El fin de la historia toca a su fin Por John Gray Para LA NACION En los tiempos modernos, los Estados liberales siempre coexistieron con muy diversos tipos de tiranías. El mundo moderno también contuvo numerosos sistemas económicos, variedades del capitalismo, economías planificadas y guiadas, y una miríada de sistemas económicos híbridos difíciles de clasificar. La diplomacia y el derecho internacional surgieron y se desarrollaron para hacer frente al hecho de la diversidad de regímenes. Sin embargo, en todo el siglo XX la política global fue moldeada por el proyecto de unificar el mundo dentro de un régimen único. Mientras el régimen soviético mantuvo su compromiso con la ideología marxista, su objetivo a largo plazo fue el comunismo mundial. El planeta entero constituiría una sola economía socialista, administrada por gobiernos uniformes. En general, y con razón, este proyecto marxista hoy se considera utópico. Aun así, su desaparición como fuerza dentro de la política mundial no fue acompañada de una aceptación de una diversidad de sistemas políticos. Citando la célebre frase de Francis Fukuyama, la caída del comunismo nos dejó en "el fin de la historia", una época en que los gobiernos occidentales pudieron abocarse a unificar el sistema internacional para transformarlo en un régimen único, basado en los mercados libres y el gobierno democrático. Pero este proyecto es tan utópico como lo fue en otro tiempo el marxista y promete ser bastante más efímero que la Unión Soviética. El colapso del bloque soviético tuvo numerosas causas pero, contrariamente a la opinión convencional, las fallas económicas no ocuparon un lugar central. El bloque se desintegró porque no pudo hacer frente al disenso nacionalista en Polonia y los Estados Bálticos, y en un sentido más general, porque un solo sistema económico y político no podía satisfacer las necesidades de pueblos y sociedades sumamente disímiles. El marxismo es una versión del determinismo económico. Predice que las diferencias entre sociedades y pueblos disminuirán a medida que éstos alcancen niveles de desarrollo económico similares. Para los marxistas, el nacionalismo y la religión carecen de una importancia política duradera. A corto plazo, pueden servir para fomentar movimientos antiimperialistas, pero a la larga traban la construcción del socialismo. Guiado por estas convicciones, el Estado soviético libró una guerra incesante contra las tradiciones nacionales y religiosas de los pueblos que gobernó. En la práctica, los gobernantes soviéticos se vieron obligados a transar para quedarse en el poder. Pocos podrían calificarse de ideólogos sinceros. Aun así, la rigidez del sistema soviético se debió, en gran medida, al hecho de haber sido establecido sobre una premisa falsa. Me refiero a la interpretación marxista de la historia, según la cual toda sociedad está destinada a adoptar el mismo sistema económico y la misma forma de gobierno. La Unión Soviética se desintegró porque sus instituciones monolíticas no pudieron dar cabida a naciones cuyas historias, circunstancias y aspiraciones divergían radicalmente: checos y uzbecos, húngaros y siberianos, polacos y mongoles. Hoy, el libre mercado global construido a raíz del colapso soviético también se está desintegrando, y por razones similares. Los neoliberales son deterministas económicos, igual que los marxistas. Creen que todos los países están destinados a adoptar el mismo sistema económico y, por ende, las mismas instituciones políticas. Nada puede impedir que el mundo se convierta en un inmenso mercado libre, pero el inevitable proceso de convergencia puede acelerarse. Los gobiernos occidentales y los organismos transnacionales pueden ser las parteras del nuevo mundo. Por improbable que parezca, esta ideología sustenta instituciones tales como el Fondo Monetario Internacional. La Argentina e Indonesia tienen problemas muy diferentes, mas para el FMI la solución es la misma: ambas deben convertirse en economías de libre mercado. En el momento del colapso comunista, Rusia era un herrumbroso cinturón militarizado, pero el FMI estaba convencido de que podría transformarse en una economía de mercado al estilo occidental. Se promovió por doquier un modelo idealizado del capitalismo anglosajón. Para el museo de las utopías A nadie sorprende que un enfoque tan ideológico de la política económica haya fracasado. Indonesia está en ruinas; la Argentina está dejando de ser un país del Primer Mundo, y de manera rápida. Rusia dejó atrás el período neoliberal para tomar un camino más adecuado a su historia y circunstancias. Los países que mejor capearon las tormentas económicas de estos últimos años son aquellos que tomaron el modelo del FMI con bastantes reservas. Sin duda, los ideólogos del FMI -como los pocos marxistas supérstites que defienden la planificación económica centralizada- niegan el fracaso de sus políticas alegando que sólo fueron implementadas parcialmente. Es una respuesta falsa. En ambos casos, las políticas se ensayaron y fracasaron, con un gran costo humano. Si el libre mercado global se está deshaciendo, no es por el costo humano que impusieron sus políticas en países como la Argentina, Indonesia y Rusia. Es porque ya no satisface o conviene a las naciones que más lo promueven. Presionado por la baja del mercado accionario, Estados Unidos va abandonando las políticas de libre comercio mundial en favor de un proteccionismo más tradicional. Este viraje nada tiene de sorprendente. A lo largo de su historia, Estados Unidos siempre trató de aislar sus mercados de la competencia extranjera. Así pues, una vez más, la historia ha vencido a la ideología. Al desinteresarse de las políticas liberales, Estados Unidos les quitó su principal puntal. Los políticos tradicionales quizá sigan asintiendo, reverentes, cada vez que se invoca al libre mercado global, pero en la práctica el mundo está volviendo a un modelo más viejo y duradero. Aceptamos tácitamente la idea de que mañana, como ayer, el mundo contendrá una variedad de sistemas y regímenes económicos. El mercado libre global está a punto de reunirse con el comunismo en el museo histórico de utopías desechadas. © Project Syndicate y LA NACION (Traducción de Zoraida J. Valcárcel) John Gray ocupa la cátedra de pensamiento europeo en la School of Economics de Londres. Este mes aparecerá su último libro, Straw Thoughts on Humans and Other Animals ("Reflexiones intrascendentes sobre los humanos y otros animales"; Granta Books). Copyright © 2002 La Nación