fundamentos éticos del mercado en la teoría económica institucional

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Miguel Gómez Uranga*
FUNDAMENTOS ÉTICOS
DEL MERCADO EN LA TEORÍA
ECONÓMICA INSTITUCIONAL
En este artículo se intenta poner de relieve que las dos grandes avenidas de la ética (la
utilitarista y la deontologista) pueden y deben ser aplicadas en las distintas áreas de la
economía, aunque es la utilitarista la que habitualmente se asocia a lo económico. En
estas páginas se tratará de evaluar la calidad de la ética que se observa entre autores
que han tenido una influencia importante en la teoría económica. Finalmente, se
proponen algunas ideas sobre una economía «cívica» fundamentada en valores.
Palabras clave: ética, teoría económica, economía del bienestar.
Clasificación JEL: A13.
1.
Principios en la economía
del bienestar neoclásica
Desde los economistas clásicos en la economía académica se establece una clara distinción entre la esfera
de la economía y la de la moral. Los criterios morales
pueden intervenir en la economía aunque exclusivamente a posteriori. La medida de la eficiencia económica está separada absolutamente de las consideraciones
de índole moral (Buchanan, 1985: 3). Un bien puede ser
deseable en términos de eficiencia y a su vez indeseable desde criterios morales. La evaluación económica
se situaría en otro plano que la evaluación moral.
En los últimos tiempos cada vez se oyen más voces
que ponen en cuestión la férrea separación que realiza
la economía convencional entre los enunciados positi-
* Catedrático de Economía Aplicada. Departamento de Economía
Aplicada I. Universidad del País Vasco.
vos y normativos. La moralidad de los agentes económicos influye en su comportamiento así como en sus resultados, y no parece razonable que si los economistas
se interesan por los resultados no deban también estar
interesados en la moralidad (Hirsch, 1976). La propia
economía estándar del bienestar descansa sobre supuestos morales. Para evaluar y desarrollar la economía del bienestar se requiere prestar atención a la moralidad.
Para la economía es más tratable y medible con exactitud la eficiencia que el controvertido tema de la equidad. Quizá por eso la economía del bienestar se centra
más en la eficiencia. Pero, ¿a la hora de analizar la eficiencia deben ser tenidos en cuenta los presupuestos
morales? Pensemos en el caso extremo de que utilizamos un modelo de costes-beneficios para decidir sobre
la inversión en una planta nuclear; es evidente que la
discusión sobre lo que se consideran costes y beneficios en este caso, solicita la observación de elementos
de carácter ético.
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Para los economistas neoclásicos, «la ciencia económica como otras ciencias sociales debería ser neutral (value-free), lo que significa que los valores éticos
no deberían jugar papel alguno en la estimación de
propuestas empíricas por parte del economista»
(O’Neill, 1998: 43). Sin embargo, Hausman y Mc Pherson (1997) hacen referencia a una «ética de mínimos»,
para mostrar que no es cierto que la economía neoclásica paretiana realice sus propuestas positivas absolutamente al margen de cualquier supuesto ético, por
mucho que lo pregonen los llamados economistas positivistas. Una teoría moral subyace en los teoremas
centrales del mundo neoclásico como por ejemplo en
el principio de eficiencia de Pareto, el óptimo es un estado ideal que supone implícitamente el juzgar una situación como «buena». En definitiva, existe una presunción de situación virtuosa. Algunos filósofos se refieren a un principio de «mínima benevolencia», que en
todo caso constituiría una pobre teoría moral. «En el
trabajo de los economistas hay una ausencia a invocar
normas morales» (Grill, 1999: 175). La economía del
bienestar contribuye a trasladar al mundo real la idea
de que la autonomía del mercado y la traducción técnica de los deseos de la demanda en el propio mercado
son un resultado directo de la propia naturaleza del ser
humano (de su idiosincrasia), y por lo tanto se evita el
tener que considerar otros compromisos filosóficos o
morales de mayor rango.
La economía convencional identifica bienestar con
algo que debería de ser moralmente bueno y que corresponde a la satisfacción de las preferencias individuales, aunque en muchas ocasiones la mejora de una
persona se realice al coste de una creciente desigualdad. La moral, para la economía convencional, es una
cuestión de preferencias subjetivas; por ejemplo, algunas propuestas neoliberales sobre la contaminación
medioambiental, como las recomendaciones realizadas
por los organismos internacionales (Banco Mundial,
Fondo Monetario Internacional), cuando contemplan
que los países desarrollados puedan mantener sus modelos contaminantes, siempre y cuando los países po-
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bres accedieran a poner un precio por el que permitirían
dejarse contaminar, a cambio de mejorar su bienestar
(desde la perspectiva de incremento de sus ingresos).
Esas propuestas se hallarían sujetas a un principio de
«mínima benevolencia», aunque desde una perspectiva
más razonable habría que decir que esos acuerdos internacionales favorecen a ciertos intereses empresariales y, en cambio, perjudican realmente a los países subdesarrollados.
En la ciencia económica domina una ética utilitarista,
si bien de una manera más o menos velada. El utilitarismo se puede entender desde una visión unidimensional
(como sería el criterio maximizador), o desde una perspectiva algo más compleja como la que se representa
en los utilitaristas actuales.
2.
Criterios éticos en la obra de dos fundadores:
Knight y Keynes
Frente a una perspectiva de laissez-faire, que separa
de manera estricta los intereses individuales de los intereses colectivos, un somero análisis de la realidad
muestra que las decisiones individuales se sitúan en el
plano de la sociedad donde están vigentes unas normas
sociales enraizadas en la moralidad y en la ética. Tanto
Knight como Keynes estimaron que el ámbito de la economía no se puede abstraer de la dimensión moral y de
una evaluación ética.
Knight se encontraba influido por las filosofías utilitaristas individualistas. Para él un sistema social y económico debería funcionar de acuerdo con un determinado
standard social y económico (sistema de normas) relacionado con los valores de los individuos. La consideración de lo que es «bueno» en esa concepción utilitarista
tiene un carácter individual, de manera que el individuo,
a través del mayor grado posible de libertad económica,
tendría el último juicio sobre lo que es bueno, y que
coincidiría con lo que desea.
Knight (1929) y Keynes (1926) justifican la presencia
de los juicios morales en la economía a causa de la incertidumbre derivada de la escasez de información y de
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conocimientos que tienen los individuos a la hora de tomar decisiones. La incertidumbre existe a pesar de los
avances científico-tecnológicos que se generan en la
historia. Los conocimientos insuficientes llevan a que
los individuos incorporen sus creencias y valores en sus
decisiones. En definitiva, las cuestiones morales y éticas se introducirían en la esfera de la decisión económica inducidas por la insuficiente información y la ausencia de conocimientos objetivos.
Para Keynes (1926), la indeterminación en las decisiones económicas, fruto de esa ausencia de conocimientos, no se podrá resolver a través del cálculo de
probabilidades, ni a través de la inferencia de series de
datos históricos disponibles. Las motivaciones y las expectativas son variables en el tiempo, lo que conduce a
que las tomas de decisión individuales se fundamenten
en opiniones subjetivas, en las que se integren juicios
morales y otras consideraciones éticas.
En Knight se encuentra implicitamente una teoría del
bienestar, cuando sugiere que el máximo bienestar en la
economía y en la sociedad en su conjunto se alcanzará
a través del mayor grado posible de libertad económica,
a través de permitir a los individuos ocuparse de sus
propios asuntos en ausencia de la intervención del gobierno (Knight, 1929). Esa libertad de los individuos
para optar por sus propios deseos, planteaba a Knight
un problema ético al observar que una sociedad hecha
de individuos o de grupos de individuos, no permite en
términos puros y absolutos que se expanda de manera
voluntaria la libertad de actuación para todos sus miembros. Es más realista considerar que parcialmente al
menos esa libertad deberá de imponerse. La aparición y
el desarrollo de centros y concentraciones de poder que
se desarrollan en las aguas de la libertad, plantea cuestiones morales que hacen que hasta el mismo Knight
deba de admitir algún tipo de intervención del gobierno
como necesaria (Knight, 1960).
Keynes estableció su corpus teórico a partir del presupuesto de que era necesaria la participación del gasto
público para animar a la demanda y redistribuir la renta.
Sin embargo, su énfasis fue siempre el de reformar pero
aceptando un sistema de mercado en el que se mantenían las desigualdades necesarias para la incentivación
de los agentes participantes. El grado de desigualdad
aceptable para Keynes sería limitado por razones de índole ética individual y colectiva (Greer, 2000).
A partir de las lecturas de Keynes y de Knight, se puede deducir una determinada «Ley de Intervención» que
no cuestione los métodos o procedimientos requeridos
para esa intervención, pero que sitúa a la ética en un importante nivel inductor de la participación pública y de la
corrección de excesos del sistema contrarios a los intereses de una mayoría de la población.
La concentración del poder y las desigualdades de la
riqueza crecerán hasta el límite permitido por los estándares ético-morales que se impongan en una determinada sociedad. Pasado aquel límite, los gobiernos deberán establecer las correspondientes políticas que
ajusten los niveles de desigualdad y de concentración
de poder a los estándares ético morales que se establezcan en cada sistema socioeconómico
La incertidumbre, tanto para Knight como para Keynes, justifica la participación de criterios morales y éticos, y es la que genera en un sistema de libre mercado
las desigualdades en la distribución de la renta y de la riqueza (Greer, 2000).
A pesar de su cercanía a la hora de justificar la introducción de criterios éticos y morales en la economía, las
diferencias entre ambos autores son muy notables:
1. Knigth contempla una realidad externa al sistema
económico relativamente inmutable, predeterminado y
ergódica; mientras que Keynes la contempla transmutable y no ergódica.
2. La realidad casi ideal que contempla Knight, únicamente requiere ajustar pequeñas anomalías de un
deficiente funcionamiento de la libre empresa; mientras
que Keynes contempla dos importantes problemas: el
desempleo y la desigual distribución de la renta y de la
riqueza.
3. La incertidumbre tiene un contenido más ontológico en Keynes, y para Knight puede ser en muchos casos, redirigida hacia un riesgo probabilístico.
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4. En todo caso, la recomendación de posible participación del gobierno es mucho más restringida en
Knight (incentivar, proporcionar un sistema de normas, y
desarrollar infraestructuras educativas) que en Keynes,
que propicia una intervención muy amplia del sector público para que crezca la demanda efectiva de la economía (Greer, 2000: 123).
3.
Para los utilitaristas contemporáneos
la racionalidad económica y la moralidad
son conceptos compatibles
La economía neoclásica concibe la utilidad como «satisfacción de los deseos» lo que le permite la posibilidad
de medir y tratar matemáticamente la utilidad. Se supone
que los deseos se satisfacen a través del disfrute de diversos bienes y, por lo tanto, la posesión de bienes puede ser objeto de tratamiento numérico. Pero en esta perspectiva de deseos también surgen problemas para los
utilitaristas cuando se enfrentan a situaciones moralmente rechazables como puede ser el caso del sadismo, el
resentimiento y la maldad (Harsanyi, 1978: 8). La satisfacción del deseo puede corresponder al concepto clásico de utilidad y supone un avance conceptual en el tratamiento de la misma, pero es necesario contrastar la utilidad con elementos de racionalidad que se vinculan en
parte con elementos morales, tal como señalan los autores utilitaristas contemporáneos. Entonces, el deseo podría identificarse con utilidad siempre que se cumplieran
unos requisitos mínimos de moralidad y de beneficio para
la sociedad. Aunque el utilitarismo puede constituir una
buena base de partida para evaluar actuaciones de los
agentes racionales, sin embargo, es en ocasiones difícil
evaluar cuestiones morales (Gibbard, 1986: 181).
Existe una visión neoclásica de la moralidad que se
asocia a los fallos de mercado. La moralidad en esa
perspectiva introduce las interacciones del gobierno social bajo las condiciones de los fallos del mercado. «The
rationality of morality depends on its being a particular
kind of solution to the problem of market failure: that is,
one that secures a Pareto-efficient outcome by making
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each individual better off» (Kraus y Coleman, 1987:
717). Esta perspectiva de fallos del mercado es muy relevante a la hora de enmarcar metodológicamente la introducción de códigos de conducta morales en las organizaciones capitalistas actuales.
La teoría axiomática de la utilidad (Hicks y Allen,
1934), que se representa a través de la función de utilidad, se establece desde las preferencias individuales
de la persona. Pero los autores utilitaristas modernos
discuten ampliamente sobre cómo se pueden entender
las preferencias, porque el problema no se encuentra en
el tratamiento lógico formal de la axiomática en la teoría
de la preferencia como en el sentido y el contenido del
propio concepto de preferencia. Esa concepción liberal
choca con la consideración de que las preferencias que
contribuyen al bienestar deben estar moralmente fundamentadas. El comportamiento egoísta no puede ser criterio de elección exclusivo desde cualquier perspectiva
utilitarista. Frente a una función de utilidad que representa las preferencias de una persona racional y egoísta, cualquier visión mínimamente realista tiene que
aceptar el carácter social de los individuos y, por lo tanto, la consideración de que las preferencias se sitúan en
un determinado contexto social.
El modelo de la preferencia utilizado en la economía no
considera que las motivaciones de las elecciones puedan
obedecer a razones psicológicas, sociológicas o antropológicas, y que el contexto cultural puede jugar un notable
papel. De ahí que un reformista como es A. Sen acuñe el
concepto de meta-preferencia (Hirschman, 1985: 8-9).
Entre los economistas reformistas actuales se admite
que las preferencias estudiadas en la economía convencional coexisten con otra clase distinta de preferencias,
aunque ciertamente se puede observar una tensión entre
unas y otras (Broome, 1991).
El cálculo utilitarista tiene necesidad de establecer
comparaciones de utilidad o de bienestar entre personas, pero por desgracia en la medida en la que se contemplan más factores que puedan influir en aquellos
conceptos, se hace más difícil establecer estándares de
comparación. Si aceptamos una mayor complejidad de
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los conceptos de preferencia, utilidad y bienestar, más
inútiles nos parecerán las comparaciones interpersonales. Existen factores psicológicos que influyen en la consideración de utilidad o de bienestar por parte de las
personas (Griffin, 1991: 66). Además, en los estudios
sobre bienestar o sobre felicidad de las personas también se incorporan ciertos valores como la dignidad o el
compromiso con los demás.
Se puede decir que ciertos comportamientos inmorales no son racionales. También hay una relación entre
bien-estar (well-being) y cuestiones morales. Los juicios
morales no se pueden separar del objetivo de un «estar
mejor» por parte de las personas (Griffin, 1991: 61). La
concepción de bien-estar se relaciona aquí con aquellos
valores que caracterizan una vida mejor («a good life»);
entre esos valores se podrían citar por ejemplo la lealtad, la amistad o la confianza (Scanlon, 1991).
La economía utilitarista moderna acepta que la racionalidad tiene que ser compatible con ciertas dosis de moralidad. Entre los economistas y filósofos contemporáneos
existe una consideración general de que la teoría de la racionalidad es compatible con una teoría del comportamiento moral. Frente a la distinción que hizo Hume entre
«razón» y «pasiones», el utilitarismo actual por el contrario
establece una mayor relación entre razón y moral, llegando en ocasiones a suponer que los principios morales serían derivados de la razón (Kraus y Coleman, 1987: 715).
Desde esa visión, emitir un juicio de racionalidad (o de moralidad) de una acción puede suponer, además de una
descripción objetiva y una comprensión de su significado,
la propia reprobación del acto (Gibbard, 1986).
La economía ortodoxa a la hora de analizar las decisiones tomadas por un agente económico no tiene en
cuenta valores como la necesidad, la dignidad, los derechos, la justicia, la oportunidad, etcétera. Sin embargo,
los economistas debieran conocer los valores morales
que gobiernan las elecciones; la eficiencia económica y
la política económica dependen de los valores éticos,
los cuales pueden ser socavados por el propio desarrollo desigual de las economías en sistema de mercado
(Polanyi, Hirschman, Sen, Arrow).
4.
El enfrentamiento entre filosofías sociales
y económicas
Teorías de justicia para el Welfare State:
el caso de Rawls
Uno de los logros de Rawls consistió en situar su teoría de la justicia entre dos teorías en principio contrapuestas: el utilitarismo y el contractualismo. La primera
enmarca y guía de forma coherente la acepción maximizadora de la economía neoclásica convencional. En el
marco analítico utilitarista todo puede ser conducido hacia la consecución de un fin que consistirá preferentemente en hacer máximo el bienestar social general. En
el contractualismo liberal se garantizan los derechos y libertades individuales, y se constituye un marco de referencia igual para todos pero no garantizan en absoluto
cuáles pudieran ser las consecuencias del desarrollo
del sistema social para los individuos.
El método de Rawls se aplica a la distribución de bienes en la sociedad con el propósito de maximizar las expectativas de los menos aventajados. Rawls se consagra como el autor no utilitarista por excelencia. Frente al
utilitarismo clásico donde los participantes en el proceso
económico tratan de maximizar un nivel de utilidad, desde la perspectiva «ética deóntica» de Rawls se cambian
los objetivos finales, para seguir un determinado principio del deber que responde a consideraciones de justicia (Vickers, 1997).
A propósito de la obra de Rawls sería de interés esclarecer algunos conceptos. Se pueden entender como
diferentes, y en ciertos casos como opuestas, dos orientaciones de la ética que puede ser conveniente conocer
para entender las bases de algunas teorías económicas
y sociales. En primer lugar, la «ética deontológica» que
se vincula etimológicamente al deber o a la obligación,
donde se excluyen consideraciones teleológicas y sobre
todo empírico pragmáticas. Desde esta visión, una acción se considera moralmente justa cuando obedece a
máximas buenas en sí; por ejemplo, cumplir las promesas o ser leal en los contratos (Höffe, 1994: 136). En se-
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gundo lugar, la «ética teleológica», que relaciona los juicios morales con un conjunto de objetivos o fines superiores. Así, el utilitarismo considera como objetivo o ley
suprema moral el bienestar de las personas. En definitiva, el juicio moral se justifica con relación a lo bueno o
malo de las consecuencias.
En los dos casos se hace referencia a un principio
agregado como el de entender lo que está bien o lo que
es bueno para la economía o la sociedad globalmente
entendida. En el primer caso podría, por ejemplo, proponerse como ley u objetivo primordial la «equidad» o la
«igualdad» de manera que cualquier acción individual o
colectiva debería de estar orientada (y en su caso restringida) por ese tipo de objetivos. Los individuos y los
colectivos sociales adquieren unos deberes u obligaciones que les llevan a considerar en todo momento esos
valores superiores. Desde una ética teleológica (en una
lógica consecuencialista), por ejemplo la maximización
del PIB se podría considerar como un objetivo deseable,
es decir, alcanzar el máximo bien para el mayor número
de individuos y de grupos en la sociedad.
La idea de justicia rawlsiana descansa sobre la constitución de un sistema político-legal que garantiza que ciertos derechos individuales no se encuentran determinados por el resultado de la sociedad en términos de bienestar general. Pero, sin embargo, la idea de justicia de
Rawls sí se ocupa de alcanzar ciertos objetivos o metas
sin los que difícilmente se podrían lograr ciertos niveles
de justicia. De hecho, los individuos estarán muy interesados en conocer de qué manera la cooperación que se
desarrolla entre ellos redunda en su mejora en la participación de unos beneficios, que crecieron como consecuencia de la evolución económico-social. Es en esa
asignación de beneficios en donde precisamente intervienen las leyes para precisar y organizar la realización.
La teoría de Rawls es una teoría política de la justicia
social (Rawls, 1993). En una sociedad justa todos participan de la misma manera de los bienes que permite la
cooperación social. Para captar mejor lo que supone la
concepción de justicia de Rawls sería de gran interés
distinguir entre la visión utilitarista y la contractualista.
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La primera se acerca más a un sistema teleológico, donde lo relevante es lo que define qué es lo más correcto;
se sitúa en el logro de un determinado fin (objetivo), por
ejemplo la maximización del beneficio en el mundo de
los negocios. Sin embargo, entender la justicia desde un
registro rawlsiano contractualista se acerca más a un
sistema procedimental o deontológico, donde las metas
a conseguir dependerán del criterio de cada uno, y la
obligación social únicamente consistirá en cumplir las
normas; por eso, en ese marco liberal de Rawls, los
principios de justicia tienden a establecer un sistema público de normas o reglas que dotan de estabilidad a la
sociedad, a partir del cual los individuos persiguen sus
propios objetivos (Hernández Pacheco, 1997).
En el modelo de Rawls, los individuos o las partes inicialmente desconocen o tienen una precaria información (lo que Rawls denomina «el velo de la ignorancia»)
sobre el entorno económico-social y su capacidad para
adaptarse a él. En consecuencia, y debido a su inseguridad a la hora de pronosticar para cubrirse ante eventualidades, cada individuo podría situarse en la hipótesis de
que en algún momento él mismo podría encontrarse en
la peor situación posible en la sociedad. Ante ese posible evento, si se quisiese que ese individuo se adhiriese
voluntariamente a un consenso en el seno de esa sociedad, se le debería garantizar en cualquier situación el
reconocimiento de unos derechos fundamentales, además de que las posibles desigualdades que se generasen contribuyeran en todo caso a mejorar su situación
en la medida en que peor se encontrase («Principio de
maxim»). Se trataría de promover el mayor beneficio
para los miembros menos aventajados de la sociedad
(Rawls, 1996: 35).
El principio de justicia de Rawls se aparta radicalmente del principio de eficiencia económica en el universo
paretiano. Una distribución puede ser pareto eficiente y,
sin embargo, no ser en absoluto igualitaria; e incluso
puede ser injusta desde el principio de la justicia como
equidad de Rawls, ya que este último criterio sólo admitiría desigualdades sociales asignativas cuando beneficiaran sobre todo a los sectores menos favorecidos.
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Para Rawls el segundo principio de justicia se cumpliría
en el caso, por ejemplo, de que las mejoras en las expectativas empresariales condujeran a la mejora general de los negocios, y como consecuencia de ella se podrían beneficiar posiblemente los asalariados menos favorecidos. La concepción de justicia de Rawls, de
hecho, puede ser perfectamente coherente con el sistema capitalista del Welfare. «La filosofía social de Rawls
ha sido tan bien acogida porque en definitiva es la que
teóricamente justifica el consenso socio económico de
las democracias occidentales. Se trata en ellas de regímenes de mercado libre que parten de un reconocimiento inicial de los derechos civiles y del derecho a la
iniciativa económica, sólo que los resultados del libre
juego comercial están constantemente modificados por
instituciones asistenciales y redistributivas que constantemente corrigen la excesiva desigualdad que el mercado pudiera provocar haciendo trabajar a las instituciones económicas siempre a favor de los más desfavorecidos» (Hernández Pacheco, 1997: 96).
Nos parece que el actual sistema neoliberal no pasaría
en absoluto el test de los principios de justicia de Rawls,
debido a que en ese sistema la mejora de los beneficios
de ciertos sectores generalmente tiene como consecuencia el incremento de las desigualdades y en pocos casos
supone la mejora en las expectativas de los grupos menos favorecidos, como se podría contrastar empíricamente. Se podría visualizar que en una sociedad en la
que se aplicaran los principios de justicia de Rawls (principalmente el principio de la diferencia), deberían existir
unas instituciones sociales que, aunque no influyeran en
la «posición inicial», contribuyeran a la redistribución mediante transferencias a los grupos más desfavorecidos
(seguridad social, sistema fiscal progresivo, etcétera).
La influencia de la filosofía liberal: Nozick y Knight
Nozick representa en la filosofía social la antítesis de
Rawls. Las tesis del primero responden a unos supuestos radicales muy próximos a los que sostienen los economistas liberales en las últimas décadas, mientras que
las bases «socialdemócratas» que inspiran la filosofía
de Rawls estarían más cerca de la denominada economía keynesiana. Nozick sacraliza el derecho individual y
entiende la justicia a través de dos premisas nucleares:
cómo pueden ser adquiridas aquellas cosas que un individuo posee, y de qué manera pueden ser transferidas
aquéllas a cualquier otra persona.
Precisamente, la justicia consiste en la tutela de esos
derechos: posesión, adquisición y transferencia. Esa problemática de la justicia es semejante a lo que propone la
escuela de «los derechos de propiedad» (Chicago), y es
perfectamente coherente con el principio formulado por
Knight de la «justicia conmutativa» en la distribución mercantil. Nozick se opone frontalmente a las teorías de la
justicia de Rawls, y sostiene que desde su visión la distribución de los bienes no exige cambios, transferencias o
rectificaciones relacionadas con algún fin determinado.
La teoría del derecho entitlement de Nozick no se estructura a través de algún objetivo como pudiera ser: la necesidad de las personas, la utilidad para la sociedad o la
moral. La posesión de bienes y de riquezas puede deberse a cualquier circunstancia histórica que no tiene por
qué ser revisada ni rectificada en sus consecuencias.
Nozick se enfrenta al establecimiento de normas para
encontrar una mejor justicia distributiva como sostiene
Rawls. En efecto, para ese autor la justicia consiste en
respetar escrupulosamente la libertad de los individuos
para intercambiar como juzguen más oportuno los bienes de los que son propietarios. Para Nozick la justicia y
la desigualdad no son conceptos antagónicos, y sin embargo la acción redistributiva de los gobiernos es habitualmente injusta porque casi siempre representa una
restricción para los derechos individuales.
Si algo caracteriza a Knight es su firme militancia a favor del liberalismo individualista. Su filosofía social, aunque se halla marcada por una lógica utilitaria, paradójicamente idealiza la capacidad del libre acuerdo entre
los individuos. Esa posible paradoja se explica debido a
que el utilitarista trata la libertad como un medio para
conseguir un fin, mientras que las posiciones libertarias
de Knight contemplan a la libertad económica como un
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fin en sí mismo. Por lo tanto, el cambio de objetivos es
esclarecedor. «El objetivo no es ya la máxima satisfacción, sino el máximo de libertad. El mercado perfecto es
ideal porque significa la libertad completa» (McKinney y
Frank, 1993: 193). Dejar que la libertad recorra todo el
camino puede desembocar, incluso para Knight, en situaciones no deseables como el afianzamiento del poder de monopolio y la aparición de externalidades, que
únicamente podrían ser gestionadas a través de alguna
agencia que tuviera una representación colectiva.
Las corrientes económicas genuinas del liberalismo
(austriacos y Chicago) dedican importantes energías a
la glosa de las actitudes de un sistema como el de mercado. No se hacen excesivas preguntas sobre su propia
organización, ya que parten de su a priori (a modo de
axioma) sobre la consideración del mercado como única
e indiscutible alternativa mejor que cualquier otra forma
de coordinación de los agentes económicos. El objetivo
de los economistas liberales (en sus diferentes versiones) es legitimar un discurso del buen funcionamiento
de una economía a través del mercado, así como deslegitimar cualquier tipo de intervención (gobierno, ciertos
monopolios, planificación central, etcétera) que distraiga a las fuerzas naturales del mercado o que desvirtúe
la competencia.
Para Knight las relaciones de mercado proporcionan
cierta justicia en la distribución del producto y de la riqueza, que él denominó «justicia conmutativa», la cual
es el resultado del reconocimiento por parte del mercado de que lo que se cambia son «valores iguales»,
como si cada participante en el mercado se contentase
con la justicia igualitaria que estaría implícita en el
cambio o en el acuerdo y, por lo tanto, en el resultado.
Sin embargo, «el mercado no garantiza en absoluto la
justicia distributiva, ya que lo que una persona introduce en el mercado depende de sus habilidades personales y de la propiedad que supone una herencia del pasado que a su vez depende de las leyes e instituciones
de la sociedad, y si esas no fuesen justas no hay razón
para pensar que la herencia lo sea» (McKinney y
Frank, 1993: 194).
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Los economistas liberales norteamericanos hacen
énfasis, desde hace dos décadas, en la necesidad de
que se den ciertas dosis de confianza y de lealtad en las
relaciones entre las partes. La economía moderna permanentemente genera instituciones de garantía para
que funcionen las relaciones de confianza en la economía de los mercados; ya que de hecho sería imposible
que las partes de una relación mercantil conozcan todos
los elementos que configuran la calidad de los bienes
y/o servicios que se están intercambiando. Las garantías de calidad se pueden formalizar a través de las correspondientes instituciones y certificaciones, lo que supone un coste.
La economía de los costes de transacción en la relación contractual se fundamenta en los mecanismos de
salvaguarda para protegerse de lo que se denominan
comportamientos oportunistas en términos de Williamson (1985). La teoría de los contratos asocia el contrato
óptimo, y por lo tanto el que logra unos resultados más
óptimos en términos de eficiencia, al que permite unos
menores costes de transacción. Las relaciones contractuales se facilitan en la medida en que impere la confianza entre las partes.
En el lenguaje mercantil, una de las partes ofrece
confianza a la otra cuando se comporta de acuerdo a las
expectativas que de ella tenía. Nooteboom (2004) define la confianza como «la expectativa de que un participante en la relación no se comportará de manera desleal o fraudulenta, incluso aunque tuviera oportunidad o
condiciones para hacerlo» (Nooteboom, 2004: 81).
Parece más interesante trascender de una concepción individualista y entender la confianza desde la perspectiva de la socialización enraizada en una determinada cultura social; se puede decir que existen culturas
más propicias a la colaboración que otras. Los comportamientos rutinarios como estabilizadores de las organizaciones, así como de los colectivos de individuos, pueden ser transmisores implícitos de confianza. Las fuentes de la confianza que nos interesa sobre todo poner
de relieve en este artículo son aquéllas que se sitúan en
un marco general de valores. Existen normas sociales y
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códigos de comportamiento implícitos o explícitos que
albergan núcleos de valores en claves de deberes y
obligaciones morales, e incluso de virtudes (honestidad,
lealtad, amistad, empatía, afecto, etcétera) (Nooteboom, 2004).
5.
La organización de los mercados a la luz
de las teorías de las instituciones en la economía
El mercado neoclásico posee varias características
que le identifican: a) el lugar donde se expresarían las
preferencias dadas, así como los deseos de los consumidores y de los individuos; b) las posibles restricciones
institucionales se considerarían (ex post) como imperfecciones o fallos debido a que el mercado se considera
una institución libre que funciona de forma autónoma,
autorregulada, que además se vincula a la obtención de
eficiencia; y c) el mercado no se contempla como una
institución organizada para que se puedan desarrollar
las actividades individuales de cambio. Sin embargo, en
la realidad se comprueba que los mercados no tienen
nada que ver con mecanismos autorregulados. «Un
buen ejemplo del mercado organizado administrado fue
el mercado de ganado constituido por un estatuto legal
en la Inglaterra medieval. El ganado se vendía exclusivamente en unas ciudades determinadas y en días específicos, lo que generó una fuente de información para
otros potenciales compradores, y vendedores e incluso
al otro lado del canal supuso un control frente al robo de
ganado, era ilegal comprar a los campesinos en el camino hacia el mercado, es decir, los mercados eran estructuras administrativas puestas en práctica con el propósito de racionalizar el cambio, un mercado estructurado
legalmente, y donde la elección individual se ejerce libremente, algunos mercados como en USA el de ganado que organiza el departamento federal tiene la misma
tradición» (Lowry, 1993: 49).
Tanto las corrientes institucionalistas como las liberales reconocen la necesidad de organizar a priori los
mercados. La nueva economía institucional y la liberal
se preocupan y ocupan sobre la organización de los
mercados, sobre todo en todo lo que se relacione con la
adquisición de información, aunque su principal motivación se encuentra en la consideración permanente de
calcular y evaluar los costes de organización de los mercados, y los costes de oportunidad para establecerlos.
Un criterio muy distinto es el que persiguen los economistas institucionalistas que estarían menos preocupados en criterios de eficiencia individual, y más interesados en analizar los valores que acompañan a la organización de los mercados, con el objetivo último de
analizar los cambios institucionales que serían necesarios par avanzar en el desarrollo de una economía social
más progresista vinculada a diversos valores de mayor
calado ético y social.
Por ese camino, Hodgson (1996), uno de los economistas más relevantes de la corriente evolucionista europea, define el mercado a partir de las siguientes características: el mercado comprende un conjunto de instituciones, y en él tienen lugar numerosos cambios de
bienes específicos de forma más o menos regular. Esos
cambios son facilitados, e incluso estructurados por las
instituciones, y comprenden tanto acuerdos contractuales como alteraciones en los derechos de propiedad; el
mercado también requiere de mecanismos necesarios
para estructurar, organizar y legitimar las actividades
que le son propias (Hodgson, 1996).
«La institucionalización de los mercados permite la
resolución colectiva de un conjunto de problemas globales, en cuanto a los problemas encontrados en los mercados la mayoría están relacionados con la acción humana, ya que no son problemas de optimización matemática. No hay una única situación, ni hay resoluciones
o respuestas naturales o espontáneas o resultados universales. Los humanos resuelven cada problema en un
amplio rango de caminos diferentes, no existe un sistema de mercado individual, al margen de un diverso número de sistemas de mercado» (Dugger, 1998: 300).
Tanto las corrientes institucionalistas como las liberales reconocen la necesidad de organizar a priori los
mercados, principalmente en todo lo que se relacione
con la adquisición de información, y su principal motiva-
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ción se encuentra en el permanente cálculo y evaluación de los costes de organización de los mercados, que
se minimizarían a través de las normas que se pudieran
establecer. Existe entonces en la idea liberal un cierto
planteamiento utilitarista sobre las normas. La filosofía
consecuencialista es la que impera para los liberales en
la explicación de las normas, es decir, que las normas
se explicarían por las consecuencias (Eltser, 1989:269).
Un criterio muy distinto es el que persiguen los economistas institucionalistas que estarían menos preocupados en criterios de eficiencia individual, y más interesados en analizar los valores que acompañan a la organización de los mercados. En la economía institucional
evolucionista las instituciones tienen un carácter funcional-instrumental que hace posible la relación mercantil.
Las tomas de decisiones y el conjunto de incentivos se
estructuran a través de las instituciones. Las expectativas se materializan sobre la base de normas, rutinas y
valores, lo que contribuye a rebajar los niveles de incertidumbre. La orientación institucional permite ampliar la
idea de racionalidad económica al introducir en el análisis factores políticos, culturales o morales.
En el institucionalismo de North las instituciones se convierten en restricciones a los comportamientos sujetos a la
racionalidad económica. Un marco institucional se encuentra integrado por instituciones formales (constituciones, leyes, normas y contratos económicos) e instituciones informales (costumbres, códigos y estándares de conducta). Se establece un juego evolutivo, que sanciona un
cambio institucional en el tiempo de carácter gradual e incremental, entre las instituciones formales e informales, de
manera que, en ocasiones, unas preceden a otras y en
otros casos se establece un camino inverso. Pero la evolución del proceso no es predecible ya que depende de circunstancias, en ocasiones, casuales muy diversas.
El marco institucional en la nueva economía institucional permite comprender las relaciones entre mercado
y otras instituciones. La teoría institucional nos proporciona una metodología interesante para el estudio de
los cambios en las preferencias y en los gustos de los
agentes económicos, haciéndoles depender menos de
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las preferencias individuales y más de las instituciones
colectivas (costumbres, normas, etcétera).
La evolución y el conocimiento de las economías se
vinculan a la evolución de las instituciones. Pueden
existir situaciones en las que las estructuras culturales-institucionales impidan las reformas económicas necesarias para que se alcance un determinado crecimiento económico. En ocasiones, la superación de ciertas costumbres o normas sociales puede suscitar
verdaderos dilemas éticos.
Ante la necesidad de generar predicciones con éxito
por parte de las teorías neoclásicas, los institucionalistas están más preocupados en la comparación de estructuras institucionales (Pattern) realistas, es decir, en
la búsqueda de los entornos culturales-institucionales
donde se generan los comportamientos que estudiamos
en la economía. Frente al supuesto maximizador que
utiliza la economía neoclásica, la economía institucional
utiliza la institución como medida nuclear; los fundadores de la escuela institucional definen la institución
como algo habitual coherente con un conjunto de transacciones que guía un conjunto de normas. El individuo
es a la vez parte y producto de esos asuntos que son
habituales en la sociedad (Commons, 1934). Veblen
(1899) define una institución como un conjunto de normas e ideales que son imperfectamente reproducidos o
internalizados a través de los hábitos que se suceden
en cada generación de individuos, una institución sirve
como estímulo y guía al comportamiento individual.
La institución se puede entender como la célula que
guía el comportamiento social y económico. Para Knight
los hábitos organizan o modulan la acción humana, también a lo largo de la teoría del consumidor y por parte de
los grandes economistas (Marshall, Keynes, entre
otros) se utiliza el concepto de «hábitos», y el consumidor se establece en lo que cierta tradición regulacionista
denomina la «norma de consumo» (que obedece al seguimiento de unos hábitos en el consumo, como señalan Dusenberry y otros).
Los hábitos dotan de estabilidad a las economías de
consumo y contribuyen a la conformación de los precios
FUNDAMENTOS ÉTICOS DEL MERCADO EN LA TEORÍA ECONÓMICA INSTITUCIONAL
de mercado. Becker (cita en Hodgson) demostró como
la inclinación negativa de la curva de demanda puede
ser consecuencia del comportamiento rutinario habitual.
El mismo Arrow acepta la posibilidad de un enfoque alternativo basado en el hábito.
El hábito no acompaña meramente a la racionalidad,
el hábito en ocasiones se impone a la racionalidad. Esa
superioridad ontológica de los hábitos nos lleva a otro
terreno de discusión como es el de reconocer que existen hábitos beneficiosos pero también perjudiciales. En
este último caso el arraigo de ciertas costumbres en las
sociedades incluso puede bloquear la evolución de la
economía y de la sociedad hacia situaciones de mayor
bienestar. Existen culturas menos propicias a generar
los cambios institucionales necesarios para cambiar los
estados mentales negativos, así como las actividades
que perjudican a las sociedades.
El cómo se satisfacen las necesidades a través de las
preferencias deberá analizarse a través de dos elementos: los folk views (creencias y valores de una sociedad
que se traducen en unas determinadas costumbres y
actitudes) y los juicios éticos (Stevenson, 2002). Así por
ejemplo, una función de consumo agregada debería estar codeterminada por una norma de consumo, y esta
última alcanzaría a un conjunto de consumidores enraizados en un marco social en el que comparten una cultura de valores, unas creencias y unas instituciones determinadas. La reproducción de hábitos y de rutinas tiene un carácter sobre todo tácito y ellas se transmiten
generalmente a través de la experiencia. Los hábitos
pueden tener una influencia esencial para distinguir el
carácter ético o no ético de algunas actividades humanas. Los hábitos y los folk views contribuyen a la construcción de los mercados, y así el mantenimiento de
unos malos hábitos puede contaminar moralmente los
mercados. Para prevenir los resultados de los mercados
es necesario considerar ex ante las bases fundamentales que los originan, ya que será así la única manera de
corregir o de cambiar la evolución, que no tiene por qué
considerarse como absolutamente determinada con antelación.
6.
Apuntes finales para avanzar más allá
de una visión teleológica: por una ética
no exclusivamente utilitarista
y por una economía civil más participativa
Cuando los agentes económicos entran en el terreno
de las obligaciones y se sacuden los polvos del beneficio
como meta, entran en juego mecanismos sociales y políticos que propician la búsqueda de fines diferentes a los
tradicionales utilitaristas: como los de justicia social, de
derechos de las comunidades, y de desarrollo sostenible,
por citar tres ejemplos relevantes en el mundo de hoy.
Encontrar una base racional para la reflexión ética es
uno de los problemas centrales para la toma en consideración de estándares morales en las decisiones económicas. Las preferencias se vinculan a los valores que
adornan las personas, y tienen una cierta estabilidad en
el tiempo. Las personas pueden estar imbuidas de un
deber moral para la contribución al bien de la sociedad
(Copp, 1993).
Tanto desde una perspectiva deontológica, como desde otra utilitarista se hace referencia a un principio agregado como el de entender lo que está bien o lo que es
bueno para la economía o la sociedad globalmente entendida. Podría, por ejemplo, proponerse como ley u objetivo primordial la «equidad» o la «igualdad» de manera que cualquier acción individual o colectiva debería
estar orientada (y en su caso restringida) por ese tipo de
objetivos. Los individuos y los colectivos sociales adquieren unos deberes u obligaciones que les llevan a
considerar en todo momento esos valores superiores. A
veces los dilemas éticos no son fáciles de resolver a
priori; pongamos por caso que la ONU aprueba un boicot comercial a un país por considerar que tiene unas leyes racistas, esa sanción está guiada por criterios de
principios (deontológicos), pero se comprueba que el
boicot tiene unos efectos nefastos sobre la mayoría de
la población; entonces desde una visión utilitarista sería
urgente levantar el boicot inmediatamente al ser mucho
mayores los costes que los beneficios de tal restricción
comercial.
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Una aportación teórica de Sen (1989) es concebir un
agente que en sus decisiones está dotado de una autonomía y una libertad personal, algo análogo a la concepción de agente constructivista que desarrolla Rawls.
Sen, por lo tanto, amplía o extiende la teoría del bienestar para incorporar la dimensión de agente pero sin dejar de ser consecuencialista. En la perspectiva de agente o agencia de Sen se supone la capacidad de aquél
para establecer objetivos propios fundamentados en valores y compromisos, aunque no se excluye que la persona pueda también perseguir un objetivo utilitarista de
bienestar. Para nuestro insigne autor se trata de combinar esos dos perfiles que poseen las personas y considerar cuando el comportamiento de la persona responde más a una característica que a otra.
Sen combina un cierto utilitarismo con aspectos deontológicos, al tratar de incluir derechos y deberes en los
denominados estados sociales. Al valorar los estados
hay que tener en cuenta el valor positivo de protección
de los derechos y el negativo de violarlos (Sen, 1987).
En definitiva, desde esa visión no se trata exclusivamente de dar satisfacción a las preferencias o deseos
como en la microeconomía convencional, sino también
de considerar los correspondientes derechos y obligaciones que adornan a los agentes económicos.
Para Sen los individuos se encuentran más vinculados a una determinada norma social de responsabilidad
(compromisos ligados a normas sociales), lo que significa que en el criterio de elección también se introduce un
principio diferente al de la racionalidad determinada exclusivamente por un principio de carácter maximizador.
La relación que establecieron los utilitaristas actuales
entre racionalidad económica y moralidad ha supuesto
un avance. Sin embargo, desde un punto de vista normativo resulta muy pobre la justificación de las actividades
económicas y sociales por su condición o resultados
como moralmente buenas o malas. Habría que avanzar
hacia la evaluación de cómo funciona y cómo se encuentra organizada la economía, y de qué manera las actividades o las políticas institucionales son justificables desde una perspectiva moral. Habría por ejemplo que inte-
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rrogarse sobre «si es moral o éticamente deseable que el
sistema económico produzca ciertos bienes e incluso si
ciertas cosas pueden considerarse en sí como bienes, y
si el economista tendría algo que decir sobre ciertos fines, o sobre los posibles rankings de deseabilidad de los
fines a alcanzar «(Vickers, 1997: 52).
El funcionamiento de cualquier economía introduce
un conjunto de políticas correctoras (¿de fallos de mercado?) y regulatorias que pueden y deben estar influidas por criterios morales y éticos. Uno de los elementos
cruciales es indagar sobre los contenidos y fundamentos éticos a los que habrá que acudir para poder presentar un modelo sistemático de actuación moral.
La relación entre modelos éticos y decisiones económicas y de política económica, deberá realizarse a partir
de estudios rigurosos de cómo afectan las diversas políticas y los objetivos de política económica a los diversos
grupos y colectivos existentes en la sociedad. Así por
ejemplo, una política monetaria restrictiva conducirá al
crecimiento del desempleo, que a su vez puede tener un
impacto negativo en criterios ético-deontológico de
igualdad o de equidad. Comisiones de ecoética podrían
desarrollarse como garantes de que las decisiones en
materia de política económica, deberán adecuarse a los
principios morales obligatorios que la sociedad colectivamente está interesada en defender.
Existen dos vías en las que los valores morales puedan incidir en los resultados globales de una economía.
En primer lugar, por una vía directa, por ejemplo ciertos
valores como la solidaridad o la ética de justicia pueden
incidir directamente en el logro de objetivos macrosociales y macroeconómicos: mejora del empleo, mejora de
la distribución de las rentas, etcétera. En segundo lugar,
ciertos valores y obligaciones éticas pueden fomentar la
cooperación en el trabajo o la mejora en las relaciones
laborales y comerciales, lo cual puede contribuir en la
mejora de los costes de producción y, en consecuencia,
en el descenso de los precios y en la mejora de la capacidad adquisitiva, así como en el mayor margen de maniobra para incrementar el gasto social. Por lo tanto, la
vigencia de unos determinados valores en el plano indi-
FUNDAMENTOS ÉTICOS DEL MERCADO EN LA TEORÍA ECONÓMICA INSTITUCIONAL
vidual (microética), puede tener una influencia en la mejora de los resultados macrosociales y macroeconómicos.
El vocablo anglosajón accountability que se puede
traducir por «responsabilidad» se constituye como un
elemento nuclear de las denominadas «economía moral» o «cívica». La accountability se puede entender de
dos maneras: como la participación que descansa en el
principio de que los ciudadanos van construyendo, y
asociándose, en un determinado sistema civil, o bien
que «aquellos agentes afectados por un problema son
incluidos en la solución» (Bruyn, 2000: 29). Los agentes, personas, organismos, organizaciones, etcétera,
implicados (stakeholders) pueden alcanzar acuerdos
sobre contratos, estándares, técnicas, normas y arbitrajes, que permitan una mayor transparencia y una competencia más justa en los mercados. La tendencia a la
globalización de los sistemas conduce a que los problemas de participación trasciendan del genuino nivel local
que colmaría idealmente una sociedad civil.
Se puede decir que en una sociedad o en una «rica
economía civil» se generaliza la participación, y la responsabilidad entre y para los diversos agentes. Por el
contrario, la verticalidad jerárquica, la ausencia de obligaciones entre las partes que se relacionan, responden
a una economía y a una sociedad con muy bajo peso de
la «argamasa moral». Los sistemas ricos en valores cívicos se convierten en «sistemas de mutua responsabilidad». Un capitalismo avanzado es aquel donde las empresas se encuentran cada vez más trenzadas en redes
de grupos civiles (Bruyn, 2000).
El frente liberal, que ha barrido todos los países del
área occidental, ha presionado para que se suspendan
ciertas regulaciones y compromisos adaptados anteriormente. La ola más destructora de ese frente actúa sobre
los mercados de trabajo y erosiona los pilares de la protección social pública. Sin embargo, una cierta espesura
de la sociedad y de la economía civil puede permitir contrarrestar los efectos de esa letal ola. Los partidarios de
la economía civil (moral) pretenden que el sistema se
beneficie del crecimiento económico, la innovación y
que sea capaz de preservar con ciertos ajustes la situación de la distribución de la riqueza sin dañar excesivamente el medio ambiente. Pero para poder sostener una
sociedad del bienestar, según los economistas «cívico
liberales», sería necesario frenar y moderar la intervención pública, y paralelamente fomentar unos estimables
niveles de autorregulación. Es decir, únicamente se permite la intervención cuando el mercado no provea los niveles adecuados de renta, de seguridad social, de vivienda, de ingresos para los asalariados, los rentistas o
los agricultores (Powelsson, 1998).
El desarrollo de las tecnologías de la información y de
las redes de telecomunicaciones nos conduce inexorablemente hacia las denominadas economías y sociedades del conocimiento. La dificultad de pronosticar el futuro crece como consecuencia de que nos enfrentamos
ante unas sociedades más complejas y con unas mayores dosis de incertidumbre. «La complejidad creciente
se asocia a una mayor intensidad de conocimiento en
los sistemas económicos» (Hodgson, 1999: 183).
«El desarrollo progresivo de una economía de
aprendizaje requiere una cultura social y un conjunto de instituciones que impregnen a las relaciones económicas y sociales de un espíritu democrático manteniendo un diálogo sobre la naturaleza de los derechos y los deberes individuales y
evaluando la adaptación de nuevos procedimientos, y de nuevas formas organizativas. También se
hace necesario lograr una armonía en nuestra relación con el entorno natural, haciendo énfasis en
la “variedad” y en la “sostenibilidad”»
(Hodgson, 1999: 262).
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