¿indisolubilidad del matrimonio?

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GEORG TEICHTWEIER
¿INDISOLUBILIDAD DEL MATRIMONIO?
Unauflöslichkeit der Ehe?, Theologie der Gegenwart, 12 (1969) 125-135 1
El presente tema nos sitúa en un punto neurálgico: el de la comprensión católica del
matrimonio y de la discusión, en la misma Iglesia, sobre el divorcio para los católicos.
Nadie puede actualmente proponer una solución clara que, por una parte, concuerde con
el principio de la indisolubilidad y. por otra ayude realmente a un matrimonio que se
halle en serias dificultades. Sin tratar de establecer soluciones definitivas podemos, sin
embargo reflexionar sobre el problema.
¿Cómo puede la Iglesia ayudar en el matrimonio a los hombres de hoy'', ¿a través de un
posible salir al encuentro de ellos hasta el punto de abandonar principios claros Pero
¿no tomará el hombre -egoísta como él solo- todo el brazo cuando se le ofrezca la
mano? Malo sería sí la Iglesia ante esa tendencia humana, se volviera desconfiada o si
por efectismo capitulara de una exigencia para evitar la desunión y poder así mantener
en vigor dicha exigencia como hasta hoy. Pero, sin olvidar la llamada de Pablo a
predicar el evangelio opportune el importune y sin caer en la ingenuidad de creer que
toda nueva opinión o forma de vida supone un avance absoluto, de buena gana hemos
de cuestionarnos nuevamente lo que hasta hoy hemos tenido por seguro. Hemos de
preguntarnos hasta dónde siguen siendo válidas las normas morales por estar
subordinadas a la esencia invariable del hombre, y en qué medida son mutables con el
paso del tiempo y son acomodables según una nueva formulación.
BIBLIA E IGLESIA ANTE EL PROBLEMA DE LA INDISOLUBILIDAD
¿Exigencia radical y posibilidad de excepción?
De los textos neotestamentarios referentes a nuestra cuestión 2 se deduce que Jesús
rechazó radicalmente la separación en el matrimonio. Y como fundamento de esta
exigencia se remitió al orden de la creación, vá lido para todos y no sólo para los
cristianos. Exegéticamente hablando no se puede dudar de la autenticidad de estas
afirmaciones como provenientes del mismo Jesús. Ahora bien, ¿se trata de leyes
obligatorias en las que no quepa para el cristiano, excepción alguna?
La escritura parece reconocer ya dos excepciones. La primera sería la del inciso de Mt
5. 32 y 19, 9 temido por los teólogos dada la dificultad de su interpretación: esta
dificultad se manifiesta, por ejemplo, en la divergencia que se da entre la tradición
católica y la ortodoxa, a partir de la falsa traducción de porneía como adulterio.
Siguiendo a J. Bonsirven, el exegeta protestante H. Baltensweiler 3 interpreta el inciso
no como una cláusula moral sino cultual: en la comunidad judeo-cristiana surgían roces
porque muchos pagano-cristianos habían contraído vínculos sexuales que no podían ser
considerados como matrimonio en el mundo judaico (cfr. Lev 18: prohibiciones sobre el
enlace entre parientes próximos), y así se habría exigido la disolución de tales vínculos,
para evitar el escándalo en la comunidad. En la línea de esta interpretación se halla
también la llamada cláusula de Santiago en Act 12, 20-29, donde se exige a paganocristianos y a todos los demás que se abstengan de la porneía en el sentido, nuevamente,
de un comportamiento sexual que no se tenía por matrimonio. Según esto -recogiendo la
valoración de Th. Bovet-, dicha cláusula de excepción no es aplicable hoy a ningún
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matrimonio cristiano. La segunda excepción neotestamentaria a la radical exigencia de
Jesús es la del llamado privilegio paulino de 1 Cor 7, 12-16.
A propósito de estas excepciones, Schnackenburg propone -junto con un buen número
de exegetas católicos y todos los protestantes- la siguiente pregunta: ¿las palabras del
Señor han de hacer efectiva una prohibición de todo divorcio en las circunstancias
vitales de hoy? Es decir, ¿quiere dar Jesús una ley precisa, eficaz y obligatoria para
todos?, ¿o más bien señala la radical exigencia de un mandamiento- ideal (Zielgebot)
que el cristiano no deberá olvidar jamás, pero que sólo podrá ser cumplido
perfectamente con el advenimiento cada vez más profundo del Reino de Dios en cada
hombre y en todo el mundo? Los exegetas, en este sentido, remiten al sermón del monte
y a las exigencias, por ejemplo, de no jurar ni responder a la injusticia (Mt 5, 34.39),
que siguen inmediatamente a la del no divorcio: si la Iglesia ha considerado utópico cl
cumplimiento literal de tales prohibiciones, reclamando el derecho a jurar y a la legítima
defensa para hacer frente en cl mundo que vivimos, a la mentira y desconfianza y a la
brutal injusticia imperantes, ¿por qué no puede verse también la prohibición del
divorcio bajo un signo equivalente?, ¿no es todavía el mal poderoso en nuestra vida
como para que muchos cristianos, en un Reino de Dios aún no plenamente establecido,
se encuentren no pudiendo cumplir este mandamiento ideal?, ¿no subsiste todavía la
dureza de corazón de los tiempos mosaicos?
Tradición y magisterio de la Iglesia
Por lo que se refiere a la tradición hay que constatar que no se da una plena unanimidad
en las afirmaciones de los grandes teólogos. Así, Juan Crisóstomo y Basilio, en oriente,
y Agustín, en occidente, admiten la posibilidad de segundas nupcias por causa de
adulterio (supuesta la ya indicada falsa interpretación de porneía), e incluso se llega a
ampliar el motivo a faltas más ligeras. Y en el Vaticano II causó sensación la defensa
que hizo el vicepatriarca melquita de Egipto, Elías Zoghby, de la práctica ortodoxa
frente a la cerrada tradición occidental.
La Iglesia latina define su postura en una carta de Inocencio III, en 1199, sobre la
cuestión de un posible matrimonio en el caso de que uno de los cónyuges haya caído en
herejía o haya vuelto al paganismo. El papa rechaza esta praxis, pero lo hace con una
expresión de carácter muy subjetivo: "Nos no creemos...", dice, en lugar de "no está
permitido" (DS 769). Y en Trento la declaración sobre la indisolubilidad matrimonial
fue redactada muy cautelosamente en atención a la práctica de la Iglesia oriental,
estableciéndose sólo que la Iglesia (latina) "no está en el error" al enseñar lo que, en este
punto, establece como disciplina a seguir (DS 1807). La Gaudium et Spes, por su parte,
no ofrece ninguna explicación detallada de la doctrina de la indisolubilidad, pero recoge
esta enseñanza como evidente y la fundamenta por referencia al orden de la creación,
aludiendo también a la elevación del matrimo nio a sacramento en el orden salvífico.
Para la constitución conciliar, más importante que la doctrina dogmática parece serlo el
papel insustituible que desempeña el matrimonio único para el bien de la comunidad
humana: es decir, "para la continuación del género humano, para el progreso personal y
suerte eterna de cada uno de los miembros de la familia, para la dignidad, estabilidad,
paz y prosperidad de la misma familia y de toda la sociedad humana" (LG 48).
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LEGISLACIÓN ACTUAL DE LA IGLESIA
Es en referenc ia al derecho matrimonial católico cuando las cuestiones que se plantean
son más numerosas. Por ser el matrimonio un sacramento -y, como tal, confiado por el
Señor a. la Iglesia-, ésta exige con derecho el poder determinar cómo ha de ser
administrado y recibido dicho sacramento, qué requisitos son necesarios y qué
impedimentos son obstáculo para una recepción válida y lícita del mismo.
Preocupación por lo legal
Una detenida lectura de las particulares prescripciones del derecho matrimonial da la
impresión, a veces, de que la preocupación de la Iglesia por la validez legal del
matrimonio ha desplazado otras posibles consideraciones. Y esto se hace aún más claro
si tenemos en cuenta la historia que ha tenido la obligación del requisito de forma en el
contrato matrimonial. Sólo a partir de Trento éste ha de hacerse -entre bautizados, al
menos uno de los cuales sea católico- ante el párroco competente y ante dos testigos.
Surgió esto para prevenir los matrimonios secretos y concubinatos demasiado
frecuentes, que incomodaban la vida comunitaria. Se estableció también la forma de
bendición como obligatoria para la validez del matrimonio ante la conciencia del
cristiano. Así, tenemos hoy las cosas de tal manera que un matrimonio civil de dos
católicos que, a causa de una desavenencia personal con el párroco, hayan pasado por
alto la bendición eclesial, se tendrá por un matrimonio no existente aun cuando los
cónyuges hubieran tenido plena intención de contraer matrimonio, no hubiera
impedimento alguno y su vida en común durase ya bastantes años. Si uno de los
cónyuges quisiera contraer un nuevo matrimonio, no estaría ligado por ninguna ley
eclesiástica, y en contra de los altos deberes naturales para con el otro cónyuge y para
con los hijos podría divorciarse civilmente y contraer, sin previa disolución, un nuevo
matrimonio en la forma prescrita por la Iglesia. Incluso sería recibido con una cierta
emoción por el párroco como un hijo perdido que vuelve a la casa paterna o una hija
ganada nuevamente para el hogar.
Si esta reglamentación nos permite un cierto respiro cuando se trata de matrimonios que
desde hace mucho llevan en sí el germen de la ruina, sin embargo, en las circunstancias
contrarias esta misma ley puede convertirse en una constante seducción para abandonar
una voluntad matrimonial que ciertamente existía al comienzo del matrimonio civil y
para lesionar gravemente las obligaciones de derecho natural contraídas para con el
cónyuge y los hijos.
Matrimonios mixtos
Aún mucho más puede ser criticada la legislació n existente para los matrimonios
mixtos. Aquí, a la obligación de forma para la validez del matrimonio ha unido la
Iglesia una intención pastoral, exigiendo garantías de que los hijos nacidos del
matrimonio serán bautizados y educados católicamente. No resuelto este problema del
bautismo y educación de los hijos, el matrimonio será considerado inválido, por lo
menos según el derecho vigente hasta hoy, a pesar de la plena voluntad de contraer
matrimonio que pudieran tener los interesados.
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Esta relación demasiado estrecha entre la validez del matrimonio y una cierta obligación
respecto a la educación de los hijos no ha alcanzado, como demuestran las estadísticas,
la meta deseada por la Iglesia y más bien provoca escándalo en la discusión actual.
¿Puede la legislación positiva de la Iglesia, en cuanto ley humana, coartar de tal manera
el derecho natural del hombre a contraer matrimonio? 4 .
Declaración de nulidad
Junto a estos casos de negación de validez de un matrimonio por el derecho eclesiástico,
existen otros en los que matrimonios ciertamente válidos son declarados nulos por la
Iglesia. Hemos de referirnos de nuevo aquí al privilegio paulino. Mientras que, según 1
Cor 7, 15 no es del todo claro que el cónyuge convertido quede hábil -después de su
separación del cónyuge pagano- para contraer nuevo matrimonio, el canon 1121
posibilita a la parte católica unas segundas nupcias válidas con tal de que conste que la
parte no bautizada no quiere acoger al cónyuge bautizado o por lo menos no quiere
convivir pacíficamente con él.
Pero la práctica actual de la Iglesia llega aún mucho más lejos, desde Pío XI. El llamado
privilegio petrino reclama -en favor de quien desempeña el oficio de Pedro, es decir, el
papa- la potestad de anular matrimonios válidos. En consecuencia la Iglesia, a partir de
1924, ha disuelto matrimonios naturales válidos. Por ejemplo, en el caso de dos
cónyuges no bautizados, si uno de ellos quiere -aun sin convertirse- casarse con un
católico: podrá hacerlo, pidiendo la correspondiente dispensa eclesiástica de disparidad
de cultos. Aún más drástico es el caso de dos cónyuges que se hayan bautizado, después
de su matrimonio, en la Iglesia católica y quieran contraer nue vo matrimonio con otros
católicos: como condición para declarar la nulidad del primer matrimonio debe constar
que después del bautismo -de uno o de ambos cónyuges- no ha sido nuevamente
consumado el matrimonio y que la vida común, en el momento de la disolución, esté ya
destrozada y sin posibilidad de reconciliación.
Para fundamentar el que la Iglesia pueda separar tales matrimonios se hace valer el
principio in favoreni fidei: en favor de la parte que se ha hecho católica, en favor de una
vida pacífica en la fe.
Así pues 5 , según la legislación eclesial en vigencia, sólo es radicalmente indisoluble el
matrimonio sacramental consumado pero no el matrimonio natural les decir, no
sacramental). Ahora bien, ¿no declara el Señor -como se ve en la escritura- que todo
verdadero matrimonio, sea o no sea sacramental, es indisoluble?. ¿no ha pasado la
Iglesia con el privilegio petrino por encima de las palabras del Señor?
En vista de la actual legislación, podrían preguntar machos hombres profundamente
infelices o fracasados en su matrimonio: si la Iglesia puede separar matrimonios en
favor de la fe, ¿por qué no lo hace, por ejemplo, en favor de la posibilidad de vida para
algunos hombres?
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¿QUÉ POSICIÓN DEBE TOMAR LA IGLESIA EN LA ACTUAL DISCUSIÓN?
¿Cómo debe enfocar la Iglesia la actual discusión sobre el divorcio y un nuevo
matrimonio desde su comprensión del matrimonio?, ¿tiene la posibilidad de ayudar a los
hombres en determinados casos y situaciones matrimoniales insoportables sin ser infiel
a la palabra del Señor?
Exigencia de fidelidad a la Palabra del Señor
Ciertamente, la Iglesia debe permanecer fiel a la enseñanza del Señor de que un
matrimonio contraído válidamente es indisoluble. Se trata aquí de custodiar un
mandamiento que está enlazado tanto con el orden de la creación, como con el orden de
la salvación y sobre el que -como válido en todo tiempo- se ha de reflexionar no sólo a
partir de la esencia natural del matrimonio sino también desde su sacramentalidad.
Las críticas que, como carga cerrada, se han disparado contra el matrimonio podrían
resumirse así: el matrimonio, a causa de la duración, mata la espontaneidad del
verdadero amor; el hombre -nominalmente, el varón- es naturalmente polígamo: el
matrimonio único está conforme con unas situaciones históricas, sociales y económicas
que hoy ya no se dan; el hombre actual no es psíquicamente capaz de tomar una
decisión que le ate para siempre, etc. Es evidente que todas estas críticas no llegan a
menoscabar la vital importancia que tiene la indisolubilidad del matrimonio único para
el desarrollo personal del cónyuge y para la realización del ideal del matrimonio, visto
no como algo estático, sino como un proceso permanente, como un continuo desarrollo
esencial hacia la consecución del una caro (Gén 2, 24) y de una vida indivisible. Tales
críticas no afectan al carácter de realidad insustituible que un matrimonio dichoso tiene
para la educación de los hijos, ni a su función de célula vital en la comunidad humana y
eclesial.
Dado el mandamiento ideal de la indisolubilidad del matrimonio como orden querido
por Dios, la Iglesia no puede, por principio, volverse atrás estableciendo excepciones
análogas al libelo de repudio de los judíos. Aunque también es verdad que los
mandamientos ideales sólo serán comprendidos por el cristiano en la medida en que éste
se abra, en la fe, al Reino de Dios: "No todos pueden comprender estas palabras, sino
sólo aquellos a quienes les es dado el comprenderlas" (Mt 19, 11).
Apreciación de la complejidad de lo real
Ante la afirmación, absolutamente segura, del canon 1014 de que el matrimonio goza
del favor del derecho (esto es, que en caso de duda debe suponerse la validez del
matrimonio mientras no se demuestre lo contrario), podríamos preguntarnos dónde se
funda esta validez. Según el derecho canónico, una vez cumplidos todos los requisitos
legales hay que suponer la libertad de la decisión, la ausencia o eliminación de
impedimentos, la afirmación del bien esencial del matrimonio y la forma prescrita por la
Iglesia... Pero, honradamente hablando, ¿la versión judicial del derecho lo es ya todo?
Volvamos de nuevo a las radicales instrucciones formuladas por el Señor en el sermón
del monte y que Él quería que fuesen tomadas absolutamente en serio, aunque no
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podían ser cumplidas en toda su dureza y fuerza obligatoria por todos sus oyentes. La
Iglesia dice, y ciertamente con razón, que una plena renuncia a la legítima defensa y al
juramento en la actualidad, en este mundo que ciertamente no está todavía plenamente
poseído del espíritu del Reino de Dios, es utópica. Al exigir la Iglesia misma el
juramento y permitir la legítima defensa contradice el sermón del monte. ¿No se debería
preguntar la Iglesia, con la misma urgencia, si esta postura no vale de igual manera para
la radical prohibición del divorcio?
Casi nos asustamos al plantear este problema en vista de su posible trascendencia. Pero
debemos plantearnos esta pregunta precisamente cuando ha sido anunciada la palabra
del Señor: "Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre".
Aceptamos hasta aquí que dos personas, aparte de la administración y recepción del
sacramento y de la validez legal del contrato matrimonial, puedan seguir creyendo que
su "sí" ha sido aceptado por Dios y que ambos unidos por el particular vínculo han sido
admitidos con Dios. Nadie puede contradecir a una pareja en la honradez de esta
aceptación y alimentar la duda y permanente inseguridad de si delante de Dios son o no
son marido y mujer. ¿Pero no podemos guiarnos por otros signos que nos afiancen en el
juicio de que Dios les ha unido inseparablemente como marido y mujer?
El obispo Herman Volk nos propone esta reflexión: ¿puede un amor entre dos personas,
que ha surgido de una manera eventual, como fascinación o como simple simpatía,
garantizar la estabilidad de la palabra "sí"?, ¿o lo que une a la pareja es más bien la
decisión personal unida al amor? Lo que crea el vínculo "es en primer lugar el amor
personal empapado de la decisión de la voluntad de unirse para toda la vida con la otra
persona". Pero, ¿puede suponerse un tal amor en el caso de nuestros novios?
Nosotros decimos que en el contrato matrimonial, como en la recepción del orden
sagrado debe haber una intentio expressa legalmente necesaria. Pero, en el momento de
la bendición nupcial, ¿existe esta intención plenamente consciente, en muchos católicos
con partida bautismal, que no pueden imaginar la celebración de su matrimonio sin que
el órgano suene en la Iglesia?
Vemos que nuestros jóvenes teólogos, con 25 años cumplidos, no quieren tomar la
decisión de ordenarse y se conceden el legítimo derecho para demorar esta decisión.
Una tal demora en el caso del contrato matrimonial no puede recomendarse por muchos
motivos, pero ¿tiene n los jóvenes de 22, 20 o incluso menos años, la madurez necesaria
que permita dar un "sí" para toda la vida?
N. Wetzel ha llegado a la conclusión de que la Iglesia, en todas sus afirmaciones sobre
la indisolubilidad del matrimonio, debe tener consideració n con los débiles. Para
muchos -nos dice- la exigida indisolubilidad del matrimonio permanece una teoría: ¿no
debe contar la Iglesia, en muchos de sus miembros, con la dureza de corazón que Jesús
aduce como fundamento de lo legislativo en la religión moral?
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Hacia una seria formación matrimonial
La fundamental afirmación del matrimonio indisoluble, conforme a la exigencia del
Señor debería ir acompañada, en el futuro, de un intenso esfuerzo eclesial para lograr la
preparación y madurez matrimonial de sus miembros.
El tradicional examen de novios que debe realizar el párroco es ciertamente demasiado
poca cosa; la escuela matrimonial con buenos ponentes podría ser provechosa. Pero la
preparación matrimonial en el sentido de una verdadera capacidad humana para el amor,
debería empezar mucho antes. Es esencial una recta educación sexual y la profunda
comprensión de que también el matrimonio presupone una vocación propiamente dicha
y de que la palabra del Señor "el que pueda comprenderlo que lo comprenda" (Mt 19,
12) se refiere de igual manera al matrimonio y al celibato por causa del Reino de los
cielos. Se debería insistir, más claramente, que hasta ahora, en que hay una no-vocación
al matrimonio, que no puede identificarse con la vocación sacerdotal o religiosa, pero
que debe conducir a una renuncia del matrimonio. En este punto de la formación
matrimonial, la Iglesia debería valerse incondicionalmente de todos los conocimientos y
afirmaciones actuales que manejan los científicos y estar en permanente diálogo con los
matrimonios creyentes.
La misión pastoral de ayudar a los hombres.
¿Pero cómo pueden ser ayudados los matrimonios que, humanamente hablando, han
perdido su sentido? Matrimonios, por ejemplo, que a causa de la prolongada y profunda
actitud de uno o ambos cónyuges son realmente un fracaso. O bien, aquellos
matrimonios que -según las palabras de Th. Bovet- son un escarnio para la esencia del
matrimonio bajo todos los conceptos, sólo significan la más pesada de las cargas tanto
para los cónyuges como para sus hijos, ,y que conducen visiblemente a la locura:
¿Puede una circunstancia tal señalarse todavía como querida por Dios?
A la vista del derecho eclesial habría, en muchos casos, la posibilidad de una verdadera
ayuda cuando el error en la persona del cónyuge, que según el canon 1083 hace el
matrimonio inválido, se extiende a una cualidad esencial de la persona. Respecto al
error en la cualidad de una persona el derecho canónico reconoce solamente el error
acerca de la condición libre de una persona: cuando uno se casa con una persona esclava
creyendo que es libre (c 1083). Pero, ¿no seria más grave el error acerca de la
criminalidad de una persona que el error acerca de su condición libre?, ¿no debería el
engaño doloso y sistemático de una persona, por ejemplo, invalidar el matrimonio?
El canon 1199 podría también ser interpretado, según los conocimientos actuales, de
una manera psicológica y desde el punto de vista de la capacidad de una persona para el
matrimonio. Un matrimonio válidamente contraído (rato) pero no consumado puede ser
disuelto, por dispensa de la sede apostólica y por causa legal, cuando las dos partes o
una sola lo solicitan, e incluso aunque una de las partes no lo quiera. Por matrimonio
consumado se entiende, en el derecho eclesial, la unión de los órganos sexuales
masculinos y femeninos, sean cuales fueren las circunstancias, la actitud interna y el
grado de conciencia con que se realiza dicha unión. Incluso una unión sexual bajo los
efectos de la borrachera cumpliría la definición legal de matrimonio consumado. Sin
embargo, hoy entendemos por consumación humana del matrimonio otra cosa
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completamente distinta. Tomando como norma de juicio la expresión
veterotestamentaria "conocer", la consumación del matrimonio es el recíproco abrirse
amoroso de los cónyuges en la totalidad de su persona. Esto no queda simplemente
agotado por una unión sexual. Bajo esta comprensión podríamos decir, una vez más con
Bovet, que la consumación matrimonial es "tender hacia la formación de la plena
comunidad de vida corporal y espiritual, y se podría entonces declarar un matrimonio no
consumado, cuando después de varios meses no sólo no existe esta comunidad de vida,
sino que hay que valorarla negativamente".
Pensemos, en este contexto, en muchos matrimonios prematuros que se han contraído
exclusivamente por causa del hijo ya en camino, pero en los que de ninguna manera hay
un amor personal que una a los jóvenes, sino más bien una recíproca antipatía que
aumenta de día en día hasta llegar a un odio abismal. Para estos casos se debería quizás
crear un tribunal, análogo a los tribunales eclesiásticos de causas matrimoniales,
constituido por un psicólogo, un consejero matrimonial y un pastor de almas, que en
diálogo con la pareja, se informasen de las circunstanc ias reales y tuviesen potestad para
reconocer un matrimonio como no consumado en el terreno personal.
De una manera más general: ¿no puede la Iglesia, teniendo en cuenta el mandamiento
de la indisolubilidad del matrimonio, declarar un matrimonio que de hecho ha muerto
irreparablemente por culpa de un cónyuge, como realmente muerto ante la Iglesia?, ¿y
no existe también para esta culpa el perdón de la cruz de Cristo y consecuentemente un
nuevo comienzo?
Para terminar: con los alivios que se han insinuado, la significativa eficacia del
matrimonio indisoluble podría ser considerada cada vez más como un principio
meramente teórico. Por ello resulta más apremiante la obligación de cada matrimonio
cristiano, de testificar-con el esfuerzo vivo, responsable y perenne de su amor- que el
Señor no fue ningún fantasma. El Señor mismo ha llamado a cada matrimonio a dar esta
prueba honradamente humana y ha prometido su amor y su gracia a los que la dan
cumpliendo su exigencia: "Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre".
Notas:
1
El artículo reproduce una conferencia tenida en la Academia de la diócesis de
Rottenburg, en Stuttgart-Hohenheim. Más que solucionar la cuestión teórica de la
indisolubilidad matrimonial, el autor sugiere algunas modificaciones --en virtud de unas
preguntas previas-- sobre la legislación eclesiástica vigente. Nótese, por lo demás, la
íntima conexión que este articulo guarda con lo expuesto en la Noticia complementaria
presentada en las pp 258-264 del presente número (N. del E.).
2
Para una completa información exegética, cfr. el correspondiente articulo de R.
Schnackenburg en cl libro «Zur Thculogie der Ehe». Regensburg 1969 (N. del A.).
3
«Die Ehe iin NT», Zürich-Stuttgart 1967 (N. del A.).
4
Con su nueva legislación (abril de 1970), la Iglesia ha modificado los dos puntos en
cuestión, en la dirección precisamente que apunta aquí el autor. Se trata, pues, de un
paso adelante en lo estrictamente jur ídico. Pero acaso por esto ha podido decirse que es
--ecuménicamente hablando-- un paso demasiado corto (N. del E.).
5
El autor alude aquí al artículo de P. Huizing, del que se hace referencia en la Noticia
complementaria de este mismo número, pp 263-264 (N. del E.).
Tradujo y extractó: ANTONIO PASCUAL NADAL
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