Hispanoamérica, una nación fragmentada

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UNA CRÍTICA RADICAL DEL CONCEPTO NACION
Por Olmedo Beluche
Que, ciento ochentaiún años después del Congreso Anfictiónico de Panamá,
convocado por Simón Bolívar, asistamos a un foro sobre “José Martí y el pensamiento de
unidad latinoamericano, no ha de ser casualidad. No puede ser un mero ejercicio
escolástico para especialistas en historia que la Universidad de Panamá, a través del
Centro de Investigaciones de la Facultad de Humanidades, convoque este evento al que
prestos asisten importantes intelectuales de todo el continente.
Debe haber una base objetiva que justifique que, a casi doscientos años de la
independencia hispanoamericana, de fracasado el Congreso Anfictiónico y muerto
Bolívar, el tema de la unidad de Hispanomérica, y por extensión de Latinoamérica, nunca
haya dejado de ocupar un lugar central en la reflexión de nuestros intelectuales y en el
quehacer de nuestros pueblos.
Hispanoamérica, una nación fragmentada
Desde la perspectiva que defendemos, la base objetiva, real, que explica la
pervivencia de esta idea a través del tiempo es que Hispanoamérica constituye una
nación fragmentada en una veintena de repúblicas. Fragmentación impuesta por las
circunstancias políticas, técnicas y geográficas, que el propio Bolívar consideró en su
Carta de Jamaica de 1815.
Para entender el siempre complejo y debatido concepto de “nación” recurrimos a
Leopóldo Mármora, quien nos explica que los pensadores alemanes del siglo XVIII,
Humbolt y Schiller, distinguían dos interpretaciones: la “nación-cultura” y la “naciónestado”. La primera vertiente, nación como cultura, se refiere a ese conjunto de hechos
heredados que permiten una identificación común del imaginario de un pueblo: lengua,
en primer lugar, tradiciones étnicas, creencias, instituciones, historia. La segunda
vertiente, nación como estado, nos refiere a la estructura social, económica y política con
que se organizan los países, y que hace a la definición tradicional de: territorio,
población, leyes y gobierno común.
Pueden existir, y de hecho existen, naciones cultura sin estado (como los palestinos);
y naciones estado compuestas de muchas naciones cultura (como Rusia). En pocas
ocasiones coinciden ambas. Para Humbolt y Schiller, la Alemania dividida en múltiples
estados en aquel tiempo contituía el modelo de nación-cultura; por contra, la Francia
unificada bajo un mismo gobierno, sería el ejemplo claro del concepto de nación-estado.
La confusión respecto a estas dos maneras de entender el concepto de “nación”, llevó
a que muchas personas se sintieran ofendidas cuando Ovidio Díaz Espino publicó, en
2003, su afamado libro How Wall Street created a nation. ¿Cómo era posible que Díaz
alegara que Wall Sreet creó a la “nación panameña”? Alegaban algunos con cierta razón.
Viéndose obligado el autor a aclarar que “nation” en inglés significaba “país” (nación-
estado) y no “nación” (nación-cultura). Es probable que, tratando de enmendar la
confusión titulara su libro traducido al español El país creado por Wall Street.
Los teóricos marxistas, que no siempre han logrado escapar del economicismo, han
tendido a reducir el concepto “nación” a, como dice Mármora: “La nación en el sentido
de nación burguesa moderna basada en un ercado capitalista nacional, es decir la
ilusoria comunidad de los propietarios de mercancías...”.
Con esta práctica se ha olvidado la definición clásica de José Stalin, quien, en una de
sus pocas obras memorables, y que luego pisoteó como estadista, dice: “¿Qué es una
nación? Una nación es, ante todo, una comunidad,..., Nación es una comunidad estable,
históricamente formada, de idioma, de territorio, de vida económica y de psicología,
manifestada ésta en la comunidad de cultura...”.
Por ello decía el argentino Jorge Abelardo Ramos que, contrario a lo que muchos
marxistas creen, en Latinoamérica no es aplicable la misma política que propugnaba
Lenin sobre la Rusia zarista (y la actual, agregamos nosotros) en el sentido de luchar por
la autodeterminación nacional, incluido el derecho a la separación estatal, de tantos
pueblos distintos sujetos a la fuerza bajo el mismo estado. En Latinoamérica, dice
Ramos, se impone una política contraria, la necesidad de propugnar por la unidad estatal
de un mismo pueblo fragmentado en veinte estados. Dos circunstancias distintas, dos
políticas distintas, dos conceptos diferentes (nación y estado), un mismo método de
análisis.
Esa es la base objetiva que sostiene y da fuerza hoy, en pleno siglo XXI, a la
propuesta bolivariana, especialmente la impulsada por el presidente Hugo Chávez. Si no
constituyéramos en los hechos una nación fragmentada, el tema de la unidad
latinoamericana no sería más que mera especulación utópica de un puñado de
intelectuales aislados de nuestros pueblos. La unidad latinoamericana sería una utopía
absurda e inalcanzable.
Pero lejos de un sueño absurdo, la realidad muestra lo contrario, el problema de la
unidad de “Nuestra América”, como diría José Martí, es una idea fuerza que cobra vida
cada vez que nuestros pueblos salen a las calles a pelear por sus derechos, cada vez que
nuestros líderes reflexionan sobre nuestros consuetudinarios problemas.
El panamericanismo: ideología de la dominación imperial.
La lógica contraria, es decir, la que adopta el concepto de nación como nación-estado,
nos aleja en la práctica de la unidad hispanomericana, conduciendo a una práctica
política e ideológica de autoafirmación de las diferencias, de los particularismos, los
regionalismos, imponiéndonos un sentido de lo nacional reducido a su aspecto más
mediocre, mezquino y débil.
En el mejor de los casos, desde esta perspectiva, el problema de la unidad conduce al
“panamericanismo”, doctrina impuesta por la política exterior del imperialismo
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norteamericano, en el que veinte repúblicas divididas entre sí son tuteladas desde
Washington.
Este enfoque, no por casualidad, es el preferido de las oligarquías latinoamericanas
que, desde el principio conspiraron para hacer fracasar el sueño de Bolívar y al Congreso
Anficitónico de Panamá. Este “panamericanismo” es la fuente de inspiración ideológica
presente en la fundación de la Organización de Estados Americanos (O.E.A.) cuya
historia está llena de actos vergonzosos.
La nación reducida a la exaltación absurda de las “virtudes” regionalistas (“ventajas
comparativas”, dicen los neoliberales), sometidas dócilmente a los intereses foráneos, es
lo que Sarmiento primero, y luego Germani, intentaron justificar “académicamente”:
nuestra historia común y la cultura que nos unen vistas como sinónimos de “barbarie” y
“tradicionalismo” obsoleto, mirando siempre al Norte, en busca de lo “civilizado” y
“moderno”.
Por ello repudiamos firmemente ese enfoque reducido de la nación, fuente ideológica,
a veces disfrazada de “ciencia social” y “patriotismo”, que nos ha conducido y mantiene
bajo los esquemas del subdesarrollo, la dependencia y la pobreza convenientes a los
intereses del capitalismo imperialista norteamericano, ahora llamado “globalización”.
El concepto oligárquico de “nación panameña”.
Un país donde este esquema ideológico, a la vez patriotero y servil del imperialismo,
ha tenido tanto éxito es Panamá. Esquema mental impuesto no sólo por los albaceas
intelectuales de la oligarquía, sino también irónicamente, sostenido por muchos
intelectuales “progresistas”, y hasta marxistas algunos, muchos imbuídos de “buenas
intenciones”. Pero como dice el refrán, “de buenas intenciones está empedrado el camino
del infierno”.
Si uno se guía por las apariencias creería que Panamá es uno de los países más
soberanos e independientes del mundo. Pero si se pone un poco de cuidado se conoce
que es todo lo contario. Parece casi un chiste, pero nuestro país es el que más
“independencias” conmemora. Casi todo el mes de Noviembre está lleno de festejos de
este tipo, pero es uno de los más sometidos a los intereses norteamericanos.
Nos reiríamos, si no fuera para llorar, del hecho de que, recién pasada la última
cruenta invasión nortemaericana a Panamá, en 1989, “para traernos la democracia” (al
estilo de Irak), la Coca Cola pagó una campaña televisiva “patriótica” para resarcir el
ánimo “nacionalista” de los panameños. Junto a famoso logos de la transnacional yanqui
ondeaban muchísimas banderitas panameñas, para regocijo de nuestra oligarquía
comercial y financiera, y no pocos alienados que le hacen coro.
En Panamá el particularismo se ha hecho tan arraigado que la oligarquía, sirvienta del
imperio, lo ha proclamado “vocación nacional” y le ha dado categoría sociológica:
“transitismo”. Según este cuento (que no es chino) este país ha surgido para “servir” al
comercio mundial. Esta sería “nuestra razón de ser”.
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Para justificar esta perspectiva nuestra historia ha sido reescrita de modo que se
interprete cada hecho pasado como pasos para realizar esta “vocación transitista” y a
todo lo que se ha opuesto (y opone) como algo retrógrado y negativo. Todo el siglo XIX
panameño ha sido falseado para justificar la separación de Colombia en 1903. La
intervención yanqui, el “gran garrote” de Roosevelt y el Tratado Hay-Bunau Varilla,
poco importan porque Estados Unidos “nos ayudó” a cumplir nuestra “vocación
transitista”.
Esta ideología transitista, de exaltación patriotera de lo panameño, de énfasis en
nuestro particularismo, en el “somos diferentes” (al resto de Latinoamérica, por
supuesto), se alimenta cada día de un anticolombianismo xenofóbico que es
complementario del proyanquismo. En Panamá, los más fervientes defensores de la
supeditación a los intereses del imperialismo yanqui son los más ardientes opositores a
todo lo que nos llega del Sur, de Colombia, en especial los inmigrantes y los refugiados.
La idealización del transitismo, y el anticolombianismo, empieza desde el período
colonial, el genocidio de nuestros pueblo originarios poco pesa en las biografías de
Balboa o Pedrarias, pues nos convirtieron en zona de tránsito del oro y la plata extraídos
del Perú. El paraíso, según nuestras clases comerciantes fueron los siglos XVI y XVII
con sus Ferias de Galeones en Portobelo. Paraíso del que fuimos expulsados por un
maligno pirata inglés, Henry Morgan.
Como hay que justificar que “somos una nación desde el siglo XVI”, con
personalidad propia, es decir, transitista, se obvia el detalle de que la decadencia
económica y el despoblamiento del Istmo llevó a la administración colonial española a
adscribirnos política y administrativamente al Virreynato de Nueva Granada desde el
siglo XVIII, del que fuimos una provincia, y ni siquiera alcanzamos el status de
Capitanía como Guayaquil o Venezuela.
Como hay que conceder el título de próceres a los tatarabuelos de nuestra oligarquía,
se dice que nos independizamos de España sin que Bolívar tuviera que venir a liberarnos,
olvidando que, para el 28 de noviembre de 1821, no sólo habían sido derrotados los
españoles en Boyacá y Carabobo, se luchaba en el Sur, Lima era independiente, y en la
propia península el general Riego ponía en crisis a la corona. Todo ello para ocultar que,
lo que en verdad movió a los comerciantes de la ciudad de Panamá, hasta el día anterior
realistas, a sumarse a la independencia no fue el patriotismo sino el miedo pavoroso que
les dio cuando se enteraron que los campesino de la Villa de Los Santos habían escrito al
Libertador pidiéndole tropas para el Istmo.
Los mitos históricos panameños nos hablan de múltiples levantamientos secesionistas
de los istmeños contra la “opresión colombiana” a lo largo del siglo XIX, de que tuvimos
el “Estado Soberano del Istmo” presidido por Tomás Herrera, en 1840, luego el Estado
Federal (1855) y que Justo Arosemena fue el ideólogo de nuestra “nacionalidad”.
Todo ello pasando por alto detalles como: que en 1826, no hubo ninguna proclama
separatista, sino un pronunciamiento político en que los comerciantes istmeños piden
“libertad de aduanas” (cosa que hoy logran con el TLC con Estados Unidos); que en
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1831, el acta de Espinar fue una sublevación política (y no nacional) contra los
santanderistas de Bogotá; que en 1840-41, producto de la guerra civil (Guerra de los
Supremos) se fraccionaron las provincias la Nueva Granada en media docena de “estados
soberanos” y Panamá no fue excepción; que el federalismo fue la perspectiva
administrativa de los liberales del mundo a mediados del siglo XIX, que toda la república
se constituyó en los Estados Unidos de Colombia; que Justo Arosemena defiende el
federalismo, justamente para evitar que el Istmo fuera anexado por Inglaterra o Estadso
Unidos y que en su libro expresamente se opone a la separación de Panamá de Colombia.
Todo lo malo que vivimos en el siglo XIX era culpa de los colombianos, en general, y
por ende todos los panameños, en general, eran víctimas. Nada de análisis de clase,
porque habría que admitir que lo malo era culpa de la oligarquía colombiana, de la que
era parte integrante y beneficiaria, la oligarquía panameña.
¿Para qué recordar que el general Tomás Herrera era parte de los círculos
santanderistas, y estuvo implicado en la conspiración para asesinar a Bolívar? No es muy
saludable para esta ideología acordarse que José D. Obaldía fue presidente de Colombia;
que Herrera murió en Bogotá combatiendo al régimen de Melo, sostenido este último por
los artesanos; ni que la familia Arosemena era íntima de Rafael Núñez, quien liquidó el
federalismo; o que el liberalismo radical panameño apoyó al presidente Mosquera contra
el terrateniente conservador veraguense Fábrega.
La falsificación histórica se convierte en mentira descarada cuando se presentan los
hechos de 1903, como un movimiento separatista del pueblo panameño, del que no hay
ningún registro histórico; cuando se borra de la historia que insignes panameños como
Belisario Porras o Juan B. Pérez y Soto se opusieron a la “separación” y al tratado del
canal que la inspiró; cuando no se dice nada de la invasión de miles de soldados
norteamericanos llegados en, al menos, diez acorazados; ni tampoco de la trama montada
por William N. Cromwell y sus empleados de la Compañía del Ferrocarril de Panamá,
José A. Arango y Manuel Amador Guerrero.
Que la gente común ignore estos hechos, inducida por el educación y los medios de
comunicación al servicio de la oligarquía y el imperialismo, pasa y se comprende. Pero
que connotados intelectuales y dirigentes populares, en especial marxistas, hagan coro de
esta versión supuestamente “patriótica” de nuestra historia, es inaceptable.
La única explicación que encontramos, al menos para aquellas personas honestas, que
no se vendieron por unos reales, y movidas por buenas intenciones, es el hcho de
fundamentar su comprensión de la realidad panameña en un concepto errado de nación,
reducido a la defensa de la nación-estado (estado dependiente y antidemocrático,
agreguemos) en contraposición a la perspectiva de nación-cultura (Hispanoamérica),
como hemos señalado antes.
Lucha por la unidad latinoamericana, una fase de lucha por la liberación humana
Toda praxis revolucionaria por la liberación de nuestros pueblos, debe empezar por
una crítica de las ideologías dominantes, incluso de las ideologías revestidas de
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cientificidad y academicismo. Lenin lo ha dicho: “Sin teoría revolucionaria, no hay
práctica revolucionaria, y viceversa”.
Combatir por liberar a nuestros pueblos de la expoliación imperialista norteamericana,
parte de una crítica radical del concepto de nación que han impuesto nuestras clases
dominantes, recuperando un concepto de nación que nos sea útil a esa lucha; lucha
que no puede triunfar si no es en el marco de la unidad latinoamericana, cuyo
fundamento objetivo es la nación entendida como comunidad de lengua, cultura, historia,
costumbres.
Es imposible argumentar contra los Tratados de Libre Comercio, el ALCA o el Plan
Puebla Panamá, esquemas de dominación diseñados desde Washington y fielmente
acatados por nuestras oligarquías, contraponiendo un estilo de integración distinto, como
el que Cuba, Venezuela, Bolivia y Nicaragua intentan, la llamada Alternativa Bolivariana
de las Américas (ALBA), sin recuperar la lucha por la unidad y su fundamento: que
somos una nación fraccionada, que para liberarse, debe unirse.
A los luchadores sociales e intelectuales marxistas latinoamericanos del siglo XXI
conviene recordarles también que, desde esta perspectiva, los marxistas no somos
“nacionalistas”, somo internacionalistas. Luchamos por una sociedad que libere al
planeta del flagelo de la explotación de una clase sobre otra. El socialismo, como
sociedad superior al capitalismo, no puede sostenerse ni prosperar, como pretendió
Stalin, dentro de una nación. Esto ya se demostró un fracaso.
En ese sentido, el socialismo marxista se constituye en el verdadero humanismo del
siglo XXI, en el que impere una sociedad global, sin clases explotadas ni explotadores,
sin naciones dominantes o imperialistas, ni naciones dominadas. El socialismo brega por
la libertad y la igualdad real para todo el género humano, sin distingos nacionales.
Recordemos también a Marx: “los obreros no tienen patria”.
Pero esta frase, dicha así, sin mayor reflexión ha conducido a algunos marxistas a otra
desviación igualmente perversa: negar la importancia de las reivindicaciones nacionales
frente a la glotonería imperialista. Quienes así han creído terminan, por otro camino, en
el punto de partida de Sarmiento y Germani, considerando progresiva la voracidad
imperialista y repudiando como reaccionaria toda autofirmación nacional que le haga
frente. El simplismo lógico los conduce a creer que la explotación imperialista nos ayuda
a superar la barbarie de modos de producción atrasados con lo cual, supuestamente, nos
acercaría al socialismo.
Por suerte, hace ya un siglo, Lenin (y no es casual) aclaró que en el mundo del
imperialismo existen dos tipos de naciones: las naciones opresoras y las naciones
oprimidas. Y que los marxistas están obligados a defender a las segundas. Que todo
nacionalismo de las naciones opresoras es reaccionario y el nacionalismo de las naciones
oprimidas es progresivo porque enfrenta al imperio.
En este sentido, decía Lenin, los marxistas levantan el derecho de las naciones
oprimidas a la autodeterminación. Sólo bajo esa perspectiva consecuente, se crearán las
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bases para la confianza mutua entre los pueblos y las naciones que permita la
construcción de una Federación de Repúblicas Socialistas. Teoría que puso en práctica
en la Unión Soviética.
Latinoamérica es, toda ella, una nación oprimida, por ende, la lucha que desde aquí
llevamos a cabo por el socialismo, es decir por una sociedad verdaderamente humana, la
recuperación del concepto social de nación cultura, y del bolivarismo como práctica
política, como base de la unidad y liberación de nuestros pueblos, es un aspecto, un
momento, de nuestra lucha global por la unidad y la liberación de toda la humanidad.
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