¿qué factores influyen en las declaraciones doctrinales?

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CHARLES WACKENHEIM
¿QUÉ FACTORES INFLUYEN EN LAS
DECLARACIONES DOCTRINALES? PREGUNTAS
A LA IGLESIA CATÓLICA
Problémes posés á l'Église catholique, Istina 38 (1993) 239-251
¿Existe un consenso semántico suficiente sobre el concepto teológico de "doctrina", que
permita considerar ciertos hechos o discursos como claramente "no doctrinales"?
Consideremos la atormentada historia de los cuatro grandes concilios ecuménicos de la
antigüedad: Nicea (325), Constantinopla (381), Éfeso (431) y Calcedonia (451). Estos
concilios han formulado los dogmas trinitarios y cristológicos en términos considerados
definitivos por el conjunto del mundo cristiano. Pero, dadas las circunstancias y los
pasos que han conducido a este resultado, no todo parece situarse en el plano
dogmático. Estos concilios fueron convocados por los sucesivos emperadores, los
comisarios imperiales intervinieron más de una vez en las deliberaciones conciliares, los
obispos recalcitrantes fueron exiliados por la autoridad imperial y el cisma de las
Iglesias no calcedoniana s se debió a motivos político-religiosos. Hay que preguntarse
sobre el significado de la terminología metafísica sacada de la filosofía griega (Physis,
ousía, homooúsios, hypóstasis, prósopon, etc.). Puede preguntarse también si los
cánones aprobados por esos concilios poseen carácter doctrinal y en qué sentido.
Tratándose de una secuencia decisiva de la historia del cristianismo ¿cómo hay que
calificar los factores no-dogmáticos que hemos evocado? Dado que han entrado en un
proceso que ha desembocado en proposiciones dogmáticas ¿habría que considerarlos
como pre- o paradoctrinales? Hay que tener en cuenta la ambivalencia de los
calificativos "doctrinal" y "no-doctrinal". En vez de oponer factores doctrinales y nodoctrinales, ¿no sería mejor considerarlos en relación a una doble polaridad, doctrinal y
no-doctrinal, con todas las determinaciones intermedias?
Reflexiones metodológicas
La evolución del papado desde el siglo XI nos proporciona datos de la tradición católica
para precisar nuestra hipótesis. Una vez separados los patriarcados orientales tras la
ruptura con Constantinopla, la sede romana reforzó cada vez más su poder sobre la
cristiandad latina. Recordemos las etapas de este desarrollo secular: desmantelamiento
de las investiduras laicas, centralización pontificia, lucha con el imperio romanogermánico por el liderazgo europeo, pretensión teocrática en retirada por la autonomía
de los Estados modernos, descrédito del papado después del cisma de Occidente,
radicalización teológica e institucional frente a la Reforma, organización de los Estados
pontificios, consolidación del primado romano a partir del s. XIX, promulgación de los
dogmas romanos de 1854, 1870, 1950, y finalmente rol internacional del Vaticano en el
s. XX.
Es extraordinaria la dialéctica de las dos polaridades, doctrinal y no-doctrinal, que
actúan en una institución así, que es a la vez un organismo espiritual y una potencia
temporal. Los analistas dan de ellas distintas versiones. Unos ven en el papado del
segundo milenio un poder esenc ialmente político, reduciendo el magisterio del papa a
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un epifenómeno ideológico. En cambio, los ambientes ultramontanos (partidarios del
más amplio poder espiritual del papa y contrarios a los privilegios espirituales -o
regalías- de los Estados) consideran que la misión del papa es ante todo espiritual y que
los factores no-doctrinales sólo tienen un papel instrumental. Yo diría que en el caso del
papado se verifica el carácter fluido, relativo e independiente de lo doctrinal y lo nodoctrinal. Si queremos que esta distinción resulte operativa, sobre todo en el diálogo
ecuménico, hemos de indicar, para cada situación histórica o para cada texto, el sentido
que damos a los conceptos y términos utilizados.
Afinemos más esta regla hermenéutica. Veamos el discurso propiamente dogmático.
Comparemos los símbolos trinitarios y cristológicos de la Iglesia antigua con el dogma
de la infabilidad del papa promulgado por el Vaticano I. El catolicismo suele
considerarlos en pie de igualdad. Pero esto tropieza con dificultades de orden teológico.
El decreto de Vaticano II sobre el ecumenismo (n° 11) recuerda que hay una jerarquía
de verdades, según la distinta relación con el núcleo de la fe cristiana. A la manera de
los concilios latinos de la edad media y del concilio de Trento, el Vaticano I fue una
asamblea romana y no un concilio "ecuménico", en el sentido del primer milenio. Las
presiones ejercidas sobre Pío IX ensombrecieron la elaboración "conciliar" de las
decisiones del Vaticano I. A muchos autores católicos les turba la coincidencia entre la
proclamación de un poder espiritual exorbitante del papa y la pérdida inminente de su
soberanía política. La consideración de los factores no-doctrinales (psicológicos,
institucionales, históricos y políticos) se junta aquí a la razón teológica para operar una
diferenciación en el interior del polo dogmático. El término "doctrina" está lejos de ser
unívoco.
Nuestra interpretación provisional es que los factores doctrinales y nodoctrinales no se
determinan una vez para siempre. Son valores relativos e interdependientes. La
exploración del polo no-doctrinal enriquece los análisis tradicionales y abre el camino a
una aproximación diferenciada del propio polo doctrinal.
La herencia de la Ilustración
Apliquemos este criterio de lectura a un conjunto de textos representativo de la
identidad católica de nuestra época: las "Actas" del Vaticano II (1963-1965), el nuevo
"Código de derecho canónico" (1983) y el reciente "Catecismo de la Iglesia católica"
(1992). Estos tres textos difieren por sus autores, género literario, finalidad y
destinatarios. Los teólogos católicos consideran los textos del Vaticano II como la
expresión más autorizada del magisterio del siglo XX. El Código de derecho canónico
de 1983 es una versión con ligeros retoques del de 1917. En el Catecismo hay
abundantes citas del Vaticano II y del Código, pero su principal fuente de inspiración es
el "Catecismo romano" de 1556, publicado por Pío V "según los decretos del Concilio
de Trento".
Entre los documentos conciliares, me fijaré en los que tratan explícitamente de las
relaciones de la Iglesia católica con las otras Iglesias cristianas, con las religiones no
cristianas, y con el mundo (Gaudium et spes y libertad religiosa). Para un concilio
considerado como rigurosamente eclesiocéntrico, merece ser notada la atención por "el
otro".
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Estos cuatro textos difieren en su proceso. La elaboración de la Gaudium et spes pasó, a
lo largo de los debates conciliares por distintas redacciones. El conflicto entre Israel y
los árabes pesó mucho en la declaración sobre las religiones no cristianas. El decreto
sobre ecumenismo y la declaración sobre la libertad religiosa conserva las trazas de
compromisos considerados indispensables. Pero estos documentos tienen algo en
común: expresan un factor no-doctrinal de primera magnitud, la filosofía de la
Ilustración católica de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX. Se trata de un
espíritu de apertura al mundo, de atención a los signos de los tiempos, de tolerancia; en
una palabra: un desafío universalista sobre el genio civilizador y pedagógico del
hombre. Y esto que, desde el pontificado de Gregorio XVI (1831-1846) el magisterio
romano había decretado que esos valores, calificados de errores del mundo moderno,
resultaban irreconciliables con la fe católica. Baste recordar el Syllabus (1864), la
cruzada antimodernista de Pío X, o la encíclica Humani generis de Pío XII.
La declaración Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa es la que mejor ilustra la
trayectoria conciliar. Consta de dos partes: En la primera, el Concilio asume los
argumentos racionales, políticos y culturales a favor de la tolerancia. En algunos
momentos a uno se le antoja que está leyendo un libelo anticlerical del siglo XVIII. Los
mismos temas se dan cita en la primera parte de la Gaudium et spes. En este contexto el
Vaticano II afirma: "En virtud del Evangelio que se le ha confiado, la Iglesia proclama
los derechos humanos" (G.S., 41).
Tanto el decreto sobre el ecumenismo como la declaración sobre las religiones no
cristianas revelan el influjo del factor no-doctrinal que nos interesa. Para el Concilio, el
otro existe, con sus tradiciones y su coherencia propia, en su diferencia irreductible. En
lo ecuménico, es de lamentar la pusilanimidad del decreto de 1964, pero sería injusto
desconocer lo que hay en él de innovador, habida cuenta que se sale del largo período
de glaciación posttridentina. Ahora bien, todos esos avances se deben, en gran parte, a
influencias no teológicas. Y por esto producirán reacciones muy distintas. De hecho, a
partir de los años 70, se levantan muchas voces para denunciar los daños del liberalismo
económico, los límites de un mundialismo concebido unilateralmente por el hemisferio
norte, los desastres ecológicos de la ideología productivista. Todas estas protestas están
fuera del horizonte del Vaticano II, lo que no dispensa a los teólogos de reflexionar
sobre ellas. Pero el debate específicamente teológico sobre el Concilio intentará precisar
en qué condiciones los factores no-doctrinales, que muestra el análisis de los textos,
pueden contribuir a la reconciliación.
Una teoría de la "sociedad perfecta"
Respondiendo a un deseo del Concilio, Juan Pablo II promulgó, en 1983, un nuevo
"Código de derecho canónico". Tratándose de una compilación jurídica, podemos hacer
la pregunta inversa a la formulada sobre el Vaticano II: ¿Qué hay de doctrinal -teológico
y dogmático- en un Código? El derecho canónico se aplica a la comunidad de
bautizados. Implica, por consiguiente, la adhesión a una doctrina sobre Dios, la
salvación y la Iglesia. El libro IV trata de la función de santificación de la Iglesia y se
subdivide en tres partes. En la primera expone una teología de los sacramentos que, a
grandes rasgos, coincide con la del Concilio de Trento.
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Resulta de aquí que, en el caso del Código de 1983, las relaciones entre factores
doctrinales y no-doctrinales no pueden analizarse con los mismos criterios que los
aplicados a los textos conciliares. La influencia de la modernidad está prácticamente
ausente del universo canónico. En la Iglesia las compilaciones sucesivas se repiten
refiriéndose siempre a las mismas fuentes internas. Y salta a la vista que el discurso
canónico se alimenta de los sistemas jurídicos y políticos de las diversas situaciones
históricas: derecho romano, costumbres y legislaciones germánicas, derecho feudal,
derecho público y privado de los Estados modernos, etc.
Entre los factores no-bíblicos y noteológicos que subyacen al derecho canónico latino
está la concepción societaria de la comunidad eclesial. La Iglesia se define como una
"sociedad perfecta", autónoma y autárquica en su orden, distinta de la sociedad civil.
Esta noción refleja la lucha que la Iglesia y el Estado han librado en Occidente. Muchas
disposiciones del Código presuponen y se refieren tácitamente a esta concepción. Así,
por ej., el impresionante aparato penal (442 cánones en total) de los libros VI y VII.
Respecto a las personas que hay que bautizar el Código reproduce un texto antiguo que
en este final del siglo XX frisa en la provocación: "En peligro de muerte el hijo de
padres católicos, y aun de no católicos es bautizado lícitamente, aun contra el deseo de
sus padres" (canon 868). Una disposición así ilustra la concepción societaria de la
Iglesia, fundada más en el reclutamiento que en la adhesión.
Otro ejemplo de esta concepción nos lo proporciona la definición que da el Código del
matrimonio sacramental y que reproduce literalmente la del Código de 1917: 1. "La
alianza matrimonial, por la que un hombre y una mujer constituye n una comunidad para
toda la vida, ordenada por su carácter natural al bien de los cónyuges y a la generación y
educación de los hijos, ha sido elevada entre bautizados por Cristo Señor a la dignidad
de sacramento. 2. Por lo cual, entre bautizados no puede existir contrato matrimonial
válido que no sea eo ipso un sacramento".
Asombra ver que este canon legisla para el conjunto de los bautizados, mientras que las
Iglesias no católicas tiene su propia visión del matrimonio cristiano. Uno se pregunta si
la afirmación, según la cual el matrimonio natural "ha sido elevado a la dignidad de
sacramento", cuenta con las indicaciones de los Evangelios sobre la denuncia de Jesús
de la práctica mosaica del repudio. Lo más problemático de este texto es la asimilación
automática del sacramento al contrato consensual como lo definía el derecho romano.
¿Es que en el ambiente social actual se puede silenciar la condición esencial de todo
sacramento, la fe de los que celebran el rito litúrgico? En una época en que numerosos
bautizados no creyentes piden el matrimonio religioso, un contrato matrimonial puede
ser formalmente válido sin ser teológicamente sacramental.
¿Los derechos humanos en la Iglesia?
Nuestra lectura del Código suscita otra cuestión. La adhesión espectacular de Juan
XXIII y del Vaticano II a la promoción de los derechos humanos ¿se traduce en los
enunciados del Código en respeto a esos derechos en el interior de la Iglesia? La
pertenencia eclesial implica una opción libre. El que decide entrar en la Iglesia puede
renunciar a ciertos derechos naturales o civiles. Pero la práctica muy mayoritaria del
bautismo de los niños oscurece esta afirmación de principio. Puede preguntarse lo que
significa la aplicación formal a estos bautizados de una reglamentación que contradice
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los derechos que la sociedad civil reconoce a sus miembros, por ej., la facultad de
volverse a casar después del divorcio, de interrumpir voluntariamente el embarazo, etc.
La cuestión de los derechos humanos en la Iglesia se plantea en otros términos respecto
a personas adultas que, tras madura reflexión, han hecho una opción: petición de
ordenación, profesión religiosa, publicación de trabajos teológicos. Cuando un
sacerdote decide renunciar a su ministerio o un religioso a sus compromisos, los
procedimientos previstos por el derecho canónico ¿están inspirados por las ideas
evangélicas de los derechos humanos? En la censura de libros se estipula que los
pastores de la Iglesia tienen "el deber y el derecho de exigir
¿Qué factores influyen en las declaraciones doctrinales? que los escritos sobre la fe y
costumbres sean sometidos a su juicio". Y más abajo prohíben que los libros "de
religión" no aprobados por la autoridad eclesiástica puedan ser utilizados como textobase de la enseñanza en las escuelas primarias, secundarias o superiores. En este último
caso, ni siquiera se precisa si se trata o no de centros católicos.
Ciertamente la Iglesia es una institución. Pero, según el NT, no es una institución como
las otras, con sus relaciones de fuerza, sus conflictos de poder, su propensión a excluir a
los disidentes. La atención prestada a los derechos humanos es uno de estos "factores
no-doctrinales" que confrontan las particularidades institucionales con las exigencias
inalienables de la dignidad humana. La teoría de la "sociedad perfecta" no resiste a un
reto tan radical que significaría el desmantelamiento de la codificación canónica
desarrollada durante la era de la cristiandad. ¿Es un sueño imaginar un Código que
pasara a tener no 1752 cánones sino un centenar de reglas muy simples, destinadas a
servir a la Buena Nueva de la gracia y a poner la comunión eclesial al abrigo de los
abusos de poder?
Fe y ética
Nuestro tercer documento de referencia es el "Catecismo de la Iglesia católica" de 1992.
La constitución Fidei depositum de Juan Pablo II que lo encabeza indica que el
Catecismo ha sido "compuesto como continuación del Vaticano II". La obra, que
aparece treinta años después del Concilio, no responde a una petición suya. El papa hace
remontar este proyecto al deseo del sínodo episcopal de 1985. Después de tantos
símbolos de fe, de veinte concilios generales, de innumerables enseñanzas de papas y
obispos, de numerosos catecismos publicados por episcopados europeos ¿a qué
necesidades, a qué expectativas, a qué urgencia se consideraba que iba a responder ese
nuevo Catecismo? Es difícil imaginar que sus autores hayan obedecido a motivaciones
de orden preponderantemente doctrinal, como si tantas instancias autorizadas hubieran
impartido hasta entonces una enseñanza errónea o incompleta. Se impone, pues, la
búsqueda de los factores no-doctrinales que han podido contribuir a que se concibiese y
elaborase.
El Catecismo tiene cuatro partes. La primera está consagrada a la "profesión de fe" y es
un comentario del símbolo apostólico. La segunda - "la celebración del misterio
cristiano- "trata de los sacramentos. La tercera - "la vida en Cristo"- aborda la vocación
del hombre y el decálogo. Una cuarta parte se ocupa de "la plegaria cristiana". Entre los
factores no-doctrinales que afloran, señalaré la interpelación ética, tal como se articula
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con la fe en la tercera parte. La problemática no es nueva. Ya en el AT Israel confronta
con la fe yahvista los valores éticos que le ofrecían las culturas ambientales. Y Pablo no
duda en asumir de la sabiduría estoica y de otras filosofías de su tiempo reglas de
conducta personal y doméstica que se esfuerza en integrar en el cristocentrismo.
En la tercera parte, el Catecismo consagra un artículo a la conciencia moral (n° 17761794). En las afirmaciones siguientes la valoración moderna de la conciencia individual
se conjuga con lo mejor de la tradición teológica: "En todo lo que el hombre dice y hace
está obligado a seguir fielmente lo que sabe que es justo. Por el juicio de su conciencia
el hombre percibe y reconoce las prescripciones de la ley divina". "En la formación de
la conciencia, la palabra de Dios es la luz de nuestro camino: hay que asimilarla en la fe
y en la plegaria, y ponerla por obra. Hemos de examinar nuestra conciencia a la luz de
la cruz del Señor". "El ser humano ha de obedecer siempre al juicio cierto de su
conciencia. Si obrara deliberadamente contra él, se condenaría a sí mismo". En otras
palabras, la conciencia personal es la instancia última de la decisión ética, y en la
formación de la conciencia el papel preponderante es la palabra de Dios acogida en la
fe. A la luz de esta sólida base, vamos a examinar algunos problemas éticos que la
tercera parte aborda sobre el decálogo.
Tres "tests"
1. En el marco del primer mandamiento, el Catecismo afirma: "Todos los hombres están
obligados a buscar la verdad, sobre todo en lo que concierne a Dios y a su Iglesia;
cuando la hayan conocido, la han de abrazar y han de serle fieles". "Este deber procede
de la misma naturaleza de los hombres" (n° 2104). Afirmando que la obligación de
buscar la verdad procede de "la naturaleza misma de los hombres", el Catecismo
invoca, no la palabra de Dios, sino un argumento filosófico, factor no-doctrinal. Pero
¿cómo puede deducirse de la naturaleza humana el deber de buscar la verdad "en lo que
concierne a Dios y a su Iglesia? La "naturaleza de los hombres" designa una instancia
común a todo el género humano y su interpretación no es exclusiva de una ortodoxia
confesional. El argumento filosófico está aquí determinado por una lógica institucional
que constituye un factor no-bíblico y no-teológico. Además, difícilmente se comprende
cómo se puede hacer de la búsqueda de la verdad una obligación moral. Nuestro primer
test, arroja, pues, un saldo negativo.
2. El modo como el Catecismo, a propósito del tercer mandamiento, presenta la
obligación de la misa dominical. Esta vez se cita explícitamente la palabra de Dios:
"Acuérdate del día del sábado para santificarlo" (Ex 20,8). Pero esa prescripción de la
antigua Ley es inmediatamente determinada, no por otro texto bíblico, sino por el canon
1246,1 del Código de 1983, que se refiere a una "práctica de los comienzos de la edad
apostólica". Sobre estas bases, dice el Catecismo: "El domingo y los otros día s festivos
de precepto los fieles están obligados a participar en la misa". Que una tradición tan
venerable mueva a los pastores a invitar a los fieles a participar en ella, se comprende
fácilmente. Pero que se utilice el término de "obligación" puede sorprender. Pues bien,
en el n° 2181 el Catecismo decreta sin ambages: "Los que deliberadamente falten a esta
obligación cometen un pecado grave". Aquí los autores cortocircuitan el dispositivo de
la formación del juicio ético que ellos mismos han expuesto.
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A falta de una palabra de Dios clara y unívoca, no se puede blandir el espantajo del
"pecado grave" en un ámbito en el que la conciencia personal ha de tener en cuenta una
multitud de elementos interiores y exteriores. Una vez más, factores no-doctrinales, o
sea, institucionales y sociológicos, determinan el discurso del magisterio.
El espectro del pecado grave parece tanto más anacrónico hoy en día en que numerosos
fieles, aunque quisieran, no podrían cumplir la obligación de la misa dominical. El n°
2183 del nuevo Catecismo reproduce el canon 1248,2 del Código: "Si, por falta de
ministros sagrados, o por otra razón grave, la participación en la celebración eucarística
es imposible, se recomienda vivamente que los fieles participen en la liturgia de la
palabra, si la hay, en la iglesia parroquial o en otro lugar sagrado, celebrada según las
disposiciones del obispo diocesano, o bien se dediquen a la plegaria durante un tiempo
conveniente, solos o en familia, o, según los casos, en un grupo de familias". Cuando en
un país como Francia no se puede asegurar una misa en las tres quintas partes de los
lugares de culto existentes, es muy difícil que se den las condiciones de pecado grave de
que habla el n° 2181. En cuanto a las "causas graves" que hacen imposible la
participación a la misa dominical, el Catecismo no precisa quién ha de juzgar sobre
ellas, lo que parece autorizarnos a confiar su apreciación a la conciencia de los
interesados. La expresión "a falta de ministros sagrados" designa, por el contrario, el
factor noteológico que perturba en este punto la vida eclesial, es decir, la negativa de la
jerarquía latina a ordenar los ministros que reclaman las asambleas dominicales.
Nuestro segundo test se salda, pues, también negativamente.
3. La postura del nuevo Catecismo sobre el divorcio. Una vez más, el axioma
fundamental se saca, no de la Escritura, sino del Código de derecho canónico: "Entre
bautizados católicos, el matrimonio consumado no puede ser disuelto por ningún poder
humano ni por ninguna causa, salvo por la muerte". Y a continuación, la afirmación
tajante: "el divorcio es una ofensa grave a la ley natural". Es lástima que el Catecismo
no comience por recordar los textos del NT relativos al matrimonio. Mientras que el
judaísmo autorizaba, en ciertos casos, el repudio de la mujer, Pablo (1Co7,10-11.39;
Rm 7,23) y los Sinópticos (Mc 10,2-12; Mt 5,32;19, 3-9; Lc 16,18) insisten en el
carácter definitivo de la alianza matrimonial. Pero, a diferencia de Mc y de Lc, los dos
pasajes de Mt tienen una restricción (¿excepción?) que las Iglesias cristianas interpretan
distintamente y que el Catecismo hace mal en no mencionar. Jesús llama a sus
discípulos a la fidelidad en el matrimonio, como los impulsa a practicar la justicia, el
perdón de las ofensas y el amor fraternal. Pero esta valoración de la permanencia del
vínculo matrimonial es única en la historia de las culturas y de las religiones. Fuera del
cristianismo, el divorcio seguido de un nuevo matrimonio es admitido universalmente.
Lo cual quiere decir que la apuesta por la estabilidad de la unión no pertenece a la "ley
natural" como afirma el Catecismo, sino a la revelación neo-testamentaria.
La cuestión está en saber la postura pastoral de la Iglesia sobre el divorcio y nuevo
matrimonio de sus miembros. Aquí la sentencia del Catecismo cae como un cuchillo:
"El cónyuge que se vuelve a casar está en estado de adulterio público y permanente".
Pero la palabra de Dios que fundamenta el llamamiento a la perfección evangélica es a
la vez exigencia y promesa de perdón. Las declaraciones de Jesús sobre la permanencia
del vínculo conyugal son inseparables de las parábolas de la misericordia. Es difícil
conciliar con el Evangelio una disciplina que excluye para siempre a los divorciados
que se vuelven a casar de la plena comunión eclesial y del sacramento de la
reconciliación. Una vez más se constata que la teoría latina de los sacramentos está
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estrechamente maniatada por el derecho canónico. Lástima que un Catecismo tan
difundido carezca hasta este punto de sensibilidad evangélica.
Conclusión
La consideración de los factores nodoctrinales presenta la gran ventaja de disminuir los
enfrentamientos confesionales. Y resulta, para cada tradición, un poderoso estímulo a
avanzar hacia su propia verdad, primera condición de una futura reconciliación de las
Iglesias. Esto supone una paciente confrontación no sólo entre las grandes familias
cristianas y sus respectivos teólogos, sino con los analistas del hecho cristiano, sobre
todo los especialistas de la historia y de la sociología religiosa.
Si nos consagramos resueltamente a esta tarea, cabe esperar que escaparemos
progresivamente a la tentación del etnocentrismo confesional y que construiremos
juntos un modelo de unidad, quizás de tipo conciliar, donde cada uno se sienta acogido
y respetado. ¿Es inverosímil imaginar que, en una estructura semejante, el hecho de
prestar atención a los factores no-doctrinales devuelva la doctrina a su verdadera
función de ser el eco de la palabra creadora y liberadora de Dios?
Tradujo y extractó: Teodoro del Balle
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