su patria, y cuyo nombre sólo puede ser evocado bajo ciertos co nd icio na ­ mientos, como pude com probar perso­ nalmente en Sevilla, lugar de su naci­ miento, cuando el Club G orca intentó una semana en su hom enaje frustrada por la intransigencia gubernam ental; a Juan Ramón Jiménez, muerto en el exilio, que sólo pudo volver a repo­ sar bajo el cielo violeta de su Huelva cuando ya no podían sus ojos aca­ ricia r el paisaje que nutrió su verso; a Luis Cernuda, muerto en el exilio, rodeado todavía su pecho por la tierra lejana de Sudam érica; a León Felipe muerto en el exilio y a quien hace poco tiem po le fue negado por la Voz o ficial el homenaje que los artistas, escritores y el pueblo español querían rendirle en el Cine Monum en­ tal de M adrid; como Pedro Salinas, muerto en el exilio; como Em ilio Pra­ dos muerto en el exilio; como Manuel Altolaguirre, muerto en el exilio; como a Pedro Garfias, muerto en el exilio; porque al honrar a Miguel Hernández honramos tam bién a su amigo Fede­ rico, cuyo final es suficientem ente conocido, y cuyo asesinato pretenden d ilu ir hoy en una responsabilidad particular aquellos bajo cuya inspira­ ción se com etió. Y tam bién a esos otros grandes poetas de España que durante muchos años miraron con nostalgia desde la lejanía su propio lugar de origen, como Jorge Guillén o Herrera Petere, o que siguen m irán­ dola desde lejos con los ojos velados porque su sentido de la dignidad (hoy es siem pre todavía) les impide, le impide volver. Y me estoy refiriendo, es obvio, al enorme Rafael Alberti. ¥ * * Y ahora voy a tratar de e xplicar cómo descubrí yo mismo a Miguel Hernán­ dez, porque me im agino que mi descu­ brim iento habrá sido parecido al de los hom bres y m ujeres que tienen una edad sem ejante a la mía; que han cre­ cido en una España donde se les pre­ tendía meter por los ojos, como si se tratara de valores máximos, una serie de escritores menores, de poe­ tas con menos brio, más desarraiga­ dos del corazón de su pueblo. Ahora, a precios prohibitivos, y no fácilm en­ te, es posible hacerse con la edición de „C o lecció n A u stra l“ de „El Rayo que no cesa“ . Allí descubrí un día, por casualidad, porque no se me había hablado de él, porque no se estim ulaba su encuentro ni su estudio, Porque estaba su nom bre excluido de los libros de Literatura de texto oficial, su verso de las Antologías al uso, allí descubrí yo, por casualidad, digo, !a calidad extraordinaria de un to ­ EXPRÉS ESPAÑOL / Noviem bre 1976 Miguel Hernández leyendo poemas en el frente. rrente que me hablaba con palabras de em oción, de angustia, de verdad; la voz de un poeta, nuevo para mí en aquel entonces, cuando tenía quince o dieciseis años, al finalizar la década de los cuarenta, los espeluznantes años cuarenta, que enlazaba como nadie lo hiciera la rica sonoridad de nuestro Siglo de Oro con el estrem eci­ miento cada vez más humano de un poeta de nuestro tiem po que, antes que poeta, se siente, fundam ental­ mente, apasionadam ente, por encim a de todo, hombre, a secas. Yo no sabía entonces quién era Miguel Her­ nández; ignoraba por com pleto la dim ensión social de su diálogo con la tierra. Sólo pude com prender que tenía en mis manos un libro fuera de serie que, a través de una de las fo r­ mas más forzadas, más fáciles y difí­ ciles al mismo tiem po de la m étrica, - el soneto - me hablaba con un lenguaje a la vez viejo y nuevo en el que estaba — a través de su contacto con la naturaleza y con su propia experencia amorosa, no tan desdicha­ da ni mucho menos, esa es la verdad, como la refleja en sus versos — toda la autenticidad de un hom bre; toda la capacidad de convertir, como las pie­ dras en oro en la fábula del Rey Midas, en belleza cuanto tocaba. Los que alguna vez hemos hecho, con mayor o m enor fortuna, ese extraño e je rcicio más de artesano que de artista que se llama soneto, sabemos lo fácil y lo d ifícil que es: lo fácil, porque el m ecanismo de su construcción da, por fuerza, la rica gracia sensorial y sim plem ente auditiva que hace que todo soneto, por el mero hecho de serlo, suene bien; agrade inicialm en­ te si cum ple el mínimo requisito exigible de estar bien construido desde un punto de vista estrictam ente m ecánico. Y lo difícil, lo muy difí­ cil, porque esa misma magia del so­ nido puede hacer que el poeta quede cautivo de la sim ple máscara form al, se entregue al fácil dejarse llevar por el ritmo, y dé, bajo su envoltura de pétalos de flores, un sim ple catálogo de vaciedades. Pues bien: es difícil no encontrar en los sonetos de Miguel Hernández la fluidez, la apariencia de sencillez pese, en muchos casos, al barroquism o de su contenido; la im presión de que no le costó ningún trabajo hacerlos . . . Y qué d ifícil es eso! Creo - y, por supuesto, me interesa acentuar lo que de opinión puram ente personal tiene lo que señalo — que sólo en algunos sonetos del rosario unamuniano, en los de Juan Ramón Jiménez, en los de Miguel Hernández (tan trabajados, com o podemos com probar com paran­ do las tres etapas sucesivas de la creación del mismo libro, es decir: „Im agen de tu huella“ , „El silbo vul­ nerado“ y „El Rayo que no cesa“ , su definitiva redacción) en los de Blas de Otero y en los escasamente editados de José Luis Gallego, donde el soneto se cierra en si mismo, esa espontaneidad, (pero espontaneidad „a rtific ia l“ , conseguida „a p o s te rio ri“ ) esa gracia, esa perfecta adecuación de form a y fondo que es, en definitiva lo que persigue el artista. Los que hayan leído „El Rayo que no cesa“ habrá advertido, además, una o rigin a ­ lidad hernandiana: prescinde de ele­ m entos para lograr la construcción; repite palabras, repite versos. Muchas veces, el cuarto y el quinto están abrazados, es el quinto un énfasis del 33