la universalidad del cristianismo: un tema de

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PIERRE-JEAN LABARRIERE
LA UNIVERSALIDAD DEL CRISTIANISMO: UN
TEMA DE INVESTIGACIÓN
La «catolicidad», una de las notas esenciales de la comunidad de los salvados en
Cristo, no es un dato de hecho, ni tampoco una imposible esperanza. Es una tarea tanto
de investigación como de acción en libertad. Cuando en el Credo decimos «Creo en la
Iglesia Católica» queremos decir, siguiendo a de Lubac, «Creo en Dios dentro de la
Iglesia». A esta Iglesia la llamamos «católica», es decir, «universal, con vocación de
extenderse por toda la tierra y de hacer audible su mensaje a todo hombre. ¿Quién es
la receptora de dicha vocación? ¿La Iglesia Católica? ¿Qué decir de otras
comunidades cristianas que también se consideran portadoras de la economía de
salvación para todo hombre? Esta es la problemática que se plantea el autor y que
queda recogida en el título de su articulo, que es no la universalidad del catolicismo
sino «La universalidad del cristianismo».
L’universalité du christianisme: un thème de recherche, La foi et le temps 12 (1982) 1427
Introducción
Querría intentar descubrir dos trampas que acechan a toda reflexión sobre este tema. La
primera consistiría en pensar esta universalidad del cristianismo en términos de
cantidad, esperando una confirmación de la experiencia, al adherirse los hombres en
masa de modo explícito al mensaje de Cristo. Para ser realista, es preciso, en efecto,
tomar las cosas por el otro extremo: con previsión razonable, sabemos que, en el curso
de los decenios que vienen, la proporción, por referencia al conjunto de la humanidad,
de los que se reconozcan personalmente implicados por la aventura de Cristo irá
disminuyendo. Actualmente, siendo generosos, un pequeño cuarto de la humanidad más o menos mil millones de los cuatro con que cuenta nuestro planeta- se encuent ra en
esta situación, por decisión personal o por aceptación de un contexto de cultura. Aun
cuando no otorguemos una fe ciega a las previsiones de los demógrafos que nos
anuncian una progresión casi geométrica del mundo de los humanos, sabemos que el
porcentaje de cristianos, sobre este conjunto, irá en regresión. Nos vienen entonces
oportunamente a la memoria las palabras de Cristo que, en el instante mismo en que
dejaba a los suyos como deber de anunciar su palabra "a todas las naciones", les
anunciaba que permanecerían como un "pequeño rebaño" y que tendrían que
considerarse como una "levadura" perdida en la masa... ¿Cómo hablar pues aún de
universalidad? Quizá aprendiendo a manejar las fronteras entre nuestra Iglesia
institucional, decididamente y para siempre minoritaria, y todos los que fuera de ella no
están al margen ni de su fe ni de su esperanza.
Se puede estar tentado entonces -y es la segunda trampa de la que quería hablar- a
replegarse sobre lo que llamaría una "universalidad intensiva", que se mantendría en la
calidad espiritual de la adhesión consentida por este pequeño número que somos y que
seguiremos siendo. Nuestra fe nos enseña, diremos entonces, que la salvación viene a
toda carne por la palabra de Jesucristo. No sabemos qué papel juega esta certeza en la
invisibilidad de las cosas; pero, en todo caso, ninguna contestación contraria podrá
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arrancarnos esta convicción, que no tiene nada que ver con una compulsación de cifras:
Cristo ha muerto para todo hombre, y nada de lo que vive podría escapar a su Palabra.
Esta afirmación tiene su importancia, pero también un fallo posible: el volvernos ciegos
ante las evidencias, y prohibir esta nueva interrogación a los datos de la fe en función de
las experiencias concretas por las que el Espíritu nos reúne y nos solicita. Además nos
puede acechar entonces la pereza de lo ya cumplido e inevitable: ¿para qué
comprometerse en la realización de una universalidad que, en cualquier caso, se dará
misteriosamente? A esto voy a oponer esta evidencia simple: no sabemos lo que es la
universalidad del cristianismo. Y justamente esta ignorancia es la que nos conduce a
una cierta forma de inteligencia. Por eso digo que se trata de un tema de investigación;
una investigación que nos conducirá a ciertas hipótesis, como ésta que resalto desde
ahora: creer en la universalidad del cristianismo ¿no será vivir nuestras particularidades
como esencialmente "relativas", es decir, como posibilidades de "relación" y de
universal "comunicación"? Hacia esta hipótesis apuntaremos mediante tres
consideraciones encadenadas, que harán que nos interroguemos sobre las relaciones casi
estructurales que la Iglesia mantiene con su propio origen -primero Israel, después
Cristo- así como con su entorno actual, religiones y culturas.
Israel, ra íz de la Iglesia
En su tratado teológico titulado De Vera Religione, San Agustín propone esta
afirmación sorprendente: "La realidad misma que se llama ahora la religión cristiana
existía hace tiempo incluso entre los antiguos, desde los orígenes; no ha faltado al
género humano hasta la venida de Cristo en la carne; y entonces la verdadera religión,
que existía ya, comenzó a tomar el nombre de cristiana".
Ha sido dedicado a Cristo un volumen en una colección sobre fundadores de grandes
religiones. Sin embargo, es preciso decirlo con fuerza: Jesús de Nazaret no fue el
fundador de una religión nueva; y esta proposición, que es preciso comprender bien, es
justamente capital si se quiere captar lo que significa la "universalidad" del camino de
salvación que vino a manifestar y a realizar.
En el centro del tiempo, apareció Cristo, según la palabra de Ireneo, como el
"recapitulador" de una historia, que encontraba en El la manifestación de su sentido, al
término de una serie ininterrumpida de testimonios, mientras que Dios, dice la Epístola
a los Hebreos, hablaba a nuestros Padres "de muchos modos". Es necesario resituar la
figura de Jesús de Nazaret en la lógica de esta "nube de testigos" si queremos
comprender algo de la "universalidad" de la que le consideramos portador.
Tomemos primeramente conciencia de una nueva paradoja, llena de fecundidad.
Cuando vino Cristo, nos dice Agustín, "la verdadera religión (...) comenzó a tomar el
nombre de cristiana". Este "comienzo" señala a la vez una continuidad y una ruptura.
Continuidad, puesto que aquí y allá está la misma "verdadera religión"; ruptura, puesto
que se trata de una denominación nueva que no puede dejar de incidir en el contenido
mismo de las cosas. Así pues, este camino universal tiene su origen en una ruptura... ha
nacido de una "herejía", es decir, de una opción. La Iglesia ha salido de la Sinagoga.
Dejando esta comunidad histórica, la nueva comunidad -Iglesia- inició su camino de
"catolicidad".
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Esta ruptura no se abre camino a partir de la Alianza como tal, sino a partir de cierta
forma de entenderla que tenían los depositarios de aquel tiempo. Entremos un poco en
el análisis de este punto. Toda "Alianza" supone un acuerdo, una opción, que es también
una "elección". El pueblo opta por reconocer a Yahweh como único Dios; y haciendo
esto, confiesa que ha sido él mismo elegido para glorificar su nombre entre las naciones.
¿Elegido? ¿No connota siempre esta palabra, una cierta exclusión de los que no están
englobados en esta elección? Quizá el Israel de la carne no evitó totalmente la trampa de
este exclusivismo celoso que había hecho de él, bajo forma de un privilegio único, el
"pueblo elegido". Ahora bien, ¿no sería una ofensa a la universalidad del amor pensar
que pueda, por principio, hacer acepción de lo que sea?
También Israel debió aprender que esta predilección de la que se sabía objeto no era una
posesión personal. Israel, se sintió abandonado por Dios; conoció el exilio en Babilonia;
antes de eso, conoció sobre todo la flagelación de los profetas. Israel debió morir a toda
concepción "egoísta" de la Alianza. Se puede decir que el profetismo ha constituido el
más formidable mensaje de universalidad que haya penetrado en una fe religiosa. Es
preciso extender esta afirmación a toda la capa sapiencial de la biblia. Ya los relatos de
la creación habían extraído más que migajas de verdad de los relatos de las religiones
ambientales. En su origen y destino, el mensaje de Israel ha sido, y ha llegado a ser cada
vez más, un mensaje que sobrepasaba radicalmente el marco de Israel.
La ruptura no se hizo sobre este aspecto sino, más precisamente, sobre el del
reconocimiento de Jesús de Nazaret como el Mesías esperado. Sabemos cuales eran,
precisamente entre los profetas, los signos escatológicos de la entrada en los tiempos
mesiánicos. Reconozcamos entonces que los conflictos de un mundo desgarrado, y, aun,
el fracaso ignominioso de aquél que se presenta como el realizador de las promesas, no
eran argumentos en favor de su reconocimiento.
Aquellos de los judíos de entonces que aceptaron el trastorno mental exigido por la fe
en Jesucristo fueron obligados a dispersarse entre los paganos. El cristiano nace del
encuentro estructural entre un judío que se fía de la ley y un pagano que no podría
renunciar a la conquista y goce del mundo. Judío y pagano coexisten en cada uno de
nosotros y son llamados a convertirse entre sí mutuamente desde sus particularidades
limitadoras.
A partir de ahí se puede arriesgar algo respecto al difícil problema de la relación actual
entre la comunidad-Iglesia y la comunidad de Israel. La universalidad de nuestra fe, ¿no
implica, como una de sus condiciones, que reconozcamos efectivamente la fe judía, no
como uno de los componentes de nuestra actitud, sino como un interrogante interior,
doroso y benéfico? Si Dios, en Cristo, apareció realmente en carne, se manifestó así
como "el que ha de venir". Y si es verdad que no podríamos esperar a "otro", no es
menos verdad que esperamos la "vuelta" del que fue arrojado en tierra como un germen,
una promesa. En el interior de la universalidad de nuestro camino, ¿no nos recuerdan,
nuestros hermanos judíos, esta dimensión irreprimible del "Cristo- futuro"?
La Iglesia y Cristo
Es "cristiano", nos dice Pablo, el que cree que "Jesucristo es Señor"; el que confiesa que
Dios, en él, se ha vuelto sensible y ha recorrido los caminos de nuestra historia. Si
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Cristo es "Dios aparecido en carne", podemos "decirlo" mediante tres notas que, en la
revelación bíblica, han servido siempre para caracterizar el ser de Dios mismo en una
integración de las tres etapas de tiempo: el que es, era y viene.
Cristo, para nuestra fe, es primeramente el que es. La mística joánica nos ha
acostumbrado a una meditación sobre la preexistencia del Verbo. Pero Pablo, a su modo
más radical, no ha temido evocar la preexistencia del mismo Cristo. Si es el lugar
universal donde el hombre es llamado a llegar a ser él mismo, es que en él, en verdad,
todo lo que es posee la vida, el movimiento y el ser. Ejemplar primero de toda creación,
Cristo, en su existenc ia de hombre, es condición de posibilidad, de efectividad, de toda
aparición del hombre y del mundo. De este modo, no es el que es, más que siendo el que
era.
Se sabe que nuestra más pura tradición teológica admite como dos esquemas inteligibles
de la historia de salvación. Uno, que ha dejado su huella en nuestros Credos, toma
prestado el camino de un desarrollo cronológico: creación en gracia, caída, exilio lejos
de Dios, encarnación redentora, que introduce a una economía nueva de salvación y
gracia. En esta óptica, la cuestión famosa del "motivo de encarnación" recibe una
respuesta obvia: se trataba ante todo de reparar el pecado, y de redoblar la misericordia
introduciendo al hombre en una nueva dimensión de verdad. Pero otra tradición también
muy firmemente atestiguada, interpreta de otro modo el designio de Dios. De Pablo a
Buenaventura se ha desarrollado una visión que ha dado su cimiento teológico al
humanismo espiritual de Francisco de Sales, de Ignacio de Loyola, de la Escuela
francesa: Cristo ha sido primeramente querido por Dios como el ejemplar de dimensión
universal. Es la viña en vista de la cual han sido plantados los sarmientos del universo
(Francisco de Sales). Las estatuas de Chartres dan testimonio de ello: Dios, modelando
el rostro de Adán, tomaba como modelo los rasgos del Único.
Así pues Cristo ha venido en el transcurso de los tiempos para manifestar la
predilección primera que tiene toda criatura. El hombre tal como lo conocemos, es
estructuralmente llamado a la visión de Dios; y eso porque, creado en Cristo, encuentra
ahí el "lugar" primero y último de su arraigamiento en la verdad. Lo que nos autoriza a
decir que todo lo que es, por el simple hecho de formar parte de la aventura de la
creación, tiene como condición de efectividad a Cristo mismo. Y esto tiene una gran
importancia en la concepción de la universidalidad del cristianismo.
Por consiguiente, estamos propulsados de nuevo hacia la dimensión esencial del futuro.
Cristo no es, en efecto, el que era, más que siendo también el que viene. El Espíritu de
Dios está extendido por todo el universo; es coextensivo a toda palabra. La
particularidad de nuestro anuncio, ¿no debe cargarse del peso de esta universalidad
efectiva?
Para darlo a entender, sugeriré una triple forma posible de nuestra relación con Cristo.
En un primer nivel, que es de orden representativo, lo que prevalece es una cierta
distancia. Jesús vivió hace dos mil años, en un contexto cultural y sociopolítico que no
tiene nada que ver con lo que es nuestro mundo. ¿Qué podremos decir en nuestro
tiempo si nos contentamos con transponer a nuestra actualidad, sin recrearlas, las
palabras y los gestos que sacamos del Evangelio? Quizá ésta es una de las
ambigüedades de nuestras Iglesias, querer a veces mantenerse, de modo bastante
inmediato, en la definición de una actitud "evangélica", ya se trate de moral, cultura o
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política. Mientras que, en realidad, el Evangelio no "dice" nada si nosotros no nos
arriesgamos a decir lo que quiere decir...
En segundo lugar, una relación que lla maría esta vez conceptual, o lógica. Una palabra
del Evangelio no encuentra sentido más que en una relación a su contexto cultural; de
ahí el sonido de verdad con que puede sonar a nuestros oídos. Nuestro tiempo con su
contexto cultural, radicalmente diferente, exige entonces, si se presenta el caso, la
invención responsable de nuevas fórmulas que, en otro sistema expresivo, sean fieles al
mismo tono original. Dos "relaciones" diferentes, consecuentemente, una del pasado y
otra del presente; y, entre las dos, una "relación de relaciones", donde se expresa el
exacto sentido de la continuidad histórica y de la tradición de fe.
Finalmente, una última expresión de esta relación, enteramente dirigida esta vez hacia
una proclamación concreta y eficaz: propongo llamarla simbólica. Su lugar y su forma
son los sacramentos, donde se operan juntamente esa acción de desmontar y reconstruir
el Evangelio que debe hacer cada generación. Llegamos ahí a lo que pudiera ser el
sentido último de una "universalidad" que se preocuparía de ser, en una particularidad
consentida, el lugar de encuentro y de comunicación de todas las particularidades.
Iglesias, religiones y culturas
Para probar como conclusión, esta concepción de una universalidad "relacionante",
sugeriré dos puntos que conciernen a las relaciones concretas de la Iglesia con lo que no
es inmediatamente ella.
Hablemos primariamente de lo que se llama comúnmente su tarea misionera. Se tiene
costumbre, con razón, de ver en esta tarea un lugar de expresión de esta universalidad
venidera con la que se siente comprometida. Pero el rechazo de toda consideración de
tipo cuantitativo nos compromete aquí hacia un camino original de reflexión. Sabemos
que el adagio de Cipriano: "fuera de la Iglesia no hay salvación", no tiene más que una
significación muy limitada: estaría dirigido contra los reincidentes, esos paganos
convertidos que, habiendo conocido en el cristianismo el camino de salvación, habían
vuelto a sus ídolos. La extensión de esto a otros casos revela una tergiversació n
histórica. Nada hay, en todo caso, que pueda oponerse a la idea fundamental de una
salvación universal, que permanece inscrita en el corazón de nuestra fe como una
esperanza invencible.
No se trata, pues, de hacer entrar la humanidad, por batallones compactos, en la
fortaleza-Iglesia. Una voz más, es esencial la conciencia de lo que Cristo, tal como lo
anunciamos, es en forma germinal. De suerte que tenemos que acoger toda creencia
como una manifestación parcial de verdad, capaz de iluminar la nuestra, con dos
actitudes prácticas: tolerancia, quitándole toda idea de condescendencia, y estima
profunda de los valores que tienen los "creyentes de otro modo". La consecuencia de
esta doble actitud debe ser, según pienso, el rechazo de todo proselitismo. Sé muy bien
que se me podría objetar el mandato de Cristo: "haced discípulos de todos los hombres".
Pero, ¿cómo entender eso fuera de ese otro pasaje que dice que el Padre debe ser
adorado "en espíritu y en verdad"?
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El segundo punto que querría sugerir es el del ecumenismo. En el sentido más
restringido se trata de esfuerzos consentidos para llegar a la reconstrucción de una
unidad visible entre todos los que se adhieren al mensaje de salvación de Jesús de
Nazaret. La unidad que esperamos no tiene por qué exigir ningún repliegue sobre una
especie de "cristianismo de base", sino la convivencia confiada y el "reconocimiento"
mutuo de tradiciones diferentes, cada una con su peso histórico y su deber de fidelidad.
Miradas diferentes sobre el único misterio, como único camino hacia un desciframiento
integral de la "verdad entera". Este ecumenismo restringido se muestra susceptible, sin
diluirse, de extenderse a esos otros "círculos" a los que se refería la Encíclica de Pablo
VI Ecclesiam Suam: los poseedores de la "religión del Libro", Judíos y Musulmanes;
todos los que creen en el hombre.
Conclusión
¿Universalidad del cristianismo? El único sentido de esta formulación es que cada una
de nuestras Iglesias -y especialmente, sin duda, la que se atreve a llamarse "católica"quiera ser así, en su particularidad consentida, lugar de encuentro y de diálogo, en la
tolerancia y estima de las demás. Por mi parte, no temeré, en esta perspectiva, hablar del
cristianismo, como de una realidad "relativa"; en el sentido en que esta bella palabra no
se debe comprender primeramente como lo que se opondría al absoluto, sino como lo
que se reconoce y se instituye en forma "relacionante": un camino que haría la suma de
todos los caminos queriendo ser lugar de su acuerdo mutuo.
Ni unidad de exclusión, ni unidad de inclusión, ni unidad de indiferencia. Querría
proponer la opción lúcida y siempre arriesgada de una "unidad relacionante", como
universalidad esperada, tomando la forma de estas múltiples "tareas de comunicación"
que nos solicitan cada día, y que nos conciernen en nuestra fe misma.
Tradujo y condensó: JOSE MARIA BERNAL
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