EL CRISTIANISMO Y LAS DEMÁS RELIGIONES

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ADOLPHE GESCHÉ
EL CRISTIANISMO Y LAS DEMÁS RELIGIONES
El cristianismo, ¿es la única religión verdadera, o bien pueden considerarse
verdaderas, en general, todas las religiones? Esta doble pregunta ha pasado a ser más
viva por la coexistencia de diversas religiones en nuestras sociedades. De ser una
cuestión bastante teórica, ha pasado a ser cultural. Nos hallamos ante un verdadero
problema de civilización, donde las antiguas respuestas se muestran inseguras o
inadaptadas. Pero la pregunta permanece actual. Toda persona se interroga sobre la
verdad y el valor de su comportamiento o de sus creencias: ¿estoy en la verdad? Nadie
escapa a esta pregunta, que afecta también al cristiano. Con el presente artículo, el
autor quiere contribuir a clarificar y resolver estas cuestiones.
Le christianisme et les autres religions, Revue théologique de Louvain, 19 (1988) 315341
En un primer tiempo, de orden más bien fenomenológico y relativamente breve, quisiera
mostrar cómo y por qué el tema de si el cristianismo es la única religión verdadera ha
pasado a ser más dificultoso. El hecho de situarnos es ya iniciar la respuesta. En un
segundo tiempo, de orden más bien epistemológico, quisiera proponer lo que podríamos
l clave: no buscar respuestas "en el exterior", como tal vez se ha hecho con demasiada
frecuencia, sino buscar "en el mismo cristianismo" elementos inmanentes de respuesta.
Sólo intento un primer paso hacia la respuesta, que quiere ser teológica, dado que las
respuestas de tipo práctico están ya ampliamente difundidas.
I. Acercamiento fenomenológico
El cristianismo no sólo no se escapa de la pregunta en cuestión, sino que jamás ha
querido rehuirla. El lugar que ocupa la apologética y el tratado sobre la religión
verdadera en nuestra teología, basta para mostrarlo. Todo cristiano nace con la
convicción de que el cristianismo es la única religión verdadera. La sentencia Extra
Ecclesiam nulla salus, incluso bien entendida y corregida, pertenece todavía a nuestra
memoria colectiva. Si una religión es verdadera y revelada, puede uno lamentar, tener
que contrariar a las demás, pero es una exigencia personal y de la verdad el rigor y el ser
consecuente. La afirmación de lo que se tiene por verdadero es también una cuestión de
honestidad y de transparencia.
Este comportamiento tiene tanto más sentido, cuanto que el cristianismo no sólo se nos
ha mostrado como verdadero, sino como una religión de salvación. Si sólo se tratase de
algo doctrinal, con mayor facilidad podría llegarse a una componenda. Y en cuanto a
algunas soluciones intermedias, que a primera vista podrían seducir, si satisfacen a
unos, resultan ofensivas para los demás y contribuyen a quitarles todo deseo de
acercamiento.
En todo caso, cuando se trata de la salvación, la situación se hace apremiante. Con la
salvación no se juega. Es verdad que otras religiones se presentan también como
religiones de salvación. Pero ninguna con semejante insistencia en su exclusividad. Si
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realmente Cristo ha salvado al hombre de la perdición, ¿cómo no seguirle y solamente a
El? Más aún, si cabe: el cristianismo es la única religión que nos dice que "el mismo
Dios" ha venido a formar parte de nuestra historia y ha establecido determinados actos
como camino de salvación, en cuya dinámica nos pide entrar. Toda religión suele tener
su profeta o fundador (Moisés, Buda, Mahoma, etc.), pero el cristianismo sostiene que
el mediador (Jesús) es Dios. No se ve cómo su lenguaje puede escapar de la exclusión y
de la exclusividad.
Sin embargo, este lenguaje resulta hoy cada vez más difícil de entender. La presencia
"física" de otras religiones nos ha hecho más sensibles al hecho incontestable del modo
cómo surge el "nacimiento" de todos los hombres en una determinada religión. En
occidente, casi todos "nacemos" cristianos. De ahí que se arguya: ¿no es por el lugar de
nacimiento que somos cristianos? La cuestión no se plantea ya como antes, en términos
filosóficos o metafísicos, sino en términos antropológicos y culturales. Y entonces, ¿qué
hay de la verdad de mi comportamiento, siendo así que depende del azar y del capricho
de la historia?
Tenemos la tentación de responder que todas las religiones son equiparables. Y esta
respuesta tiene en su favor el atractivo de una postura intelectual en connivencia con la
modernidad. Como se dice hoy, la unidad se da en la pluralidad. Por otra parte, en
semejante tema, toda manera de concebir la relación con Dios está inevitable y
fundamentalmente gravada por la inadecuación. De manera que, en cierto modo, todas
las religiones son inadecuadas. Mas, precisamente por ello, son todas al mismo tiempo
valederas, siempre que aseguren la mediación deseada con la Trascendencia. ¿No será,
pues, lo mejor para cada uno, y por tanto también para el cristiano, el atreverse a vivir
auténticamente su propia religión? La antropología social y cultural va en este sentido.
Pero entonces la cuestión no sería ya teológica; la revelación pasaría a un segundo
plano.
Y así pasamos de unas cuestiones a otras. En primer lugar, dado que hoy suele juzgarse
de una religión, y por consiguiente también del cristianismo, según el valor de la
conducta que inspire, de su práctica y resultados, la cuestión de la verdad tiende a
resolverse, como ya sugería Spinoza, en el carácter moral de una religión; pasando así el
aspecto doctrinal a no tener más valor que el de apoyo o de referencia simbólicos.
Incluso podría pensarse que tiene a su favor la lógica del evangelio, que pide ser
practicado no sólo con palabras, sino con obras. Y también la filosofía parece estar a su
lado: al descubrir el carácter auto-implicativo del lenguaje religioso y la naturaleza
existencial de sus posiciones, de algún modo desplaza el criterio de verdad al lado del
sujeto, más bien que del objeto, como ya lo hacían las antiguas filosofías de la
representación.
Por tanto el fenómeno religioso, de una manera creciente, se ha ido tratando como un
fenómeno antropológico y no tanto teológico o metafísico. No se lo considera fruto de
la revelación divina, sino indisolublemente unido a nuestra génesis individual o social, a
las condiciones culturales en que nacemos o vivimos, a las tradiciones que son
"constitutivas" de nuestro ser. No somos tabula rasa al nacer. Por ello nos agarra la
inquietud del relativismo que no acaba de satisfacernos y tenemos la tentación del
silencio, lo cual, a su vez, nos puede parecer una dimisión intelectual. ¿Andamos
perdidos dando vueltas?
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No lo creo. En primer lugar, porque hemos creído de entrada, que era mejor, ante una
cuestión difícil, darle la vuelta y considerar estos pasos como constituyendo, ya por sí
mismos, un elemento de respuesta. Luego, la misma complejidad que esta
fenomenología manifiesta en múltiples direcciones, nos confirma en la idea de que la
clave sugerida al comienzo de estas páginas sea tal vez la buena hipótesis
epistemológica. Nos preguntamos si no es conveniente interrogar la base misma del
cristianismo para pedirle si tiene en sí misma elementos que permitan responder a una
pregunta que, con demasiada frecuencia, se busca resolver desde fuera. Y por ello, la
respuesta frecuentemente se extravía, llevándonos a debates imposibles sobre los
conceptos de universalidad, de unicidad, de superioridad, de especificidad, etc. La
búsqueda de estos elementos inmanentes eventuales pasará, pues, a ocuparnos.
II. Enfoque epistemológico
Como hemos dicho, buscamos dar respuesta mirando a nuestra religión misma: "sagrada
escritura, ¿qué dices de ti misma?"; "tradición, ¿cómo ves esta cuestión?"; "iglesia,
¿cómo vives la práctica de esta situación?". Se tratará, pues, de preguntarnos si la propia
estructura del cristianismo, manteniéndonos fieles a su especificidad, no ofrece ya, "en
su misma inmanencia", elementos y señales de una posible puesta en cuestión de su
carácter absoluto. Y esto, en nombre de lo que el cristianismo es, y de la manera como
él se comprende. La cuestión es ciertamente delicada, pero merece intentarse. En este
caso, ¿podría hablarse prudentemente de una cierta "relativización", pero que le vendría
de dentro y que no tendría nada que ver con el relativismo procedente de juicios
externos (racionalismo, escepticismo, pluralismo mal entendido, etc.)? ¿Cómo se
comporta la tradición cristiana "cuando está sola consigo misma", sin coacciones
externas?
Esto es lo que yo llamaría "campos de inmanencia". Es decir, unos lugares donde, sin
recurrir a la crítica externa, se encuentran, como en un "código genético" de la Escritura
y de su tradición, a ambos lados de toda polémica, unos espacios donde los mismos
datos cristianos se interpretan con una cierta separación o distancia entre ellos, como los
de un bemol o de un silencio en términos musicales. Campos de inmanencia donde las
fronteras pierden su rigidez para respetar un infinito que debe sustraerse para mejor
revelarse.
Ahora bien, me parece manifiesto, y en ello está la base de mi posición, que estos
campos existen y nos llevan a decir que el cristianismo no pretende masivamente y de
un extremo a otro, una integridad o perfección abrumadora, ni siquiera cuando pretende
decir la verdad. "Las religiones se mueren por falta de paradojas", decía E. Cioran. La
paradoja de la encarnación de Dios y de su palabra ha hecho tomar conciencia a la
iglesia de su deber de respetarla y de no proceder con arrogancia.
1. La tradición de la teología negativa y mística
Se trata de una convicción que ha marcado muy pronto la tradición y, ya antes, las
escrituras. El tema del "Dios escondido", que no se podía ver sin morir y que sólo cabe
escuchar "en el susurro de una brisa suave" (1 R 19,12), atraviesa todo el antiguo
testamento. Para el nuevo testamento queda claro que, a pesar de la mediación de Jesús,
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"a Dios nadie lo ha visto jamás" (Jn 1,18). El conocimiento de Dios no es perfecto. Sólo
vemos a Dios en un espejo; sólo más tarde lo conoceremos cara a cara como somos
nosotros conocidos, nos dice S. Pablo (1 Co 13,12). Y todo esto, notémoslo, se nos dice
de la revelación, incluso de la revelación en Cristo. "Muchas cosas tengo aún por
deciros" había dicho el mismo Jesús, quien añadió: "Cuando venga el Espíritu de la
verdad, os guiará hasta la verdad completa" Un 16,12-13). Y Juan acaba su evangelio
diciendo que se ha limitado a escribirnos lo que consideró indispensable para hacer de
nosotros unos creyentes (Jn 20,30-31).
La "teología negativa" ha tomado el relevo de este testimonio, repitiendo a porfía que
no podemos conocer a Dios, que ignoramos quién es en sí, conociendo sólo lo que no es
(de ahí los atributos en términos negativos: in- finito, inmaterial, etc.). Los místicos
todavía han acentuado la nota diciendo que la "deidad" de Dios, es decir, Dios como tal,
nos es totalmente desconocido, incluso en la revelación trinitaria y en la contemplación
más elevada.
El cristianismo jamás ha sostenido tener una explicación adecuada y plena de Dios.
Existe una separación entre Dios y nosotros, separación que da lugar a nuestra
autonomía creada y querida por Dios. La alteridad es aquí esencial; Dios es "el Otro",
con referencia al hombre. Incluso los conocimientos revelados, que nos dan el derecho a
una teología positiva, son parciales. Por otro lado Tomás de Aquino dice que en el
mismo Dios se da una "incomunicabilidad" entre las Personas, que constituye
precisamente su "proprium" personal. Dios, por naturaleza, no es jamás transparente.
Sólo Dios, y no el conocimiento que nosotros tenemos de El, e s Absoluto. En cierto
sentido, ninguna verdad es "totalmente" verdadera, puesto que deja sombras a su
alrededor, sombras que son necesarias para su manifestación. La regla teológica de la
analogía nos lo confirma, y nos precisa que la disparidad es mayor que la semejanza en
el conocimiento que la analogía nos permite alcanzar. Para santo Tomás, la teología no
es más que "lo que se puede decir" sobre la realidad, pero ésta sólo es alcanzable por la
fe, que no es visión de la realidad.
2. La reserva escatológica
Se trata, como es debido, de una dimensión particularmente característica del mensaje
cristiano. A pesar de un "ahora ya", el anuncio de la Buena Nueva permanece en
suspenso por un "todavía no" que nos lleva a aguardar con esperanza. La misma fe es,
según la feliz expresión de la Carta a los Hebreos, "garantía de lo que se espera" (11,1).
Hay aquí como un límite inalcanzable aquí abajo, como una línea asíntota que se acerca
a una curva sin alcanzarla nunca. Esta dimensión pertenece profundamente a la misma
estructura de la fe judeo-cristiana y la diferencia radicalmente de las demás religiones,
con un "tempo" mucho más circular. A este propósito, y al contrario de las religiones
paganas, donde la magia y los misterios iniciáticos aseguran un contacto casi inmediato
con lo divino, el cristianismo no es una religión de lo inmediato.
Esta escatología se encuentra acentuada por la temática del juicio final, cuya hora no es
conocida ni siquiera por el Hijo del Hombre (Cfr. Mt 24,36). Hay como un
desconocimiento inmanente a la lógica misma de la fe y de la confianza en Dios. Tal
vez sea oportuno recordar la parábola del grano de trigo y la cizaña. Jesús no aprueba
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que se tomen medidas en el tiempo presente. El tema de la salvación significa que nada
es nunca definitivo e irremediable, sino que se puede recomenzar y ser salvado.
Tampoco la cizaña, reconocida como tal, tiene que ser juzgada en seguida. De haberlo
hecho así, Saulo de Tarso nunca habría llegado a ser san Pablo.
Una vez más, como podemos ver, el cristianismo lleva en sí mismo (es decir, sin tener
que recurrir a una tolerancia que debería a los demás) principios inmanentes de
"relativización" y de distancia, que permiten considerar que no se siente como cerrado
en una certeza definitiva en todos sus puntos y como acaparando uniformemente todo el
campo del juicio. El cristianismo no pertenece, "de por sí", a una tradición de
afirmaciones monolíticas y sin fisuras. En cierto modo, la parábola de la cizaña y el "no
juzguéis antes de tiempo" casi impiden ponernos la cuestión de la unicidad, de la
universalidad y de la verdad del cristianismo. En cierto sentido, se trataría de una
cuestión mal planteada. La verdad última es el patrimonio de Dios, y ciertas preguntas
tal vez conlleven un áspero "qué te importa" (Jn 21, 22). El fracaso acerca del saberlo y
juzgarlo todo es, a fin de cuentas, profundamente religioso y tiene, tal vez, también un
sabor liberador.
3. La doctrina trinitaria
La doctrina trinitaria pertenece a lo que hay de más específico en la concepción cristiana
de Dios. Y al hablar ahora de ella, en modo alguno pretendo decir que constituye una
representación relativista de Dios. Pero lo que sí puede decirse, de entrada, es que se
trata de una concepción que, "por sí misma", des arfa toda concepción monolítica y
cerrada de Dios. Hay, si podemos hablar así, un plural de Dios.
En efecto, ¿qué significa aquí la doctrina trinitaria? Nos expresa una concepción
"diferenciada" de Dios. El Dios cristiano no es indiferenciado como lo es la
representación común del Absoluto. Rico en su unidad de relaciones, no es ni el "Uno"
del monoteísmo estricto, de tipo plotiniano, ni el "Varios" del politeísmo. Se trata de un
monoteísmo que integra el plural. Un monoteísmo que integra, osaría decir, la
inquietud, el susurro, la riqueza del plural. Y esto, sin que se trate en modo alguno de
cualquier tipo de sincretismo.
La doctrina trinitaria sabe muy bien que lo plural, lo múltiple, no es absolutamente
malo. Esto va contra la tradición griega y filosófica que, con pocas excepciones, sólo
ponderan la gloria y la nobleza del "Uno" cerrado sobre sí mismo, como el de Plotino;
va también contra la interpretación monoteísta herética del arrianismo; y con la misma
vehemencia va contra todo triteísmo, que no sería otra cosa que una forma de politeísmo
puro y simple. En el cristianismo se trata, ciertamente, de un monoteísmo; pero tal, que
descubre que el "Uno" es rico en una multiplicidad interna. Lo importante es que nada
es simple, en todos los sentidos de la palabra, y que el número, como sabía muy bien la
tradición de Orfeo y la música, es una belleza que acrece la de la unidad. Este
monoteísmo abierto es el fruto de una revelación enteramente original de las primeras
generaciones cristianas, generaciones que se oponían, por principio, a cuanto pudiese
cuestionar el intransigente y kerigmático monoteísmo del antiguo testamento. Por ello,
para hacer posible esta "transgresión" hizo falta una audacia tal, que sólo una
"experiencia" podía imponer.
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Sobre esta "transgresión" habría todavía mucho que decir. Ya el viejo Heráclito decía:
"Esto que se diferencia `de sí mismo', cuánto concuerda consigo mismo". La riqueza de
la composición de varios en uno, la han observado muchos pensadores y poetas. Me
limitaré a recordar con Claudel este proverbio chino: "El número perfecto es el que
excluye toda idea de cuenta"; de contabilidad, preferiría decir. Y quiero también
mencionar estas palabras de Pascal: "Toda verdad está hecha de verdades contrarias que
parecen excluirla y que subsisten en un orden admirable". Yo creeré siempre que la
unidad que "soporte" la alteridad es más rica que cualquier otra forma de unidad.
Lo que ahora nos interesa es que, sin hacer ninguna concesión posterior (del tipo:
"finalmente, el politeísmo tiene cosas buenas") la dogmática cristiana integra en ella
desde el comienzo, y por sus propios motivos, un razonamiento no impermeable y
estanco de Dios, sino uno en el cual tiene lugar lo plural, la alteridad, la diferencia. Casi
diría que no es sólo el razonamiento sobre Dios el que no es impermeable y estanco,
sino Dios mismo.
Lo que todo esto significa para nosotros es que, al indicar que el "Uno" no es tan claro y
tan simple como se cree, el cristianismo no cierra el paso a una concepción más flexible
de la unidad. En este sentido, introduce en su mismo lenguaje una apertura que,
felizmente, le hace imposible todo su razonamiento excluyente. Y es aquí, realmente,
donde penetramos en la intimidad de Dios, cuando podemos hablar, sin temor, de uno
de esos campos de inmanencia que hacen posible las nociones de "relatividad" (no en su
sentido escéptico, sino como alusión a la "relación" entre las Personas) y de apertura,
que no proviene de un razonamiento cerrado de antemano. Con un Dios que integre la
diferencia, las diferencias entre los hombres no se suprimen jamás con un rasgo
altanero. El cristianismo, por tanto, da derecho a la diferencia.
4. Las escrituras cristianas
La religión cristiana es, entre otras, lo que llamamos una religión del "Libro". Estas
religiones, como se sabe, corren un mayor riesgo que las demás de ser consideradas
sospechosas de una referencia sin apelación y de un sentido cerrado. Es, pues, notable
que podamos contar aquí con un cierto número de hechos que van en sentido contrario
de esta tendencia, en la que -hay que decirlo- la letra aventaja generalmente al espíritu.
Hay que notar, de entrada, que la religión cristiana ha mantenido en su canon el antiguo
testamento, el de la comunidad judía, de la que había nacido, pero frente a la cual
mantenía, evidentemente, sus distancias; de lo contrario no se hubiese sentido obligada
a erigirse como diferente. Y en este mantener lo que llamamos el antiguo testamento, ya
encontramos un reconocimiento de que el cristianismo no pretende limitar la verdad a
sus propias escrituras (al nuevo testamento). El hecho es poco común, aunque estamos
habituados a ello y consideramos esta aceptación como un logro. Desde el comienzo, la
iglesia hace suya esta antigua Escritura y, en su condena de Marción, llega hasta
repudiar toda tentación cristiana de separar el destino de las dos Escrituras.
Sobre el antiguo testamento, no carece de interés recordar que él contenía y contiene
todavía elementos de "relativización". El Génesis no duda, en sus primeros capítulos, en
recoger tradiciones diversas, que no siempre son convergentes. Basta recordar los dos
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relatos de la creación, que se complementan en algunos puntos, y que, sin contradecirse
y más allá de sus diferencias, poseen una visión teológica que pertenece a ambientes
diferentes. G. von Rad ha expuesto brillantemente esta característica del libro judaico,
que prefiere la acumulación de textos diferenciados, antes que proceder a supresiones o
amalgamas. Estamos lejos de nuestro espíritu cartesiano, preocupado por evitar la
contradicción. El compilador del génesis no experimenta esta necesidad de unidad e
incluso muy probablemente encuentra que una pluralidad de contextos enriquece el
sentido. ¡Ni siquiera en la Escritura sabemos todo sobre todo!
Más aún, podríamos decir que el antiguo testamento no teme introducir en su contenido
sagrado textos paganos o considerados como tales. El ejemplo más llamativo es el del
libro de Job, que quiere presentarnos un sabio oriental. Aún hoy la osadía del pleito
contra Dios, intentado por Job, no deja de sorprender a muchos. Pensemos también en el
libro de Tobías, cuyos puntos de contacto con la sabiduría pagana de Ahikar (en Asiria)
son evidentes. Sabemos cuánto debe el antiguo testamento, y concretamente su
literatura sapiencial, a la herencia griega. En resumen, el antiguo testamento traduce una
real apertura a diversas aportaciones y no refleja, en la larga historia de su composición,
una concepción rígida de la Revelación. También aquí hemos de tomar nota de un
campo de inmanencia que nos aleja de visiones demasiado estrechas.
Y, ¿qué decir del nuevo testamento? Hay que reconocer que los libros que lo componen
están centrados particularmente sobre una sola persona, Jesús de Nazaret, Hijo de Dios.
De por sí, esta "reducción" no conduce fácilmente a la "apertura" que hemos podido
constatar en el antiguo testamento. Y es quizás esta situación la que exprese en su
núcleo nuestra dificultad en todo este debate.
Sin embargo, si abrimos los Hechos de los apóstoles, particularmente al leer los
discursos de Pedro y los primeros de Pablo, nos parece que cobra vida ante nosotros eso
que debió ser una de las grandes novedades del primer kerigma y una de las razones de
ese entusiasmo que se manifestó en las primeras y numerosas adhesiones: Dios no hace
acepción de personas. Después de la pascua y de pentecostés, Dios ya no es el Dios de
un pueblo escogido, que lo acapara, con la pretensión de que sus hijos son los únicos de
Abraham. He aquí que todos son llamados. Puede decirse que esta experiencia es
incluso, en cierto sentido, fundadora del cristianismo. Un inmenso y contagioso soplo
liberador anima esta reciente comunidad, que nosotros queremos compartir: judío o
pagano, todo ser humano es llamado a la salvación por la gracia de Cristo.
Indiscutiblemente se ha dado un paso enorme hacia la universalidad. Sin embargo, la
nueva fe irá ella misma desarrollando y regulando progresivamente su expresión
religiosa. Por este hecho, su situación es algo paradójica, puesto que, por una parte su
propio desarrollo la lleva a irse formando y edificando como una religión al lado de las
demás. Mas, por otro lado, ella se constituye proclamando que Dios no está encerrado
en una ley particular, y que ha llegado el tiempo en que no se trate de saber si Dios debe
ser servido en este monte, mejor que en otro. La nueva fe nace de la relativización de
todo exclusivismo; pero, al mismo tiempo, debe darse el perfil propio que la simboliza y
la identifica.
Esta situación paradójica y sin embargo enteramente comprensible, no deja de ser
prácticamente "insostenible " y, en todo caso, fuente de grandes dificultades. Implica, en
efecto, un universalismo (todos los hombres son llamados), pero también toda una
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organización interna para poder asegurar este universalismo. Y ahí está tal vez el
"drama" del cristianismo, que explica que aún no hayan terminado todas las discusiones
sobre la coexistencia de una "pretensión" a la universalidad y de la "defensa" de una
particularidad.
El universalismo unas veces se experimenta con todo su poder de liberación de barreras;
otras veces el mismo universalismo se hace sospechoso de querer imponer una
uniformidad apremiante. Y a la inversa, la insistencia sobre el particularismo y la
contingencia aboga unas veces en favor de una religión concreta e histórica (no salida
de un sincretismo filosófico y abstracto), pero pronto se hace reprochar este
particularismo que parece remitir a las épocas de cerrazón e intransigencia.
Según mi parecer, los tiempos no están aún maduros para aportar las distinciones y las
soluciones a todas estas tensio nes. ¿No será lo mejor vivir, por ahora, la paradoja? En
efecto, será algo saludable, en la medida en que de nuevo nos haga ver que el
cristianismo está lleno de cambios profundos: esto autoriza a vivir en una mayor
autonomía interior. No es posible decir todo sobre todo (siempre queda algo por decir).
El cristianismo lleva en sus flancos el peso de la incertidumbre humana, así como el
peso de sus certezas. Es prueba de verdad humana y divina.
5. El recurso a la racionalidad
Puede uno pensar lo que quiera de la teología natural, de las pruebas de la existencia de
Dios y de la moral natural, desarrolladas amplia y largamente en el cristianismo. Pero
hay una cosa que no podemos dejar de decir en su favor: el haber estimado que era
posible creer en Dios y vivir moralmente, sin practicar la fe cristiana. Más aún: haber
estimado que la teología podía y debía tomar, en cierta manera, la iniciativa de todo ello
como cosa propia.
"Normalmente" una religión (particularmente si sostiene su verdad como revelada y
codificada en una Escritura) estima que la afirmación de Dios y de la salvación del
hombre dependen de la adhesión a su fe. Ahora bien, la tradición católica proclama
públicamente que todo hombre recto puede salvarse. Consecuente consigo misma, se
pone a construir "ella misma" sin que nadie se lo pida, pruebas que pueden, a sus ojos,
convencer a todo hombre de la existencia de Dios, sin que se le pida, sin embargo, que
se convierta al cristianismo. Es confesar que la fe "cristiana" no es rigurosamente
necesaria para descubrir a Dios, y que este descubrimiento racional es suficiente para
calificar a ese hombre de conocedor del verdadero Dios.
Y lo mismo en materia moral. Osaría incluso decir que doctores cristianos como santo
Tomás han sido en alguna manera los primeros en "secularizar" la moral. En efecto,
diciendo que el mandato divino, cuando no se conoce el evangelio, puede ser
encontrado en el orden objetivo de la naturaleza o en la conciencia subjetiva del
hombre, la teología cristiana dice claramente que el hombre puede encontrar la ley de
salvación con sus propios recursos.
Cierto que tanto en uno como en otro caso, nos apresuramos a decir que este
reconocimiento de Dios es muy imperfecto, y esa moral poco profunda. Es pues de
desear que el hombre descubra el verdadero rostro de Dios en su revelación, y la
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especificidad de su llamada en la perfección de las virtudes teologales. Por el mismo
hecho de proceder así, la teología cristiana ha rehusado encerrarse en lo que podríamos
llamar un "positivismo de la revelación". Existe, es verdad, la conocida frase "extra
Ecclesiam nulla salus". Pero notemos que, cuando san Cipriano la pronunció y luego la
repitieron algunos sínodos y concilios, se referían sencillamente a los herejes y
cismáticos. Asunto interno, pues. Y en todo caso, esta frase nunca va dirigida a quien de
buena fe cree en Dios, sin compartir la fe cristiana. El cristianismo, a pesar de las
intolerancias históricas, jamás ha tenido en su teoría la estrechez de espíritu de creerse
la sola y única en los caminos que conducen a Dios. Y esto es también un "campo de
inmanencia" que conviene recordar.
Ya he indicado que la iglesia no sólo admitía la legitimidad de las competencias que se
atribuían la teología y la moral "naturales", sino que incluso creyó fomentar su
iniciativa. Evidentemente esto es ir muy lejos en el rechazo de todo exclusivismo. Y
podría decirse que, obrando así, la iglesia asume explícitamente un riesgo: el de
fomentar "en su seno" la tentación de creer en Dios y de practicar una moral justa,
prescindiendo de la fe y del camino cristianos.
Este comportamiento de la iglesia denota una confianza en la razón humana que va muy
lejos. La iglesia llega hasta confesar, de alguna manera, que ella misma está siempre
dispuesta a aceptar el tribunal de la razón. Y abrirse al tribunal de la razón va mucho
más allá que la apertura a las demás religiones. Como es sabido, la apologética cristiana,
y en cierto modo también su teodicea, pretende defender la verdad cristiana lejos de
todo estancamiento fideísta. Es reconocer a la razón un poder muy alto. No es de
extrañar que tantos apologetas y teólogos cristianos, empezando por santo Tomás,
hayan sido a veces considerados "racionalistas". Si se precisa el sentido de esta palabra,
esta reputación no es falsa. La fe cristiana en la creación ha considerado siempre que la
razón es, como la revelación, don de Dios.
Pero muy pronto la apologética cristiana se desarrolló, en cierto modo, como parte
integrante de su propia comprensión. La fe no puede fundamentarse en la fe. Hemos de
aceptar que podemos encontrarnos con fallos sobre la verdad. Y la iglesia ha procedido
a mostrar, en cierta manera por anticipado, que tenía necesidad de apuntalar su teología
mediante un "preámbulo" de la razón. Y se ha prestado a ello por sí misma. Tal vez
pueda decirse que la tarea de la apologética proviene más bien de un reto a sí misma,
que de la necesidad de responder al contradictor. Pero introduciendo la apologética en
su propia casa, la iglesia ¿no habrá introducido el lobo en su aprisco?
Se dirá que ella lo ha hecho para prevenir y afirmar a sus propios fieles. Sin duda. Pero
¿no se deberá también, inconscientemente, al apuro que siente de presentarse como
segura y cerrada en una certeza autosuficiente? Y de ahí esa necesidad de correr el
riesgo de objeciones que se pone ella misma, antes incluso de que hablen los
contradictores. En realidad, la teología cristiana, con Abelardo, experimentó muy pronto
el gusto de la objeción con sus famosos "sí y no"; y santo Tomás seguirá esta vía
poniendo literalmente la fe en la cuestión y en la objeción. Y ¿cuántos cristianos (a
pesar de las defecciones de muchos en nuestros días) no han vivido este camino de
luchador que constituía la apologética, con sus temores de incertidumbre, como el
camino más sano y finalmente el más verdadero y el más liberador? Soy de aquellos que
desearían volver a ello, pero evitando los peligros de una apologética que, queriendo
tomar los únicos caminos de la filosofía y de la necesidad, hace la demostración
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demasiado impositiva para esta libertad que, en su honor, el cristianismo siempre ha
querido reivindicar para el acto de fe. Pensaría, como he dicho, en una apologética del
deseo y de la libertad más bien que de lo que nos hace falta y de la necesidad.
Siguiendo las mismas huellas del respeto a la verdad y a la razón, la iglesia ha utilizado
sus Escrituras. Muy pronto recurrió al aparato exegético y dialéctico "profanos". Los
consideraba aptos para investigar la sagrada escritura, e indispensables para abrirnos a
su sentido propio. Un sentido que la iglesia nunca ha considerado obvio en la sola
materialidad del texto o en una lectura pietista e ingenua. Este dar crédito a lo que hoy
llamaríamos las primeras ciencias humanas (gramática, derecho, filosofía, etc.)
manifiesta más que una simple ausencia de repliegue sobre sí misma: implica
positivamente una apertura a los demás y a la ciencia humana. Y esta actitud se perpetúa
desde los Padres hasta la Edad Media, con su impresionante teoría de los cuatro sentidos
de la Escritura. Los biblistas han investigado e investigan todavía la escritura
recurriendo a las reglas y protocolos de las ciencias de las que podemos disponer en
cada época de la cultura. Lo cual no significa, como es evidente para un científico, la
reducción a la consideración laical de la Escritura inspirada.
También aquí, como en todas partes, las tentativas no siempre dieron resultado y
tuvieron éxito. Conviene repetir lo que ya dijimos: no es posible decir todo sobre todo
(siempre queda algo por decir). He aquí una verdad humana y también verdad divina, si
aceptamos la lógica de la encarnación. Todo ello nos pone ante el principio de realidad,
y nos prohíbe, por principio, los espejismos de un conocimiento "fusional" o, en este
caso, las tentaciones de repliegue orgulloso sobre sí mismo. Hemos de saber correr los
riesgos de la verdad, con sus fracasos; y esto debería poner a los cristianos más cerca de
su Dios. De un Dios que, por los límites voluntarios de la encarnación, y de la kénosis
de cuanto hay de más glorioso y brillante en el mundo, ha sabido (junto a certezas
liberadoras) dejar sitio abierto a cuestiones en las que se dice que ni el mismo Hijo sabía
el día o la hora de su cumplimiento.
6. La lucha contra la idolatría
El problema de una religión no es propiamente la presencia frente a ella del ateísmo.
Esto sería más bien objeto de la filosofía espiritualista: encontrar el ateísmo y responder
a sus objeciones. El problema de una religión y de su teología es más bien luchar contra
los falsos dioses. Sin apenas exagerar, podría decirse que la filosofía trata de la
existencia de Dios (¿existe Dios?), mientras que la teología se interroga, con la fe, sobre
la "naturaleza" de Dios (¿quién es el verdadero Dios?), aunque ambas cuestiones están
evidentemente unidas. Para ser fieles a nuestra tradición, recordemos que tanto el
antiguo como el nuevo testamento ignoran incluso la posibilidad teótica del ateísmo. El
antiguo testamento ve en quien dice: "No hay Dios", un impío, es decir alguien que, a
pesar de su conocimiento de Dios, obra sin preocuparse de El, como si Dios no existiera
(cfr. Sal 53,2). El problema lo constituye el politeísmo, negación del verdadero y único
Dios, y la idolatría, que adora un dios falso. Esta es la cuestión a la que el creyente debe
hacer frente y éste será su combate.
En cierto modo, toda la historia del antiguo testamento está marcada por esta temible
cuestión. El pueblo judío se hallaba rodeado de pueblos paganos, cuyos dioses eran, en
ciertos aspectos, más concretos y gratificantes (fuentes de fecundidad, de riqueza, de
ADOLPHE GESCHÉ
prosperidad, etc.) que Yahvé. La anécdota del becerro de oro ilustra por sí sola esta
tentación, que se ve confirmada por la exhortación final de Josué, que pide por tres
veces al pueblo si está decidido a seguir a Dios, exponiéndose a muchas dificultades y
persecuciones (cfr. Jos 24,15-24).
Puede decirse que toda la literatura profética está llena de avisos solemnes y casi
brutales contra la idolatría. La cuestión es existencial.
Equivocarse de Dios o sobre Dios, seguir uno o varios falsos dioses, es darse a un Dios
que no salva y, tal vez peor aún, que engaña y desfigura al hombre. Incontestablemente
la cuestión religiosa tiene también valor humano.
La religión y la fe no son tanto una "afirmación" de Dios (cosa posible a toda filosofía y
también a todo hombre), como una "confesión" de Dios, del verdadero Dios. Los
profetas, desenmascarando incansablemente la tentación idolátrica muestran al hombre
lo que está en juego en esta tentación. Al caer en ella, el hombre se fabrica un simple
espejo (ídolo) de sí mismo y particularmente de sus fantasías. Lo que el profeta
denuncia es exactamente lo que, en términos modernos, llamaríamos el rechazo de la
alteridad, del otro. El hombre, cuando sirve a un ídolo, no hace más que adorar su
propio reflejo. Y eso no sólo es ridículo, sino que atenta profundamente a su dignidad,
como verdadera alienación de sí mismo.
El cristianismo, profundizando esta posición del antiguo testamento, se lanza también a
la guerra contra los falsos dioses. Y este combate se vuelve cada vez más claro. El dios
falso no habita tanto en insignificantes estatuillas, como en los recovecos de nuestro
propio corazón y en los repliegues de nuestra propia fe. Idolatría infinitamente más
insidiosa. El evangelio sabe que el creyente (aun confesando el único Dios verdadero)
puede tomar por dios real el dinero, el poder, el saber, el placer sin límites. No es que el
dinero no pueda ser un servidor bueno y necesario, pero tenemos la tentación de
convertirlo en nuestro dueño y señor.
Ahora bien, tal vez lo más interesante aquí para nosotros está en que el cristianismo del
evangelio no combate tanto la idolatría de las "demás" religiones, cuanto la idolatría que
puede darse en el mismo cristianismo. Aquí encontramos un nuevo campo de
inmanencia. El evangelio sabe muy bien que una religión verdadera puede volverse
idolatría ella misma. La palabra "el sábado está hecho para el hombre y no el hombre
para el sábado", tal vez sea la primera proposición de teología cristiana, en la que Jesús
invierte la tentación de toda religión, de convertir los medios en fines. Y nosotros
sabemos a ciencia cierta que ahí está nuestro combate religioso de cada instante: evitar
no tanto el "lapidar" a los demás, como el "dilapidar" nuestro propio patrimonio, con
todas las desviaciones morales o supersticiosas, pietistas o pragmáticas por las que nos
transformamos en idólatras "de nuestra propia religión".
Es aquí donde encontramos el punto culminante de la confesión cristiana: No es tanto el
fijarnos en lo que hacen los demás, como el poner nuestra atención en lo que nosotros
hemos hecho con nuestro propio Dios. "¿A quién me habéis hecho asemejar?",
preguntaba ya Dios en Isaías (cfr. 40,18). Y Jesús no se queda atrás cuando dice que
debemos mirar y observar en nuestra propia casa so pena de verla pronto llena de
demonios cada vez más numerosos. Por más verdadera que sea la fe, puede en todo
instante ser falsificada, aun por aquello mismo que parece magnificarla.
ADOLPHE GESCHÉ
Este aspecto del cristianismo es tan sorprendente que nosotros mismos permanecemos
aún sorprendidos al saber que los publicanos, las prostitutas y los bandoleros podrían
precedernos en el Reino.
Por su doctrina de la gracia que fundamenta la de los méritos, por el lugar que da al
amoral prójimo, que considera un mandamiento tan importante como el que concierne a
Dios, la fe cristiana, tal vez más que ninguna otra, teme sus propias desviaciones y
falsificaciones. El cristianismo sabe que no está al abrigo de una especie de idolatría
interna. La absolutización de un punto de vista válido en sí mismo, pero pervertido por
esta absolutización, ilustra el drama que amenaza al creyente desde el interior mismo de
su fe, mucho más que las seducciones externas. Transformar el Dios verdadero en falso
Dios, he ahí el terrible pecado (¿pecado contra el Espíritu Santo?) que podemos cometer
y ante el cual la ingenua adoración de los ídolos no es más que paja.
La frase Ecclesia semper convertenda atestigua este temor de llevar en sus espaldas sus
propios gé rmenes de idolatría. El anuncio del Dios verdadero, y del "Dios verdadero
nacido del Dios verdadero" manifiesta una iglesia particularmente vigilante contra sus
propios demonios. Antes que ella, Moisés ¿no se exasperó contra el becerro de oro
hecho por Israel, con un fervor que no parece haber desplegado contra los falsos dioses
de los demás pueblos que no dejó de encontrar en su camino, incluso en el desierto?
Hay en el cristianismo un sentido muy crítico sobre sí mismo. Su "Yo creo en un solo
Dios" es menos una afirmación (que otros monoteístas pueden también formular), que la
insistencia en que el hombre, y el cristiano en primer lugar, permanece en la búsqueda
vigilante para no falsear a su Dios. De ahí su insistencia plural monoteísta: Dios
verdadero, nacido del Dios verdadero.
No dudo en pensar que el politeísmo es falso porque es destructor del hombre, al
confiarse a varios absolutos. El hombre tiene el sentido del absoluto, pero todo está en
otorgar este sentido al Único que lo merece: el verdadero Dios. De nuevo convergen
teología y antropología, sin identificarse. Sólo el verdadero Dios puede salvar.
El cristianismo, como religión de salvación, sabe que ésta sólo puede venir de Dios; y
mira la verdad, en primer lugar, no como un trascendental, sino como el Trascendente
mismo. La insistencia en el amor al prójimo apunta, entre otras cosas, a recordar el
peligro de falsedad de nuestra fe, si ella viniese a perder esa verificación permanente de
su verdad. Es en esta vigilancia de cada momento contra la mentira, siempre posible
(cfr. 1 Jn 4,20-21; St 1,26-27), y con frecuencia más grave que el error, en la que hemos
de vivir la fe, la teología y las prácticas cristianas.
Siempre habrá, para su propia gloria como para la nuestra, una "distancia" entre Dios y
nosotros, incluso en el cristianismo. En ello radica, tal vez, el punto de inmanencia más
misterioso. El mismo Cristo nos ha puesto en guardia: "El Padre es mayor que Yo" (Jn
14,28). Así, pues, incluso en la religión de la encarnación de Dios, no cesa Jesús en el
evangelio de recordarnos que hemos de dirigirnos al Padre y no a El. En nuestra
teología puede haber, como ha recordado con frecuencia Congar, un cristo-centrismo
que no es cristiano. Tal vez sea también uno de los sentidos del secreto mesiánico.
Cualquier cristianismo que absolutizara el cristianismo (incluido Cristo) y su revelación,
sería idolatría. La idolatría no concierne sólo a "los demás", puede estar en nosotros.
Absolutizándose, el cristianismo sería idólatra, y esta falsificación se volvería contra sí
ADOLPHE GESCHÉ
mismo y su lógica, que es la de ser anti- idólatra. Pues la idolatría es precisamente el
rechazo de la distancia, de la inaccesibilidad total, que es la toma de posesión por la
magia. El cristianismo niega poder llegar a convertir este mundo en un cara a cara con
Dios. Entonces ¿qué más podríamos esperar del Día "de la manifestación de nuestro
gran Dios y Salvador Jesucristo?" (Tt 2,13).
Conclusión
¿He dado plena respuesta a la cuestión propuesta? No, como ya expuse desde el
comienzo. He que rido limitarme a buscar paradójicamente elementos significativos en
el. interior mismo del cristianismo, de su tradición y de su práctica. Han de seguir
todavía otros pasos. Como por ejemplo, interrogar al mismo cristianismo sobre lo que
dice también su excelencia y su especificidad. Luego habría que comparar, en sus
grandes líneas, todas las religiones entre sí. Tal vez también convendría pensar en qué
nos diría sobre su valor la práctica concreta del cristianismo (¿y de las demás
religiones?). A este propósito, es cierto que "la permanencia" en una religión puede
enseñar tanto como un pensamiento más abstracto y menos comprometido. El programa
es inmenso.
He tenido que escoger. Esta elección, sin embargo, no es sólo impuesta por la necesidad
de no poder decir todo. Lo ha sido, a un nivel más profundo, por la hipótesis de que, en
el estado actual de esta cuestión, tal vez se haría necesario recurrir a un nuevo enfoque.
¿Por qué? Porque me parece claro que, al menos "por el momento", ciertos caminos
recorridos no funcionan ya en nuestro universo cultural. Y tomándolos de nuevo,
correríamos un doble riesgo: -caer en las redes de un exclusivismo (de una u otra parte)
que, en esta ocasión, parecería del todo excesivo; -o bien, caer en manos de un
relativismo, también él totalmente insatisfactorio y sospechoso de abandono intelectual
a la larga. Por ello, me pareció indispensable volver de nuevo, en alguna manera, la
problemática a cero. La nueva clave que he llamado "campos de inmanencia" me parece
autorizada por mi fe cristiana y católica, aunque consciente de que no aporta la solución
definitiva. Y esta nueva clave, una vez imaginada, me parece que está confirmada por
su uso y su aplicación en la tradición cristiana.
A partir de ahí creo que se puede tomar un nue vo punto de partida, y esto es lo que vale.
Pienso que el cristianismo, cuando se presente a los demás con su "kénosis" inmanente,
puede permitirse creer que encontrará menos obstáculos a su expresión. No se trata de
facilidad(la reanudación de los antiguos enfoques sí que la tendría), sino de verdad. El
nuevo enfoque de esta cuestión secular se me presenta (como podrían serlo otros
enfoques, no pediría más) pertinentemente fundado, y sancionado por los hechos.
Considero que está en su derecho, con tal que no caiga, a su vez, en un nuevo
exclusivismo (que, por supuesto, no tendrá ningún derecho a invocar estas páginas). No
hay que confundir una investigación con una respuesta. Una investigación quiere ser un
elemento precursor, entre otros, de un nuevo punto de partida, con miras a una respuesta
más apropiada y que exigirá su tiempo.
Por lo demás, y para terminar, ¿no habrá en el camino que he seguido la posibilidad o la
suerte de re-descubrir una de las grandezas de nuestra fe cristiana? Esta fe nos ha sido
dada por Dios que no hatemido ver abierto su costado, y cuyos estigmas lleva todavía
hoy a la derecha del Padre; esta fe ¿no nos parece como mucho más accesible y sobre
ADOLPHE GESCHÉ
todo como mucho más liberadora que no lo serían unas certezas muy remachadas? El
hombre de fe, el hombre de fe sencilla, ¿no se impresiona más ante una verdad divina
que parece tomar los mismos caminos del ser humano mientras vive su vida tan
vulnerable y tan poco firme? Vulnerable y débil, como cuanto es verdaderamente bello,
amoroso y creyente. Como Tomás, cuando rehúsa avanzar para poder palpar las pruebas
de la resurrección y se postema diciendo: "Señor mío y Dios mío".
¿Quién jamás dirá tanto como este "incrédulo"?
Tradujo y condensó: PEDRO RIBAS PADRÓS
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