Textos Kant (Bto. a distancia) Estos textos son parte de la “Fundamentación de la Metafísica de las costumbres”, obra perteneciente al período crítico del pensamiento kantiano y situada cronológicamente entre la “Crítica de la razón pura” y la “Crítica de la razón práctica”. Junto con ésta pretende contesta la segunda gran pregunta de la filosofía de Kant: ¿qué debo hacer? FRAGMENTOS: CAPÍTULO I “La segunda proposición es ésta: una acción hecha por deber no tiene su valor moral en el propósito que por medio de ella se quiere alcanzar, sino en la máxima por la cual ha sido resuelta: no depende pues, de la realidad del objeto de la acción, sino meramente del Principio del Querer según el cual ha sucedido la acción, prescindiendo de todos los objetos de la facultad de desear. Por lo anteriormente dicho se ve claramente que los propósitos que podamos tener al realizar las acciones, y los efectos de éstas, considerados como fines y motores de la voluntad, no pueden proporcionar a las acciones ningún valor absolutamente moral. Así pues, ¿dónde puede residir este valor, ya que no debe residir en la relación de la voluntad con los efectos esperados? No puede residir más que en el Principio de la Voluntad, prescindiendo de los fines que puedan realizarse por medio de la acción, pues la voluntad situada entre su principio a priori, que es formal, y su resorte a posteriori, que es material, se encuentra, por decirlo así, en una encrucijada, y puesto que ha de ser determinada por algo, tendrá que serlo por el Principio Formal del Querer en general cuando una acción sucede por deber, puesto que todo principio material le ha sido sustraído”. EDITORIAL COLOQUIO. Página 103 Anteriormente a este fragmento Kant ha diferenciado entre acciones contrarias al deber, acciones conformes al deber y acciones realizadas por deber. Son éstas últimas las únicas que pueden ser correctas desde un punto de vista moral. En este texto se plantea cuál tiene que ser el motor de la voluntad para que ésta quede determinada correctamente desde un punto de vista moral y pueda obrar de acuerdo al deber. Obviamente no pueden ser propósitos que tengamos al realizar las acciones ni los efectos de éstas sino que la máxima de acuerdo a la cual actúe el sujeto debe determinar a la voluntad de forma “a priori”, formalmente y no material o empíricamente. Por tanto debe ser un principio formal de la voluntad que se expresará a través del imperativo categórico; sólo así el sujeto puede actuar por respeto a la ley moral, a la ley práctica, y por tanto, siguiendo la máxima de obedecer siempre a esa ley, aun con perjuicio de todas las inclinaciones. Así pues, el valor moral de la acción no reside en el efecto que de ella se espera, ni tampoco, por consiguiente, en ningún principio de la acción que necesite tomar su fundamento determinante en ese efecto esperado. Pues todos esos efectos (el agrado por el estado propio, incluso el fomento de la felicidad ajena) pueden realizarse por medio de otras causas, y no hace falta para ello la voluntad de un ser racional, que es lo único en donde puede, sin embargo, encontrarse el bien supremo y absoluto. Por lo tanto, ninguna otra cosa, sino sólo la representación de la ley en sí misma (que desde luego no se encuentra más que en un ser racional) en cuanto que ella, y no el efecto esperado, es el fundamento determinante de la voluntad, puede constituir ese bien tan excelente que llamamos bien moral, el cual está ya presente en la persona misma que obra según esa ley, y que no es lícito esperar de ningún efecto de la acción. Ahora bien, ¿cuál puede ser esa ley cuya representación, aun sin referirnos al efecto que se espera de ella, tiene que determinar la voluntad para que ésta pueda llamarse, sin ninguna restricción, absolutamente buena? Puesto que he sustraído la voluntad a todos los impulsos que podrían apartarla del cumplimiento de una ley, no queda nada más que la legalidad universal de las acciones en general (que debe ser el único Principio de la Voluntad); es decir, yo no debo obrar nunca más que de modo que pueda querer que mi máxima se convierta en ley universal. Aquí, la mera legalidad en general (sin poner como fundamento ninguna ley adecuada a acciones particulares) es la que sirve de principio a la voluntad, y así tiene que ser si el deber no debe reducirse a una vana ilusión y un concepto quimérico: y con todo esto coincide perfectamente la razón común de los hombres en sus juicios prácticos, puesto que el citado principio no se aparta nunca de sus ojos. EDITORIAL COLOQUIO. Página 104-105 En este texto aparece por primera vez en esta obra expresamente la formulación del imperativo categórico. Esta formulación viene propiciada por la discusión en torno a la determinación de la voluntad para que ésta pueda decidir con auténtico valor moral. Actuar de acuerdo a una ley que para que sea universal y necesaria, no puede expresar ningún contenido de la acción que no sea estrictamente formal. Es por eso, que la representación de la ley como principio del querer no manda lo que tenemos que hacer sino simplemente cómo tenemos que actuar. En este sentido, a la voluntad sólo le queda la “legalidad universal de la acciones” cuya expresión es el imperativo categórico, imperativo que se muestra a todo sujeto racional. CAPÍTULO II Toda ley práctica representa una acción posible como buena y, por tanto, como necesaria para un sujeto capaz de determinarse prácticamente por la razón. Resulta, pues, que todos los imperativos son fórmulas de la determinación de la acción, que es necesaria según el principio de una voluntad buena en algún modo. Ahora bien, si la acción es buena sólo como medio para alguna otra cosa, entonces es el imperativo hipotético; pero si la acción es representada como buena en sí, esto es, como necesaria en una voluntad conforme en sí con la razón, como un principio de tal voluntad, entonces es el imperativo categórico. Por último, hay un imperativo que, sin poner como condición ningún propósito a obtener por medio de cierta conducta, manda esa conducta inmediatamente. Tal imperativo es categórico. No se refiere a la materia de la acción y a lo que ha de producirse con ella, sino a la forma y al principio que la gobierna, y lo esencialmente bueno de tal acción reside en el ánimo del que la lleva a cabo, sea cual sea el éxito obtenido. Este imperativo puede llamarse imperativo de la moralidad. EDITORIAL COLOQUIO. Página 110-111 Este fragmento es una parte de la diferenciación que Kant establece entre los distintos imperativos. Un imperativo es un mandato que determina la voluntad y la constriñe, la obliga a obrar de determinada forma. Realiza una separación entre imperativos hipotéticos propios de las éticas materiales e imperativo categórico propio de la ética formal. El imperativo categórico es, pues, único, y es como sigue: obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torno ley universal. Ahora, si de este único imperativo pueden derivarse, como de su principio, todos los imperativos del deber, podremos -aun cuando dejemos sin decidir si eso que llamamos deber no será acaso un concepto vacío- al menos mostrar lo que pensamos al pensar el deber y lo que este concepto quiere decir. La universalidad de la ley por la cual suceden efectos constituye lo que se llama naturaleza en su más amplio sentido (según la forma); esto es, la existencia de las cosas, en cuanto que está determinada por leyes universales. Resulta de aquí que el imperativo universal del deber puede formularse: obra como si la máxima de tu acción debiera tornarse, por tu voluntad, ley universal de la naturaleza. EDITORIAL COLOQUIO. Página 112-113 Si, pues, ha de haber un principio práctico supremo y un imperativo categórico con respecto a la voluntad humana, habrá de ser tal que, por la representación de lo que es necesariamente fin para todos por ser un fin en sí mismo, constituya un principio objetivo de la voluntad y pueda servir, en consecuencia, como ley práctica universal. El fundamento de este principio es así: la naturaleza racional existe como fin en sí misma. Así se representa necesariamente el hombre su propia existencia y, en este sentido, dicha existencia es un principio subjetivo de las acciones humanas. Pero también se representa así su existencia todo ser racional, justamente a consecuencia del mismo fundamento racional que tiene valor para mí, por lo que es, pues, al mismo tiempo, un principio objetivo del cual, como fundamento práctico supremo que es, han de poder derivarse todas las leyes de la voluntad. El imperativo práctico será entonces como sigue: obra de tal modo que te relaciones con la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca sólo como un medio. EDITORIAL COLOQUIO. Página 114 Ahora bien, de aquí se sigue sin discusión que todo ser racional, como fin en sí mismo, debe poderse considerar, con respecto a todas las leyes a que pudiera estar sometido, legislador universal, porque justamente esa aptitud de sus máximas para la legislación universal lo distingue como fin en sí mismo, al igual que su dignidad (prerrogativa) sobre todos los simples seres naturales lleva consigo el tomar siempre sus máximas desde su propio punto de vista, y, al mismo tiempo, desde el de los demás seres racionales como legisladores (que por eso se llaman personas). Y, de esta manera, es posible un mundo de seres racionales (mundus intelligibilis) como reino de los fines, por la propia legislación de todas las personas que son miembros de él. Por consiguiente, todo ser racional debe obrar como si fuera por sus máximas un miembro legislador en el reino universal de los fines. El principio formal de tales máximas es: obra como si tu máxima debiera servir al mismo tiempo de ley universal para todos los seres racionales. EDITORIAL COLOQUIO. Página 116 En estos fragmentos del capítulo dos aparecen las cuatro formulaciones del imperativo categórico. La primera y más conocida nos establece que la ley moral nos obliga de forma incondicionada a actuar de manera que nuestra máxima pueda tornarse en legislación universal. Esto es, que tal como actuemos pudiera servir para cualquier voluntad ya que cualquier otra voluntad también deberá estar sometida a las leyes del deber. Esto permite establecer las tres siguientes formulaciones: la segunda porque también la ley moral es una ley de la naturaleza (entendiendo ésta como el conjunto de cosas que están determinadas por leyes), la tercera porque para toda voluntad se impone la consideración de la naturaleza humana como fin en sí misma y nunca como medio (en esto radica su dignidad), y a la vez como seres autónomos que debemos legislar teniendo en cuenta que los demás seres también son autónomos, y por último, la cuarta ya que al considerar la autodeterminación de la voluntad (autonomía) como una característica de todo sujeto racional no queda más remedio que reconocer la posibilidad de que la máxima que seguimos en nuestra acción pueda considerarse ley universal para todos los seres racionales. Tenemos que notar que ya al final de este capítulo dos introduce Kant la idea de un reino de los fines, ámbito de la moralidad y de la libertad (ésta aparece como un postulado de la razón práctica en el capítulo tercero), frente a un reino de la naturaleza donde todo está sometido a condiciones y no hay nada incondicionado (fenómenos naturales). Hay que recordar que en la crítica de la razón pura Kant proponía como ideales trascendentales tres noúmenos (alma, mundo y Dios) que podían pensarse pero no conocerse (se “escapaban” del ámbito de lo fenoménico). Es ahora cuando se recuperan en el ámbito del conocimiento pero de un conocimiento práctico y no científico, cuando cobran realidad objetiva práctica, cuando tenemos que admitir su existencia pero desde un punto de vista práctico (esto se desarrolla en la Crítica de la razón práctica). CAPÍTULO TRES Como ser racional y, por tanto, perteneciente al mundo inteligible, no puede el hombre pensar nunca la causalidad de su propia voluntad sino bajo la idea de la libertad, pues la independencia de las causas determinantes del mundo sensible (independencia que la razón tiene siempre que atribuirse) es libertad. Con la idea de la libertad hállase, empero, inseparablemente unido el concepto de autonomía, y con éste el principio universal de la moralidad, que sirve de fundamento a la idea de todas las acciones de seres racionales, del mismo modo que la ley natural sirve de fundamento a todos los fenómenos. EDITORIAL COLOQUIO. Página 119 Del capítulo tres sólo destacar que se habla de la libertad como fundamento de la moralidad y por tanto, del reino de los fines. Sólo tiene sentido hablar de ley moral si la voluntad puede elegir en actuar de acuerdo a ella o separarse (si tuviéramos que actuar necesariamente siguiendo la ley moral no tendría sentido preguntarnos por el bien de una acción ya que ésta estaría siempre condicionada como le ocurre a cualquier fenómeno natural). Por tanto es condición necesaria ser libres para poder ser morales y esto es un hecho. Así la libertad es el fundamento de la ley moral (ratio essendi) y es a través de ésta como me conozco como un ser libre (ratio cognoscendi). Textos Nietzsche (Bto. a distancia) Estos textos son parte del escrito “Sobre verdad y mentira en sentido extramoral”, obra publicada póstumamente aunque es uno de los primeros escritos de Nietzsche y por tanto, perteneciente al período romántico de su pensamiento (filosofía de la noche). Es una síntesis apretada de una actitud filosófica irracionalista inspirada en este período en Heráclito, Schopenhauer y la música de Wagner; Se considera el arte como medio de penetrar la realidad: el artista (“poeta trágico”) simbolizado en la actitud dionisiaca frente a la actitud apolínea es la auténtica respuesta ante la vida. FRAGMENTOS: El intelecto, como medio de conservación del individuo, desarrolla sus fuerzas principales fingiendo, puesto que éste es el medio, merced al cual sobreviven los individuos débiles y poco robustos, como aquellos a quienes les ha sido negado servirse, en la lucha por la existencia, de cuernos, o de la afilada dentadura del animal de rapiña. En los hombres alcanza su punto culminante este arte de fingir; aquí el engaño, la adulación, la mentira y el fraude, la murmuración, la farsa, el vivir del brillo ajeno, el enmascaramiento, el convencionalismo encubridor, la escenificación ante los demás y ante uno mismo, en una palabra, el revoloteo incesante alrededor de la llama de la vanidad es hasta tal punto regla y ley, que apenas hay nada tan inconcebible como el hecho de que haya podido surgir entre los hombres una inclinación sincera y pura hacia la verdad. Se encuentran profundamente sumergidos en ilusiones y ensueños; su mirada se limita a deslizarse sobre la superficie de las cosas y percibe “formas”, su sensación no conduce en ningún caso a la verdad, sino que se contenta con recibir estímulos, como si jugase a tantear el dorso de las cosas. Además, durante toda una vida, el hombre se deja engañar por la noche en el sueño, sin que su sentido moral haya tratado nunca de impedirlo, mientras que parece que ha habido hombres que, a fuerza de voluntad, han conseguido eliminar los ronquidos. En realidad, ¿qué sabe el hombre de sí mismo? ¿Sería capaz de percibirse a sí mismo, aunque sólo fuese por una vez, como si estuviese tendido en una vitrina iluminada? ¿Acaso no le oculta la naturaleza la mayor parte de las cosas, incluso su propio cuerpo, de modo que, al margen de las circunvoluciones de sus intestinos, del rápido flujo de su circulación sanguínea, de las complejas vibraciones de sus fibras, quede desterrado y enredado en una conciencia soberbia e ilusa? Ella ha tirado la llave, y ¡ay de la funesta curiosidad que pudiese mirar fuera a través de una hendidura del cuarto de la conciencia y vislumbrase entonces que el hombre descansa sobre la crueldad, la codicia, la insaciabilidad, el asesinato, en la indiferencia de su ignorancia y, por así decirlo, pendiente en sus sueños del lomo de un tigre! ¿De dónde procede en el mundo entero, en esta constelación, el impulso hacia la verdad? EDITORIAL COLOQUIO página 132 ¿Qué es una palabra? La reproducción en sonidos de un impulso nervioso. Pero inferir además a partir del impulso nervioso la existencia de una causa fuera de nosotros, es ya el resultado de un uso falso e injustificado del principio de razón. ¡Cómo podríamos decir legítimamente, si la verdad fuese lo único decisivo en la génesis del lenguaje, si el punto de vista de la certeza lo fuese también respecto a las designaciones, cómo, no obstante, podríamos decir legítimamente: la piedra es dura, como si además captásemos lo “duro” de otra manera y no solamente como una excitación completamente subjetiva! Dividimos las cosas en géneros, caracterizamos el árbol como masculino y la planta como femenino: ¡qué extrapolación tan arbitraria! ¡A qué altura volamos por encima del canon de la certeza! Hablamos de una “serpiente”: la designación cubre solamente el hecho de retorcerse; podría, por tanto, atribuírsele también al gusano. ¡Qué arbitrariedad en las delimitaciones! ¡Qué parcialidad en las preferencias, unas veces de una propiedad de una cosa, otras veces de otra! Los diferentes lenguajes, comparados unos con otros, ponen en evidencia que con las palabras jamás se llega a la verdad ni a una expresión adecuada pues, en caso contrario, no habría tantos lenguajes. La “cosa en sí” (esto sería justamente la verdad pura, sin consecuencias) es totalmente inalcanzable y no es deseable en absoluto para el creador del lenguaje. Éste se limita a designar las relaciones de las cosas con respecto a los hombres y para expresarlas apela a las metáforas más audaces. ¡En primer lugar, un impulso nervioso extrapolado en una imagen! Primera metáfora. ¡La imagen transformada de nuevo en un sonido! Segunda metáfora. EDITORIAL COLOQUIO página 134 Pero pensemos especialmente en la formación de los conceptos. Toda palabra se convierte de manera inmediata en concepto en tanto que justamente no ha de servir para la experiencia singular y completamente individualizada a la que debe su origen, por ejemplo, como recuerdo, sino que debe encajar al mismo tiempo con innumerables experiencias, por así decirlo, más o menos similares, jamás idénticas estrictamente hablando; en suma, con casos puramente diferentes. Todo concepto se forma por equiparación de casos no iguales. Del mismo modo que es cierto que una hoja no es igual a otra, también es cierto que el concepto hoja se ha formado al abandonar de manera arbitraria esas diferencias individuales, al olvidar las notas distintivas, con lo cual se suscita entonces la representación, como si en la naturaleza hubiese algo separado de las hojas que fuese la “hoja”, una especie de arquetipo primigenio a partir del cual todas las hojas habrían sido tejidas, diseñadas, calibradas, coloreadas, onduladas, pintadas, pero por manos tan torpes, que ningún ejemplar resultase ser correcto y fidedigno como copia fiel del arquetipo. EDITORIAL COLOQUIO página 135 ¿Qué es entonces la verdad? Una hueste en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes; las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son; metáforas que se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas que han perdido su troquelado y no son ahora ya consideradas como monedas, sino como metal. EDITORIAL COLOQUIO página 135 Sólo mediante el olvido de este mundo primitivo de metáforas, sólo mediante el endurecimiento y petrificación de un fogoso torrente primordial compuesto por una masa de imágenes que surgen de la capacidad originaria de la fantasía humana, sólo mediante la invencible creencia en que este sol, esta ventana, esta mesa son una verdad en sí, en resumen: gracias solamente al hecho de que el hombre se olvida de sí mismo como sujeto y, por cierto, como sujeto artísticamente creador, vive con cierta calma, seguridad y consecuencia; si pudiera salir, aunque sólo fuese un instante, fuera de los muros de esa creencia que lo tiene prisionero, se terminaría en el acto su “conciencia de sí mismo”. Le cuesta trabajo reconocer ante sí mismo que el insecto o el pájaro perciben otro mundo completamente diferente al del hombre y que la cuestión de cuál de las dos percepciones del mundo es la correcta carece totalmente de sentido, ya que para decidir sobre ello tendríamos que medir con la medida de la percepción correcta, es decir, con una medida de la que no se dispone EDITORIAL COLOQUIO página 139 Como hemos visto, en la construcción de los conceptos trabaja originariamente el lenguaje; más tarde la ciencia. Así como la abeja construye las celdas y, simultáneamente, las rellena de miel, del mismo modo la ciencia trabaja inconteniblemente en ese gran columbarium de los conceptos, necrópolis de las intuiciones; construye sin cesar nuevas y más elevadas plantas, apuntala, limpia y renueva las celdas viejas y, sobre todo, se esfuerza en llenar ese colosal andamiaje que desmesuradamente ha apilado y en ordenar dentro de él todo el mundo empírico, es decir, el mundo antropomórfico. Si ya el hombre de acción ata su vida a la razón y a los conceptos para no verse arrastrado y no perderse a sí mismo, el investigador construye su choza junto a la torre de la ciencia para que pueda servirle de ayuda y encontrar él mismo protección bajo ese baluarte ya existente. De hecho necesita protección, puesto que existen fuerzas terribles que constantemente le amenazan y que oponen a la verdad científica “verdades” de un tipo completamente diferente con las más diversas etiquetas. EDITORIAL COLOQUIO página 141-2 Hay períodos en los que el hombre racional y el hombre intuitivo caminan juntos; el uno angustiado ante la intuición, el otro mofándose de la abstracción; es tan irracional el último como poco artístico el primero. Ambos ansían dominar la vida: éste sabiendo afrontar las necesidades más imperiosas mediante previsión, prudencia y regularidad; aquél sin ver, como “héroe desbordante de alegría”, esas necesidades y tomando como real solamente la vida disfrazada de apariencia y belleza. Allí donde el hombre intuitivo, como en la Grecia antigua, maneja sus armas de manera más potente y victoriosa que su adversario, puede, si las circunstancias son favorables, configurar una cultura y establecer el dominio del arte sobre la vida; ese fingir, ese rechazo de la indigencia, ese brillo de las intuiciones metafóricas y, en suma, esa inmediatez del engaño acompañan todas las manifestaciones de una vida de esa especie. Ni la casa, ni el paso, ni la indumentaria, ni la tinaja de barro descubren que ha sido la necesidad la que los ha concebido: parece como si en todos ellos hubiera de expresarse una felicidad sublime y una serenidad olímpica y, en cierto modo, un juego con la seriedad. Mientras que el hombre guiado por conceptos y abstracciones solamente conjura la desgracia mediante ellas, sin extraer de las abstracciones mismas algún tipo de felicidad; mientras que aspira a liberarse de los dolores lo más posible, el hombre intuitivo, aposentado en medio de una cultura, consigue ya, gracias a sus intuiciones, además de conjurar los males, un flujo constante de claridad, animación y liberación. Es cierto que sufre con más vehemencia cuando sufre; incluso sufre más a menudo porque no sabe aprender de la experiencia y tropieza una y otra vez en la misma piedra en la que ya ha tropezado anteriormente. Es tan irracional en el sufrimiento como en la felicidad, se desgañita y no encuentra consuelo. ¡Cuán distintamente se comporta el hombre estoico ante las mismas desgracias, instruido por la experiencia y autocontrolado a través de los conceptos! Él, que sólo busca habitualmente sinceridad, verdad, emanciparse de los engaños y protegerse de las incursiones seductoras, representa ahora, en la desgracia, como aquél, en la felicidad, la obra maestra del fingimiento; no presenta un rostro humano, palpitante y expresivo, sino una especie de máscara de facciones dignas y proporcionadas; no grita y ni siquiera altera su voz; cuando todo un nublado descarga sobre él, se envuelve en su manto y se marcha caminando lentamente bajo la tormenta. EDITORIAL COLOQUIO página 144-5 Textos ORTEGA Y GASSET (Bto. a distancia) La obra “Qué es filosofía? (publicada póstumamente en 1957) reune una serie de clasesconferencias que José Ortega y Gasset (1883-1955) imparte durante 1928-9 en el teatro Rex una vez abandonada la Universidad Central de Madrid. Se trata de un resumen de su filosofía en un lenguaje simple realizado para divulgar su filosofía. Tenemos la lección X de la que extraemos los siguientes fragmentos que podemos dividir en dos partes. Una primera donde se nos habla de la superación del realismo y del idealismo y se anuncia la “vida” como realidad radical y una segunda donde se investiga qué quiere decir “vida” y se analizan sus atributos fundamentales. Primera parte: “Para los antiguos, realidad, ser significaba “cosa”; para los modernos, ser significaba “intimidad, subjetividad” para nosotros, ser significa “vivir” – por tanto, intimidad consigo y con las cosas. Confirmamos que hemos llegado a un nivel espiritual más alto porque si miramos a nuestros pies, a nuestro punto de partida –el “vivir” hallamos que en él están conservadas, integradas una con otra y superadas, la antigüedad y la modernidad. Estamos a un nivel más alto – estamos a nuestro nivel-, estamos a la altura de los tiempos. El concepto de altura de los tiempos no es una frase, es una realidad, según veremos muy pronto. Refresquemos, en pocas palabras, la ruta que nos ha conducido hasta topar con el “vivir” como dato radical, como realidad primordial, indubitable del Universo. La existencia de las cosas como existencia independiente de mí es problemática, por consiguiente, abandonamos la tesis realista de los antiguos. Es, en cambio, indudable que yo pienso las cosas, que existe mi pensamiento y que, por tanto, la existencia de las cosas es dependiente de mí, es mi pensarlas; es la porción firme de la tesis idealista. Por eso la aceptamos pero, para aceptarla, queremos entenderla bien y nos preguntamos: ¿En qué sentido y modo dependen de mí las cosas cuando las pienso –qué son las cosas, ellas cuando digo que son sólo pensamientos míos? El idealismo responde: las cosas dependen de mí, son pensamientos en el sentidote que son contenidos de mi conciencia, de mi pensar, de mi yo. Esta es la segunda parte de la tesis idealista y esta es la que no aceptamos. Y no la aceptamos porque es un contrasentido; conste, pues, no porque no es verdad, sino por algo más elemental. Una frase para no ser verdad tiene que tener sentido; de su sentido inteligible decimos que no es verdad –porque entendemos que 2 y 2 son 5 decimos que no es verdad. Pero esa segunda parte de la tesis idealista no tiene sentido, es un contrasentido, como el “cuadrado redondo”. Mientras este teatro sea este teatro, no puede ser un contenido de mi yo. Mi yo no es extenso ni es azul y este teatro es extenso y es azul. Lo que yo contengo y soy es sólo mi pensar o ver el teatro, mi pensar o ver la estrella, pero no aquél ni ésta. El modo de dependencia entre el pensar y sus objetos no puede ser como pretendía el idealismo, un tenerlos en mí, como ingredientes míos, sino al revés, mi hallarlos como distintos y fuera de mí, ante mí. Es falso, pues que la conciencia sea algo cerrado, un darse cuenta sólo de sí misma, de lo que tiene en su interior. Al revés, yo me doy cuenta de que pienso cuando, por ejemplo, me doy cuenta de que veo o pienso una estrella; y entonces de lo que me doy cuenta es de que existen dos cosas distintas, aunque unidas la una a la otra: yo que veo la estrella y la estrella que es vista por mí. Ella necesita de mí, pero yo necesito también de ella. Si el idealismo no más dijese: existe el pensamiento, el sujeto, el yo, diría algo verdadero aunque incompleto; pero no se contenta con eso, sino que añade: existe sólo pensamiento, sujeto, yo. Esto es falso. Si existe sujeto existe inseparablemente objeto, y viceversa, si existo yo que pienso, existe el mundo que pienso. Por tanto: la verdad radical es la coexistencia de mí con el mundo. Existir es primordialmente coexistir –es ver algo que no soy yo, amar yo a otro ser, sufrir yo de las cosas.” EDITORIAL COLOQUIO página 160-1 Segunda parte: “Y, así, lo primero que hallamos es esto: Vivir es lo que hacemos y nos pasa - desde pensar o soñar o conmovemos hasta jugar a la.. Bolsa o ganar batallas. Pero bien entendido, nada de lo que hacernos sería nuestra vida si no nos diésemos cuenta de ello. Este es el primer atributo decisivo con que topamos: vivir es esa realidad extraña, única, que tiene el privilegio de existir para sí misma. Todo vivir es vivirse, sentirse vivir, saberse existiendo - donde saber no implica conocimiento intelectual ni sabiduría especial ninguna, sino que es esa sorprendente presencia que su vida tiene para cada cual: sin ese saberse, sin ese darse cuenta el dolor de muelas no nos dolería. La piedra no se siente ni sabe ser piedra: es para sí misma, como para todo, absolutamente ciega. En cambio, vivir es, por lo pronto, una revelación, un no contentarse con ser, sino comprender o ver que se es, un enterarse. Es el descubrimiento incesante que hacemos de nosotros mismos y de nuestro mundo en derredor. Ahora vamos con la explicación y el título jurídico de ese extraño posesivo que usamos al decir "nuestra vida"; es nuestra porque, además de ser ella, nos cuenta de que es y de que es tal y como es. Al percibirnos y sentirnos tomamos posesión de nosotros, y este hallarse siempre en posesión de sí mismo, este asistir perpetuo y radical a cuanto hacemos y somos diferencia el vivir de todo lo demás. Las orgullosas ciencias, el conocimiento sabio no hacen más que aprovechar, particularizar y regimentar esta revelación primigenia en que la vida consiste.” EDITORIAL COLOQUIO página 167-8 Vivir es encontrarse en el mundo... Heidegger, en un recentísimo y genial libro, nos ha hecho dotar todo el enorme significado de esas palabras... No se trata principalmente de que encontremos nuestro cuerpo entre otras cosas corporales y todo ello dentro de un gran cuerpo o espacio que llamaríamos mundo. Si sólo cuerpos hubiese no existiría el vivir, los cuerpos ruedan los unos sobre los otros, siempre fuera los unos de los otros, como las bolas de billar o los átomos, sin que se sepan ni importen los unos a los otros. El mundo en que al vivir nos encontramos se compone de cosas agradables y desagradables, atroces o benévolas, favores y peligros: lo importante no es que las cosas sean o no cuerpos, sino que nos afectan, nos interesan, nos acarician, nos amenazan y nos atormentan. Originariamente eso que llamamos cuerpo no es sino algo que nos resiste y estorba o bien nos sostiene y lleva - no es sino algo adverso o favorable. Mundo es sensu stricto lo que nos afecta. Y vivir es hallarse cada cual a sí mismo en un ámbito de temas, de asuntos que le afectan. Así, sin saber cómo, la vida se encuentra a sí misma a la vez que descubre el mundo. No hay vivir si no es en un orbe lleno de otras cosas, sean objetos o criaturas; es ver cosas y escenas, es amarlas u odiarlas, desearlas o temerlas. Todo vivir es ocuparse con lo otro que no es uno mismo, todo vivir es convivir con una circunstancia. EDITORIAL COLOQUIO página 168-9 Este carácter súbito e imprevisto es esencial en la vida. Fuera muy otra cosa si pudiéramos preparamos a ella antes de entrar en ella. Ya decía Dante que “la flecha prevista viene más despacio". Pero la vida en su totalidad y en cada uno de sus instantes tiene algo de pistoletazo que nos es disparado a quemarropa Yo creo que esa imagen dibuja con bastante pulcritud la esencia del vivir. La vida nos es dada, mejor dicho, nos es arrojada o somos arrojados a ella, pero eso que nos es dado, la vida, es un problema que necesitamos resolver nosotros. Y lo es no sólo en esos casos de especial dificultad que calificamos peculiarmente de conflictos y apuros, sino que lo es siempre. Cuando han venido ustedes aquí han tenido que decidirse a ello, que resolverse a vivir este rato en esta forma. Dicho de otro modo: vivimos sosteniéndonos en vilo á nosotros mismos, llevando en peso nuestra vida por entre las esquinas del mundo. Y con esto no prejuzgamos si es triste o jovial nuestra existencia: sea lo uno, o lo otro, está constituida por una incesante forzosidad de resolver el problema de sí misma. Si la bala que dispara el fusil tuviese espíritu sentiría que su trayectoria estaba prefijada exactamente por la pólvora y la puntería, y si a esta trayectoria llamábamos su vida la bala sería un simple espectador de ella, sin intervención en ella: la bala ni se ha disparado a si misma ni ha elegido su blanco. Pero por esto mismo a ese modo de existir no cabe llamarle vida. Esta no se siente nunca prefijada. Por muy seguros que estemos de lo que nos va a pasar mañana lo vemos siempre como una posibilidad. Este es otro esencial y dramático atributo de nuestra vida, que va unido al anterior. Por lo mismo que es en todo instante un problema, grande o pequeño, que hemos de resolver sin que quepa transferir la solución a otro ser, quiere decirse que no es nunca un problema resuelto, sino que, en todo instante, nos sentimos como forzados a elegir entre varias posibilidades. (Si no nos es dado escoger el mundo en que va a deslizarse nuestra vida -y ésta es su dimensión de fatalidad nos encontramos con un cierto margen, con un horizonte vital de posibilidades -y ésta es su dimensión de libertad; vida es, pues, la libertad en la fatalidad y la fatalidad en la libertad.) ¿No es esto sorprendente? Hemos sido arrojados en nuestra vida y, a la vez, eso en que hemos sido arrojados tenemos que hacerlo por nuestra cuenta, por decirlo así, fabricarlo. 0 dicho de otro modo: nuestra vida es nuestro ser. Somos lo que ella sea y nada más -pero ese ser no está predeterminado, resuelto de antemano, sino que necesitamos decidirlo nosotros, tenemos que decidir lo que vamos a ser; por ejemplo, lo que vamos a hacer al salir de aquí. A esto llamo yo “llevarse a sí mismo en vilo, sostener el propio ser". EDITORIAL COLOQUIO página 170-1 El gran hecho fundamental con que deseaba poner a ustedes en contacto está ya ahí, lo hemos expresado ya: vivir es constantemente decidir lo que vamos a ser. ¿No perciben ustedes la fabulosa paradoja que esto encierra? ¡Un ser que consiste, más que en lo que es, en lo que va a ser; por tanto, en lo que aún no es! Pues esta esencial, abismática paradoja es nuestra vida. Yo no tengo la culpa de ello. Así es en rigurosa verdad. Pero acaso piensan ahora algunos de ustedes esto: "¡De cuándo acá vivir va a ser eso –decidir lo que vamos a ser! Desde hace un rato estamos aquí escuchándole, sin decir nada, y, sin embargo, ¡Qué duda cabe!, viviendo" A lo que yo respondería: "Señores míos, durante este rato no han hecho ustedes más que decidir una y otra vez lo que iban a ser. Se trata de una de las horas menos culminantes de su vida, más condenadas a relativa pasividad, puesto que son ustedes oyentes. Y, sin embargo, coincide exactamente con mi definición. He aquí la prueba: mientras me escuchaban, algunos de ustedes han dudado más de una vez entre dejar de entenderme y vacar a sus propias meditaciones o seguir generosamente escuchando cuanto yo decía. Se han decidido o por lo uno o por lo otro -por ser atentos o por ser distraídos, por pensar en este tema o en otro-, yeso, pensar ahora sobre la vida o sobre otra cosa es lo que es ahora su vida. Y, no menos, los demás que no hayan vacilado, que hayan permanecido decididos a escucharme hasta el fin. Momento tras momento habrán tenido que nutrir nuevamente esa resolución para mantenerla viva, para seguir siendo atentos. Nuestras decisiones, aún las más firmes, tienen que recibir constante corroboración, que ser siempre de nuevo cargadas como una escopeta donde la pólvora se inutiliza, tienen que ser, en suma, redecididas. Al entrar ustedes por esa puerta habían ustedes decidido lo que iban a ser: oyentes, y luego han reiterado muchas veces su propósito -de otro modo se me hubieran ustedes poco a poco escapado de entre las manos crueles de orador". Y ahora me basta con sacar la inmediata consecuencia de todo esto: si nuestra vida cosiste en decidir lo que vamos a ser, quiere decirse que en la raíz misma de nuestra vida hay un atributo temporal: decidir lo que vamos a ser -por tanto, el futuro. Y, sin parar, recibimos ahora, una tras otra, toda una fértil cosecha de averiguaciones. Primera: que nuestra vida es ante todo toparse con el futuro. He aquí otra paradoja. No es el presente o el pasado lo primero que vivimos, no; la vida es una actividad que se ejecuta hacia adelante, y el presente o el pasado se descubre después, en relación con ese futuro. La vida es futurición, es lo que aún no es.” EDITORIAL COLOQUIO página 172-3