¿Que son los deseos cósmicos? Por Ralph M. Lewis, F.R.C. Revista El Rosacruz A.M.O.R.C. ¿Cómo reconoceremos un deseo que está basado en principios Cósmicos? Comencemos por un análisis del deseo. Todo deseo consiste de dos cosas: primero, una perturbación o agravamiento de nuestro estado normal satisfactorio; cuando estamos poseídos por los deseos estamos incómodos; sentimos o creemos que hay alguna deficiencia en nuestro ser que pudiera remediarse con la satisfacción del deseo. Los deseos, pues, en sí mismos, no son agradables; son estados negativos que implican la necesidad de otra cosa. Es claro que la persona que consiente en estar continuamente poseída por los deseos estará en un estado muy angustioso. La segunda condición del deseo es la idea con la cual lo identificamos. Es decir, todo deseo, además de la perturbación que produce, asume una idea o forma mental con la cual lo asociamos. Es indudable que nadie ha tenido nunca un deseo intenso, vacío del concepto de lo que deseaba. Resumiendo, pues, diremos que alguna condición o circunstancia provoca algún anhelo o apetito que a veces es suave y a veces muy intenso. Con esto formamos una idea que creemos que pueda satisfacerlo. Las ideas que asociamos a esos apetitos o anhelos no siempre son arbitrarias. Muchas veces están basadas en la experiencia o directamente relacionadas con ella. Por nuestra conducta pasada, sabemos que cierta cosa o cierto acto suprimirán el deseo, y por eso relacionamos esa idea con él. Otras veces, nos imaginamos algo que podría satisfacerlo, para hallar muchas veces que no lo satisface. ¿Qué produce la perturbación o agravamiento en que consisten los deseos? Los deseos más comunes y más fuertes son los que tienen su origen en requerimientos somáticos: las necesidades del cuerpo. Cuando se ha satisfecho todo lo que la naturaleza requiere para nuestro bienestar físico y nuestro funcionamiento normal, no surgen anhelos somáticos. Las impropiedades o insuficiencias físicas producen sensaciones que conocemos con el nombre de apetitos. Si no fuera por esas sensaciones que nos llevan a la acción a causa de la incomodidad que producen, podríamos, por ejemplo, morirnos de hambre por descuidar la necesidad de alimentarnos. Como hemos aprendido por experiencia a comer cuando tenemos hambre, ciertos actos y cosas han quedado asociados a la sensación de hambre. El deseo se reviste inmediatamente de aquellas ideas que pueden más rápidamente ayudar a suprimirlo. El placer que resulta de la satisfacción de esos deseos es obviamente negativo; decrece en proporción con las exigencias del deseo. Mientras más comemos, menor es la intensidad del apetito y en consecuencia disminuye también el placer. Ese placer requiere, ante todo, un estado subnormal, una deficiencia, antes de que pueda atendérsele. Es decir, no podéis gozar del placer de comer si antes no tenéis hambre. No podéis gozar rascándoos si antes no os pica. Semejantes placeres no son deseables en sí mismos, sino que son los medios de suprimir un estado indeseable; por lo tanto, son negativos. No todos los deseos tienen un origen somático. Algunos surgen en la mente. La monotonía o el estado de descanso son una agravación de la conciencia. La mente inteligente, objetiva, cuando está despierta debe estar sujeta a estímulos, si no, se torna inquieta y se produce una sensación de irritabilidad. El cerebro tiene una energía que debe disiparse, pues si no, perturba la armonía de los sistemas nerviosos espinal y simpático. Sus facultades deben utilizarse; la memoria, la imaginación y la razón deben emplearse. El estado ideal de la mente objetiva es el que implica percepción y concepción, es decir, discernir con las facultades de los sentidos y luego formular ideas. Así como algunos alimentos son especialmente ricos en sabor, así algunas ideas son especialmente gratas para la mente, porque suscitan sentimientos y emociones agradables. Los deseos mentales son fines cuya realización, según se cree, producirán placer a la mente. La facultad de la imaginación crea continuamente ideales que se convierten en deseos de realización. Creemos que el dar existencia a esas cosas que concebimos aumentará nuestro placer. Hemos creado arbitrariamente, al proceder así, una deficiencia de nuestro bienestar, algo que creemos que necesitamos. Algunas veces la realización de esos fines traen placer al ego, pues se trata del orgullo de haber hecho algo; el yo debe estar satisfecho lo mismo que el cuerpo, porque el yo tiene necesidad de expandir sus poderes y habilidades. Hay deseos mentales rectos o torcidos; los que son rectos llevan a placeres sucesivos; los torcidos o incorrectos llevan a la corrupción del carácter y a la disipación de nuestros poderes mentales. La distinción principal entre los deseos rectos y los incorrectos estriba en que los deseos estén relacionados con el tener o el hacer. El deseo mental de tener, de anhelar continuamente más y más posesiones, no es más que una ambición, un amor desordenado de posesión. El deseo por el objeto, en esos casos, es mucho más intenso que el placer que se obtiene en alcanzarlo. Una vez que se efectúa la posesión, el apetito se encamina hacia la idea de otro objeto; así el individuo es impulsado constantemente sin tener ninguna satisfacción verdadera. Todo el yo mental se corrompe, la imaginación se encamina hacia objetos que siempre persigue; cuando finalmente se satisface este deseo, la inquietud toma posesión nuevamente del individuo, porque no está acostumbrado a hallar placer mental de otra manera. Los Placeres Mentales Los mayores placeres mentales vienen del ejercicio de los poderes de la mente. Planeamos, por ejemplo, dotar de existencia algo; no con el objeto de contentarnos porque se aumenten así nuestras posesiones o nuestra fortuna, sino más bien porque comprendemos que se han realizado los poderes del yo. El poeta encuentra placer no en su libro impreso de poesías, sino en la comprensión de que ha alcanzado a vislumbrar la verdad y ha podido expresarla. El escultor encuentra placer no en que tiene un objeto grande de mármol con cierta forma y que otra persona no posee, sino más bien en comprender que ha tenido la habilidad de hacer que la materia se conforme con el ideal de simetría que él concibió. Estos hombres encuentran placer en deseos creadores, en el ejercicio de sus habilidades latentes, lo mismo que en la realización de ellos. El hombre que tiene el deseo mental de la posesión se ve atormentado por la idea de que debe tener algo. En realidad, su deseo no es dar existencia a un objeto, sino, como dijimos, el amor de su posesión. Por consiguiente, el deseo nunca se satisface por una sola adquisición, y él sigue anhelando más y más. Los deseos cósmicos pueden conocerse porque su satisfacción no culmina cuando se provee a las necesidades del cuerpo, o se obtienen las cosas del mundo. Quien súbitamente aspira a poseer un sobretodo de pieles, una finca grande o a verse libre de los deberes normales de la vida, ciertamente que no tiene un deseo cósmico. Un deseo cósmico es una necesidad impersonal. Se refiere al yo más extenso: el Yo Psíquico. Se caracteriza por actos humanitarios y filantrópicos. La mujer que desea dedicar algún tiempo cada semana a ayudar a los niños necesitados, está experimentando un deseo cósmico. El hombre que ayuda a un joven inteligente y de aspiraciones a que se abra paso en sus estudios, está satisfaciendo un deseo cósmico. El hombre y la mujer que dan su tiempo, no a engrandecer el yo, sino porque hallan alegría en ser, por ejemplo, vigilantes de asociaciones juveniles de “guías” o "Boy scouts," están en el mismo caso; se ven movidos por deseos cósmicos. Si nuestros deseos nos llevan a hallar gran satisfacción en servicios prestados a la humanidad, ayudando a individuos o a toda la sociedad, estamos procediendo de acuerdo con deseos cósmicos. El deseo cósmico es el impulso del yo espiritual, del alma, para expresarse bajo la forma de compasión, caridad y servicio. Cuando nos vemos impelidos por un profundo impulso espiritual, que se traduce en actividad, y cuando el placer que sentimos redunda en beneficio de otros, además de nosotros mismos, también nos vemos frente a un deseo cósmico. El Alma produce apetitos lo mismo que el cuerpo, pero los placeres que provienen de satisfacerlos van más allá de las meras sensaciones de suprimir el apetito. Una vez que hemos experimentado placeres cósmicos, podemos intensificarlos indefinidamente como alegrías de la vida, sin que preceda una agravación o sensación de insuficiencia, que siempre acompaña a los deseos físicos. El único placer positivo es el gozo que proviene de estar de acuerdo con los principios cósmicos, porque esos placeres jamás disminuyen. No hay límites cuando se trata de ponernos en armonía con lo Divino, por consiguiente, no cesa el placer cósmico.