreso que
no habían sido pagados en dinero en la práctica, ni los cálculos alternativos que intentan convertir
todo en kilocalorías para librarse del problema de los precios fluctuantes y las tasas de cambio
inestables en caso de querer campesinos de diferentes países y/o épocas. Destacaré otra dificultad,
que inicialmente se presenta como metodológica para la investigadora de campo: los y las
campesinas no acostumbran llevar contabilidad, ni siquiera anotar de paso el monto total y el precio
recibido cuando venden el producto, y mucho menos las jornadas invertidas en la siembra y demás
labores de cultivo. En un momento dado, pueden informar precisamente sobre cuántos días de ayni
deben a tal y cual persona, y cuánto otras personas deben a él o ella, pero dudo personalmente que
las sumas totales de días dadas y recibidas en el curso de un año, obtenidas a través de encuestas
como en Schulte (1999), sean realmente precisas.
Para obtener éstos y otros datos exactos es necesario realizar un seguimiento cercano y
constante, registrando las cifras en tanto que se realiza las actividades a que refieren. Es un gran
gasto de tiempo y cada investigador(a) sólo puede cubrir un número muy limitado de UDs; por
tanto, los proyectos que buscan una cobertura amplia prefieren aplicar una encuesta y recoger datos
referenciales (‘¿Cuánto de semilla se usa para sembrar X extensión y cuántos días se tarda?’). A
veces hay cifras de consenso referente a estos valores, otras veces los números se disparan por todo
lado, que conduce a dudar y hasta descartarlos, ‘porque cada persona me decía algo diferente’, y
hasta los valores de consenso, donde todo el mundo dice más o menos lo mismo, pueden resultar
falsos cuando se dispone de datos empíricos al respecto. Hay varias razones por estos desacuerdos
en los números, aun habiendo apartado las respuestas de personas que por flojera o desconfianza
dijeron cualquier cosa para salir del paso, pero considero que la conclusión de que NO se debe sacar
es que las y los campesinos no son capaces o no están dispuestos a proporcionar las cifras requeridas
para calcular la productividad y rentabilidad de sus cultivos, porque ni siquiera piensan en esos
términos, sino que los valoran desde una cosmovisión enteramente distinta, que jamás podría ser
expresado en el lenguaje fría, individualista y occidental de los números.
Una de las causas por las que se sacó esta conclusión (que no es exclusiva de las propuestas
más recientes de la economía de la reciprocidad y similares, sino que también se expresó hace
tiempo en el concepto de origen marxista de una economía de valores de uso fundamentalmente
opuesto a la cuantificación) podría ser clasificada como ‘eurocéntrica’, en tanto que el sistema
escolar en que hemos sido formados tiene sus orígenes en Europa, y este sistema incluye una
disciplina conocida como ‘matemática’. Esta disciplina, o materia, presenta cierto sistema formal
para el manejo de los números, y todas y todos terminamos convencidos de que este sistema –que
además resulta muy difícil de asimilar para la mayoría– es la forma correcta de manejar cálculos. Al
fracasar en estos ejercicios académicos, damos por supuesto que somos malos y malas en
matemática. Y sin embargo, hasta las y los aplazados en esa materia o que ni siquiera terminaron el
ciclo básico, suelen ser enteramente capaces de llegar al fin de mes sin gastar en exceso de su
sueldo, dan cambio en su puesto de venta, calculan correctamente la lana requerida para tejer una
chompa, y así sucesivamente, todo sin llevar una contabilidad escrita o ejecutar cálculos en papel.
Un estudio sobre niños que vendían en la calle en Brasil llamado ‘Diez en la calle, cero en la
escuela’ concluyó lo mismo que yo: que los procedimientos matemáticos enseñados en la escuela no
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representan las maneras en que la gente calcula en la vida cotidiana, pero no conocemos otra manera
que la escolar de representar o registrar estos cálculos (Nave 1996).8 Con mayor o menor dificultad
y persistencia, es posible inducir a los y las informantes a proporcionar los datos que permiten
analizar sus actividades según las reglas de la matemática académica. Pero el hecho de que ellos y
ellas no realizan cálculos semejantes y quizás, si fueran obligadas a realizarlos, se equivocarían, no
debe ser tomado como prueba que tienen un concepto de valor y medida totalmente distinto; muchas
personas consideradas de cultura enteramente occidental son muy débiles en ‘mate’, sin que se lo
tome como prueba de que tiene otra cosmovisión. Por tanto, la aparente renuencia o descuido de las
personas con referencia a llevar una contabilidad o registro preciso de montos y precios no justifica
el abandono investigativo del intento de medir y calcular su producción y rentabilidad, no obstante
los muchos obstáculos metodológicos y teóricos para realizarlo frente a economías no enteramente
monetarizadas.
En la mencionada investigación de Kawsachun coca, hemos concluido que las y los
cocaleros no estaban vendiendo a pérdida, incluso si hubiera pagado todos los costos de producción
en dinero, que no suele ser el caso; de hecho, una de las estrategias distintivas de la economía
específicamente campesina es que se busca intencionalmente reducir al mínimo los desembolsos en
efectivo, para así retener mayor proporción del ingreso en dinero recibido de la venta. Pero estos
cálculos incluyeron exclusivamente los costos de ese ciclo de producción (cosecha, secado,
comercialización y desyerbe). Hemos renunciado al intento de incluir entre los costos una suma
correspondiente a la amortización de la inversión inicial, o para expresarlo en términos cotidianos,
restar del ingreso una suma nominal que representa parte del costo de plantar el cocal. Esto hubiera
exigido un esfuerzo teórico que no fuimos capaces de realizar; los textos sobre economía campesina
en los Andes no daban pistas al respecto, porque todos trataban de cultivos anuales como papa o
maíz, donde todos los costos de implantación del cultivo tienen que ser cubiertos dentro de un solo
ciclo productivo, mientras que un cocal suele producir durante unos veinte años al menos. Aun
disponiendo, digamos, de una cifra precisa del costo en dinero de plantar X cocal en 1992, es
cuestionable si será válido restar una suma en pesos bolivianos de 1992 del ingreso recibido en
2003, porque se sabe que los precios han cambiado mucho desde entonces. Por tanto, no confiamos
en dividir por veinte la inversión inicial (suponiendo que la vida útil de un cocal se toma como
veinte años, aunque puede durar más) y restar una tercera parte de este número del ingreso bruto de
cada cosecha (suponiendo que hay tres al año). Fuimos informados que en la contabilidad formal
capitalista, cualquier bien de la empresa (maquinaria, vehículos, etc.) debe amortizar su costo en
cinco años, que quiere decir que cada año se coloca una quinta parte de su costo en la columna de
‘debe’, y a partir del sexto año deja de figurar, esto independientemente de si sigue en servicio o si
ha sido descartado y reemplazado por otro nuevo. Es decir, se trata de una convención que ni
siquiera representa las decisiones económicas reales de las empresas (aunque sí sirve para permitir
comparar la contabilidad formal de diferentes empresas), y no hubo motivo para asumirlo en
nuestros cálculos.
En efecto, hemos tratado la inversión inicial cocalera como si fuera a ‘fondo perdido’, es
decir, dinero que se gasta sin exigir luego que fuera devuelto o repuesto para mantener un fondo de
capital potencialmente líquido. Es posible que esto represente el pensamiento de al menos algunas y
algunos cocaleros. También es posible que, al tomar en cuenta la amortización, resulte que
objetivamente sí estaban vendiendo a pérdida, porque las ganancias obtenidas en cada ciclo
productivo en realidad no llegaron a cubrir la inversión inicial, aunque sería sumamente difícil
8
Esta autora destaca que la visión de una mentalidad primitiva o no occidental que maneja una lógica ajena a la
cuantificación no sólo ha sido aplicada a pueblos indígenas o habitantes del Tercer Mundo, sino atribuida en los países
occidentales a las mujeres como ‘amas de casa’, debido a que –por ejemplo– cuando ellas cocinan, estiman las
cantidades de ingredientes a utilizar a ‘ojo de buen cubero’, sin pesar o medirlas con exactitud.
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comprobar esto si se asume un periodo de amortización de veinte años. No se puede negar que la
plantación de coca fue reconocida como un costo, porque se hace énfasis explícito en ese hecho,
pero no acostumbran realizar cálculos parecidos para estimar cuándo el cultivo ha ‘cancelado’ este
costo, y sus conductas prácticas son consistentes tanto con la idea de que, implícitamente, sí evalúan
que debe cubrir este costo dentro de cierto rato (aunque éste no sea estrictamente definido como
‘tantos años’), como con la que lo asume como fondo perdido, dirigido a generar ingresos regulares
sin que importe cuándo llegarían a cubrir la inversión o si lo cubren siquiera.
Por ejemplo, cuando había la erradicación voluntaria a cambio de un pago en dinero, los
cocales ofrecidos para ser erradicados eran universalmente ‘marrosos’, es decir, tan viejos que era
difícil creer que no hubieran amortizado su costo bajo cualquier forma de calcular esto, y a la vez de
producción tan reducida que difícilmente hubieran cubierto los costos inmediatos de producción al
pagar todo en dinero. Cada UD decide cuánta coca ha de plantar cada año en base a factores
individuales (disponibilidad de mano de obra propia, de dinero en efectivo, y de terreno), pero a
nivel general de la región, cuando el nivel promedio del precio de la venta de la coca es muy bajo, se
nota que se planta mucho menos que cuando el precio está en un nivel elevado. Las y los cocaleros
son enteramente conscientes de que el precio fluctúa en ciclos tanto cortos (de meses) como largos
(tendencias de años), y que es imposible predecir estas fluctuaciones de manera garantizada. En base
a la experiencia de toda la vida, mientras en épocas de precios bajos dijeron que eventualmente el
precio iba a subir de nuevo, cuando el precio está en un promedio alto, siempre tienen en mente la
posibilidad que en cualquier momento puede volver a caer.
La opción de plantar poco cuando el precio está bajo puede representar que hay poco fondo
perdido disponible y listo, o que con la actual tendencia de precios tardará mucho en amortizar el
costo, o sea, es una mala inversión, y es preferible dedicarse a otros rubros y/o ahorrar el dinero
mientras tanto. Con precios altos, hay más recursos para el fondo perdido, y a la vez se amortizará
más rápido, así que no importa si el precio colapse más tarde (y aunque sobreviene una caída pronta
e inesperada, si el periodo de amortización implícita es de hasta veinte años, la experiencia apunta a
que en tanto tiempo habría vuelto a subir). Incluso, este razonamiento justifica la inversión
particularmente elevada en hacer cocales de plantada, no sólo por motivos de tradición y apego
cultural (aunque estos motivos están presentes, por ejemplo se estima la calidad técnica-estética de
un cocal de plantada especialmente bien hecho, y esta técnica es emblema y orgullo de la zona
cocalera ‘tradicional’), sino porque estos cocales duran más9 y reducen los costos de producción en
cada ciclo de cosecha (menos mano de obra requerida en el desyerbe). Entonces, serán preferibles
tanto si sólo se piensa en los costos inmediatos de cada cosecha y se ‘olvida’ el costo de inversión,
como si se manejara un concepto implícito de amortización (garantizada de ser cubierta tanto por la
larga duración del cultivo como por las ganancias mayores en cada ciclo corto). Y ambos conceptos
caben dentro del argumento explícito de muchas cocaleras y cocaleros cuando destacan que vale
gastar al plantar coca, porque ‘es una bolsa de plata, y cada mita (cosecha trimestral) vas a abrir la
bolsa y sacar plata’, es decir, genera un ingreso garantizado, aunque nadie va a proseguir ‘y siempre
vas a sacar lo mismo’.
También hay inversores capitalistas que prefieren una inversión cuyos beneficios sean
garantizados aunque a largo plazo y reducidos, frente a una opción que ofrece la posibilidad de
ganancias elevadas y rápidas pero que son inciertas. La segunda opción se conoce como
‘especulación’ y generalmente es practicado por esos actores que disponen de grandes capitales y
cuya sobrevivencia personal no sería afectada a sufrir algunas pérdidas. Los que disponen de
9
Impiden la erosión y el desgaste del suelo debido a las terrazas o wachu bien formadas, y las plantas tienen raíces más
profundas debido a la cavada preparatoria del suelo. Ver capítulo 3 de Spedding (2005) para detalles sobre técnicas,
costos e ingresos en la zona tradicional y de colonización de los Yungas de La Paz, y capítulo 4 del mismo para datos
comparativos del Chapare.
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capitales muy reducidos (o actores como fondos de pensiones que manejan un gran conjunto de
capitales pequeños) están aconsejados de optar para el primero, ya que una pérdida sí pondría en
juego la economía cotidiana de ellos o de sus representados; así que tampoco es necesario proponer
un concepto culturalmente particular de ‘aversión al riesgo’ –y menos un concepto totalmente
distinto del tiempo (que gobierna la inversión) o qué– para aplicar, porque las y los campesinos
también asumen la primera preferencia.
Conclusiones
Es siempre debatible atribuir motivos o razonamientos no explícitos a cualquier actor, sea
éste ‘occidental’ o no, aunque el concepto de estructura social e incluso el de cosmovisión suponen
que, en el fondo, todas y todos las y los actores sociales procedemos según pautas y direcciones que
son exteriores a nuestros pensamientos individuales y las expresiones verbales que damos al
respecto. Mientras a mí me incumbe intentar indagar más sobre las estructuras del pensamiento
económico de los y las yungueñas, espero la presentación de investigaciones de contextos rurales
y/o urbanos actuales que puedan demostrar las prácticas del ‘vivir bien’ y conceptos analíticos
asociados que dan cuenta de estas prácticas tan o más adecuadamente que los argumentos expuestos
arriba. También espero que no haya argumentos que se escuden en atacar, o defender, una posición
en base a las características de su autor o autora (‘quedan atrapados en un pensamiento
fundamentalmente cristiano que no permite ver otra realidad’, ‘critica mis escritos porque soy
intelectual indígena’10), descartan datos empíricos, descalificando a las y los sujetos de la
investigación (ellos o ellas serán ‘aculturizadas’, ‘mercantilizadas’, etc., y por tanto no son
ejemplares auténticos de la filosofía indígena en su expresión vivencial), o aceptando que son
indígenas, pero atribuyendo los elementos de su práctica que están en desacuerdo con el deber ser
propuesto de dicha filosofía a la contaminación de la opresión capitalista/el Estado q’ara/la nefasta
globalización (etc.). Ya es conocida, por ejemplo, la versión de esta última postura que admite que
hay violencia conyugal en las comunidades indígenas, pero la atribuye a la intromisión de fuerzas
ajenas a su cultura, porque en la cultura indígena la relación entre los géneros es de
complementariedad armónica.
Mientras la primera rebatida huye del debate abierto y evalúa la validez de una propuesta, no
en base a su contenido, sino según el origen social de la persona que lo escribió, la segunda y la
tercera hacen que la auténtica cultura indígena quede siempre fuera de nuestro alcance, en algún
rincón aislado del territorio donde aún no ha llegado la escuela ni el mercado, o –con mayor
frecuencia– en un pasado de fecha incierta cuando sí repartían los terrenos cada año, celebraban los
ritos con prolijidad y participaba absolutamente toda la gente, pero cuando llega el investigador
actual, siempre resulta que han dejado de hacerlo y tiene que apoyarse en relatos de recuerdos de la
infancia o sino ‘lo que me contaba mi abuelo’. Dado que esta comunidad aún intacta no está
accesible en el espacio-tiempo presente, dar curso libre a retratarlo liberada de anclaje en cualquier
espacio regional/ecológico y tiempo definido –un ejemplo es el ayllu en ‘Retorno al ayllu I’ de
Fernando Untoja– o sino confeccionar un retrato sintético que combina relatos y recuerdos del
pasado con datos contemporáneos. Tal retrato, situado en el espacio, puede mencionar fechas
concretas, pero un examen minucioso revela que no es claro cuáles de las prácticas referidas
describen costumbres del pasado y cuáles eran vigentes durante la estadía del investigador.11 Por
10
Estas citas no representan hombres de paja (es decir, opositores inventados), sino que provienen de encuentros reales,
pero por respeto a las personas me abstengo de indicar identidades y contextos que puedan dar lugar a su identificación.
11
Creo que esto es más frecuente que se puede suponer, y no se limita a los estudios más ideologizados o superficiales.
El capítulo 3 sobre el sistema de autoridades comunarias, ‘El thakhi comunal’, del texto que ya se puede llamar clásico
de Albó y Ticona (1997), se inicia declarando ‘presentaremos los rasgos principales … tal como se ha mantenido …
hasta la época de la sindicalización campesina, tras … 1953’ (p.65), que sugiere que el presente etnográfico será ‘antes
de 1953’, pero en la p.66 prosiguen ‘Nuestra reconstrucción se basa en un conjunto de principios que han seguido
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tanto, no se sabe cuándo el conjunto descrito era una realidad, y si es que había alguna vez dónde se
hacía todas esas cosas. Hay una suposición de que si ahora se hace Y y se dice que en el pasado se
hacía X, en el pasado se debería haber hecho Y y también X, sólo que ahora se ha dejado de hacer
X, porque las únicas posibilidades para las tradiciones culturales son mantenerse tal cual o sino,
empobrecerse. No se considera que algunos elementos de ahora no eran corrientes en el pasado ni se
pregunta al respecto, excepto si algún informante menciona espontáneamente que ‘antes’, cuando se
hacía X (o Z que sí se sigue haciendo ahora) no se realizaba el elemento actual Y, o cuando Y
exhibe aspectos tan evidentemente recientes que es imposible que se habría hecho eso en la misma
época que X (y en ese caso, muchas veces se procede a deplorar la inautenticidad de Y, cuando no
eliminarlo enteramente del texto donde se presenta los resultados sistematizados).
Debo aclarar que de ninguna manera estoy en contra del uso de relatos sintéticos como una
forma de sistematizar la información, y mucho menos propongo que toda etnografía debe
restringirse a lo estrictamente sincrónico aunque resulte enteramente fragmentario e inadecuado para
dar lugar a una visión de conjunto. Pero considero que se debe explicitar la procedencia y el uso que
se ha dado a los diferentes datos utilizados para sintetizar el relato, e indicar hasta qué punto se está
intentando (re)construir un retrato empíricamente valido de la situación para determinado periodo
histórico, o si se busca más bien conformar una especie de tipo ideal weberiano, definido de
antemano como algo que jamás habría existido necesariamente tal como se lo especifica, pero que
sirve como herramienta para analizar y comparar diversos casos reales según su grado de cercanía a
este modelo, o como variantes de este esquema general. Tal comparación no acarrea una evaluación
moral o una denuncia de los casos reales que se aparten del modelo, no importa que las y los
denunciados sean las y los actores desviados (como traidores a su herencia cultural) u otros actores
externos (como malvados etnófagos, imperialistas o explotadores), sino que se apunta a identificar
los factores que explican por qué las prácticas expresan tal variante y por qué se habría abandonado,
transformado o sustituido elementos dados en el curso del tiempo. La corrección política de hoy no
debe expresarse en la defensa a ultranza de cierta postura teórica o grupo social, sino en reconocer
que todos y todas tienen derecho a su propia opinión y son capaces de tomar decisiones autónomas,
incluso cuando caen bajo presiones externas fuertes (como en el caso, por ejemplo, de la obligación
de cumplir con las formas del culto católico en los Andes a partir del siglo XVI).
Es posible ver los textos sobre suma qamaña como pasos hacia la elaboración precisamente
de un tipo ideal de sistema social y económico, impulsado no en base a una inquietud intelectual de
cómo interpretar hechos observados, sino a una posición política que se opone a la discriminación,
desigualdad y destrucción ecológica que observan en el sistema actualmente dominante, y rehúsan
vigentes incluso después de aquellos cambios’, que parece sugerir que al escribir en tiempo presente bien puede estar
describiendo no ese presente etnográfico pasado, sino las prácticas de fines del siglo XX. La exposición vacila entre
indicaciones temporales poco precisos (‘La forma relativamente contemporánea’, p.68, que deja en duda si era
contemporánea cuando hicieron el trabajo de campo, a mediados de los 1990 –¿o tal vez ‘contemporánea hasta 1953’?–o
ya era parte del pasado) y diferentes tiempos verbales (‘Tradicionalmente en Sullka Titiri ha habido tres mallkus … En
Titik’ana Takaka son cuatro’ –énfasis mío– que no aclara si actualmente son tres en Sullka Titiri, o ya no, mientras el
párrafo termina con una referencia sobre ‘otras comunidades’ que habla de ‘los años cuarenta’ y proviene de una
publicación de 1963 (p.81). Albó indica que se incluye datos que él iba recogiendo en la zona desde 1971 (nota de pie,
p.65), pero el texto no señala cuándo el presente refiere a lo que vio o escuchó sobre prácticas vigentes en esas fechas
pos 1953 ó cuando trata de datos procedentes de ‘recuerdos orales’ (p.72) y a qué época referían esos recuerdos. En
resumen, no me fue posible comprender en qué época hubieran sido vigentes todos los elementos del sistema de
autoridades comunales que se describe. Ya que la breve mención de 1953 no se vuelve a repetir, y tampoco se indica ‘en
tal lugar hasta 1975 (o cuándo fue la última vez que se dice haber seguido con esa práctica antes de abandonarlo)
hay/había tales autoridades’, una lectura corriente, como la que yo misma hice antes de este texto, da la impresión de
que este sistema efectivamente se ha mantenido hasta la actualidad, y en tanto que una se dé cuenta de la referencia a
recuerdos orales, dan la impresión de servir para comprobar que se han mantenido las costumbres ancestrales, en vez de
contribuir elementos para una ‘reconstrucción’ de un sistema que incluye una parte nunca aclarada de prácticas que ya
no se realizan.
20
aceptar que (como solía decir Margaret Thatcher referente a su política neoliberal) ‘no hay
alternativa’ (there is no alternative). Pues ¡adelante! Si se está escribiendo un manifiesto político, la
finalidad es animar a las y los lectores a militar en esa corriente; en ese sentido, no importa que –
por ejemplo– el retrato que Fausto Reynaga ofrece del Tawantinsuyu no sea muy exacto en términos
de la evidencia histórica al respecto. Pero el entusiasmo militante poco sirve si no se le proporciona
pistas para la acción en pos de las metas propuestas, y para esto es necesario aterrizar la filosofía en
referentes empíricos, aún más cuando se argumenta que se trata de una visión del universo (y no
sólo de la sociedad humana, o algunas sociedades dentro de las muchas que existen o han existido)
que ha sido ignorado, incomprendido y relegado. Tal vez los ‘indicadores del vivir bien’ como
componente de políticas públicas harán algo para lograr esto (falta ver si se concretizan, y cómo). El
reto para el suma qamaña es inventar un lenguaje común, y junto con ello acciones comunes, que
harán escuchar a las y los ‘sordos’ del otro lado (de repente yo entre ellos) e indican el nuevo
camino por donde todas y todos debemos andar.
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