Primeras páginas - La esfera de los libros

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william napier
Choque de imperios
El gran asedio de Malta
Traducción del inglés
jesús de la torre
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Prólogo
Rodas, Nochebuena,
24 de diciembre de 1522
S
e oyó el estruendo de un último disparo de arcabuz desde las
maltrechas murallas de Rodas seguido del grito enojado de un
caballero comandante. Después, hubo silencio.
Desplegado por las afueras de la ciudad estaba el vasto ejército de los otomanos. Los caballos de los soldados de caballería cipayos esperaban en fila, resoplando y sacudiendo sus penachos.
Los jenízaros apoyaban las manos sobre las empuñaduras de sus
espadas, con la mirada fija hacia las ruinas de la llanura. Los fanáticos bektashis permanecían apiñados un poco más atrás y en los
ojos de cada uno de ellos se veía una dolorosa decepción porque la
batalla hubiese terminado y ellos siguieran aún con vida, mientras
que sus hermanos caídos se encontraban ya con el Profeta en el
paraíso.
Montado en un magnífico semental blanco de Capadocia, cubriéndose del suave sol de diciembre con un inmenso palanquín de
satén amarillo con borlas, estaba el califa del mundo islámico. Solimán Kanuni: el Legislador. El joven sultán no movía un solo músculo ni pestañeaba. Esperaba a la rendición inevitable de los cristianos
con toda la implacable paciencia de la espada desenfundada del islam.
Pues estaba escrito que, al final, el mundo entero se sometería a la
religión del Profeta e incluso él, Solimán, hijo de Selim, no era más
que un esclavo de Alá y de sus designios.
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La caída de Rodas ante sus innumerables ejércitos era tan solo
el comienzo.
Por fin, las puertas astilladas de la muralla oriental de la ciudad se
abrieron y apareció una lenta procesión.
Portaban banderas de la Virgen y del arcángel guerrero San
Miguel para que los protegieran. En primer lugar, iban los hombres, mujeres y niños de la ciudad, por cuya causa se habían rendido
los caballeros. Descalzos, sucios y casi muertos de hambre, cuatro
mil de estos desdichados isleños se abrían camino hacia el puerto
para suplicar que les permitieran subir a un barco que los llevara…
¿quién sabe adónde? Una nueva vida, sin posesiones, sin esperanzas. Pero aún vivos.
Los turcos los veían marcharse. Por estos desgraciados habrían
sacado una buena suma, cuatro mil almas en el mercado de esclavos
de Estambul, aun estando tan muertos de hambre. Especialmente las
muchachas y muchachos más jóvenes. Pero el sultán se había mostrado más clemente que nunca y el único botín de sus soldados sería
lo que pudieran saquear en aquella ciudad casi desierta.
No había nadie entre los que se marchaban que no hubiese
perdido un padre, un hermano o un hijo en el encarnizado asedio.
Una joven viuda vestida de negro de la cabeza a los pies dio un
traspiés y se cayó al borde del camino. Su pequeño hijo acudió en su
ayuda, un niño de no más de cuatro o cinco años, con la cara llena ya
de cicatrices y acartonada por el hambre y la enfermedad. Un turco
se acercó para ayudarla. Ella lo miró con furia y se puso de pie con la
frágil ayuda de su hijo y le dirigió un bufido al turco.
—Apártate de mí, adorador del demonio.
El turco dio un paso atrás y la dejó pasar.
Tras el largo y lastimero desfile de isleños venían los caballeros, algunos de ellos renqueando, otros transportando a sus hermanos en camillas y literas hacia el puerto, hacia su gran carraca, la
Santa María, anclada en unas aguas ya picadas. Otros llevaban los
documentos de la orden o sus posesiones más sagradas, el brazo de-
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recho de San Juan Bautista en un cofre de oro y el icono de la Virgen
del Fileremo pintado por el mismo San Lucas.
A la cabeza caminaba el gran maestre, alto, delgado, con barba
blanca y de unos sesenta años de edad, Philippe Villiers de l’Isle
Adam, hijo de la más alta nobleza francesa, en solemne silencio tras
la derrota.
Se detuvo ante el sultán e inclinó la cabeza, agradeciendo la
clemencia del sultán, de combatiente a combatiente.
Cerca del gran maestre iba otro caballero de la Orden de San
Juan mucho más joven. Al igual que el resto, vestía un largo hábito
negro con una cruz blanca cosida a él, el hábito de la paz. Pero tenía
los ojos fijos en el sultán con una implacable expresión de oposición.
Ningún hombre miraba a los ojos al sultán, y mucho menos
un infiel. Un jenízaro se acercó a él al instante sujetando con fuerza
un sarmiento de vid en la mano derecha, dispuesto a golpearle.
—¡Baja la mirada, cristiano!
Con enorme escándalo, el joven caballero continuó mirando
directamente a la cara del sultán. Por fin, el mismo Solimán giró ligeramente la cabeza y le devolvió la mirada. Los caballeros de San
Juan habían sido derrotados y su fortaleza destruida. Y sin embargo,
en los ojos de este ardía una animosidad más profunda que el mar
del Ponto.
Un caballero de la Lengua de Inglaterra, cojeando por una herida que tenía en el muslo izquierdo y un vendaje enrojecido apretado con fuerza alrededor de esta, le puso la mano sobre el hombro.
Pero aun así, el joven caballero siguió sin apartar la mirada, como un
perro de caza que mira a su presa.
Entonces, se oyó una voz autoritaria desde la cabeza de la columna.
—¡La Valette! ¡Seguid caminando, señor!
Se trataba del gran maestre en persona, que miraba hacia atrás,
furioso.
Castidad, pobreza y —lo más difícil de todo— obediencia, pues
los caballeros eran tanto monjes como soldados. El joven francés
apartó la mirada del sultán, Señor de los Infieles, tal y como le había
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ordenado el maestre de su antigua orden y siguió caminando despacio. Su hermano, el caballero inglés, fue detrás con una ligera sonrisa en los labios.
—Volveremos a luchar, hermano Jean —murmuró—. No lo
dudéis.
El caballero La Valette no contestó. Sus ojos miraban al frente,
hacia el vacío, con las mandíbulas apretadas.
Los caballeros podrían haber continuado luchando en Rodas.
Muchas veces antes, durante cinco largos siglos, se habían
enfrentado a los ejércitos del islam para detenerlos, hasta la muerte.
En 1291, en la ciudad de Acre durante las grandes Cruzadas, habían
luchado a muerte casi hasta el último hombre. Cuando los ejércitos
de Al-Ashraf Khalil entraron finalmente en la ciudad y comenzaron
la masacre continuada, los últimos de los caballeros hospitalarios
ocuparon su lugar en un único calabozo. Solo quedaban siete hermanos y cada uno de ellos seguía moviendo su espada a pesar de estar
mortalmente heridos, empapados en su propia sangre y con la tez
pálida. Todos murieron allí. Siete caballeros luchando mientras formaban un círculo cerrado, espalda con espalda. Y quizá unos veinte
o treinta yihadistas alrededor de ellos.
Estos caballeros hospitalarios, estos caballeros de la Orden de
San Juan eran los bektashis de Satán.
Eran los perros rabiosos de la cristiandad.
Pero en Rodas no solo sacrificaban sus propias vidas, sino también las de los isleños. Pescadores, agricultores, mercaderes y sacerdotes, esposas e hijos, niños en brazos. ¿Con qué derecho iban estos
caballeros a condenar a toda la isla a la muerte? Con ninguno. No
cuando Solimán les había prometido un salvoconducto para que pudieran marcharse y un tratamiento compasivo a los isleños que se
quedaran.
Además, Villiers sabía que el combate había terminado.
Durante seis largos y desesperados meses, los caballeros y el
pueblo no habían conocido más que el ensordecedor estruendo de los
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cañones, el estallido de las armas de fuego, el silbido de los abundantes proyectiles contra los muros del castillo, el sonido del acero, el
ruido hueco de los golpes de escudos contra cráneos, el hedor de la
sangre, el aceite hirviendo y el estiércol, el rebuzno de las mulas, los
chillidos de los cerdos, los ladridos enloquecidos de los perros…
Al final, quedaban muy pocos hombres para combatir. No había más pólvora, ni una sola espada afilada, ni un solo escudo sin
abollar, y allí estaban el sultán y los otomanos ofreciendo un salvoconducto.
Con aflicción y elegancia, Villiers de l’Isle Adam aceptó las
condiciones de la rendición.
Mientras el viejo caballero y sus hombres se alejaban renqueando por el camino de piedras hacia el puerto y Solimán los observaba marchar, se oyó que murmuraba: «Es con cierto remordimiento que hago salir a este viejo valeroso de su hogar».
Pero fueron destruidos como fuerza combatiente. Sin un hogar, sin una simple fortaleza a su nombre, quienes una vez habían
comandando una serie de poderosos fortines y encomiendas por toda
la Tierra Santa, los más acérrimos defensores de Cristo ya no eran
más temidos que un perro viejo y sin dientes.
—Están fuera de su tiempo —dijo Solimán esa noche dirigiéndose a su visir. Metió sus pies descalzos en el barreño de plata
para que la esclava los lavase—. Son… —el erudito sultán pensó
en la palabra adecuada y la encontró en el griego— son un anacronismo.
El visir lo miró desconcertado.
Solimán habría sonreído, si la sonrisa no hubiese sido algo
inapropiado para alguien de su dignidad.
—Pertenecen al mundo antiguo, a siglos pasados. Hoy en día,
los reyes y gobernantes de los cristianos no muestran simpatía por
tales héroes. Los caballeros de la Orden de San Juan suponen una
vergüenza para ellos. Los genoveses, los venecianos, los franceses…
prefieren comerciar con nosotros, comprar nuestras sedas, vendernos su cereal.
—Y sus armas —murmuró el visir.
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Solimán se detuvo para admirar a la esclava. La suavidad de
sus manos, el manto que caía de su cabello.
—Cierto. Aunque los caballeros siguen siendo nuestros enemigos, ahora carecen de poder. Cuanto más ha avanzado el mundo
cristiano, ha ido perdiendo su apetito por la guerra con el islam.
Ahora prefiere las sedas, las especias y el oro. También se ha dividido volviéndose en contra de sí mismo, con católicos y protestantes
luchando sin fin entre sí por lo intricado de su fe demencial.
—Sin embargo, nosotros no les deseamos otra cosa más que paz.
—Por supuesto.
Solimán dejó que la esclava le secara los pies. Levantó la mirada hacia su visir con ojos sonrientes.
—Nada más que paz.
En la ciudad, los bektashis estaban celebrando el triunfo del islam.
Primero asaltaron la iglesia de San Juan. Arrancaron trozos de
yeso de las paredes pintadas con colores vivos con sus yataganes en
forma de media luna, escupieron, orinaron y echaron maldiciones
sobre las nauseabundas imágenes de aquellos idólatras perros cristianos. Habían confundido a un profeta judío con la inefable, inconmensurable divinidad que todo lo ve y todo lo oye. ¡Unos esclavos
ciegos de Shaitán y sus engaños!
Volcaron el altar y lo hicieron añicos; sacaron todas las reliquias, adornos y crucifijos y los quemaron en una hoguera en la
plaza. Por suerte, su celo religioso coincidía con su amor por el lucro,
una coincidencia que era frecuente en ellos. Como algunos de los
adornos y relicarios cristianos abandonados por los ciudadanos en su
huida eran de magnífica plata y oro, los tomaron de inmediato como
botín.
Abrieron a golpes las antiguas tumbas de los grandes maestres
en la cripta de la iglesia, esperando encontrar tesoros. Irritados al no
encontrar más que cruces de madera y huesos viejos, algunos cogieron estas cruces y estos huesos y fueron con ellos por la calle utilizándolos como garrotes. Algunos de ellos, sintiéndose especialmen-
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te presas del fervor religioso, encontraron el hospital donde aún
quedaban algunos enfermos demasiado graves como para poder moverse y los mataron en sus camas, violando a las mujeres antes de
matarlas.
Al amanecer del día de Navidad, el mismo Solimán entró en la
ciudad con su caballo y mandó que se restableciera el orden. Sus
hombres habían tenido ya la recompensa por la victoria. Aprobó la
limpieza de la iglesia cristiana y ordenó que se convirtiera en mezquita y que se dijeran oraciones a La Meca cinco veces al día a partir
del día siguiente. Ordenó que quienes hubiesen asaltado el hospital
fueran destripados y decapitados, que mataran a todos los perros
callejeros y a los cerdos y que se limpiaran a fondo las calles.
Dio otra orden que causó sorpresa entre sus guardas jenízaros,
pero que no podían desobedecer. Ordenó que los magníficos blasones tallados en piedra de los caballeros hospitalarios que había a lo
largo de toda la vía principal de la ciudad conocida como calle de los
Caballeros, no fuesen destruidos ni dañados en modo alguno.
En el momento en que Solimán entró en Rodas el día de Navidad, se dijo que el papa Adriano estaba celebrando misa en la iglesia
de San Pedro, en Roma. Al levantar el cáliz, un pilar cayó del techo
por encima de él golpeando el suelo a su lado.
Dijeron que se trataba de una señal de mal agüero porque se
había perdido uno de los baluartes clave de la cristiandad.
Desde las cubiertas inclinadas del Santa María, atravesando implacables mares del invierno, los caballeros miraban atrás, no solo hacia la
perdida Rodas, sino a los montes Taurus coronados por la nieve, que
había más allá, y todo el Mediterráneo oriental, el antiguo centro del
Cristianismo. Muchos caballeros, hospitalarios y cruzados habían
combatido y muerto por recuperar esas tierras para la Cruz durante
casi cinco largos siglos. Ahora todo aquello se había perdido.
Navegaron hacia el oeste y tres semanas después Villiers llegó
a la costa de Sicilia con un puñado de fieles caballeros y todos los
isleños que estaban allí se arrodillaron con la cabeza descubierta en
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honor de la grandeza vencida. Los caballeros también se arrodillaron
dando gracias a Dios por haber sobrevivido a aquella peligrosa travesía en pleno invierno.
Era un día frío y el viento del mes de enero rasgó la andrajosa
bandera que habían llevado con ellos. Hubo un momento en que
parecía que el viento iba a romper del todo la bandera y se la iba a
llevar, hasta que un caballero se puso de pie y hundió el asta con más
firmeza en la arena mojada.
Se trataba del caballero La Valette.
La bandera mostraba a la Santa Madre con su Hijo crucificado.
Pese a estar sacudida por el mal tiempo, manchada de sal y rasgada,
podía leerse su lema:
«Afflictis spes unica rebus».
En la adversidad nuestra única esperanza.
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