ENCUENTRO EN EL CAMINO: LEON BLOY Nos puso frente al

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ENCUENTRO EN EL CAMINO: LEON BLOY
Nos puso frente al hecho de la santidad. Simplemente
porque nos amaba, porque su experiencia nos era próxima.
Nos hizo conocer los santos y los místicos, al punto que no
podía leerlos sin llorar. Cuántas veces él nos leía, con la vista
nublada de lágrimas, páginas de Santa Ángeles de Foligno,
en la hermosa traducción de Ernest Hello: “No es para la risa
que yo te haya amado”. Sentíamos que estas palabras de
Dios a Santa Ángeles, Leon Bloy las había experimentado él
mismo. Nos hablaba también mucho de Ruysbroeck el
Admirable y muy seguido nos repetía llorando estas palabras
suyas: “Si Uds. supieran la dulzura que Dios da y el gusto
delicioso del Espíritu Santo” (Raissa Maritain, Las Grandes
Amistades.)
Lo que ellos esperaban se dio a conocer a Jacques y a
Raïssa por la vía más común: por la lectura del diario. ¿Quién
ha dicho que el diario matutino no puede ser una moderna
“lectio divina”? Les intriga la elogiosa reseña periodística de
la última novela de un desconocido.
Leyeron La mujer
pobre, de León Bloy y frases como ésta se imprimieron para
siempre en sus espíritus: “No se entra al Paraíso mañana, ni
en diez años, se entra
hoy, cuando se es pobre y
crucificado…” “No hay más que una tristeza, la de no ser
santos”.
No era fácil para nuestros dos estudiantes dejar su querida
rivera izquierda del Sena y la colina de Santa Genoveva,
atravesar el río y subir la muy católica Montmartre, donde
recién se había construido ese templo de la reacción que era
para ellos la basílica del Sagrado Corazón. Era como dejar su
país como lo hizo Abraham, abandonar todas sus referencias
para un éxodo hacia aquella Tierra Prometida. Era agachar la
cabeza, como decía San Agustín, era hacerse mendigo de
quien se llamaba a sí mismo “el Mendigo Ingrato”, era
hacerse peregrino del Peregrino de lo Absoluto, ansioso de
no faltar al llamado: “Hoy, si escuchan su voz, no endurezcan
sus corazones”. La desinstalación fue total. La pequeña casa
miserable, el pan de la miseria, se hicieron pronto palacio
encantado y encuentro amoroso.
“Compartíamos el festín real de su caridad, escuchándole
hablar de las maravillas de Dios. A veces su hija mayor
Verónica, una niñita de doce años, cantaba ingenuas y
emocionantes melodías que había compuesto ella misma.
Bloy se encantaba con los cantos de esta niña
maravillosamente dotada y cuyo espíritu de recogimiento le
impresionaba. La conversación era animada, espiritual y libre,
y alegre a pesar de la constante melancolía de Bloy. La
confianza fraternal, la simplicidad, el sentido evangélico y el
espíritu francés establecían entre sus corazones una
comunicación dulce y ligera, y les daba la ilusión de
descansar un momento en un mundo más feliz que “este
planeta”.
León Bloy nos leía a menudo con su voz
admirablemente hermosa, las últimas páginas que acababa
de escribir, cuando la tinta estaba aún fresca. Su vida era
simple como su corazón. (Raïssa Maritain, Las Grandes
amistades)
Bloy había comprendido que esta gente joven y refinada no
se rendirían sino a la belleza, que les podría desintoxicar de
una ciencia fría, falsa, y de la seca razón divinizada: “Es
indispensable que la Verdad sea gloriosa. El esplendor del
estilo no es un lujo, es una necesidad”. La importancia que
daba al estilo era como un chispazo de intuiciones
espirituales. “Todo lo que sucede es adorable; el sufrimiento
pasa, el hecho de haber sufrido no desaparece”. Los quería
despertar a otra belleza, la belleza de la santidad. Les inunda
de vidas de los santos. Amigo de religiosos, conjugaba como
ellos El amor a las letras y el deseo de Dios ( Abad Jean
Leclerc).
Especialmente, como verdadero católico, sabía por instinto
que es en los santos y no en los prelados donde se revela el
misterio de la Iglesia y su belleza, tal como la reina de Saba,
“cuya gloria estaba en su interioridad”. Y la belleza de la
santidad les encaminaba hacia la belleza de la Verdad y
hacia el servicio de la Verdad. El compuesto de belleza,
verdad y amor sería uno de los ejes fundamentales de la obra
y el humanismo de Jacques.
Bloy había comprendido especialmente que esos espíritus
fuertes no se rendirían más que a la experiencia, la de un ser
“tomado” por Jesucristo. La gracia no es “un manto puesto
sobre un muerto” como pensaba Lutero, bajo el que prospera
un “cristianismo decorativo”, no, es una granada, un
explosivo, un ácido que transforma al “hombre viejo” y hace
un “hombre nuevo”. Francisco se presentó desnudo frente al
obispo, en las barbas de su padre tan burgués; y la ropa
abotonada hasta arriba de León Bloy disimulaba la ausencia
de camisa: ¿no era la imagen de un moderno San Francisco?
Era muy de la raza de los “locos de Cristo”, esos mendicantes
voluntarios que han florecido en Rusia; de Benito Labra, ese
eremita peregrino en el orgulloso siglo de las Luces. La gloria
junto a los harapos: para nuestros jóvenes amigos eso fue
dinamita. A su contacto, cambiaron de derrotero y se alistaron
en un camino de soledad. Bloy fue
el primero
en
mostrárselos, en actitud paternal.
Raïssa: “Una flor del bosque que un rayo de sol demasiado
pesado inclinaba sobre su tallo. En este ser encantador y tan
frágil habitaba un alma capaz de arrodillar a los robles. Su
inteligencia desde el primer día me desconcertó”
Jacques: “No esperaba ver salir un brazo tan fuerte desde los
harapos de la filosofía. Un brazo de atleta y una fuerte voz de
protesta. He sentido al mismo tiempo una ola de poesía
dolorosa, una poderosa ola venida desde muy lejos”.
Los conquistó con su simplicidad – Dios también es simple –
y sobre todo con su humildad. “Yo podría ser un santo; he
llegado a ser un hombre de letras”. Con su plegaria y con sus
lágrimas les inculcó la enfermedad de la que no se sana:
Jesús. Devoto de La Salette, ese alto lugar de los Alpes
donde se apareció la Virgen a dos niños, en 1854, Bloy les
dio a conocer en su escrito “La que llora”, la otra cara del
Paraíso. Revelándoles El Misterio de Israel y La salvación por
los judíos, la unión mística de Cristo y de su pueblo, le daba
sentido al bautismo de Raïssa y preparaba a Jacques a intuir,
antes que casi todos, las desgracias que pronto
sobrevendrían en Europa.
León Bloy comprendió pronto que Raïssa – Raquel en ruso,
nombre de amor y de tristeza – era, para retomar unas
palabras de Jacques respecto a otra dama notable “una de
esas mujeres por cuyo amor un hombre haría grandes
cosas”. Bloy fue el “pasador” que, religioso o laico, todos
esperamos encontrar. Ellos estarían junto a él cuando, doce
años después, comulgaría por última vez, antes de pasar La
Puerta de los Humildes.
Nota: Los libros que se citan en este texto, La Mujer Pobre, El Mendigo Ingrato, El
Peregrino de lo Absoluto, La Que Llora, El Misterio de Israel, La Salvación por los
Judíos, La Puerta de los Humildes, son todos de León Bloy, muy difíciles de
encontrar actualmente en librerías.
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