ESO QUE LLAMAN ORTOGRAFÍA — primera aproximación al tema

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ESO QUE LLAMAN ORTOGRAFÍA
— primera aproximación al tema —
Por Héctor E. Martínez
¿Quién no recuerda aún la polémica con ribetes de escándalo en ciertos ámbitos,
que suscitó la ponencia de Gabriel García Márquez en el I Congreso Internacional de la
Lengua Española realizado en 1997 en Zacatecas, México? En aquel momento el
premio Nobel de Literatura 1982 sugería jubilar a la ortografía, terror del ser humano
desde la cuna —decía—, proponía enterrar a las haches rupestres y firmar un tratado
de límites entre la ge y la jota entre otras consideraciones, como el caso de la be y la ve,
que los abuelos españoles nos trajeron como si fueran dos y siempre sobra una —
argumentaba.
Con los años hemos venido a enterarnos de que esta preocupación de García
Márquez era más que legítima, pues nacía de su propia y controvertida relación con la
ortografía de una lengua a la que le dio algunas de las mejores páginas de su historia
literaria. En Vivir para contarla, esa estupenda novela de su vida, confiesa que fue su
“calvario” como estudiante y aún hoy sigue asustando a los correctores de sus
originales:
“… todavía no entiendo por qué los maestros se ocupaban tanto de mí
sin dar voces de escándalo por mi mala ortografía. Al contrario de mi madre,
que le escondía a papá algunas de mis cartas para mantenerlo vivo, y otras me
las devolvía corregidas y a veces con sus parabienes por ciertos progresos
gramaticales y el buen uso de las palabras. Pero al cabo de dos años no hubo
mejoras a la vista. Hoy mi problema sigue siendo el mismo: nunca pude
entender por qué se admiten letras mudas o dos letras distintas con el mismo
sonido, y tantas otras normas ociosas.”
Esto no deja de ser una gran paradoja y una enorme bofetada para quien asegura
que el problema actual de la ortografía está directamente vinculado con la ausencia de la
lectura y de la escritura como prácticas sociales, porque si hasta ahora era Roberto Arlt
el gran inescrupuloso de la ortografía de la lengua española, García Márquez ha dado
por tierra con los prejuicios que existían respecto del cuerpo y el alma del gran escritor
argentino, cuyo delito no obstante, contaba con alguna indulgencia gracias a sus
orígenes de niño no escolarizado aunque fatigador de bibliotecas. Es indiscutible que
García Márquez no puede ser concebido ni remotamente con una historia similar:
Roberto Arlt era un autodidacto caótico que “escribía mal” para sus detractores
contemporáneos; pero es sabido que escribir prolijamente es una cosa muy distinta a
hacer literatura. García Márquez, que está más cargado de talento que de normativa del
idioma, cuenta con una formación sólida y conoce a la perfección todos los vericuetos
formales y expresivos de la lengua; aunque reniega de y con la ortografía. Tamaña
realidad no puede menos que hacer zozobrar las más vigorosas convicciones sobre el
tema: ¿es tan importante la ortografía de un idioma?, ¿no es que en la escritura lo
importante es la producción de sentidos?, ¿cambia mucho el sentido de un texto que no
tenga haches y confunda las eses con las ces y las zetas?, ¿la excelencia de un texto
literario depende de su ortografía?
La propuesta de García Márquez, no obstante, no es novedosa. Ya en el siglo
XIX, dos próceres de la educación americana como lo fueron el venezolano Andrés
Bello (1781-1865) y el argentino Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888)
cuestionaron la norma ortográfica de la Real Academia Española y promovieron la
simplificación de la ortografía como una forma de allanar el camino en el proyecto
alfabetizador de entonces. La independencia política estaba fuertemente atada al
reconocimiento de un español americano para Sarmiento; la democracia civil, a la
democracia lingüística. En 1826 Andrés Bello publicó en Londres (en colaboración con
Juan García del Río)[1] Indicaciones sobre la conveniencia de simplificar i unificar la
ortografía en América. En este trabajo y desde un enfoque fonético (cada fonema, un
grafema) el maestro de Simón Bolívar proponía la supresión de la h y de la u seguida de
q y g, la eliminación de la y con sonido vocálico, el reemplazo de g y x (México) por j,
de la z por la c, y el uso de la rr en todos los casos de sonido fuerte (lo mismo era rruido
que carro). Por su parte, la Universidad de Chile publicó en 1843 y a instancias de
Andrés Bello quien fue su primer rector, Memoria sobre ortografía americana de
Domingo Faustino Sarmiento, en donde el célebre sanjuanino seguía el camino iniciado
por Bello añadiendo la eliminación de la h, la k, la v y la z; sugiriendo además el cambio
de s por c, y el uso del grupo consonántico cs en lugar de la x. Y paralelamente a la
publicación chilena, en España se constituyó la Asociación de Profesores de Instrucción
Primaria de Madrid, entidad que también trabajaba en función de una reforma
coincidente con la de Sarmiento, a tal punto que, bajo los auspicios de este último, se
convertirá luego en la Academia Literaria i Científica de Profesores de Instrucción
Primaria de Madrid.
Como se ve, el tema no es nuevo. Incluso en el siglo XX precedieron a García
Márquez dos españoles: el poeta Juan Ramón Jiménez —cuya j del apellido ya habla a
las claras de cuáles eran sus intenciones reformistas— y el académico, narrador, poeta
y ensayista Miguel de Unamuno, quien no pudo convencer de sustituir la c por la k en
los casos de fonema /k/; pero sí logró espantar la b de obscuro para escribir oscuro. De
manera que no sería nada extraño que en algún momento del futuro dejemos de tener
obstáculos para superar simplemente ostáculos, porque así de caprichosa es la
ortografía. Y la Academia cada tanto, cede a esos caprichos como una madre
condescendiente, pero sólo cuando la realidad de la calle la supera y se pone en riesgo
su autoridad; entonces aparecen en escena las reformas ortográficas.
Un poco de historia
La cuestión ortográfica ha sido siempre una puja entre el criterio fonológico y el
criterio etimológico. El primero procede de Marco Fabio Quintiliano (35-95) y defiende
a la relación biunívoca de un fonema–un grafema; mientras que el segundo es un celoso
guardián de las raíces históricas de la lengua que nos vienen en parte, de aquella que fue
de Quintiliano; pero a contramarcha de lo que el orador latino teorizó sobre su
ortografía. El primero se apoya en el concepto de lengua como enérgeia (acción,
actividad, proceso) y el segundo, en la lengua como érgon (producto).[2] El primero es
reformista mientras que el segundo es conservador. El primero surge a la luz del
Romanticismo y el segundo pertenece a una reacción del Neoclasicismo; aunque,
divergencias mediante, ninguno niega la importancia de la normativa ortográfica: son
simplemente, distintas formas de ver un mismo hecho lingüístico; y mal que les pese a
los puristas de la lengua, la Real Academia Española nunca respondió —como se verá
luego— a un criterio etimológico rígido.
La lengua castellana nace con Alfonso X el Sabio (1221-1284), soberano de
Castilla y León, que es quien le da entidad histórica al declararla lengua oficial de su
reino. Es él quien también inaugura la prosa literaria castellana y fija la primera
ortografía siguiendo un criterio fonológico, tomando como modelo el habla popular de
los juglares, aunque se nota en la época vacilación e inestabilidad debido a la ausencia
de unidad fonética. Esto es natural si pensamos que las jarchas[3] (primeros
documentos de la lengua) datan de la primera mitad del siglo XI y que la versión más
antigua del Cantar de Mío Cid (primer texto completo en lengua castellana), que data
del siglo XII (c. 1140), todavía está muy contaminado por el dialecto catalán-aragonés,
que en esa época llegaba hasta la provincia de Soria y en donde se advierte fluctuación
en el uso de vocablos como ser, estar, haber y tener que se usan indistintamente; lo
mismo que salir y exir (ir desde); cabeça y tiesta; mañana y matino. En donde también
y desde el punto de vista fonético, hay alternancia entre menguar y minguar, mejor y
mijor, soltura y sultura; así como desde lo morfológico el verbo ceñir aparece como
cingo, cinxe, cinto, etc.
Pero en el siglo XV la lengua ha adquirido ya cierta madurez como se puede
comprobar en los diarios de viaje de Cristóbal Colón y tendrá lugar en esta época,
favorecida por las condiciones histórico-políticas de la península ibérica, la aparición de
la Gramática de la lengua castellana (1492) de Elio Antonio de Nebrija o Lebrija
(1441-1522) y, del mismo autor, Reglas de orthographía en la lengua castellana
(1517), considerado el primer texto sobre la ortografía de nuestra lengua, en cuyo título
se puede advertir ya alguna distancia con la normativa actual. No obstante el criterio
fonológico que asiste a la obra de Nebrija se pronuncia claramente en la presentación de
su gramática:
“assí tenemos de escrivir como pronunciamos: i pronunciar como escrivimos”
voluntad que también ya había sido expresada por la pluma de Gonzalo de Berceo (c.
1200 – c. 1270), primer poeta de nombre conocido en la poesía castellana:
“Quiero fer una prosa en roman paladino[4]
en cual suele el pueblo fablar a su vecino
…”
Luego de Nebrija no habrá un trabajo similar que sirva de modelo rector, por lo
que la lengua ingresa en un período de anomia y anarquía que intentará ser superada con
la creación en 1713 de la Real Academia Española. A partir de entonces se editará el
Diccionario de Autoridades en seis volúmenes entre 1726 y 1739, y en 1741 surgirá la
primera de las diez ediciones que tiene la Orthographía. Mucho tiempo después, en el
siglo XIX, aparecerán numerosos Prontuarios de ortografía de la lengua castellana en
preguntas y respuestas.
Con la RAE tiene su fe de bautismo el criterio etimológico —criterio precario si
los hay—, fijándose por ejemplo el uso de la b y la v; pero ya en 1741 se lo abandona
en parte con la admisión de algunos vocablos que siguen su pronunciación, tal es el caso
de sciencia, theatro, psalmo y otros, que adquieren la forma actual. En la segunda
edición de la Ortografía se incorporan los dígrafos ch y ll; pero al mismo tiempo se
suprime la ch latinizante por no decir etimológica (vg. chorus > coro; Christo > Cristo,
etc.). También se incorpora la letra ñ en reemplazo de los grupos consonánticos
etimológicos mn (vg. somnu > sueño); nn (vg. annu > año); ni (vg. senĭore > señor); gn
(vg. stagnu > estaño) y tal vez fruto de la evolución de ng (vg. ringĕre > reñir). Se quita
al mismo tiempo la ph de origen griego reemplazándola con la f latina, tal es el caso de
ortografía, y se eliminan los grupos consonánticos ps y pt (pseudo, escripto), los que
mucho después (1999), volverán a recomendarse en neologismos provenientes del
campo del las ciencias (psicología) o en casos de palabras como septiembre, séptimo,
etc. Con el tiempo se simplificará el grupo consonántico bs (subscribir, substancia, etc.)
y la x será reemplazada por la s (estraño, esperto, etc.), para luego ser reabsorbida por la
normativa, entre tantas otras modificaciones que demuestran claramente el predominio
del uso por sobre el principio etimológico que se muestra históricamente vacilante,
inestable, contradictorio y hasta arbitrario.
Es muy interesante en este sentido leer los artículos que a propósito publicó
Andrés Bello —que defendía el criterio fonológico— en El Araucano de Santiago de
Chile, revista de la que era su principal redactor, el 10 y el 24 de mayo de 1844. En
1832 el diccionario de la RAE había establecido como correcto el uso de g en palabras
como gefe, que en la edición de 1837 aparecerá por primera vez con la j actual. Decía
Bello en 1844: “Extraños debieron parecer a la vista ‘egemplo’, ‘egecución’,
‘egercicio’, escritos con g en lugar de la x etimológica, extraños ‘cuanto’, ‘elocuencia’,
‘acuoso’…” (etimológicamente: quanto, eloquencia, aquoso); y remataba diciendo: “no
se paró la Academia en esa extrañeza, ni tuvo escrúpulo en apartarse de la etimología
para simplificar la escritura”. Y como una simple curiosidad podríamos agregar lo que
argumentaba en relación con la hache y las bes:
“¿Quién ha dicho que la escritura tiene por objeto conservar las etimologías?”,
alegaba, y comparaba la ortografía del castellano con la de otras lenguas romances para
defender la expulsión de la hache: “Si es una lástima que escribiendo ombre sin h
desaparezca la etimología de esta palabra, y su afinidad con ‘homo’ en latín, y
‘homme’ en francés (…) Escribiendo aber sin h, nos acercamos a los italianos y a los
franceses, que escriben ‘avere’, ‘avoir’. Escribiendo ‘ombre’, ‘onor’, ‘orror’,
‘umanidad’, sin h, nos acercamos a los italianos, que escriben ‘uomo’, ‘onore’,
‘orrore’, ‘umanità’; que apenas conservan tres o cuatro h inútiles en su moderna
escritura”.
Y en relación con las bes destacaba algunas contradicciones entre lo etimológico
y lo fonético, precisamente porque se trataba de casos claros de adecuaciones fonéticas:
“Escríbese comúnmente ‘buitre’: la palabra latina es ‘vultur’; la francesa ‘vautour’; la
inglesa ‘vulture’. Escribiendo ‘pruebo’ conservamos la afinidad latina, ‘probo’; pero
discordamos con el francés ‘je prouve’, con el italiano ‘io provo’, con el inglés ‘I
prove’. Pudiéramos aglomerar no pocos ejemplos de esta especie”.[5]
En medio de esta turbulencia idiomática, en 1844 se redacta el primer
Prontuario de la ortografía de la lengua castellana y la reina Isabel II ordena la
enseñanza obligatoria de la ortografía en las escuelas del Reino[6]. Esto se produce en
forma paralela a la presentación de la reforma chilena, promovida por la Facultad de
Filosofía y Humanidades de Chile —entre las cuales está la eliminación de la h— que
Bello defiende en los artículos mencionados y que tendrá repercusión en varios países
de América Latina —Argentina, entre ellos— más una vida generosa en su país de
origen: estará vigente hasta 1927, año en que se acepta nuevamente la ortografía de la
RAE mediante un decreto firmado por el presidente de entonces.
Mientras tanto otras propuestas de reformas circularon en los ámbitos académicos,
como la de José P. Gómez, quien en 1914 y desde un criterio fonológico, sugiere
agregar una virgulilla sobre la l (“l) y la r (“r) para representar los fonemas /ll/ y /rr/
(Ortografía ideal. Tratado de reforma ortográfica de la lengua castellana y de
fonografía comparada). Pero finalmente el caos comienza a ordenarse cuando el
académico y secretario de la RAE Julio Casares, presenta el informe Problemas de
prosodia y ortografía en el Diccionario y en la Gramática, trabajo que da origen en
1952 a las Nuevas normas de prosodia y ortografía, que tendrá su texto definitivo en
1959. Esta será la ortografía oficial de la lengua que regirá hasta 1999, cuando se
publica la nueva Ortografía de la lengua española desde una perspectiva panhispánica,
ya que en su elaboración intervinieron las 22 academias de la lengua, incluida la filipina
y la norteamericana. Pero aún no está dicha la última palabra
[1]
Juan García del Río (1794-1856), escritor colombiano, editor en Londres, junto con Andrés Bello, de
las revistas “La biblioteca americana” (1823) y “El repertorio americano” (1826-1827).
[2]
Dicotomía planteada por Wilhelm von Humboldt, quien en 1828 esbozó una lingüística basada en el
espíritu y no en la materia.
[3]
Breves composiciones poéticas populares y líricas de tono amatorio.
[4]
Roman paladino: romance sencillo, habla del pueblo.
[5]
Lectura recomendada en www.analitica.com/biblioteca/abello/ortografia3
[6]
La primera reforma moderna data de 1815; pero no es hasta este año que adquiere difusión sistemática
con la publicación del Pr
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