Eclipses y colapsos en la trayectoria del imperio español, 1650

Anuncio
Eclipses y colapsos en la trayectoria del imperio español, 1650-1898.
Josep M. Delgado Ribas (UPF_CSIC)
(Versión preliminar, no citar)
Colapso y Eclipse constituyen dos conceptos extraídos de la astrofísica que
los científicos sociales han
incorporado a su utillaje analítico con la
intención de lograr una aproximación más exacta al proceso de decadencia
y caída de los imperios. Al utilizar el término colapso, nos remitimos a un
proceso de implosión súbita de una estrella, como resultado de la ruptura
del equilibrio gravitacional entre la fuerza expansiva interna liberada por la
combustión de hidrógeno y la presión externa de la gravedad, que genera el
nacimiento de una constelación de nuevos cuerpos celestes –enanas
blancas, estrellas de neutrones, supernovas, planetas, satélites, agujeros
negros, etc-. El término eclipse define un fenómeno de ocultación total o
parcial del Sol, o de la Luna, observable desde la Tierra y que es resultado
de la sombra proyectada sobre el lugar que ocupa el observador por la
interposición de la Luna, o del Sol; cuando lo utilizamos, hacemos
referencia a un cambio parcial y transitorio, y muy condicionado por la
perspectiva del observador, durante el cual un cuerpo se apaga lentamente,
sin dejar de existir. Se trata de dos fenómenos físicos diferentes que, sin
embargo, los historiadores han utilizado con frecuencia para describir los
mismos procesos de decadencia imperial.
En las Ciencias Sociales, eclipse y colapso han sido objeto de diferentes
aplicaciones al ciclo final de las formaciones imperiales1. Se habla de
colapso cuando una estructura imperial se desploma de manera estrepitosa
en un corto espacio de tiempo, aun cuando de un examen detallado del
1
Recojo el término y sus características de Ann Laura Stoler y Carole McGranahan, “Introduction.
Refiguring Imperial Terrains”, en, A. L. Stoler, C. MccGranahan y Peter C. Perdue, Imperial Formations,
Santa Fe, NM, SAR Press, 2007, pp. 8-15.
proceso pudiera concluirse que, en realidad, las causas de su desintegración
vienen de mucho antes. Roma, la Rusia de los Romanov, en 1917, la Unión
Soviética, en 1989-1991, o el imperio español en América, entre 1810 y
18242, serían ejemplos arquetípicos de colapso imperial. El término eclipse
tiene connotaciones más contemporáneas y su generalización en la
historiografía es fruto de las incógnitas que sobre el futuro de la hegemonía
norteamericana han abierto los acontecimientos globales que se han
sucedido desde el 11 de septiembre de 2001 –fracaso de las intervenciones
en Irak y Afganistán, y de la “Guerra contra el Terrorismo”, ascenso
imparable de China, India o Brasil y retos planteados por Irán, Corea del
Norte, avances de la izquierda antiamericana en América Latina, etc.-, que
han llevado a interrogarse sobre el declive, incluso sobre un cercano
colapso3, de los Estados Unidos. Previamente, el uso del término eclipse
comenzó a utilizarse también para ilustrar la decadencia de Gran Bretaña
como potencia imperial a partir del período de entreguerras, cuando autores
como Richard Jebb la presentaran como un período transitorio, una
oscuridad temporal de un fulgor imperial que iba a retornar4. Después de la
II Guerra Mundial, las sombras e interrogantes se transformaron en certezas
2
A título de ejmplo, Peter J. Heather, The Fall of the Roman Empire: A New History of Rome and the
Barbarians, New York, Oxford University Press, 2006, y, Empires and Barbarians: The Fall of Rome
and the Bird of Europe, Oxford-New York, Oxford University Press, 2009; Jonathan Bromley, Russia
1848-1917, Oxford, Heinemann, 2002; Alexander J. Motyl, “From Imperial Decay to Imperial Collapse:
The Fall of the Soviet Empire in Comparative Perspective”, en, Richard L Rudolph and David F. Good,
(eds.), Nationalism and Empires, New York, St. Martin´s , 1992, pp. 3-43; Mark R. Beissinger,
Mobilization and the Collapse of the Soviet State, Cambridge, Cambridge University Press, 2002; Rafe
Blaufarb, “The Western Question: the Geopolitics of Latin American Independence”, The American
Historical Review, 112: 3 (June 2007), pp. 742-763. De un modo genérico, aplicado al ciclo vital de las
grandes civilizaciones, y con numerosos ejemplos, Alexander J. Motyl, Imperial Ends: the Decay,
Collapse, and Revival of Empires ,New York, Columbia University Press, 2001; Jared Diamond,
Collapse: How Societies Choose to Fail or Succeed, New York, Viking, 2005; N. Yoffee y G.L. Cowgill
(eds.), The Collapse of Ancient States and Civilizations, Tucson, University of Arizona Press, 1988; P.A.
McAnany y N. Yoffee, Questioning Collapse. Human Resilience, Ecological Vulnerability and the
Aftermath of Empire, Cambridge, Cambridge University Press, 2010.
3
Niall Ferguson, “Complexity and Collapse. Empires on the Edge of Chaos”, Foreign Affairs, February
26, 2010, Carl Boggs, Imperial Delusions: American Militarism and Endless War, Lanhan, MD, The
Rowman and Littlefield Publishing group, 2005, pp. 192-212. Desde una perspectiva ultraconservadora,
Gene W. Heck, The Eclipse of the American Century: An Agenda for Renewal, Lanham, MB, The
Rowman and Littlefield Group, 2008
4
Herbert B. Gray, y Samuel Turner, Eclipse of Empire?, London, Nisbet and Cº, 1916; Richard Jebb,
The Empire in Eclipse, London, Chapman and Hall, 1926.
y la visión del eclipse británico comenzó a ir indisolublemente unida al orto
de la hegemonía imperial norteamericana5.
En el caso del imperio español, el empleo de la expresión “colapso” para
describir la caída del imperio español se ha impuesto de manera
abrumadora en la historiografía internacional, aunque el sentido inicial en
que se utilizó la expresión distara del uso que luego se ha generalizado. Así
un artículo sobre la Guerra entre España y los Estados Unidos publicado en
agosto de 1898 en la Calcutta Review, recuperaba la predicción sobre las
dying nations , hecha unos meses antes por el Premier Lord Salisbury, ante
el foro conservador de la Primrose League para titular, de manera escueta,
The Collapse of Spain6. El colapso no era otra cosa que el desenlace final
de una larga enfermedad provocada por la corrupción y el desgobierno que
habían debilitado el cuerpo político de España. Según la prensa americana
contemporánea del conflicto, también era posible hablar de una España en
situación de colapso cuando los plenipotenciarios españoles que
negociaban en Paris no tuvieron más remedio que aceptar, a fines de
noviembre de 1898, la cesión de la soberanía sobre Filipinas a los Estados
Unidos. Se consumaba de este modo el hundimiento del edificio colonial
español7.
5
Si en los ensayos de Anthony D. Low, contenidos en Eclipse of Empire, Cambridge, Cambridge
University Press, 1991, aun se pueden vislumbrar ciertas esperanzas de un resurgir imperial, y Keith
Robbins, The Eclipse of a Great Power: Modern Britain, 1870-1992, London, Longman, 1983 renuncia
explícitamente al termino “decline”, en beneficio del menos contundente “eclipse”, según explica en,
Politicians, Diplomacy and War in Modern British History, London, The Hambledon Press, 1994, p. 82,
Anne Orde, The Eclipse of Great Britain: The United States and British Imperial Decline, 1895-1956,
London, St Martin’s Press, 1996, situa el declive británico a partir de 1945 en el marco de un irreversible
proceso de transición imperial. En la misma dirección, B.J.C McFercher, Transitions of Power: Britain
Loss of Global Pre-eminence to the United States, 1930-1945, New York, Cambridge University Press,
1999. Una completa revisión historiográfica sobre las visiones del fin del imperio, en John Darwin,
“Decolonization and the End of Empire”, The Oxford History of he British Empire, Volume V, Robin W.
Winks (ed.), Historiography, Oxford/New York, Oxford University Press pp. 541-557. Ronald Hyam,
Britain’s Declining Empire. The Road to Decolonisaton, Cambidge/New York, Cambridge University
Press, 2006, pp. 12-29 ha analizado las estrategias seguidas por Gran Bretaña entre 1918 y la década de
1960 para contrarrestar su pérdida de influencia en el mundo; unas estrategias que fueron del “indirect
rule” a la “special relationship” con los Estados Unidos
6
The Calcutta Review, Vol 106, Vol. 2, p. 70. El texto del discurso, recogido en The Times, 5 de mayo de
1898, p. 18 y en The New York Times, 18 de mayo de 1898, pp. 5-6.
7
Omaha Sunday Bee, Nov. 27 1898, titulaba la noticia “Spain Ready to Collapse”
Pero, cuando y porqué se produjo, si tuvo lugar en algún momento, este
colapso?. Existe un cierto consenso en que el “vertiginoso colapso” del
imperio español debe situarse en las primeras décadas del siglo XIX,
aunque las causas de la ruina imperial sean objeto de disputa8. Según David
Ringrose lo que realmente concedió una dimensión catastrófica al colapso
de la monarquía y del imperio español durante el período de las guerras
napoleónicas fue la brusca caída de España desde su rango de gran potencia
europea a una posición de mero comparsa en el nuevo sistema de estados
surgido del Congreso de Viena (1815),9 hecho que se sumaría a las graves
repercusiones económicas y fiscales que la pérdida de las colonias
representó para amplios sectores de la industria y el comercio español10 y
para el mismo estado absoluto, que vio críticamente comprometida su
viabilidad11. Esta percepción general de los historiadores, contrasta con la
que los contemporáneos tuvieron de las amputaciones consumadas en 1824
y 1898. Desde que Melchor Fernández Almagro señalara en 194412 que la
mayoría de los españoles situaba la pérdida del imperio en 1898, han sido
muchos los investigadores que se han interrogado por la escasa repercusión
que la secesión del continente americano tuvo entre la población española
de su tiempo y el poco rastro que dejó en las memorias publicadas en las
8
Gabriel Paquette, “The Dissolution of the Spanish Atlantic Monarchy”, The Historical Journal, 52,1
(2009), pp. 175-212.
9
David Ringrose, Spain, Europe and the “Spanish Miracle” 1700-1900, Cambridge, Cambridge
University Press, 1996, p. 83
10
Hace más de veinte años, Leandro Prados de la Escosura , De imperio a nación. Crecimiento y atraso
económico en España (1780-1930), Madrid, Alianza Editorial, 1988, estimó que la pérdida de las
colonias representó una reducción de entre el 3 y el 4% en la renta nacional, con un impacto
especialmente intenso en las regiones más vinculadas al mercado, como Cataluña y Andalucía y en los
sectores exportadores más dinámicos como la industria textil, la siderurgia, o los servicios navieros.
Probablemente ha llegado el momento de realizar de nuevo el mismo ejercicio de estimación pero con la
información estadística de mayor fiabilidad de que hoy disponemos. Considerar que las valoraciones
arancelarias del Reglamanento de comercio libre de 1778 corresponden a precios “de mercado” y
compararlas con valores construidos con otros criterios –“precios corrientes de 1827” hace muy
cuestionables las conclusiones obtenidas.
11
Josep Fontana , La quiebra de la monarquía absoluta, 1814-1820. La crisis del Antiguo Régimen en
España, Barcelona, Crítica, 2002, pp. 31-36
12
Melchor Fernández Almagro, La emancipación de América y su reflejo en la conciencia española,
Madrid, Hispánica,1944, p. 11.
siguientes décadas por testigos de los acontecimientos13. Las circunstancias
excepcionales que vivió la metrópoli con la ocupación napoleónica y los
gobiernos despóticos de Fernando VII, solo interrumpidos por el breve
interludio del Trienio Liberal (1820-1823), el carácter patrimonial de la
monarquía absoluta y su dominio eminente sobre las Indias, la escasa y
distorsionada información que llegaba al público sobre los sucesos de
América –la noticia de la derrota de Ayacucho se hizo pública en abril de
1825, y se dudó de su verosimilitud-, y las simpatías de los liberales
peninsulares que sufrían los rigores del absolutismo fernandino hacia la
lucha de los americanos que tuvo su mejor plasmación en el levantamiento
liberal de Cabezas de San Juan, protagonizado por las tropas que debían
participar en la “Gran Expedición” reconquistadora del Río de la Plata y la
creencia de Fernando VII y la camarilla gobernante de que aún era posible
recuperar el control sobre los territorios sublevados, que se prolongó hasta
la muerte del monarca en 1833, se han aducido como causas principales del
escaso impacto que sobre la península generó la emancipación americana.
Ha ello hay que añadir que ya, a mediados de los 30 el boom económico
cubano hacía pensar que el “imperio chiquito” podía ser tanto o más
rentable que el grande14.
13
Entre otros, se han ocupado específicamente de esta cuestión, Michael P. Costeloe, La Respuesta a la
independencia. la España imperial y las revoluciones hispanoamericanas, 1810-1840, México, FCE,
1989, p. 15; Ronald Escobedo, “Repercusión de la independencia americana en la opinión pública
española”, Quinto Centenario, nº 14 (1988), pp. 183-192;Josep Fontana, “la conciencia española ante las
dos pérdidas del imperio”, en Isabel Burdiel y Roy Church (eds.), Viejos y nuevos imperios. España y
Gran Bretaña, ss. XVII-XX, Valencia, Ediciones Episteme, 1998, pp. 41-45; Martin Blinkhorn, “The
“Spanish Problem” and the Imperial Myth”, Journal of Contemporary History, Vol. 15, Nº 1 (Jan., 1980),
pp. 5-25; Gabriel Paquette, “The Dissolution of the Spanish Atlantic Monarchy”.
14
Según el Hunt´s Merchants Magazine de 1839 “Durante los últimos cuarenta años, una concurrencia
de circunstancias ha convertido a Cuba en la mas rica de las colonias europeas de cualquier lugar del
Globo; una política mas liberal y protectora ha sido adoptada por la Madre Patria; se han abierto los
puertos de la isla; se ha estimulado el asentamiento de emigrantes; y, en medio de la agitación política de
España, de la expulsión de los residentes españoles y franceses de la Española, la cesión de Louisiana y
Florida a una potencia extranjera, y los desastres de aquéllos que en los estados continentales de América
se adhirieron al viejo país, Cuba se ha convertido en plaza de refugio universal”. La gran progresión de
Cuba en el comercio exterior español había comenzado en los primeros años del siglo XIX, sobre la base
de un nuevo modelo de relación colonial donde el intercambio de metales preciosos y manufacturas de
reexportación europeas había sido sustituido por el comercio de manufacturas y productos agrarios
españoles –harinas, vinos y aguardientes- y la importación de azúcar y tabaco. (Nadia Fernández de
Más allá del impacto económico que la desintegración del imperio pudiera
tener sobre la economía y la sociedad española, lo cierto es que para las
élites vinculadas a la nueva monarquía liberal de Isabel II, el ciclo
expansivo de Cuba y la posibilidad de contar con un reservorio de recursos
de gran potencial en Puerto Rico y, sobre todo en Filipinas fueron vistos
como una oportunidad para corregir los errores cometidos en la etapa del
primer imperio con un nuevo modelo de colonialismo liberal, que dejaba
atrás el debate sobre la naturaleza del nexo entre España y sus territorios
ultramarinos y asumía plenamente que eran colonias que debían ser
gobernadas por leyes especiales y cuyos habitantes quedaban al margen del
nuevo sistema de libertades individuales que tímidamente comenzaba a
abrirse paso en la Península. El factor de continuidad en este proceso lo
constituyó la alianza entre una oligarquía política que había medrado a la
sombra del estado absoluto, pero que había sabido reciclarse perfectamente
a los nuevos tiempos, en lo que podríamos calificar como una primera
“transición democrática”15 y una élite del mundo de los negocios, cuya
fortuna, muchas veces de origen oscuro, se había basado en los negocios
coloniales16. La ruptura de esta comunidad de intereses entre la élite
política de la Restauración que había controlado el aparato del Estado
desde 1875 y las burguesías periféricas que se habían lucrado del modelo
de colonialismo liberal aplicado a Cuba, Puerto Rico y Filipinas, unida al
Pinedo, Las balanzas del comercio exterior de La Habana, 1803-1807, Bilbao, Universidad del País
Vasco, 2000). En la década de los 40, según Emiliano Fernández de Pinedo, el comercio con Cuba había
adquirido la centralidad en los intercambios exteriores de la economía española que medio siglo antes
había ocupado el comercio con las colonias continentales de América. (E. Fernández de Pinedo, La
recuperación del comercio español con América a mediados del siglo XIX”, en, A. Miguel Bernal y
otros, Antiguo Régimen y liberalismo. Homenaje a Miguel Artola, 1. Visiones generales, Madrid, Alianza
Editorial, 1994, pp. 51-66.
15
Jesús Cruz, Gentlemen, Bourgeois and Revolutionaries. Political Change and Cultural Persistence
among the Spanish Dominant Groups, 1750-1850, Cambridge, Cambridge University Press, 1996,
confunde a estos grupos de interés ligados al poder y el privilegio de la Corte con la burguesía española
16
Angel Bahamande y José Cayuela, Hacer las Américas. Las élites coloniales españolas en el siglo XIX,
Madrid, Alianza Editorial, 1992; Martin Rodrigo y Alharilla, Los marqueses de Comillas, 1817-1925.
Antonio y Claudio López, Madrid, LID, 2000, Indians a Catalunya: capitals cubans en l’economia
catalana, Barcelona, Fundació Noguera, 2007; “Empresarios en la distancia: con el negocio en Cuba y la
vivienda en Cataluña”, Illes i Imperis, 10/12 (2008), pp. 153-166.
convencimiento de que el disponer de colonias era un requisito
imprescindible para mantener el rango de potencia internacional acentuó el
dramatismo de la crisis 1898. Como ha señalado Ucelay da Cal, con el
llamado Desastre no se cerró el debate sobre el destino imperial de España.
Durante el primer tercio del siglo XX, Marruecos y Guinea se configuraron
como objetivos preferentes del nuevo imperialismo español; sin embargo,
se produjo la ruptura entre aquellos que continuaron creyendo en el destino
imperial de España y en la necesidad de reconstruir el imperio y las
burguesías de la periferia que compartían estos anhelos imperialistas, pero
que dejaron de creer que el Estado español fuera el vehículo más apropiado
para llevarlos a la práctica.17
Fue el deseo de no renunciar a este proyecto imperial el origen de uno de
los textos más interesantes entre los muchos que se publicaron en la prensa
española en el contexto de la guerra con los Estados Unidos, que incluso
llamó la atención del embajador británico en Madrid, quien lo extractó en
uno de sus informes remitidos al Foreign Office. El 13 de agosto de 1898,
el mismo día en que Manila capitulaba ante el general Merritt, el semanario
Blanco y Negro publicaba un artículo de Gonzalo de Reparaz bajo el título
de “El Imperio Español. Lo que fue y lo que resta”18, donde proponía una
reflexión inspirada, como destacaba el informe de la embajada británica,
por una profunda tristeza19. Reparaz no centraba su relato en lo sucedido en
1898 sino que efectuaba una mirada a largo plazo sobre la trayectoria
imperial de la que había sido “la más poderosa de las naciones”, para
hablar de las cuatro “desmembraciones” que habían debilitado el imperio
desde la unión con Portugal, en tiempos de Felipe II (1580), ilustradas con
17
Enric Ucelay-Da Cal, El imperialismo catalán. Prat de la Riba, Cambó, D’Ors y la conquista moral de
España, Barcelona, Edhasa, 2003, pp. 64-76.
18
Blanco y Negro, 13 de agosto de 18989, pp. 9-10. El subrayado es mío.
19
“A las pobre España, vencida, arruinada y mutilada, le es más necesario este examen de las cosas que
jamás lo ha sido a ninguna otra nación del mundo, porque ha vivido de ilusiones, engaños y ensueños
hasta el actual momento de despertar, y si ahora no vuelve en sí del todo, bien puede ser que despierte en
la Historia, la eternidad de los pueblos”
un gráfico muy expresivo donde se representaba, en forma de círculos
sucesivos, el eclipse de un imperio menguante desde la llamada primera
desmembración de 1668, que consumaba la separación de Portugal hasta la
última, aún no consumada ni definitiva, de 1898, que había reducido sus
dimensiones a una sexagésima parte del imperio de su extensión inicial20.
El breve texto de Reparaz incorpora las que fueron sus principales
preocupaciones como publicista. Su iberismo se deja ver cuando califica la
separación de Portugal como “la más dolorosa de las sufridas por España”
y su regeneracionismo le lleva a concluir que, mas allá de las
responsabilidades de los partidos políticos, la “continuidad de nuestra
decadencia” se debía a la ausencia de un destino manifiesto que sustituyera
a la “la misión descubridora y colonizadora que la Providencia la impuso”.
Un destino que Reparaz situaba en la proyección de la influencia española
en Marruecos21. Dos ideas me parecen especialmente interesantes de este
texto. La primera es que España, pese a todo, continuaba siendo un
imperio, pero un imperio “en decadencia”, lastrado por dos siglos de
políticas erróneas y la segunda que si no se corregían estos errores el
declive podría continuar con nuevas amputaciones:
“Estamos mal, valemos poco, y si no lo confesamos para empezar a
corregirnos, pronto estaremos peor y no valdremos nada”.
¿Era el imperio español un sistema político que se apagaba lentamente
desde hacía dos siglos y medio, como pretendía Reparaz , o esta impresión,
de un imperio en declive permanente no es más que un “tigre de papel”,
20
Cuando Gonzalo de Reparaz escribe estas páginas, el destino final de las últimas posesiones
ultramarinas de España es una incógnita por despejar. El 12 de agosto se habían firmado los preliminares
de paz y quedaba pendiente toda la negociación del tratado definitivo. De todos modos, el publicista lusoespañol compartía la opinión de la diplomacia española de que los Estados Unidos se conformarían con
exigir el abandono de Cuba y Puerto Rico y Filipinas continuaría bajo control español.
21
Alejandro R. Díez Torre, “África y el africanismo del iberista Gonzalo de Reparaz”, en, A. R. Díez
Torre (coord.), Ciencia y memoria de África: Actas de las III Jornadas sobre expediciones científicas y
africanismo español, 1898-1998, Madrid, Universidad de Alcalá de Heneres, Servicio de Publicaciones,
2002, pp. 243-276; José A. Rocamora, “Un nacionalismo fracasado: el iberismo”, Espacio, Tiempo y
Forma, Serie V, Historia Contemporánea, Nº 2 (1989), PP. 29-56.
como apunta Mathew Restall?22. Más que de un mito, en el sentido que le
atribuye Kamen23, el discurso de la decadencia, presente en los escritos de
los burócratas, teólogos, juristas y proto-economistas españoles desde las
últimas décadas del siglo XVI, refleja la constante búsqueda de soluciones
del think thank imperial para los problemas, inéditos hasta entonces en
Occidente, que los gestores de la monarquía debieron resolver para
garantizar la estabilidad de su dominio colonial. Cómo gobernar en la
distancia unos territorios situados a meses de viaje de la Península, cómo
supervisar a los que administraban estos dominios en nombre del Rey,
cómo sacar provecho del trabajo de la población amerindia que había sido
integrada a la fuerza en el imperio y, a la vez, mantenerla sumisa y
obediente a los agentes del poder colonial, sin necesidad de mantener un
costoso ejército de ocupación, o cómo garantizar el flujo regular de los
metales preciosos que constituían el nervio de la política europea de los
Habsburgo desde Carlos V y protegerlos de la acción de los “free raiders”.
Aunque algunos de los retos planteados, como el de poner coto al alza
imparable de los precios que arruinó la manufactura castellana y obligó a
abastecer al mercado atlántico con reexportaciones de mercancías europeas,
no encontraron una adecuada respuesta, los arbitristas fueron capaces de
elaborar modelos explicativos que sentaron los cimientos de la moderna
teoría monetaria24. Todo el trabajo intelectual efectuado por los expertos se
transformó en acción de gobierno, bien a través de las juntas de teólogos,
juristas o expertos, convocadas ad hoc por la Corona para resolver
determinados problemas, como el de los justos títulos de la conquista, el
22
“The Decline and Fall of the Spanish Empire”, William and Mary Quarterly, Volume LXIV, Number
1 (2007), pp. 1-8. El primer en apuntar en esta dirección fue John Elliot, “The Decline of Spain”, Past
and Present, 20 (1961), pp.52-75.
23
Henry Kamen, Empire: How Spain Became a World Power, 1492-1763, New York, Harper Collins,
2003.
24
Marjorie Grice-Hutchinson, “Contributions of the School of Salamanca to Monetary Theory”, en José
Casas Pardo (ed), Economic Effects of the European Expansion, Stuttgart, Franz Steiner Verlag, 1992.,
pp . 173-197
trato que se debía dar a los amerindios, o la legitimidad de las contratas de
asiento para organizar el comercio de esclavos, o bien mediante la
participación de estos mismos expertos, integrados en la burocracia
imperial, como magistrados, fiscales y asesores del Consejo de Indias, el
órgano de gobierno y jurisdiccional responsable de las colonias en el
régimen polisinodial de los Habsburgo25. Quizás por ello, entre las causas a
las que arbitristas como Fernández de Navarrete, Gonzálo de Cellórigo,
Caxa de Leruela, Sancho de Moncada o Martínez de Mata atribuían el
eclipse de la monarquía no figuraban en ningún caso el modo en que se
había organizado el espacio atlántico de la monarquía. Es cierto que esta
situación cambió en el último tercio del siglo XVII, justo en el momento de
mayor intensidad del ocaso español en Europa, pero incluso entonces las
críticas a la gestión del imperio se centraron en la aparente indiferencia con
que España había cedido el control del comercio con América a las
potencias europeas emergentes como Holanda, Francia y Gran Bretaña y en
la urgente necesidad de reorganizar el comercio atlántico según el exitoso
modelo de las Chartered Companies,26sin llegar a comprender que, en
realidad, lo que cuestionaban no era más una respuesta adaptativa de los
Habsburgos españoles, dirigida a salvar el imperio ultramarino de los
efectos de su derrota en la lucha por la hegemonía en Europa, consumada
en las décadas centrales del seiscientos.
25
Contamos con buenos estudios institucionales del Consejo de Indias, como los de Ernesto Schäfer, El
Consejo Real y Supremo de las Indias, publicado en dos volúmenes entre 1935 y 1946, y recientemente
reeditado por la Junta de Castilla y León y Marcial Pons Historia, Madrid, 2003, que cubre en lo
fundamental el siglo XVI y primeros años del XVII, y Gildas Bernard, Le Secrétariat d’État et le Conseil
espagnol de Indes (1700-1808), Geneve-Paris, Librairie Droz, 1972, pero nadie hasta el momento ha
abordado la cuestión clave de analizar el proceso de toma de decisiones políticas del Consejo de Indias.
Esta carencia es especialmente grave para la mayor parte del siglo XVII, en que la monarquía deberá
defenderse de los ataques de las nuevas potencias mercantilistas europeas a la integridad del imperio. De
la riqueza de la documentación disponible para cubrir este vacío historiográfico, dan prueba fehaciente los
13 volúmenes de Consultas del Consejo de Indias, editados entre 1972 y 1995 por Antonia Heredia, que
resumen la actividad desarrollada por el órgano de gobierno del imperio ultramarino entre 1529 y 1675.
26
He tratado con mayor detalle estas cuestiones en, Dinámicas imperiales (1650-1796). España, América
y Europa en el cambio institucional del sistema colonial español, Barcelona, Bellaterra, 2007, pp. 45-71.
Justo en el momento en que la monarquía compuesta de los Habsburgos,
basada en su política de alianzas matrimoniales, se desmoronaba como
resultado de la presión de los nuevos “estados fiscales-militares” europeos
en proceso de construcción, el imperio colonial lograría sobrevivir sin
apenas merma, gracias a su capacidad adaptativa a las dinámicas inter e
intra imperiales, una capacidad que fue especialmente puesta a prueba
durante la segunda mitad del siglo XVII. En el primero de los casos, la
estrategia seguida fue la de implicar a las élites, indígenas y criollas, en la
reproducción del nexo colonial, sobre la base de que éste había surgido de
un “pacto”, pacto de sangre según la tradición política filipina27 y no de
una mera conquista militar28. En el segundo, la de hacer plenamente
accesible el mercado colonial a las nuevas potencias marítimas europeas.
La traslación efectiva de este imaginario pacto fundacional del dominio
de la monarquía sobre los territorios ultramarinos, y quizá, el factor ex post
que llevó a los habitantes de las colonias a reivindicar su existencia cuando
fue roto de manera unilateral por la monarquía, fue la vigencia, hasta las
reformas borbónicas del período de Carlos III (1759-1788), de lo que John
L. Phelan definió como “principio de flexibilidad”, uno de los dos ejes
rectores del despliegue institucional del imperio29. Por flexibilidad se
entendía, en primer lugar, el grado de discrecionalidad de la burocracia
colonial para dejar en suspenso la aplicación de leyes y órdenes reales
remitidas desde la metrópoli por el Consejo de Indias, mediante la fórmula
“se obedece, pero no se cumple”, que dejaba a salvo el imperium
27
Sobre el significado del “pacto de sangre” como elemento legitimador del dominio colonial español,
John D. Blanco, Frontier Constitutions. Christianity and Colonial Empire in the Nineteenth-Century
Philippines, Berkeley/ Los Angeles, Univ. of Cal. Press, 2009, pp. 229-233.
28
Según Pagden, la clave de la supervivencia de los imperios no radica tanto en la conquista territorial,
siempre precaria y costosa de mantener, sino en saber cómo ganarse la voluntad de la población de los
territorios conquistados “Imperialism, Liberalism and the Quest for Perpetual Pace”, Daedalus, vol.
134:2(2005), p 46 y ss.)
29
John Leddy Phelan, “Authority and Flexibility in the Spanish Imperial Bureaucracy”, Administrative
Science Quarterly , V(1960), pp. 47-65..
legislativo de la Corona30. Este recurso, utilizado de manera reiterada por
virreyes, gobernadores y Audiencias, servía para adaptar las políticas
coloniales de carácter general dictadas desde la metrópoli a los intereses de
los grupos locales y obtener, de este modo, su apoyo, colaboración y
complicidad. También respondieron al principio de flexibilidad las
facilidades dadas al acceso de los criollos a los puestos clave de la
administración americana, a través de un proceso de privatización de la
función pública que se inició en 1557 y que ya en 1633 se había extendido
a los destinos más sensibles de la administración de justicia y la gestión de
los impuestos. La venta de cargos, además de constituir una fuente de
ingresos atípicos para el Estado sirvió para reforzar el pacto entre la Corona
y las élites de la colonia, aunque ello fuera a costa del desarrollo de una
burocracia más eficiente. La generalización de la venalidad permitió a las
familias criollas el acceso a puestos claves de la administración allí donde
tenían intereses económicos o una posición social que defender. En las
expectativas de estos compradores de un puesto de burócrata importaba
más que el iniciar una carrera en la administración imperial la posibilidad
de aprovechar su posición para obtener beneficios ilegales.
Si la flexibilidad intraimperial sirvió para minimizar los riesgos de
disensión interna y secesión y reducir drásticamente los costes de defensa
del imperio, aunque fuera a costa de incrementar los niveles de corrupción
en el funcionamiento de su aparato de gestión, la aplicación del mismo
principio rector en las relaciones con potencias emergentes como Holanda,
Francia o Gran Bretaña permitió mantener a salvo la integridad del
30
Normalmente, los burócratas imperiales podían bloquear temporalmente por este procedimiento la
entrada en vigor de las disposiciones llegadas de Madrid. Si existía mucho interés en que fuera aplicada,
el Consejo de Indias volvía a remitir “sobrecartada·”, la misma Real Cédula o Real Orden, postdatada,
exigiendo su aplicación. El Registro de Reales Ordenes del AGI, muestra que no era excepcional que una
ley tuviera que reenviarse sobrecartada tres y cuatro veces para que, finalmente, entrara en vigor 15 ó 20
años después de su primera promulgación. Erróneamente, esta lentitud en los trámites ha sido
interpretada como una prueba de la ineficiencia de la administración colonial española cuando es prueba
de todo lo contrario.
imperio. Como han puesto de relieve Stanley y Bárbara Stein con el
Tratado de Westfalia (1648) “transición definitiva del poder a la
inferioridad”31, España se vio en la necesidad de concertar una serie de
tratados comerciales desiguales con las potencias marítimas europeas que
en la práctica desmoronaron las barreras protectoras del monopolio
comercial con América, en un proceso que comenzó con los Tratados de
Munster/La Haya con las Provincias Unidas, se extendió a Francia en el
Tratado de los Pirineos (1659) y, finalmente benefició también a la
Inglaterra de los Estuardo en 1667. Para Gonzalo de Reparaz, los tratados
bilaterales de comercio y las reducciones arancelarias de carácter general y
particular concedidas durante las últimas décadas del siglo XVII y luego
ratificadas en Utrecht constituyeron “otros tantos peldaños en la escalera
que hemos ido bajando”. Sin embargo, fueron el precio que un imperio en
eclipse, cuyo potencial económico y militar se había visto claramente
superado por las potencias marítimas del norte de Europa, hubo de pagar
para mantenerse en pie. La decadente monarquía del último Habsburgo
logró transmitir casi íntegra a sus sucesores de la Casa de Borbón la
herencia patrimonial recibida de sus antepasados, pese a no contar con
recursos para haberla defendido y encontrarse a merced de las políticas
mercantilistas de Gran Bretaña y Francia, o de la agresividad comercial de
Holanda, que ya habían acordado repartirse el imperio antes de la muerte
de Carlos II32. Luego, durante los años de las Guerra de Sucesión y pese a
que tanto en el Atlántico como en el Pacífico la actividad de los corsarios
31
Silver, Trade, and War. Spain and America in the Making of Early Modern Europe, Baltimore and
London, The Joh Hopkins University Press, 2000, pp .57-105
32
Stanley J. y Barbara H. Stein, Silver, Trade and War, p. 117. La parte conocida del Tratado de La Haya
de 1698, luego renegociado en 1699 no ofrece dudas respecto a que Francia recibiría compensaciones
territoriales en el norte de España a cambio de renunciar a la herencia de los Habsburgo españoles y que
el acuerdo contemplaba que las Indias continuarían unidas al resto de la península y gobernadas por los
Habsburgo austriacos. Sin embargo, no sabemos hasta que punto la existencia de unas cláusulas secretas
que transferían parte de los dominios americanos de la Corona a Inglaterra y Francia eran ciertas, o
producto de un rumor interesado, propagado por los cortesanos partidarios de la candidatura al trono de
Felipe de Anjou, con el cardenal Portocarrero al frente.
perturbó el curso de la navegación mercantil y dificultó los contactos con la
metrópoli, las élites criollas de América permanecieron fieles a la causa del
heredero testamentario del último Habsburgo español. No hubo guerra civil
entre españoles americanos y ello fue así, con toda probabilidad, porque
ingleses y holandeses estimaron que no iban a encontrar apoyos entre la
población americana para la causa del archiduque. De hecho, como nos ha
recordado recientemente Joaquim Albareda33, hubo un proyecto holandés,
dirigido a fomentar un levantamiento en contra de Felipe V, organizado
desde Curaçao y que tenía como objetivos prioritarios Tierra Firme, como
vía de aproximación al Perú, México, Venezuela y Filipinas pero que sólo
logró encontrar en Venezuela un cierto número de adeptos que no lograron
arrastrar a su causa al resto de la población. Y es que, a diferencia de lo que
sucederá un siglo después, en 1700 los beneficios esperables de una
separación del imperio eran percibidos por la mayoría de los habitantes de
América como inferiores a los que obtenían de su colaboración en la
estructura imperial.
Sin embargo, esta política de flexibilidad en las relaciones inter
imperiales tenía unos costes que comenzaron a hacerse cada vez menos
soportables a los soberanos de la nueva dinastía, comenzando por Felipe V.
Los tratados bilaterales de paz y comercio, a los que había que sumar ahora
el de Utrecht, con sus concesiones as Gran Bretaña y las reducciones
arancelarias de carácter general y particular concedidas durante las últimas
décadas del siglo XVII y ratificadas de nuevo en 1713, representaban
obstáculos insalvables para el desarrollo de políticas mercantilistas
similares a las aplicadas por Francia o Inglaterra que se consideraban
imprescindibles para alcanzar los niveles de prosperidad que habían
logrado ambas naciones. El legislador español, que conocía las medidas
necesarias para avanzar en la misma dirección, tropezaba para su aplicación
33
Joaquim Albareda, La Guerra de Sucesión de España (1700-1714), Barcelona, Críticas 2010,
con las limitaciones de soberanía contenidas en los tratados internacionales.
De estas limitaciones fueron conscientes también quienes escribieron
durante la primera mitad del siglo XVIII sobre los males y remedios de la
economía imperial. Hombres como Uztáriz, Zavala, Ulloa o Campillo que
combinaban su trabajo como teóricos con la participación en la toma de
decisiones políticas como miembros de la administración borbónica,
debieron ser más cautos en su propuestas de reforma y limitarse a plantear
mejoras en el funcionamiento del tradicional sistema de flotas y galeones.
Incluso en el Nuevo sistema de gobierno económico de José del Campillo,
referencia casi obligada de las reformas en la relación colonial acometidas
durante el reinado de Carlos III, la propuesta de habilitación de varios
puertos españoles al comercio directo con las Indias se hacía respetando la
exclusividad de Cádiz en el comercio de reexportación.
Este coste, que los Borbones aceptaron pagar para mantener a salvo el
imperio de una intervención exterior hasta el último tercio de los siglo
XVIII se fue haciendo cada vez más gravoso a medida que España renacía
de su eclipse gracias en gran medida a que a la recuperación de las remesas
de Indias se sumó durante la primera mitad del siglo XVIII la llegada de
otras nuevas, procedentes de los territorios de la antigua Corona de Aragón,
incorporados a Castilla por derecho de conquista y, por tanto, en
condiciones de dominio colonial. Los habitantes de Aragón, Cataluña o
Valencia que hasta el desarrollo de los decretos de Nueva Planta habían
basado su colaboración con el imperio en el respeto por parte de la Corona
de los pactos constitucionales sobre los que se había establecido la unión
dinástica peninsular perdieron sus instituciones representativas, y se vieron
sometidos a un impuesto de capitación –catastro, equivalente o talla- que
gravitaba sobre todas las rentas, incluidas las eclesiásticas. Los nuevos
recursos financiaron la política italiana de la monarquía, dirigida a
recuperar parte de los territorios perdidos en Utrecht y contribuyeron a
hacer soportable a la hacienda real el coste de un ejército de ocupación que
al menos hasta la década de 1770 superaba en Cataluña el número de
efectivos peninsulares desplegados en América. Sin embargo, la bancarrota
financiera de 1739 puso de relieve que la capacidad tributaria del estado
imperial para continuar alimentando la maquinaria bélica con las fuentes de
tributación existentes había llegado a su techo. El legislador tenía dos
opciones para romper este techo. La primera, ensayada por el marqués de
Ensenada durante el reinado de Fernando VI, en el período de paz más
largo que disfrutó España a lo largo de todo el siglo, dejaba a salvo el
estatuto fiscal de las posesiones americanas de la Corona para acometer la
reforma del sistema fiscal castellano a través de una racionalización en la
gestión de los tributos y de una Contribución Única, que pretendía aplicar a
las provincias castellanas un modelo de tributación directa que permitiera
reeditar los excelentes resultados recaudatorios logrados en la Corona de
Aragón. A pesar del fracaso estrepitoso de este proyecto, las mejoras en la
gestión de los impuestos permitieron a Ensenada aprovechar el período de
paz que siguió al Tratado de Aquisgrán (1748) para reactivar la política de
rearme naval que consolidó a la armada española como la tercera del
mundo.
La segunda opción se abriría paso tras el primer “Desastre” colonial
español en 1762. Una entrada inoportuna en la Guerra de los Siete Años,
tras la reactivación del Pacto de Familia con Luis XV en agosto de 1761,
que pretendía resolver de una vez los contenciosos pendientes con Gran
Bretaña, se saldó con las tomas de La Habana y Manila por fuerzas anfibias
del Reino Unido, y rebeló que, pese a todos los esfuerzos realizados por la
nueva dinastía, la España de Carlos III continuaba en situación de eclipse.
El coste de la guerra de los Siete Años no tuvo en España las graves
repercusiones financieras que debieron soportar Francia, Gran Bretaña o
Prusia, pero llevó a los reformadores ilustrados a poner sus ojos en
América como último recurso para lograr el ansiado renacer de la
monarquía. En noviembre de 1762 y “movido por el dolor de la pérdida de
La Habana” Francisco de Craywinckel, un burócrata de origen flamenco
con larga experiencia como asesor cualificado de la administración
española, puso en manos del rey un Discurso sobre la utilidad que la
España pudiera sacar de su desgracia en la pérdida de La Habana, con la
pretensión de sacar lecciones de la última guerra y ofrecer los medios para
que España “pudiera empezar a florecer y llegar con el tiempo a ser más
rica y poderosa” que Gran Bretaña. Se trataba un documento destinado a
circular entre las altas esferas de la administración y carente de los
objetivos propagandísticos que dominaban en la mayoría de las obras
impresas de los reformadores ilustrados, pero que estaba destinado a tener
más influencia sobre la política imperial que las páginas escritas por
éstos.34 Según Craywinckel, el potencial militar y naval de un país no
dependía tanto de su riqueza como de la capacidad del Estado para gravar
esta riqueza con impuestos e incrementar los ingresos públicos. Durante la
Guerra de los Siete Años, Inglaterra había logrado recaudar 108 millones
de pesos de sus contribuyentes, mientras que Carlos III a duras penas
obtuvo de sus súbditos 20 millones. Esta diferencia se tradujo en que,
mientras los británicos habían logrado pertrechar 372 navíos de guerra, el
monarca español se había tenido que conformar con 84. Dado que la
principal riqueza de Gran Bretaña era el comercio, Craywinckel era éste el
que aportaba el plus de recursos necesarios para superar el potencial militar
español. Por otro lado, el burócrata flamenco compartía con su amigo el
conde de Campomanes la opinión, manifestada en sus Reflexiones sobre el
Comercio de Indias, escrita el mismo año que el Discurso, de que seguir el
ejemplo británico obligaba a tratar a las Indias como colonias y no como
provincias de un mismo reino, a cuya costa debía financiarse el rearme
34
Una copia, en Archivo Histórico Nacional, Estado, leg. 2927.
imperial (construcción de nuevos baluartes en los centros neurálgicos del
imperio, envío de tropas veteranas desde la península, refuerzo de las
milicias criollas y aumento de las presencia de los navíos de la Armada en
aguas americanas).
Estos, y no otros fueron los objetivos programáticos de las vastas
reformas emprendidas por Carlos III en la organización del imperio y en la
que el protagonismo inicial del marqués de Esquilache hasta 1766 daría
paso después al ascenso fulgurante del burócrata José de Gálvez,
encumbrado primero por los éxitos conseguidos en el curso de su visita
general a Nueva España (1765-1772) cuyos resultados luego extendió al
resto de América desde el Ministerio de Indias (1776-1787). Por muy
elaborados que fueran los ropajes herestéticos construidos por la poderosa
publicística al servicio de la Corona, que han logrado seducir incluso a un
amplio sector de la historiografía contemporánea, lo cierto es que, detrás de
la mayoría de las disposiciones legislativas dictadas entre 1765 y 1787 se
escondía, en algunas ocasiones mejor camuflada que otras, una clara
intencionalidad fiscalista.
¿Llevó esta carrera por revertir el eclipse del imperio español y frenar la
consolidación de Gran Bretaña como potencia hegemónica al gran colapso
imperial de 1810-1824?. La respuesta no es sencilla. En primer lugar,
resulta poco discutible la intención del equipo de reformadores al servicio
de Carlos III de acabar con el pactismo en las relaciones con los súbditos
coloniales. Pero también es cierto que, en la compleja operación de
rediseño del pacto colonial se dejaron algunos cabos sueltos que luego
jugaron en contra de los objetivos perseguidos. Si tomamos como
referencia la reforma constitucional aplicada manu militari por Felipe V
sobre los territorios de la Corona de Aragón, encontraremos dos de ellos.
En primer lugar, la consolidación del papel de las milicias americanas
como instrumento clave en la política de defensa del imperio35, que pudo
resultar beneficiosa en algunos casos como en el de Cuba36, proporcionó a
las élites criollas la posibilidad de recibir una cierta instrucción militar y
reforzar su capacidad de liderazgo sobre mestizos y pardos que se
integraron en la tropa. En buena medida, estas milicias tenían un carácter
eminentemente privado. Eran “levantadas” y cofinanciadas por criollos
ricos que adquirían del Estado sus despachos de oficial para luego financiar
el vestuario, equipo e incluso los atrasos en la soldada de las tropas que
dirigían. Y su fidelidad a la causa del rey era firme, mientras no fuera
puesta a prueba. La administración imperial se decidió por apostar por las
milicias provinciales como medio preferente de defensa de las colonias
durante los años en que el marqués de Esquilache ocupó los ministerios de
Guerra y Hacienda, en un intento por contener el crecimiento del gasto
militar sin poner en riesgo la defensa de América en los años que siguieron
a la Guerra de los Siete Años37. La apuesta, que partía de un Reglamento
elaborado en 1764 por Alejandro O’Reilly tenía como principal precedente
la reorganización de las milicias peninsulares efectuada por Felipe V en
1734, que había dejado al margen, por razones obvias a los territorios de la
Corona de Aragón, donde ni siquiera la nobleza estaba autorizada a portar
armas38. La desconfianza mostrada hacia la lealtad de los catalanes,
aragoneses y valencianos a la monarquía, no se extendía en absoluto a los
territorios americanos donde el ejército y la milicia solo se necesitaban
“para el caso de una guerra y en ningún término para sostener la autoridad
35
Sobre la organización de las milicias, Allan J. Kuethe, “Las milicias disciplinadas de América”, en J.
Marchena y A.J. Kuethe (eds.), Soldados del Rey. El ejército borbónico en América colonial en vísperas
de la Independencia, Castellon, Universitat Jaume I, 2005, pp. 151-159. Las diferencias entre el ejército
de Dotación, o regular y las milicias, en , Juan Marchena, Oficiales y soldados en el ejército de América,
Sevilla, EEHA-CSIC, 1983, pp. 79-80.
36
Allan J. Kuethe, Cuba, 1753-1815. Crown, Military and Society, Knoxville, 1986.
37
Entre 1760-1762 y 1763-1766 el gasto militar de la monarquía se reduciría hasta el 55% del gasto total,
como resultado de los ahorros efectuados por Esquilache en Ejército y Marina, Josep M. Delgado,
Dinámicas imperiales, p . 367.
38
Carlos Corona Baratech, “·Las Milicias Provinciales en España durante el siglo XVIII como ejército
peninsular de reserva”, Congreso Internacional de Historia Militar. Temas de Historia Militar, I,
Zaragoza, CSIC, 1982.
en el país, porque según el genio de estos naturales el que mande, con poco
cuidado se hará obedecer39”.
Junto a las milicias, otra institución que solo se vio tangencialmente
afectada por la ofensiva reformista en América fue la del cabildo, que
siguió gozando de elevados niveles de autonomía para defender los
intereses locales, con unos regidores elegidos entre los vecinos de la
comunidad. En la Península, la Nueva Planta borbónica eliminó de toda
participación en la vida municipal a las mesocracias urbanas que habían
controlado los municipios desde el siglo XIII. Los regidores pasaron a ser
de designación real directa en el caso de las grandes poblaciones como
Barcelona o Valencia, mientras que en el resto los nombramientos se
realizaron desde las Audiencias. Por si ello fuera poco, el control municipal
quedó garantizado con la colocación al frente de los municipios del
corregidor, una figura importada de la administración castellana, con la
particularidad de que mientras en los municipios castellanos se trataba de
un puesto burocrático ocupado por civiles, en la Corona de Aragón el 96%
de los corregidores nombrados durante el siglo XVIII pertenecían al
estamento militar40.
Mientras la estructura organizativa del imperio se mantuvo en pie,
cabildos y milicias provinciales, junto a los nuevos consulados de comercio
creados entre 1793 y 1795, desempeñaron un activo papel en la vida local y
regional como medios de expresión de las aspiraciones políticas de las
élites locales dentro del sistema imperial. El secuestro de la familia real y la
posterior reducción de la España metropolitana a la ciudad de Cádiz
abrieron un nuevo horizonte en el cual estas élites aprovecharon sus
instituciones representativas para repensar si, a comienzos del siglo XIX,
los beneficios que podían obtener de su integración en un imperio en
39
El virrey de Nueva España Bucareli al secretario de Estado Grimaldi, México 26 de abril de 1772, AGI,
Indiferente General, leg. 1630.
40
Josep M. Torras Ribé, Els municipis catalans
eclipse
compensaban
unos
costes
que
se
habían
incrementado
sensiblemente desde el último tercio del siglo XVIII, en un momento en
que la incapacidad de la metrópoli para defenderse a sí misma de la
invasión napoleónica situaba bajo mínimos los costes de la secesión41
41
Un análisis teórico de los costes y beneficios en los procesos de secesión, en Viva Ona Bartkus, The
Dynamic of Secession, Cambridge, Cambridge University Press, pp. 8-30
Descargar