Raymond Aron, sociólogo José Jiménez-Blanco

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José Jiménez-Blanco
Raymond Aron, sociólogo
La obra intelectual de Raymond Aron, sin duda de dimensión ingente,
sobre todo por su enorme influencia en todo el mundo occidental, puede
agruparse en torno a varios temas. En primer lugar, los que responden a
su preocupación inicial por las posibilidades de la filosofía de la historia, y
particularmente su preocupación por la capacidad predictiva de esta disciplina. En este apartado está la génesis que va a matizar toda su trayectoria
intelectual: de un modo concreto, el relativo abandono de la filosofía de la
historia para sustituirla por la sociología que pudiera dar respuestas más
rigurosas a sus intereses intelectuales originarios, a saber, el problema de la
predicción histórica.
En segundo lugar, otro apartado lo constituyen sus obras sobre estrategia
internacional. Aquí nos encontramos con las obras menos conocidas, pero
donde confluyen el análisis político, el sociológico, el ideológico y el
estrictamente armamentista, con especial referencia a las implicaciones del
armamento nuclear, y todo ello en un contexto internacional. Acaso por la
novedad del género, en una singular conjugación de lo interdisciplinar, en
el plano de las ciencias sociales, con el punto de vista internacional, en el
plano del análisis comparado de distintas sociedades, no ha tenido el eco
que otras partes de su obra. Y hay que decir que las dos cosas
—inter-disciplinariedad y análisis comparado— no son ninguna novedad en
las ciencias sociales actuales, pero Aron practicó ambas cosas en un cierto
nivel ensayístico, susceptible de no satisfacer a los especialistas y de resultar, a la vez, de tono demasiado elevado para el lector corriente.
En tercer lugar, nos encontramos con las lecciones sobre la sociedad
industrial y la lucha de clases en el mundo actual. El carácter de «lecciones» revela su procedencia del ejercicio de su docencia en la Universidad
de la Sorbona, y esa impronta pedagógica no se pierde en su versión
impresa. Aquí nos encontramos con un tipo de obra estrictamente sociológica, y a ella prestaremos nuestra atención en este artículo. Empero, estos
tipos de análisis, llenos de sagaces hipótesis, se quedan en los límites del
Cuenta y Razón, n.° 14
Noviembre-Diciembre 1983
ensayo que llega tanto al especialista como al lector corriente. Se trata, sin
duda, de la parte más conocida del gran público de la obra sociológica de
Aron.
En cuarto lugar, Aron ha sido el gran pedagogo que ha expuesto con
extraordinaria claridad y conocimiento profundo, de primera mano, la obra
de los grandes sociólogos. En este apartado es donde aparece más clara su
dimensión de profesor. Tal vez su frialdad expositiva y su renuncia, de
entrada, a cualquier especial contribución a la teoría sociológica, explique la
utilización masiva por los estudiantes de Sociología de las obras de Aron
de este signo. Aron aquí es el profesor que conoce su materia de manera
magistral, pero que se centra más en la exposición rigurosa del pensamiento
de otros que en la del suyo propio. El conjunto de estas obras culmina en
Las etapas del pensamiento sociológico, traducido a casi todos los idiomas y
libro de texto obligado en los cursos de teoría sociológica. Siendo uno de
los campos que Aron ha cultivado desde los inicios de su carrera académica
hasta los momentos de su madurez, resulta difícil adivinar lo que pensaba,
en última instancia, sobre cada uno de los autores tratados, sobresaliendo, por
el contrario, la penetración impecable del pensamiento ajeno.
En quinto lugar, un apartado importante de su obra, que en ocasiones se
confunde con obras que podrían situarse en alguno de los apartados
anteriores, ha de referirse a sus escritos de espectador comprometido —es el
título de un libro que, aunque figura con su nombre, contiene sólo entrevistas con diferentes interlocutores—; las obras de este apartado habría
que subsumirlas bajo la rúbrica de polémicas —título de otro de sus libros—. Artículos de periódico y de revista, libros de debate al hilo de las
circunstancias, amplia labor de publicista que ha estado al quite de cualquier acontecimiento político o intelectual, a lo largo y ancho de su dilatada
vida; acaso sea el elemento que más ha contribuido a su reputación de
«sabio» (savant), en el sentido francés del término. Concretamente, Claude
Lévi-Strauss lo ha despedido, en este contexto, con la palabra que más
habría agradado a Aron: «el último». Sin duda Aron no ha hurtado, desde
su sólido y amplio bagaje intelectual, la palabra esclarecedora, al filo de
los acontecimientos, posiblemente comprometida y polémica, pero ése era
justamente el papel que él ha querido desempeñar en la vida intelectual
francesa, con un amplio eco occidental, que traspasa su entorno parisino, que
tanto lo estimuló, pero que también le hizo trascender los límites de su
país.
De los anteriores apartados sólo nos vamos a ocupar en este artículo
de los más estrictamente sociológicos; por tanto, de los apartados citados
en tercero y cuarto lugar, aunque me resultará inevitable citar alguna obra
que de suyo corresponda a los otros apartados distinguidos. Centrado en
los apartados sociológicos, trataré de dar respuesta a la cuestión que tiene
sentido plantearse a la hora de su muerte: ¿cuál ha sido la aportación de Aron
a la sociología actual?
Dentro del capítulo estrictamente sociológico de la obra de Raymond
Aron podemos distinguir dos tipos de obras: de un lado, las de exposición y
crítica del pensamiento sociológico; de otro, el análisis sociológico de la
sociedad actual. Con frecuencia esta distinción produce planos de convergencia entre uno y otro tipo de análisis, de tal manera que hay referencias a la realidad empírica en los análisis teóricos, del mismo modo
que hay continuas referencias al pensamiento de diferentes autores en los
análisis empíricos.
Una nota que se puede aplicar a los dos apartados distinguidos y que
singulariza la obra sociológica de Aron es la existencia de un estilo propio,
que se parece muy poco al de los sociólogos de su generación. Así, sus
análisis empíricos tienen un marcado estilo ensayístico, al margen de los
métodos y técnicas de investigación de la sociología actual. Por otra parte,
su exposición y crítica de diferentes autores sociológicos se hace con indudable brillantez, pero sin el más mínimo intento de construcción teórica.
Lo contrario es lo habitual en la sociología actual, incluso en la francesa; a
saber, análisis empíricos con métodos y técnicas de investigación de signo
marcadamente cuantitativo e intentos de construcción de nuevas síntesis
teóricas a partir del análisis de la aportación de autores considerados como
clásicos del pensamiento sociológico.
En este sentido se puede afirmar que Aron ha sido un excelente profesor de sociología, pero que su contribución a la sociología, es decir, su
estricto papel de sociólogo ha sido nulo. Ni sus análisis sobre la sociedad
actual ni los dedicados al pensamiento sociológico pasarán de ser materiales
para la enseñanza, pero en modo alguno contribuciones al cuerpo de conocimientos nuevos para la sociología. Acaso nos encontramos en Aron con el
máximo exponente de una figura intelectual típicamente francesa: el
brillante divulgador de la obra sociológica —empírica y teórica— para lo
que se había hecho o se estaba haciendo en otros países. Aunque con un
matiz importante: si bien Aron reconoce explícitamente su deuda con la
sociología alemana, da la impresión de ignorar olímpicamente la sociología
de origen anglosajón. Sólo «impresión» porque, como veremos, son
ras-treables en su obra fuentes anglosajonas, que sin duda conocía, pero
que no citaba.
Esta labor de divulgador en lengua francesa de la sociología de otros
países se inicia con la primera de sus obras importantes de exposición y
crítica de la sociología alemana, titulada precisamente La sociología alemana contemporánea. En esta obra se podría decir que se produce la
recepción francesa de la obra de Simmel, Von Wiesse, Tonnies, Vierkandt,
Spann, Oppenheimer, A. Weber, Scheler, Mannheim y, sobre todo, Max
Weber, a quien dedica casi la mitad de esta obra. Aunque Aron, al empezar su capítulo sobre Max "Weber, afirma que «no se trata, naturalmente,
de revelar ni de presentar a Max Weber en Francia» (pág. 109), se trata
precisamente de eso, entre otras razones porque la sociología francesa inmediatamente anterior a Aron, dominada por la figura de Durkheim, había
ignorado —no puedo precisar si deliberadamente— la obra de Max Weber.
Y si Max Weber es conocido en Francia actualmente se debe a la obra
receptora de Aron, en quien aquél va a tener una influencia decisiva. Tanto
que, a mi parecer, el paso de la filosofía de la historia a la sociología se
produce en Aron precisamente a través de la obra de Max Weber, con el
que acabará compartiendo no sólo nuevas concepciones sobre la historia y
sobre el valor predictivo de una sociología histórica, sino también un
pesimismo existencial sobre las posibilidades reales de la continuidad de
la democracia liberal.
En esta obra inicial de recepción de la sociología alemana contemporánea ya aparece el estilo característico de Aron: brillante expositor del
pensamiento de otros, nunca acaba por dar un juicio definitivo sobre nadie.
Es cierto que el Aron maduro permite afirmar, por ejemplo, que éste se
encuentra más cerca de Max Weber que de Carlos Marx, pero persiste el
estilo en que se combina el buen conocimiento, de primera mano, de esos
autores con el hurto de juicios conclusivos. Tal vez ello sea debido a lo
que parece ser, desde un principio, su renuncia a una construcción teórica
propia o, al menos, una síntesis derivada de los autores a los que tan bien
conocía.
Hay en Aron un «santo y seña» de la intelectualidad francesa de su
tiempo: el conocimiento profundó de la lengua alemana. Visto desde una
perspectiva actual, eso parece una puerilidad. Pero en su momento, y no
sólo en Francia, sino también en España, saber alemán era una patente de
sabio, sin más. Esta circunstancia la comparte, por ejemplo, con su eterno
amigo Jean-Paul Sartre. Nos podríamos preguntar, ¿qué sería de Sartre sin
Heidegger o qué sería de Aron sin Marx y Max Weber? Sin negar los talentos
específicos de cada uno, lo cierto es que su reputación intelectual se nutre a
costa de «revelar y exponer» a los franceses lo que se había escrito en
lengua alemana por otros. Todo lo cual corrobora el carácter pedagógico de
la obra de Aron —como la de Sartre, en otra dirección—, pero les quita
cualquier rasgo de originalidad y los mantiene presos en la condición de
parásitos del pensamiento alemán. En la medida en que la dificultad de la
lengua alemana ha sido un obstáculo al parecer insalvable no sólo para los
franceses, resulta comprensible que esta dimensión pedagógica de Aron se
haya proyectado a muy diferentes países. Los cursos sobre el pensamiento
sociológico de Aron, en sus clases de la Sor-bona, antes de publicarse, ya
eran conocidos en la versión a «ciclostyl» que facilitaba el Centre de
Documentation Universitaire. Esos materiales de sus enseñanzas tuvieron
una muy amplia difusión antes de aparecer en forma de libro. Y cuando,
finalmente, apareció Las etapas del pensamiento sociológico, el punto de
vista de Aron era sobradamente conocido en los medios universitarios de
todo el mundo occidental. En este libro se ocupa del pensamiento de
Montesquieu, Comte, Marx, Tocqueville, Durkheim, Pareto y Weber. Esta
relación de autores se ha convertido en una galería de «clásicos» de
obligada «visita» para todos los que trabajan
en sociología. Se le podría reprochar a la relación de nombres,que por qué
no comprende a autores como, por ejemplo, Rousseau, Spencer o Parsons,
que parecen marcar «etapas» en el mismo sentido que los autores relacionados. Como se le podría reprochar la inclusión de Tocqueville, autor «recuperado» para la tradición sociológica —y en ello tuvo parte importante
el propio Aron—, pero cuya obra solía quedar fuera de las historias del
pensamiento sociológico.
La exclusión de Parsons se encuadra en su deliberado desprecio por la
sociología anglosajona—la exclusión de Spencer tiene el mismo sentido—,
pero también nos muestra su escaso o nulo interés por la idea de lograr una
nueva síntesis o convergencia de la tradición teórica de la sociología. (Lo
cual contrasta con su idea de encontrar «convergencias» entre sociedades de
muy diferente índole, como veremos en su momento.) No alcanzo a
comprender la exclusión de Rousseau, sin el cual me resulta sencillamente
ininteligible el nacimiento de la sociología como disciplina científica.
El «rescate» de la dimensión sociológica del pensamiento de Alexis de
Tocqueville —en buena parte, como hemos dicho, por obra del propio
Aron—, como la idéntica operación con el pensamiento de Montesquieu, es
cualquier cosa menos una labor monográfica aislada. Por el contrario,
Raymond Aron «incorpora» a estos autores al pensamiento sociológico,
porque él mismo va a practicar el mismo género de literatura sociológica,
que podemos encuadrar dentro del epígrafe del «gran ensayo». Puede ser
"que la preferencia aroniana por este tipo de género literario sea la razón de
la selección de Montesquieu y Tocqueville en Las etapas del pensamiento
sociológico y, al mismo tiempo, la razón de la exclusión de Rousseau, mucho
más teórico y sistemático que los anteriores. Porque toda la obra de Aron
está inserta en este género del «gran ensayo» en mucho mayor medida que
en el análisis riguroso de la realidad o en la elaboración teórica
formalmente construida, propia ya de la sociología de su tiempo, incluso
en la propia Francia, donde la obra de Emile Durkheim había ya introducido
reglas precisas para el método sociológico.
Intelectualmente, Aron da un salto atrás en el tiempo y recupera una
tradición pre-sociológica, el «gran ensayo», capaz de producir obras maestras, pero inútiles en la construcción del cuerpo de conocimientos de una
ciencia empírica, como la sociología pretende ser.
Montesquieu, Tocqueville y Max Weber van a ser los autores favoritos
de Raymond Aron. Y no sólo por la cuestión del estilo o género literario,
sino muy particularmente por ser autores que, de un modo general, se
pueden colocar en la línea de los clásicos de la democracia liberal. Todos
ellos —incluso a pesar de alguna apariencia en contrario, como en el caso de
Max Weber— son autores de libros —magistrales y ejemplares, por otra
parte— en donde se conjugan el conocimiento de la experiencia histórica de
diversos países, un excelente estilo literario, una aguda capacidad para la
observación inteligente, sin salirse del plano de las generalizaciones
empíricas— que, cuando menos, disfrutan del beneficio de la duda—:, erudición poco común, familiaridad con el pensamiento de los «clásicos»
—utilizados como criterio de «autoridad»—, junto con una acusada sensibilidad para los problemas rigurosamente actuales; a todo este conjunto
de cosas es a lo que he llamado el «gran ensayo», y no hay la menor
duda de que Aron ha sido un buen exponente de esa tradición. Lo que
pasa es que semejantes entremeses no son del particular agrado de los
sociólogos actuales, atenidos a mayores rigores teóricos y metodológicos,
pero explican el éxito editorial que han tenido muchos de sus libros de
cara al gran público.
Por contra de su no disimulada simpatía por autores de corte liberal, el
blanco de sus críticas más arteras ha sido la obra de Karl Marx, de la cual
era un perfecto conocedor, incluso de su teoría económica. Pero en esta
contraposición pone de manifiesto Aron una doble medida, que no sólo
implica preferencias ideológicas, perfectamente legítimas, sino también
argumentos más afilados a la hora de enfrentarse críticamente con la obra de
Marx que cuando se ocupa de Montesquieu, Tocqueville o Max Weber.
La crítica a Marx se centra en lo que Aron mismo denomina el
Marx-profeta, para concluir que sus predicciones no se han cumplido y que, en
consecuencia, todo el sistema teórico de Marx se viene abajo, quedándose
en pura ideología. Es cierto que el sistema teórico de Marx, mucho más
formalizado que el de los otros autores mencionados, se presta a reducirlo a
predicciones muy concretas, a las que el tiempo obviamente da razón o
se la quita. Y es evidente que el tiempo no ha dado la razón a las predicciones marxistas.
Pero si prescindimos del grado de formalizadón de la obra de Montesquieu, Tocqueville o Max Weber, lo cierto es que de su obra también
pueden derivarse predicciones y también todos ellos pueden ser llamados
«profetas». En Montesquieu, por ejemplo, ¿qué queda de su teoría de la
división de poderes? En la Inglaterra que él hizo objeto de su análisis
todo el mundo está de acuerdo en que tal división de poderes nunca se
dio, y en las democracias actuales esa doctrina es más una retórica de la
prosa constitucional que un hecho puro y simple.
En Tocqueville, su famoso dilema entre libertad e igualdad —es decir,
que libertad e igualdad eran incompatibles—, la doctrina empieza a no ser
verdad en los propios Estados Unidos, donde Tocqueville veía amenazada la
libertad por su indeclinable tendencia al igualitarismo. Ha ocurrido justamente lo contrario. Y si nos fijamos en la Unión Soviética, tenemos que
concluir que este país, enfrentado dramáticamente con ese dilema, ha optado
por una solución sumamente original: una sociedad sin libertad, pero
también sin igualdad.
En Max Weber, su predicción del proceso de burocratización, de un
lado, y del proceso de racionalización, secularización y consiguiente desencantamiento del mundo, de otro, presenta en el mundo contemporáneo
signos contradictorios de que están ocurriendo simultáneamente tales cosas y
sus opuestas, haciendo sumamente peligrosa una conclusión terminante al
respecto.
La pregunta se impone: ¿por qué unas predicciones no cumplidas descalifican toda una obra —como la de Karl Marx— y, en cambio, las profecías no cumplidas de Montesquieu, Tocqueville o Max Weber le permiten
a Aron mantener la vigencia del pensamiento de estos últimos, sin lanzarlos
a las tinieblas de la ideología? Hay aquí, por parte de Aron, una doble medida
crítica que no se soporta ni siquiera en la lógica del sentido común. (De la
cuestión de las ideologías, en Aron, nos ocuparemos más adelante.)
En realidad, Aron comparte con Tocqueville una visión sesgada de los
Estados Unidos, que no se atiene a los hechos ni en uno ni en otro, como la
crítica actual ha demostrado al reexaminar las tesis de éste en La democracia
en América, o las que el propio Aron sostiene al revisitar el tema
norteamericano en République impértale, les Éfats-Unis dans le monde,
obra representativa de todas las típicas reticencias francesas contra los Estados Unidos, desde Tocqueville hasta Aron, en una tradición de rechazo de
lo anglosajón, ciertamente pueril.
No obstante, de la tradición liberal representada por Montesquieu,
Tocqueville y Max Weber, Aron —curado de su socialismo juvenil— se
hacía paladín en el ambiente intelectual de París, inclinado a identificar la
izquierda y el progreso no sólo con el socialismo, sino también con la experiencia soviética. Esta nota dominante del Aron más conocido hay que
decir que la ha defendido con toda gallardía, renunciando a halagos momentáneos de su entorno universitario, permaneciendo él constante en su
defensa de la libertad, con independencia de los vaivenes ideológicos de
sus alrededores. Aunque —todo hay que decirlo— Aron ha heredado de la
tradición liberal en que él mismo se inserta —especialmente, por influencia
de Max Weber— un apego a la libertad, un rechazo expreso de cualquier tipo
de totalitarismo, donde, sin embargo, el pesimismo sobre el porvenir de la
democracia es una constante obsesiva en toda su obra, de lo que es buena
prueba su libro de 1977 Plaidoyer pour l'Europe decadente, traducido al
español con el título de En defensa de la democracia y de la Europa liberal.
Cuando Raymond Aron abandona su campo inicial de la filosofía de la
historia para pasarse, de la mano sobre todo de Max Weber —el sociólogo
con más sabiduría histórica que haya existido nunca—-, a la sociología, en
realidad lo que hace es trasladar su interés a las sociedades actuales.
Parafraseando palabras del propio Aron, para el análisis de las sociedades
actuales —complejas, por definición— hay que ser un poco historiador,
economista, sociólogo e incluso un poco filósofo (cfr. De la condition
historique du sociologue, 1971, pág. 21). El resultado de la mezcla de
semejantes ingredientes, que distan de ser inequívocos, es un tipo de análisis,
dentro del género del «gran ensayo», pictórico de sagacidades y su -
gerencias, pero discutible de una punta a la otra. Lo más alejado posible
del «porte gris de la ciencia», que quería para la sociología, dentro de la
propia Francia, Emile Durkheim.
El análisis de las sociedades actuales se contiene en los tres volúmenes
siguientes: Dieciocho lecciones sobre la sociedad industrial, La lucha de
clases y Democracia y totalitarismo (traducidos en Seix-Barral, 1965-1968).
Todos ellos son lecciones en el sentido literal del término; fueron primero
el contenido de cursos universitarios dados en la Sorbona desde 1955
hasta 1958. Primero se presentaron en «ciclostyl» en las tiradas del Centre
de Documentation Universitaire. Su difusión ha debido de ser muy amplia
porque muchas de las tesis en ellos enunciadas aparecen un poco por aquí y
un poco por allá, si bien es necesario decir que las tesis fundamentales
contenidas en esos tres volúmenes tienen antecedentes muy concretos, que
no se citan. En estas lecciones, Aron parece más interesado en tratar de
libros que en tratar de hechos. O, para decirlo más exactamente, Aron
confunde los hechos con los textos, aun siendo éstos procedentes de los
clásicos de las ciencias sociales. Una mezcla muy peculiar de opiniones con
alguna que otra cifra —sobre todo económica— le permite construir un
«discurso» (como se dice ahora) tan brillante como de escasa contundencia
empírica. Da la impresión de que a Aron, en estos análisis de la actualidad,
más que atenerse a los hechos, le interesa el diálogo con los clásicos. La
lectura puede resultar fascinante —de hecho ha fascinado a muy variados
tipos de personas, particularmente los políticos—, pero se trata de la
fascinación de lo brillante, lo erudito y la explicación que se mueve entre lo
aparentemente novedoso y lo obvio. En resumen, lo que suele proporcionar
una buena reputación intelectual «a peu de frais», como ya escribía Gomte de
algunos pretendidos sociólogos de su tiempo.
Hay que reconocer que el género del «gran ensayo» encuentra en
Ray-mond Aron el máximo representante actual del viejo estilo de algunos
grandes maestros del pensamiento social. Acaso le sobre erudición y le falten
ideas realmente nuevas. Hay en sus lecciones demasiado texto ajeno, hasta
el punto de tener la impresión de que son puro texto. Faltan hechos, y, sobre
todo, hechos precisados por los modernos métodos y técnicas de la
investigación social, cuestión esta última que no parece haber provocado en
Aron el menor interés.
La tesis fundamental de estos tres libros de lecciones es que, prescindiendo del elemento ideológico, se pueden explicar las sociedades más
desarrolladas recurriendo únicamente al tipo-ideal, en el sentido \veberiano,
de la «sociedad industrial». La industria, como elemento técnico y
racio-nalizador —pretendidamente, siguiendo ideas de Max Weber—, es
capaz de explicar las características, por ejemplo, de Estados Unidos o la
Unión Soviética, como variable independiente, quedando como variables
dependientes del fenómeno de la industria la estructura social, el régimen
económico, el cultural o el tipo de régimen político.
La idea de caracterizar a la sociedad contemporánea como «sociedad
industrial» ya está en Saint-Simon, Comte o el ignorado Spencer. Lo que no
está en ninguno de ellos es la tesis, que fácilmente, se ha deslizado desde
el tipo-ideal de «sociedad industrial», del fin de las ideologías. Tesis, esta
última, con la que no estamos de acuerdo, aunque debe señalarse que Aron
no es responsable de la mayor parte de la literatura conservadora sobre «el
fin de las ideologías» (como es sabido, título de un libro de Daniel Bell),
puesto que, entre otras cosas, Aron escribió en un libro complementario de
los anteriormente mencionados, titulado Tres ensayos sobre la era
industrial (1966), un capítulo cuyo mero enunciado marca su distancia con
esa literatura conservadora; el ensayo III reza: «Fin de las ideologías.
Renacimiento de las ideas».
No quisiera decir con esto que el pensamiento de Aron no sea conservador en muchos aspectos. Pero no lo es —por lo menos, yo no puedo
considerarlo así— cuando Aron ha sido el más lúcido defensor de la libertad
y de la democracia. Pero su tesis del «fin de las ideologías» ha sido sin duda
utilizada más ampliamente por escritores conservadores, que, en realidad, lo
que querían era sentenciar el fin del marxismo y del socialismo, cuestión que
no se atiene a los hechos. En realidad, el «fin de las ideologías» era el
crepúsculo de todas las ideologías, excepto de la suya, normalmente
conservadora.
Aron, en última instancia, acaba la serie de los libros con el titulado
Democracia y totalitarismo, según ya hemos visto. Y en este volumen, Aron
opta lúcidamente por la democracia, frente a toda suerte de totalitarismo, y
eso no deja de ser una opción ideológica para Aron, para mí y para tantos de
nosotros; la única opción ideológica de rango ético superior, pero, al fin y a
la postre, ideología.
No fue Aron quien formuló por vez primera la tesis de la «sociedad
industrial». Pitirin Sorokin, que como emigrado ruso a los Estados Unidos
tenía buenas razones para no ignorar el papel histórico de la ideología
marxista, fue el primero en esbozar la hipótesis de que los problemas de
sociedades como la U. R. S. S. y los Estados Unidos se entendían mejor
desde la óptica de dos sociedades en acelerado proceso de industrialización
que desde otras perspectivas.
A partir de esta idea, el deslizamiento hacia la tesis de la convergencia de
los dos sistemas económicos —capitalismo y socialismo— resulta ser
inevitable. Situémonos en los años cincuenta. Por aquellas calendas la tesis
de la convergencia estaba ampliamente aceptada. Considerada desde nuestra
perspectiva actual —1983—, la tesis se nos aparece como un puro disparate. Ni los sistemas han convergido ni las ideologías han finalizado. En
cualquier caso —recordemos—, Aron escribía sobre el renacimiento de las
ideas: la idea de la democracia liberal ha dominado, por encima de hipótesis
ocasionales, más o menos originales, en toda la obra de Raymond Aron, y
ante esa idea éste no ha hecho jamás la más mínima concesión. Pero si la
idea de la democracia liberal se mantiene, y se puede decir que renace cada
día, 'ello es en gran medida el trabajo intelectual de Aron: el
observador comprometido, comprometido precisamente con la causa de la
democracia liberal.
Pues bien, todas las observaciones de matiz que podamos hacer a la
obra de Raymond Aron —como el género literario practicado, la ausencia
de contribución teórica o el limitado alcance de la tesis de la «sociedad
industrial»—- son, en primer lugar, observaciones que sólo atañen a una
parte de su obra, y, en segundo lugar, el conjunto de su obra está
dedicado a la defensa de la democracia y de la libertad, lo que le convierte
casi en exclusiva en el sociólogo más comprometido con estas causas que
ha dominado la sociología francesa desde los años treinta. Es muy posible
que otros sociólogos más «ortodoxos» —de acuerdo con los criterios profesionales dominantes— como, en general, los anglosajones y, especialmente, los norteamericanos, no hayan estado de hecho menos comprometidos
con la democracia y la libertad que Aron. Tal vez se pueda registrar en la
mayoría de ellos la contrafigura intelectual de nuestro autor. Pero ninguno
de ellos podría acreditar, a la hora de su muerte, como sucede con
Raymond Aron, una contribución comprometida y combativa semejante en
alcance, difusión e influencia —en la enseñanza, en la prensa diaria, en los
libros— a la que éste ha hecho por la causa de la democracia y la libertad,
frente a cualquier tentación totalitaria.
Hemos escrito antes sobre el pesimismo, heredado de Max Weber,
respecto del triunfo final de la causa democrática y liberal. Pero el mismo
Aron ha matizado ese pesimismo. Escribe: «A partir de 1930 sentía casi
físicamente la aproximación de tempestades históricas. Esa experiencia que
me inclinó hacia un pesimismo activo me ha marcado para siempre. Definitivamente dejé de creer que la historia obedeciese por sí misma a los imperativos de la razón o a los deseos de los hombres de buena voluntad.
Perdí la fe, pero he guardado, no sin esfuerzo, la esperanza. Descubrí el
enemigo que no me he cansado de combatir: el totalitarismo» (De la
condition historique du sodologue, págs. 20-21). «Pesimismo activo» y
«esperanza» sobre la libertad, «combate» contra el totalitarismo, dignifican
una obra intelectual coherente desde los años treinta, los años en que,
precisamente, el mundo intelectual se inunda de una nueva ola de sofismo y
propaganda. Contra esa ola es como hay que comprender la contribución de
Raymond Aron a la idea de la libertad y la democracia.
J. J.-B.*
* Catedrático de Sociología. Universidad Complutense.
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