El problema del conocimiento

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Breve historia del conocimiento del conocimiento
Mario Heler
En algún tomo de las Cartas edificantes y curiosas que aparecieron en París durante la primera mitad del siglo
XVIII, el P. Zallinger, de la Compañía de Jesús, proyectó un examen de las ilusiones y errores del vulgo de
Cantón; en un censo preliminar anotó que el Pez era un ser fugitivo y resplandeciente que nadie había tocado,
pero que muchos pretendían haber visto en el fondo de los espejos. El P. Zallinger murió en 1736 y el trabajo
iniciado por su pluma quedó inconcluso; ciento cincuenta años después Herbert Allen Giles tomó la tarea
interrumpida. Según Giles, la creencia del Pez es parte de un mito más amplio, que se refiere a la época
legendaria del Emperador Amarillo.
En aquel tiempo, el mundo de los espejos y el mundo de los hombres no estaban, como ahora, incomunicados.
Eran, además, muy diversos; no coincidían ni los seres ni los colores ni las formas. Ambos reinos, el especular y
el humano, vivían en paz, se entraba y salía por los espejos. Una noche, la gente espejo invadió la tierra. Su
fuerza era grande, pero al cabo de sangrientas batallas las artes mágicas del Emperador Amarillo prevalecieron.
Éste rechazó a los invasores, los encarceló en los espejos y les impuso la tarea de repetir, como en una especie de
sueño, todos los actos de los hombres. Los privó de su fuerza y de su figura y los redujo a meros reflejos
serviles. Un día, sin embargo, sacudirán ese letargo mágico.
El primero que despertará será el Pez. En el fondo del espejo percibiremos una línea muy tenue y el color de esa
línea será un color no parecido a ningún otro. Después, irán despertando las otras formas. Gradualmente diferirán
de nosotros, gradualmente no nos imitarán. Romperán las barreras de vidrio o de metal y esta vez no serán
vencidas. Junto a las criaturas de los espejos combatirán las criaturas del agua.
En el Yunnan no se habla del Pez, sino del Tigre del Espejo. Otros entienden que antes de la invasión oiremos
desde el fondo de los espejos el rumor de las armas.
“Animales de los espejos”, BORGES, J. J. con M. GUERRERO, El libro de los seres imaginarios, Madrid,
Alianza, 2001, pp. 24-25.
1. ¿Conocer o especular?
¿Qué relación guardan los espejos con la historia del problema del conocimiento?
La palabra “espejo” proviene del latín speculum, y de ella deriva “especular” y el adjetivo
“especulativo”. Ambas expresiones se vinculan a su vez con la actividad de pensar y conocer.
Especula quien registra, quien mira con atención algo para examinarlo y aprehenderlo, así como quien
medita y reflexiona con hondura, así como quien teoriza.
Como la superficie bruñida del espejo, el conocedor refleja el algo que conoce: lo reitera en su mente.
La imagen en el espejo repite algo que enfrenta al espejo (que está presente frente al espejo): lo
re-presenta, lo vuelve (re) a hacer presente, a presentar.
Así como la imagen en el espejo es reflejo de algo, es alguien quien conoce y siempre se conoce algo:
Alguien conoce algo.
Resultado de la actividad de conocer, el alguien que conoce –como si fuera un espejo– sufre una
modificación: ahora contiene una imagen, una representación, de ese algo. Aquello que se conoció
vuelve a estar presente en la mente de quien conoce; siendo su presencia una re-presentación, un
volver a hacer presente lo conocido en la mente, en el pensamiento, y como imagen, idea, concepto.
En tanto que la relación modifica al objeto haciéndolo conocido.
Representaciones En el espejo, la imagen, no posee las tres dimensiones de las cosas reales, ni su
temporalidad, conserva sólo dos dimensiones y en un instante. De similar modo, quien conoce obtiene
en su acto de conocer una representación de lo conocido. Pero aquí, la representación pretende valer
para todo tiempo, servir para dar cuenta del algo conocido en cualquier nueva circunstancia (como si
cada vez que un algo semejante al conocido se acercara al espejo, su reflejo encajara en la
representación que ya estaría en el espejo). Se conoce entonces cuando se dispone de una idea, un
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pensamiento, un concepto que representa algo fuera del tiempo, más allá de los cambios en el devenir
temporal del sujeto, y también de lo conocido.
En cualquier momento re-conocemos un triángulo, un verbo en pretérito indefinido, la fórmula de la
velocidad, etc., así como re-conocemos a los amigos, nuestro barrio, la forma de operar con un
aparato, etc. Pero los tres primeros ejemplos parecen no ser del mismo tipo que los tres siguientes.
Estos últimos refieren a una clase de conocimientos que obtenemos en la vida cotidiana y que fluyen
en su devenir, sin necesitar dar cuenta de la mejor manera posible del algo conocido. Podemos no
saber realmente como es nuestro amigo –como cuando su comportamiento nos sorprende y nos lleva a
decir: “creí conocerlo”–; podríamos no saber explicar cómo se ha conformado nuestro barrio y hasta
podemos confundirnos con la ubicación de sus casas; hablamos por teléfono o usamos la computadora
sin saber de qué manera funcionan esos aparatos. Pero las cuestiones de los triángulos, de los modos y
tiempos verbales y de las fórmulas de la física, entre otras, aluden a representaciones de las que se
puede dar cuenta. Es decir, no sólo reflejan las cosas sino que se puede sostener como
representaciones de esas cosas, defenderlas como conocimientos de ellas.
Doxa y episteme Antiguamente, los griegos diferenciaron dos tipos de conocimiento. El saber
cotidiano que no puede dar cuenta de sí mismo, que no puede fundamentarse, fue llamado opinión
(doxa, en griego). Y se reservó el nombre de conocimiento (episteme, en griego) para el saber
riguroso, para aquel capaz de justificarse.
Hoy se hace una similar distinción, al diferenciar saber y conocer. En inglés se habla entonces de
know how (cuya traducción sería saber cómo) y de know what (saber qué). El primero es un saber de
la práctica, de las cosas o los asuntos a los que nos dedicamos en nuestras vidas y que se adquiere en la
práctica misma. El segundo es un saber riguroso, un saber que se puede fundamentar como tal, y que
se busca especialmente.
Opinión
(doxa)
Saber
Conocimiento
(episteme)
Conocer
Así como hay mejores y peores imágenes, fieles o infieles a las cosas representadas, y hay espejos que
distorsionan la cosa reflejada hasta hacerla inidentificable, también nuestros conocimientos pueden ser
verdaderos o falsos, precisos o imprecisos, ciertos o erróneos, veraces o engañadores.
Verdad y veracidad Un conocimiento será verdadero, si la imagen, la representación que nos
hacemos de las cosas, coincide con ellas, cuando hay correspondencia entre ambas. Por el contrario,
si esa correspondencia no existe, si falta esa adecuación entre el pensamiento y las cosas, el
pretendido conocimiento resultará falso (y será sólo pretendido, ya que no es un conocimiento, no
refleja las cosas).
Claro que algunos creen conocer, esto es, poseen representaciones, que no corresponden con lo
conocido. Pero las creen verdaderas. Veraz es quien dice lo que cree que es verdadero, aunque no lo
sea. La verdad es entonces una cualidad de los conocimientos, la veracidad, de los sujetos.
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Se conoce cuando las representaciones en que se cree son verdaderas, y además se está en condiciones
de dar cuenta de ellas, explicarlas, brindar las razones de su verdad.
Sostener la verdad A la inexistencia de correspondencia remite otra acepción del verbo especular:
quien especula puede no reflejar la realidad como un espejo fiel, sino que se perdería en conjeturas sin
base real, sin captar las cosas tal como ellas son. Además de que también especula quien realiza una
operación comercial o financiera para obtener rápida ganancia. Y hay quienes sólo dicen conocer algo
como un modo de aparecer rápidamente como conocedores, sin el esfuerzo para aprender (más bien
aprehender, esto es, tomar, apropiarse, de alguna manera de ese algo). Pues conocer requiere esfuerzo.
El esfuerzo de reflejar las cosas tal como ellas son, con verdad.
El esfuerzo por conocer vale la pena: gracias a él puedo mostrar tal correspondencia, es decir, puedo
justificar o fundamentar la verdad de mi conocimiento. Puedo dar testimonios de su verdad y lograr de
esta manera que mi conocimiento sea reconocido como verdadero por otros.
El conocimiento es por ello más que una creencia (puedo creer en fantasmas), y su adecuación, su
verdad, no es producto del azar (encontrarse por casualidad un conocimiento verdadero).
El saber sobre el conocer La analogía entre el espejo y el conocimiento (esto de pensar en el
conocer por su semejanza con el espejo) permite explicitar la concepción usual de conocimiento. En la
vida diaria, nos manejamos con esta concepción. Es nuestro saber sobre el conocimiento, la opinión
de todos (y de nadie en especial) sobre qué es conocer. Bastará ponernos a reflexionar un poco en qué
pensamos cuando pensamos en conocer para que las representaciones a las que llamamos
conocimiento refieran a alguien que conoce algo en forma análoga a como el espejo refleja las cosas.
Sin embargo, sólo espejos muy especiales son tan traviesos o tienen la sofisticación tecnológica para
retener las imágenes. Hoy las cámaras de fotografía o de video, en general la fotografía, podrían
reemplazar al espejo en la analogía del conocimiento. Pero tanto en el espejo como en la fotografía,
aun en los más perfectos, los que captan mejor la imagen, no dan cuenta con total fidelidad de aquello
que reflejan. La imagen reflejada es un pálido espectro del objeto reflejado, una abstracción de lo
existente.
Abstraer, precisamente, significa separar: al conocer separamos algunas características de las cosas,
aquella que consideramos fundamentales para identificar esas cosas, y tales características son las
propiedades con las que nos las representamos. Y las propiedades que identifican determinada especie
de cosas, no agotan todas los aspectos de las tales cosas.
Pero los conocimientos no sólo son identificaciones de diferentes clases de objetos. El conocimiento
no se reduce a clasificaciones. También conocemos hechos (por ejemplo, el agua hierve a 100ºC),
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relaciones (un eclipse), sucesos (la revolución cubana), que no se reducen a cosas, a objetos con
propiedades, y que no se reflejan simple y directamente sobre la superficie de un espejo.
El devenir temporal de las cosas, sus historias, no se manifiesta en una imagen estática del espejo.
Además, las cosas están relacionadas y sus características distintivas son también relacionales. Por
ejemplo, conocer el triángulo es conocer la relación con los polígonos, con los planos limitados por
rectas, con la cantidad de grados que suman sus ángulos, con el teorema de Pitágoras, etc., etc.; Platón
es conocido en relación con Grecia Clásica, con la filosofía, con su maestro Sócrates, con los textos en
forma de diálogo, etc., etc. ¿Todo reflejado en el espejo?
La analogía del espejo si nos permite, por un lado, explicitar el saber sobre el conocimiento –la idea
del conocimiento que nos hacemos en la vida cotidiana–, por otro lado, acarrea problemas para
conocer el conocimiento.
Reinos separados El espejo es el punto de contacto entre alguien que conoce y algo que se
conoce. Pero el espejo difiere de aquello que refleja. La superficie reflejante del espejo es distinta que
la cosa reflejada. Las representaciones no son idénticas a las cosas que representan. El espejo divide a
las representaciones de lo representado, y así separa el ámbitos de los conocimiento del ámbitos de las
cosas que conocemos. Diferencia así a quien conoce del algo conocido, los separa. La analogía del
espejo diferencia por lo tanto el sujeto que conoce (sujeto cognoscente) del objeto que se conoce, que
puede ser conocido (objeto cognosible).
Pero si están separados, el problema es cómo se relacionan, cómo entran en contacto. Precisamente la
analogía del espejo daría cuenta de la forma en que se concreta esa relación. El espejo señala el punto
de contacto entre el sujeto y el objeto. Nos da una idea del nexo entre ambos. Pero una idea vaga.
Nada dice de cómo ese nexo es posible, ni en qué consiste, más allá de la imprecisa idea del reflejo.
Como el conocer depende de que el objeto enfrente al espejo para reflejarse: sin objeto, no hay reflejo,
no hay conocimiento. El objeto cognoscible es un fenómeno (lo que aparece, lo que se manifiesta, ante
el sujeto cognoscente), lo que quiere decir que es lo que aparece ante el espejo. Y el sujeto
cognoscente es por ende receptivo: recibe pasivamente la imagen. Sólo debe estar atento al reflejo en
el espejo (como en una placa fotográfica, al enfocarse, la luz es la encargada de imprimir en ella la
representación de la cosa fotografiada).
La diversidad de “ambos reinos” –aquí el del sujeto cognoscente o especular y el de los objetos
cognoscibles– impide su relación y dificulta la posibilidad de cerciorarnos acerca de la
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correspondencia entre el conocimiento y las cosas. El conocimiento es un problema. Y aquí nos
preocupa la forma en que este problema se ha tematizado en la historia de occidente.
Para abordar esta historia, tendremos que tener en cuenta algo más: sólo suponiendo la reflexividad del
sujeto cognoscente podemos analizar las cuestiones que conlleva el problema del conocimiento.
Espejos en paralelo El espejo-sujeto cognoscente es muy especial. Ya se ha visto que no sólo
refleja, sino que retiene la imagen: como resultado de conocer se hace poseedor de una representación
del objeto conocido. Pero además, conoce que conoce.
Se dice que el espejo-sujeto tiene una “flexión” espontánea o primaria, natural, hacia los objetos, pero
además puede volver esa flexión hacia la imagen reflejada, es decir, volverse sobre mismo. El sujeto
cognoscente es entonces capaz de re-flexionar. Y esta posibilidad de reflexión hace que el sujeto
cognoscente pueda ser entendido como conciencia.
La palabra latina scientia significa conocimiento. Con-ciencia refiere entonces a que el sujeto es con
conocimiento, conoce que conoce, tiene conocimiento tanto del objeto como de la representación que
supone ese conocimiento.
El sujeto-espejo que refleja el objeto cognoscible al mismo tiempo refleja la relación especular. Como
los espejos en paralelo, la relación del objeto y del sujeto, y de este con la imagen, podrían repetirse
hacia el infinito.
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Esta reflexividad del sujeto cognoscente ha permitido que a lo largo de la historia de Occidente se
haya reflexionado sobre la forma de entender el conocimiento y se hayan encontrado otras formas de
concebirlo. Estas nuevas formas han sido críticas, han señalado las fortalezas y debilidades de los
modos anteriores de concebir el conocimiento y propuesto nuevas miradas sobre el conocimiento.
Pero cada una de ellas a su vez puede ser revisada críticamente y encontrar nuevas cuestiones y
problemas. De alguna manera, todas esas concepciones filosóficas sobre el conocimiento han influido
sobre nuestra forma cotidiana de entenderlo, aunque no han llevado a modificar radicalmente la
influencia de la analogía entre el espejo y el conocer.
Nuestro modo de abordar el problema del conocimiento será una panorámica de los distintos modos
en que ha sido pensado el problema en distintos momentos de la historia de la filosofía hasta nuestros
días.
2. Las sensaciones o la razón como origen del conocimiento
La calidad del espejo Hasta ahora, la analogía del espejo poco nos dice acerca de cómo es ese
espejo que permite que el sujeto conozca.
Nuevamente Borges puede ayudarnos a pensar en el espesor del espejo, en el entramado que da forma
a esa superficie reflejante, al reseñar la idea de un ser imaginario propuesto por un filósofo del siglo
XVIII:
“Etienne Bonnot de Condillac [1715-1780] (…) imaginó una estatua de mármol, organizada y conformada
como el cuerpo de un hombre, y habitación de un alma que nunca hubiera percibido o pensado. Condillac
empieza por conferir un solo sentido a la estatua: el olfativo, quizá el menos complejo de todos. Un olor a
jazmín es el principio de la biografía de la estatua; por un instante no habrá sino ese olor en el universo, mejor
dicho, ese olor será el universo, que, un instante después, será olor a rosa, y después a clavel. Que en la
conciencia de la estatua haya un olor único, y ya tendremos la atención; que perdure un olor cuando haya
cesado el estímulo, y tendremos la memoria; que una impresión actual y una del pasado ocupen la atención de
la estatua, y tendremos la comparación; que la estatua perciba analogías y diferencias, y tendremos el juicio;
que la comparación y el juicio ocurran de nuevo, y tendremos la reflexión; que un recuerdo agradable sea más
vívido que una impresión desagradable, y tendremos la imaginación. Engendradas las facultades del
entendimiento, las facultades de la voluntad surgirán después: amor y odio (atracción y aversión), esperanza y
miedo. La conciencia de haber atravesado muchos estados dará a la estatua la noción abstracta del número; la
de ser olor a clavel y haber sido olor a jazmín, la noción del yo.
El autor conferirá después a sus hombre hipotético la audición, la gustación, la visión y por fin el tacto. Este
último sentido le revelará que existe el espacio y que en el espacio él está en un cuerpo; los sonidos, los olores
y los colores le habían parecido, antes de esta etapa, simples variaciones o modificaciones de su conciencia.
La alegoría que acabamos de referir se titula Traité des sensations y es de 1754 …”
“Dos animales metafísicos”, BORGES, J. J. con M. GUERRERO, El libro de los seres imaginarios, Madrid,
Alianza, 2001, pp. 26-27 (la cursiva no corresponde al texto).
Desde esta perspectiva, si el espejo es capaz de conocer, lo es en tanto es algo que tiene facultades
especiales (es decir, capacidades, esto es, propiedades de algo que pueden o no activarse y tener un
desarrollo, una evolución). Las facultades del entendimiento son las que se asemejan al espejo. Los
sentidos, la memoria, la imaginación y el intelecto (capaz de comparar, enjuiciar y reflexionar)
conforman el entendimiento, nuestras facultad de conocimiento, que también se suelen sintetizar bajo
el nombre de razón.. Y además, son facultades con conciencia. Desde los griegos, estas facultades
están en el alma, que siendo diferente del cuerpo y estando encarnada en él, da vida al cuerpo,
movimiento propio.
¿Sensaciones versus ideas? Para Condillac, las facultades se originan a partir de las sensaciones,
del olfato, el gusto, la audición, la visión y el tacto, esto quiere decir que el conocimiento es posible a
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través de los sentidos, siendo a partir de ellos que se conforma el intelecto, y se llega a los
conocimientos más abstractos y generales.
Si se denomina origen a la fuente y fundamento de algo, los sentidos son el origen del conocimiento,
ya que de ellos surgen, en ellos se generan, los conocimientos más simples (las sensaciones) y estos
son la base, el fundamento, de todos los demás clases de conocimiento.
La posición de Condillac se denomina sensualismo, y se incluye en el llamado empirismo –como los
ingleses John Locke (1632-1704) y David Hume (1711-1776)–. La denominación proviene de la
palabra latina empiria que significa precisamente experiencia, y particularmente, experiencia sensible.
Estos filósofos modernos discuten con otros filósofos (a la vez que retoman discusiones afines a las
que se sostuvieron en la filosofía antigua y la medieval). Este otro grupo relega los sentidos a una
segundo plano, cuando no los acusan de ser los causantes de la falsedad y el engaño. Desde esta
segunda perspectiva, los sentidos nos brindarían un mundo de apariencias, de cosas que parecen ser de
una manera sin serlo.
El racionalismo, en oposición al empirismo, ubica a la razón en el origen del conocimiento.
Los sentidos mienten, sólo nos da una aparente idea de cómo son las cosas. En cambio, es la razón o el
intelecto el que provee de verdadero conocimiento. Y esto es así porque la razón no se deja encandilar
por las sensaciones. Va entonces más allá de ellas para encontrar lo que las cosas son en el fondo, en
su esencia, es decir, buscan lo que hace que las cosas sean lo que son (ni el color de la silla, ni su
altura, ni la madera de que está hecha, ni el lugar que ocupa, ni quién la usa, etc., ni nada define la
idea-imagen de mesa; en cambio, es captada al pensar que se trata de un “mueble para sentarse”, sólo
lo hace la idea de silla; ésta es entonces su esencia).
Las ideas olvidadas del espejo Para Platón (427-347 a.C.), por ejemplo, la experiencia sensible
despierta en nosotros un conocimiento dormido. Conocer es recordar.
En realidad, las sensaciones encajan en los moldes de las imágenes auténticas de las cosas que son
cognoscibles, que pueden aprehenderse. Para el filósofo ateniense, nuestra alma ha reflejado (antes de
encarnarse en el cuerpo) las Ideas, las formas arquetípicas de las cosas (arjé, en griego, significa
origen –en al acepción a la que ya se ha hecho referencia–; arquetípicos son entonces los modelos que
son fuente y fundamento de todas los tipos de cosas existentes). Las esencias hacen que las cosas sean
lo que son. Al estar el alma viviendo en el cuerpo, aquellas representaciones de las esencias se han
olvidado y las cosas sensibles actúan como ayudas memoria. Pero las cosas que captan nuestros
sentidos son copias fallidas, imperfectas, de esas Ideas o formas originales.
Gracias a la razón, el alma puede no dejarse enredar por este mundo sensible de ilusiones y
apariencias, y acceder a las Ideas, al verdadero ser de las cosas. En el cuerpo, el alma vive un mundo
sensible, un mundo que está compuesto de copias imperfectas, que no llegan a tener la realidad de las
Ideas. Peor aún, dejarse llevar por las sensaciones acarrea perdernos como seres humanos, ser menos
que los que les corresponde ser. Pues los seres humanos, por tener alma, están destinados a habitar ese
mundo perfecto de Ideas.
Para el empirismo, el alma-espejo, es una tabula rasa, una tabla sin inscripciones, una hoja en blanco,
en la que se imprimen las sensaciones. El mundo nos entra por los ojos. Para el racionalismo, en
cambio, las cosas no imprimen su imagen en el alma-espejo como en la película virgen de una cámara
fotográfica tradicional, porque el alma ya contiene el negativo de esas imágenes (la esencias de las
cosas) que la sensación revela y vela a la vez. Los ojos del cuerpo reflejan un mundo aparente, que
sólo parece ser, sin serlo del todo. Son los ojos del alma –los de la razón– el auténtico espejo del
conocimiento: nos permiten captar lo que las cosas realmente son.
René Descartes (1596-1650, cuyo nombre en latín es Cartesius), acaso el primer filósofo moderno, fue
un racionalista. Condillac piensa contra él la alegoría de la estatua. Pero para Descartes, el
alma-espejo está poblada por semillas, que como los axiomas de la geometría, permiten deducir la
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realidad esencial de las cosas. Sólo a partir de puntos firmes, indubitables, se puede construir el
edificio del conocimiento, y estas bases firmes no son brindadas por las sensaciones.
Por el contrario, para Descartes podemos dudar de todos los datos de los sentidos. Aquello de lo que se
puede dudar –que es dubitable– no tiene la solidez apta para ser el cimiento de un edificio, no pueda
ser tomada en cuenta como fundamento del conocimiento. Basta entonces que se pueda imaginar una
duda posible, para que la representación no sea confiable y no pueda ser tomada en cuenta para
fundamentar el conocimiento. Sólo lo indubitable, aquello de lo que ya no se puede dudar, es
suficientemente firme para desempeñar el papel de fundamento.
Sólo la razón puede brindarnos los conocimientos indubitables, a partir de los cuales conocemos.
Porque la razón parte de ideas innatas, esto es, ideas que no son ideas nacidas de la experiencia, sino
que están en el entendimiento. Operan como los axiomas de la geometría. Es a partir de estas ideas
ubicadas en el alma que conocemos por deducción, es decir, explicitando lo que esas ideas permiten
afirmar de la verdadera realidad y que los sentidos sólo hacen presente ilusoriamente, en forma
confusa y oscura.
El ejemplo de la cera “Pasemos a los cosas que, según la opinión general, son aprehendidas con mayor claridad
entre todas: es decir, los cuerpos que tocamos y vemos; no los cuerpos en general, ya que estas percepciones
generales suelen ser un tanto más confusas, sino tan sólo en particular. Tomemos, por ejemplo, esta cera: ha sido
sacado de la colmena recientemente, no ha perdido todo el sabor de su miel y retiene algo del olor de las flores
con las que ha sido formada; su color, su figura y su magnitud son manifiestos; es dura, es fría, se toca
fácilmente, y si se la golpea con un dedo emitirá un sonido; tiene todo lo que en resumidas cuentas parece
requerirse para que un cuerpo pueda ser conocido lo más claramente posible. Pero he aquí que mientras hablo se
la coloca junto al fuego; desaparecen los restos de sabor, se desvanece la figura, su magnitud crece, se hace
líquida y clara; apenas puede tocarse y no emitirá un sonido si se la golpea. ¿Queda todavía la misma cera? Se ha
de confesar que sí: nadie lo niega ni piensa de manera distinta. ¿Qué existía, por tanto, en aquella cera que yo
aprehendía tan claramente? Con seguridad, nada de lo que aprecie con los sentidos, puesto que todo lo que
excitaba nuestro gusto, el olfato, la vista, el tacto, y el oído se ha cambiado; pero con todo, la cera permanece.
Quizás era lo que pienso ahora: que la cera misma no consiste en la dulzura de la miel, en la fragancia de las
flores ni en su blancura, ni en su figura ni en el sonido, sino que es un cuerpo que hace poco se mostraba con
unas cualidades y ahora con otras totalmente distintas. ¿Qué es estrictamente que así imagino? Pongamos nuestra
atención y, dejando a parte todo lo que no se refiera a la cera, veamos qué queda: nada más que algo extenso,
flexible y mudable. ¿Qué es ese algo flexible y mudable? ¿Quizá lo que imagino, es decir, que esa cera puede
pasar de una forma redonda a una cuadrada y de ésta a su vez a una triangular? De ningún modo, puesto que me
doy cuenta de que la cera es capaz de innumerables mutaciones de este tipo y de que yo, sin embargo, no puedo
imaginarlas todas; por tanto, esa aprehensión no se realiza por la facultad de imaginar. ¿Qué es ese algo extenso?
¿No es también su extensión desconocida? Puesto que se hace mayor si la cera se vuelve líquida, mayor todavía si
se la hace hervir, y mayor aún si el calor aumenta; y no juzgaría rectamente qué es la cera si no considerase que
ésta admite más variedades, según su extensión, de las que yo haya jamás abarcado con la imaginación. Hay que
conceder, por tanto, que yo de ninguna manera imagino qué es esta cera, sino que la percibo únicamente por el
pensamiento. Me refiero a este pedazo de cera en particular, ya que ello es más evidente todavía en la cera en
general. Así, pues, ¿qué es esta cera que no se percibe mediante la mente? La misma que veo, que toco, que
imagino, la misma finalmente que creía existía desde un principio. Pero lo que ha de notar es que su percepción
no es visión, ni tacto, ni imaginación, ni lo ha sido nunca, sino solamente una inspección de la razón que puede
ser imperfecta o confusa como era antes, o clara y definida como ahora, según atiendo más o menos a los
elementos de que consta.
Me admita ver cuán propensa es mi mente a los errores, porque, aunque piense esto calladamente y sin emitir
sonidos, me confundo sin embargo en los propios vocablos y me engaño en el uso mismo de la palabra.
Afirmamos, en efecto, que nosotros vemos la cera en sí si está presente, y que no deducimos que está presente
por el color o la figura; de donde yo concluiría al punto que la cera es aprehendida por los ojos y no únicamente
por la razón, sino viese desde la ventana los transeúntes en la calle, que creo ver no menos usualmente que la
cera. Pero, ¿qué veo excepto sombreros y trajes en los que podrían ocultarse unos autómatas? Sin embargo,
juzgo que son hombres. De este modo lo que creía ver por los ojos lo aprehendo únicamente por al facultad de
juzgar que existe en mi intelecto.”
Fragmento de la 2º Meditación del libro de Descartes, Meditaciones metafísicas.
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Dificultades racionalistas Pero si el empirismo puede ser cuestionado porque las sensaciones no
llegan a ser claras y distintas, pudiéndose siempre dudar de ellas, el racionalismo tiene que enfrentar
otro problema. ¿Por qué los conocimientos deducidos a partir de las ideas innatas valen para las cosas
sensibles? Por ejemplo, ¿por qué la fórmula de la superficie de un rectángulo –cuya verdad se
demuestra sin referencia a la experiencia– sirve para medir con exactitud la superficie de un terreno
concreto? Pareciera magia, es como si alguien encerrado en una habitación y sin haber estado nunca
en la habitación de al lado, pudiera decir cómo es esa otra habitación (recordemos la separación entre
el sujeto y objeto). Y algo de esto ocurre si la razón, prescindiendo de los sentidos, llega a
conocimientos verdaderos, esto es, a representaciones adecuadas de las cosas sensibles, que se
corresponden con ellas, aunque sin ser reflejos de ellas.
Para salvar esta dificultad, Descartes tuvo que apelar a la garantía divina. Dios es el garante de la
verdad: ha construido racionalmente el mundo, con una estructura matemática, y colocado en nuestra
alma las ideas innatas, simientes (axiomas) a partir de las cuales nuestra razón puede conocer el
mundo en su verdad. Claro que podrá conocerlo únicamente en tanto use correctamente a la razón
siguiendo un método, el racional.
El problema radica en que Descartes escribe en los principios de la modernidad y la modernidad se
caracteriza precisamente por la secularización. Esto es, si en el medioevo predomina la preocupación
por la salvación postmortem, y se dirige a ganar la eternidad, lo distintivo de los tiempos modernos es
un proceso por el cual paulatinamente los seres humanos se van preocupando por esta vida,
orientándose hacia la construcción en este mundo de la felicidad. En el desarrollo de la modernidad,
las referencias a Dios se hacen entonces cada vez más difíciles para fundamentar la verdad de los
conocimientos.
Del objetivismo al subjetivismo Descartes es además importante en la historia de la filosofía
moderna porque invierte la visión de la relación tradicional entre sujeto y objeto.
En su búsqueda de cimientos sólidos para el edificio del saber, Descartes duda de todos los
conocimientos adquiridos, de los que provienen de los sentidos, pero también de los de las
matemáticas. Es que en su método, no puede desempeñarse como cimiento ningún saber del que
pueda dudarse. Finalmente llega a una verdad indubitable: “pienso, luego existo”. De este
conocimiento no puede haber dudas, no hay cuestionamiento posible. En tanto y en cuanto piense,
nada ni nadie me puede cuestionar el hecho de que pienso y de que para pensar, agrega Descartes,
debo existir como un ser pensante (un ser que razona, imagina, cree, deduce, se engaña o es engañado,
etc.). Puede ser que las representaciones que pienso sean falsas, pero aún así, yo soy (existo como) una
sustancia que piensa (el alma).
Esta verdad indubitable se constituye, para Descartes, en la base inconmovible de todo conocimiento,
a partir de la cual puede recuperar los conocimientos que la duda había hecho desechar. Ya no se trata
entonces de que tiene que existir el objeto para que haya conocimiento. Al contrario, ahora no hay
posibilidad de conocimiento sin sujeto-espejo (exagerando: hay mundo en tanto que un sujeto lo
piensa)
El objetivismo es la posición que defiende la centralidad del objeto y que prevalece hasta la filosofía
moderna. Pero con Descartes, el fundamento del conocimiento está en el sujeto, ya que el cogito
(palabra que, en latín, corresponde a la conjugación de la 1º persona del verbo pensar: “yo pienso”) es
el origen de todo conocimiento. Puede llamarse a esta posición subjetivismo. Y esta preocupación y
centralidad del sujeto es característica de la filosofía moderna.
Es así que la filosofía moderna ha sido llamada filosofía del sujeto, o también de la conciencia, ya que
el sujeto se caracteriza por conocer que conoce. Y si cada sujeto piensa según el método que la razón
recomienda, accederá a verdades universales, válidas para todos los sujetos.
3. El giro copernicano
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La universalidad y necesidad del conocimiento Las sensaciones que nos proveen los
sentidos corresponden a las vivencias de un sujeto en su mundo. Son representaciones particulares y
cambiantes, contingentes (llegan a ser pero podrían no haber sido; no es necesario que existan);
distintas perspectivas, diferentes momentos, con variaciones de luz y de proximidad, brindan
sensaciones diversas a diferentes sujetos.
En cambio, el verdadero conocimiento debe ser universal y necesario. Valer para todos los casos del
mismo tipo y obligatoriamente. En el siglo XVIII, los ejemplos de ese tipo de conocimiento
corresponden a las matemáticas y a la lógica. Pero también a la física de Isaac Newton (1642-1727).
Pero existe una diferencia fundamental entre los conocimientos de las matemáticas y la lógica, por un
lado y por otro, los de la física. Los primeros no proveen nuevo conocimiento, sino que sólo explicitan
las implicancias de los conocimientos ya dados (premisas); son resultado de deducciones (por
ejemplo, los teoremas, y en general toda deducción). Pero los segundos aumentan nuestro
conocimiento acerca de la naturaleza, sin dejar de ser por ellos universales y necesarios (la ley de
gravedad nos da conocimiento de una relación invariante de todos los objetos sobre la superficie
terrestre, y lo hace necesariamente).
A priori y a posteriori Tengamos en cuenta que la representaciones que llamamos conocimiento
se suelen pensar como juicios, es decir, afirmaciones que enlazan un sujeto y un predicado por medio
de la cópula “es”: “S es P” (por ejemplo, “2 + 2 = 4”, “Fernando es mi amigo”, etc.) Si se expresan en
el lenguaje, diremos que son proposiciones, expresiones lingüísticas cuya propiedad fundamental es
que pueden ser verdaderas o falsas.
Imanuel Kant (1724-1804) sostuvo que hay dos tipos de juicios. Por un lado, aquellos que provienen
de la razón y a los que llama analíticos, porque su verdad depende del análisis de lo que está
contenido en el sujeto. Al enlazar por medio de la cópula “es” al sujeto “triángulo” con el predicado
“figura de tres ángulos” (“El triángulo es un figura de tres ángulos”) su verdad se descubre analizando
(dividiendo en sus partes constitutivas) el concepto sujeto, esto es, pensando lo que se piensa en el
concepto “triángulo”. Triángulo significa precisamente “figura de tres ángulos”, que es lo que enuncia
el predicado. Por lo tanto, existe correspondencia entre el sujeto y el predicado de este juicio. Para
determinar esa correspondencia no se necesita recurrir a la experiencia sensible. Por ello, todo juicio
analítico es un juicio verdadero universal y necesariamente. Pero la cuestión que remarca Kant es que
no nos dice nada nuevo, no aumentan el conocimiento.
Kant califica de a priori a este tipo de juicios. Con esta expresión –que toma del latín (“antes”,
“anterior”)– señala que no dependen de la experiencia. Son independientes de la experiencia sensible;
los conocemos sin necesidad de tener experiencia de triángulos. El triángulo que dibujamos para
demostrar el teorema de Pitágoras sólo es una ayuda, ya que no coincide exactamente con el triángulo
pensado (sus ángulos no suman 180º con precisión, dibujado en un papel no tiene sólo dos
dimensiones, ya que también tiene grosor).
Los juicios basados en las sensaciones, en cambio, nos brindan nueva información. Pero es una
información de una cosa o un hecho particular que podría ser de otra manera (contingente): “La
filosofía surgió en la Grecia clásica”, “La cosecha fue arruinada por el granizo”, “El sol salió a las
7:25”. Pero su verdad depende de la experiencia. Es en la experiencia y a partir de la experiencia que
podemos afirmarlos como verdaderos o falsos. No son a priori, sino a posteriori (después, posterior),
en el sentido de que su verdad depende de la experiencia.
El enlace entre el sujeto y el predicado por medio de la cópula “es” produce en estos juicios a
posteriori una síntesis (del griego “syn”, que significa “con”, y “thesis”, posición; “sín-tesis” es
equivalente a “com-posición”). El análisis de lo comprendido por el sujeto del juicio de cada uno de
nuestros ejemplos, la descomposición de las propiedades que se incluyen en su definición, no
coinciden con el predicado. Los conceptos “filosofía”, “cosecha”, “sol”, nada nos dicen acerca de la
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Grecia clásica, del granizo, ni de horarios. El enlace es posible en base a la experiencia. Pero son
conocimientos particulares y contingentes.
Resulta entonces que si los empiristas tuvieran razón, todos nuestros conocimientos serían sintéticos,
aumentarían nuestro conocimiento de la naturaleza (en griego: fûsys). Pero por depender de la
experiencia sensible, serian a posteriori, particulares y contingentes. Sin embargo, las leyes de la física
pretenden brindar un aumento del conocimiento necesario y universal sobre el mundo.
En el otro extremo, si los racionalistas estuviesen en lo correcto, entonces los conocimientos de la
física serían analíticos, no aumentarían el conocimiento, aunque sí serían a priori, necesarios y
universales.
Desde la perspectiva de Kant, el racionalismo y el empirismo nos llevan a una alternativa inaceptable;
inaceptable porque conduce a negar el valor de conocimiento, la verdad, y así cuestionan la ciencia de
su época, ya que o bien la física nos provee de nuevos conocimientos particulares y contingentes, o
bien nos brinda conocimiento necesarios y universales que nada dicen acerca de la naturaleza, que no
aumentarían el conocimiento sobre ella. Esta alternativa nos conduciría entonces al escepticismo, a la
negación de la posibilidad del conocimiento humano.
Frente a esta disyuntiva, Kant formula su hipótesis: existen un tercer tipo de juicios además de los
analíticos a priori y los sintéticos a posteriori: los juicios sintéticos a priori. Estos juicios por ser
sintéticos, enlazan sujetos y predicados diferentes, que aumentan el conocimiento, pero en tanto el
enlace que establecen es necesario y universal, son a priori. Las leyes de la física son ejemplos de la
posibilidad de su existencia.
La crítica trascendental a la facultad de conocimiento Para demostrar la existencia de los
juicios sintéticos a priori, Kant emprende una tarea novedosa y con grandes consecuencias en la
historia de la filosofía. Kant mismo califica a su tarea de “giro copernicano”, es decir, un giro como el
que lleva de considerar que todo gira alrededor de la Tierra, a que la Tierra gira alrededor del Sol.
La novedad en Kant consiste en poner al sujeto explícitamente en el centro del conocimiento. Será
ahora la actividad del sujeto la que hará posible el conocimiento. Y lo hará posible si el sujeto sabe
cuáles son los límites de su facultad de conocimiento, de la razón. Kant llama crítica a la tarea de
explicitar tales límites.
La idea de límite puede entenderse en un sentido excluyente, lo que queda fuera de las posibilidades
del conocimiento. Pero también puede comprenderse en un sentido incluyente: hasta dónde es posible
llegar sin sobrepasar el límite. Dentro de ese límite el conocimiento es posible. Hasta aquí (límite) se
puede, es posible; más allá de aquí el conocimiento es imposible.
La cuestión de este sentido del límite se resume en la pregunta: ¿qué es posible conocer? Se trata de
mostrar cuáles son las condiciones de posibilidad, esto es, las circunstancias en las que se hace posible
el conocimiento. (En al proposición “si p entonces q”, p es la condición de q, y sólo si es verdadera p,
q tiene que ser verdad, o dicho de otro modo, si se da p también se da q; resulta así que si se dan la
condiciones de posibilidad del conocimiento, se da también el conocimiento).
En Kant, la crítica consiste en una reflexión de la razón (nuestra facultad de conocer) sobre sí misma,
para determinar sus propios límites. Es por ende una auto-crítica. Kant expone su autorreflexión en la
Crítica de la Razón Pura, siendo la misma razón la que reflexiona sobre sus posibilidades de conocer,
antes de conocer. No se trata de un “antes” temporal, al que le sucede un después (en la sucesión de
los hechos de la naturaleza), sino “antes” con el significado de a priori, como condición de
posibilidad, necesaria y universal, de todo conocimiento, independientemente de toda conocimiento
particular (que, precisamente, será posible porque cumple con esas condiciones, porque se da dentro
de los límites de la capacidad de conocer).
A esas condiciones, que entiende que son válidas necesariamente para todo ser racional, Kant las
denomina trascendentales. Para Kant, las condiciones de posibilidad del conocimiento,
trascendentales, son a priori (necesarias y universales), pues son las condiciones en las que la facultad
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de conocer de cualquier ser racional, cada vez que lo intenta, conoce legítimamente, dentro de sus
límites, llegando a conocimientos verdaderos.
La sensibilidad del sujeto-espejo Con Kant, el espejo de la analogía del conocimiento se
transforma. Deja de ser solamente receptivo, pasivo. No se tratará ya solamente de retener una imagen
que nos es dada, sino que la imagen se formará en el espejo y bajo las condiciones del espejo. Más
aún, las condiciones de posibilidad del sujeto del conocimiento serán las posibilidades de
conocimiento del objeto.
Para Kant, ni los racionalistas ni los empiristas tienen razón, o mejor, ambas posiciones tienen sólo
una parte de verdad. No hay conocimiento sin datos sensoriales. Pero tampoco hay conocimiento sin
que la razón organice esos datos sensibles, les de forma, constituya la imagen, la representación del
objeto.
En realidad, el sujeto recibe datos empíricos, pero estos carecen de orden y dirección, son una
“sinfonía sin ton ni son”. Incluso, si es factible que el sujeto los reciba es gracias a sus propias
condiciones de posibilidad, a sus condiciones de receptividad, a lo que hace posible que sean recibidos
como datos.
Sabemos ya que los datos de las sensaciones son particulares y contingentes. Ello significa que se dan
en cierto espacio y cierto tiempo (particulares), y podrían darse de modo diferente o simplemente no
darse (contingentes). Pero el espacio y el tiempo no son datos sensoriales. No son propiedades de los
objetos ni se obtienen a partir de la relación entre esos datos. No son dados ni en ni por la experiencia
sensible.
El espacio y el tiempo se presentan en todas nuestras representaciones sensibles. Son por tanto
universales y necesarios. No pertenecen entonces a la experiencia sensible (siempre particular y
contingente). Por el contrario, el espacio y el tiempo son puestos por el sujeto haciendo posible que se
reciban esos datos. Son las condiciones de posibilidad de la sensibilidad de nuestra faculta de conocer.
Son trascendentales, y por ende a priori.
El sujeto para poder recibir los datos dispersos y confusos, para hacerse sensibles a ellos, los ubica en
un aquí y un ahora, en el espacio y el tiempo.
Pero no se trata del espacio y el tiempo vividos: alguien ya cansado o falto de gimnasia considerará el
camino recorrido largo y para alguien menos cansado o en mejores condiciones físicas, será corto; el
tiempo de lectura que requiere este texto puede ser para alguno breve y para otros infinito. Por el
contrario, se trata del espacio de las coordenadas cartesianas que utiliza la física, y que ubican en un
acá o allá a todo algo que se presente frente a la sensibilidad del espejo-sujeto; un espacio que se
puede medir, someter a una unidad de medida homogénea. Se trata del tiempo que ubica ahora, antes
o después a cualquier dato sensible; el tiempo uniforme medido por el reloj. Un espacio y tiempo igual
para todo sujeto racional, para todo sujeto capaz de conocer. Un espacio-tiempo que constituyen la
condición de posibilidad trascendentales de la sensibilidad (por lo tanto, necesarias y universales).
Las categorías del sujeto Sin embargo, para conocer no basta con ubicar en un aquí y un ahora
las sensaciones. Los datos sensoriales, localizados en el espacio-tiempo, son todavía una materia sin
forma, una materia desorganizada. Es necesario aún dar forma, organizar esos datos para que haya
conocimiento. Y es nuestro entendimiento el que da forma a esas sensaciones. Y puede hacerlo porque
al conocer, el sujeto opera con moldes o formas vacías, las categorías, cuya materia o contenido serán
los datos sensibles de la sensibilidad. El sujeto-espejo es el que encaja las sensaciones en esos moldes
o formas.
En filosofía, se llama categorías a los modos generales de pensar. Son los conceptos más generales
bajo los que se subordinan (se subsumen) los otro conceptos (“árbol” es un concepto más general que
“pino”, y “vegetal” es más general que los dos primeros, pero todos ellos además son “seres vivos”, y
podemos avanzar hasta un punto en que encontramos un concepto que abarca a todos los demás: ente
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–lo que es–). Las categorías son conceptos, podríamos decir, de muy alta abstracción y generalidad,
porque todo lo que puedo conocer lo puedo conocer con alguno de estos modos de pensar.
Por ejemplo, podemos pensar en una cosa o sustancia con sus propiedades (“S es P”: “La tiza es
blanca”, “El ser humano es mortal”, “La luna es un satélite natural”, etc.). Otro modo general de
pensar las cosas es bajo la relación de causa-efecto (“Si A entonces B”: “Si llueve, me mojo”, “Si un
metal es sometido al calor, se dilata”, “Si hay riego, habrá una buena cosecha”, etc.). No importa qué
sustancia y qué propiedades en concreto estemos pensando, o que relación causal conocemos, lo que
aquí es crucial es que estas formas son válidas para pensar cualquier sustancia y cualquier causa, y que
siempre que conocemos o bien conocemos bajo la forma de “S es P” o bien, bajo la forma “Si A
entonces B”. (Kant se refiere también a otras categorías, pero estas dos son básicas).
Los contenidos particulares del conocimiento dependerán de los datos sensoriales. Pero estos serán
organizados en algunos de las categorías de pensamiento. Las categorías son formas vacías con las que
universal y necesariamente el sujeto es capaz de informar (dar forma, organizar) la materia sensible,
los datos (lo que nos es dado) ubicados en un aquí y un ahora. Y entonces sí hay conocimiento.
El conocimiento implica un enlace necesario y universal de los datos sensoriales. Pero esa necesidad y
universalidad resultan de la aplicación de las formas a priori del entendimiento al material sensible.
Son las categorías las que brindan necesidad y universalidad a los datos sensoriales particulares y
contingentes.
Juicios sintéticos a priori Espacio y tiempo son las condiciones de posibilidades a priori,
trascendentales, de la sensibilidad, de la recepción de los datos sensoriales. Las categorías son las
condiciones de posibilidad del entendimiento que hace posible organizar ese material, sintetizándolo,
dándole un enlace universal y necesario
El verdadero conocimiento –como el de la física de Newton– está formado por juicios sintéticos a
priori. Pues al conocer se elaboran juicios que enlazan contenidos empíricos –componen, realizan una
síntesis– bajo formas universales y necesarias, que aumentan el conocimiento.
El sujeto trascendental El sujeto que conoce puede ser cualquier ser humano, en tanto ser capaz
de conocer. Pero cuando conoce, todo sujeto lo hace gracias a que posee sensibilidad y entendimiento,
es decir, utiliza las condiciones de posibilidad de la sensibilidad y del entendimiento, que son a priori,
en consecuencia, universales y necesarias. Pero no es el sujeto psicológico (Juan, María, Newton,
Kant) quien conoce. Cuando hay conocimiento es el sujeto trascendental el que conoce, el sujeto
universal y necesario que está en cada uno de nosotros en tanto somos seres racionales, en cuanto
poseemos la facultad de conocer.
Resulta entonces que la Razón, la facultad de conocimiento es una sola. Está conformada por la
sensibilidad, por el entendimiento y por la razón en sentido estricto. Las condiciones trascendentales
de la sensibilidad, el espacio y el tiempo, hacen posible recibir datos sensoriales. Las condiciones
trascendentales del entendimiento, las categorías, hacen posible conocer a través de juicios sobre las
cosas a partir de los datos empíricos. La razón en sentido estricto permite pensar, y es la razón la que
autorreflexiona para determinar las condiciones de posibilidad de todo conocimiento.
“Intuiciones sin conceptos son ciegos, conceptos sin intuiciones son vacíos”, nos dice Kant. Las
“intuiciones” (que hasta ahora hemos llamado “datos sensoriales”) sin estar organizados por el
entendimiento en función de sus categorías a priori, son “una sinfonía sin ton ni son”, un cúmulo
caótico de sensaciones, una masa amorfa (sin forma), no tiene orden ni dirección: son ciegas. Pero los
conceptos o categorías del entendimiento sin intuiciones sensibles, son formas vacías, moldes sin
contenido, que nada dicen acerca del mundo. Por ello resulta que los empiristas y racionalistas tenían
sólo una parte de la verdad.
Fenómeno y nóumeno ¿Qué ha pasado con la analogía del espejo y el conocimiento? Para Kant,
el sujeto constituye el objeto. La representación es producto de la actividad del sujeto-espejo. ¿Y el
objeto real que se reflejaba en el espejo, donde se reiteraba como imagen, concepto, juicio?
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La crítica de la razón emprendida por Kant conduce a afirmar que sólo es posible conocer fenómenos,
esto es, las sensaciones nos tienen que ser dadas –ser datos–, se nos tienen que manifestar, aparecer.
Pero sólo se manifiestan bajo las condiciones trascendentales del sujeto. Es así que las condiciones de
posibilidad del sujeto son también las del objeto.
Podemos suponer que existen cosas que son causas de que tengamos sensaciones. Pero sólo lo
podemos postular (hacer como si fuera cierto). La crítica establece que el límite de la razón se
encuentra entre lo que es fenómeno y lo que no lo es (nóumeno o cosa en sí). Más allá de ese límite,
más allá de los fenómenos, no es posible conocer. Puesto que la cosa en sí no se nos aparece más que
en las sensaciones que causa, sobre la cosa en sí no hay conocimiento. En tanto nóumeno, la cosa en sí
a lo sumo es pensable, pero no cognosible. La razón puede pensar la cosa en sí aunque no puede
conocerla.
Nóumeno es el cosmos (todo lo existente), el alma encarnada en nuestros cuerpos y también Dios.
Tenemos datos de algún fragmento del cosmos, pero no de la totalidad de lo existente. Tenemos
experiencia sensible de los movimientos del cuerpo, y no la tenemos de la causa de ese movimiento, el
alma; tampoco de Dios.
La metafísica, actividad distintiva de la filosofía, pretende conocer la totalidad, la cosa en sí, pero La
crítica kantiana muestra que no conoce, sino que sólo puede pensar el cosmos, el alma y a Dios.
En la filosofía postkantiana, habrá filósofos que sostendrán la imposibilidad de la metafísica y la
necesidad de fortalecer el límite para evitar que se sobrepase, porque si se sobrepasaran se iría más
allá de las condiciones de posibilidad del conocer (i.e. los distintas formas de positivismos desde el
siglo XIX hasta nuestros días).En cambio, otros se propondrán pensar sin el noúmeno: ya que es
inaccesible para el conocimiento, y sólo conocemos fenómenos. De alguna manera, se intentará
superar el límite y acceder a la cosa en sí (i.e. los filósofos del idealismos alemán del siglo XIX). En
Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831) podría decirse que es el sujeto trascendental (ahora
llamado la Idea) quien tendrá toda la realidad en sí pero sin desplegar (sin determinación), y se
concretará (determinará) en un movimiento (dialéctica) que desplegará sus distintas significaciones.
Es que el conocimiento, supone que el sujeto se niegue a sí mismo, se ponga afuera como objeto para
poder conocerse y así volver sobre sí conociendo. El sujeto no es el objeto y éste no es aquél (el Sujeto
es el no-objeto, y el objeto es el no-sujeto), se niegan uno a otro, pero necesitan de sus recíprocas
negaciones para determinarse como sujeto y objeto. En sus mutuas referencias de negación, se da el
conocimiento. Un conocimiento que brinda al sujeto (en-sí, indeterminado) conciencia de sí mismo, a
través de ponerse fuera (objeto) y que en tanto posee ese conocimiento es conciencia para-sí
(determinada y también realizada). Avanzado el movimiento dialéctico, no sólo conoce las
determinaciones de todo lo que es, sino que además construye el mundo conforme a sí mismo.
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4. El giro lingüístico y pragmático
Los problemas del espejo En nuestro breve recorrido por la historia de la filosofía, el uso de la
analogía del espejo para pensar en el problema del conocimiento desemboca en una situación bastante
inverosímil.
Es como si el sujeto estuviera encerrado tras una superficie con pequeñas rendijas. Por esas rendijas
pasarían algunas sensaciones que afectan su sensibilidad y con las que construiría representaciones de
objetos. Pero esos representaciones, más que reflejar alguna realidad exterior al sujeto, podrían ser
producto de su fantasía, de una imaginación afiebrada que se delira creando fantasmas con los
estímulos que provocan los datos que recibe su sensibilidad.
Pareciera entonces que de este sujeto encerrado, aislado, sólo en contacto con sensaciones caóticas,
podrían surgir fantasmas, espectros delirantes, más que una representación objetiva de la realidad, tal
cual la realidad es.
Si subjetivo se suele entender como aquello que corresponde al sujeto, lo objetivo corresponde al
objeto. Pero además en relación al conocimiento, lo subjetivo se identifica con las variaciones entre
las representaciones de los individuos (que dependen de la perspectiva del sujeto psicológico pero
también de su particular sensibilidad). En cambio, sobre lo objetivo se dice que hay acuerdo,
consenso, entre los sujetos (podemos diferir en cuanto, por ejemplo, al color de una cosa; pero
podemos coincidir con que es un mueble, un dibujo o una planta; el famoso ejemplo de la cera de
Descartes es una mostración de esta diferencia). En este segundo sentido, se identifica la objetividad
con la intersubjetividad, con la coincidencia de las representaciones de todos los sujetos.
Pero, por un lado, con los mismos datos sensoriales pueden percibirse cosas distintas. La percepción es
estructural: se percibe el conjunto y no las sensaciones aisladas. El enfoque en diferentes datos
sensoriales puede cambiar la percepción. Como en esas imágenes donde un cambio de enfoque nos
permite percibir distintas cosas.
Por otro lado, la posibilidad de la coincidencia de las representaciones de los distintos sujetos se hace
difícil de establecer, si se piensa en un sujeto aislado, separado no sólo del mundo sensible (al que sólo
accede por sus sensaciones) sino también de los otros sujetos. A esta situación de soledad y
aislamiento se denomina solipsismo.
La duda cartesiana se dirige a los conocimientos del sujeto que duda, a sus representaciones. Y al
encontrar representaciones dubitables, las descarta. Pero con ello desconfía de la existencia del objeto
que refleja la representación dubitable. No puede entonces confiarse en el mundo sensible. Pero el
problema es que los otros sujetos son también objetos sensibles para el sujeto. Se puede dudar de sus
cuerpos, pero nada percibimos de sus conciencias.
Si bien la verdad del cogito, junto con la verdad de nuestra representación acerca de Dios, sobre la
base de la conciencia, permiten recuperar las representaciones desechadas durante el proceso de la
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duda, no es recuperable la relación con los otros sujetos que la conciencia que duda ni siquiera se
planteó por partir del sujeto y sus representaciones sensibles o intelectuales.
La filosofía de la conciencia inaugurada por Descartes queda condenada así al solipsismo. Incluso
ocurre lo mismo en intento posteriores que retoman las reflexiones cartesianas con nuevos
tratamientos –es el caso de la Fenomenología de Edmund Husserl (1859-1938). Y la filosofía kantiana
es también una filosofía de la conciencia. (La cuestión del solipsismo tiene además resonancias en los
problemas éticos y políticos.)
Resulta entonces que sin poder confrontar con los otros sujetos, ni poder conocer la cosa en sí
–supuesta causa de las sensaciones que afectan la sensibilidad, el nóumeno–, el sujeto encerrado en sí
mismo parece haberse quedado construyendo re-presentaciones de nada, sin poder llegar a objetividad
(y recordemos que la objetividad se define modernamente como intersubjetividad). ¿Es entonces
posible el conocimiento?
Relativistas y escépticos Llegados a este punto, parecieran tener razón los que defienden el
relativismo y el escepticismo.
No habría conocimientos universales y necesarios, ya sea porque como sostiene el relativismo, todo
conocimiento depende –es relativo a– un sujeto que conoce (un sujeto individual o grupal, un pueblo,
una sociedad, en un momento histórico), ya sea que se niegue la posibilidad misma de que haya tales
conocimiento como en el escepticismo.
La paradoja es que al final de cuentas no parece haber mucha diferencia entre una y otra posición. Una
afirma como tesis que “todo conocimiento es verdadero” y la otra que “ningún conocimiento es
verdadero”. Pero una y otra tesis parecen ser equivalentes: ninguna de las dos tesis permite establecer
una diferencia que dirima las pretensiones opuestas de conocimiento. Ambas conducen a quitar valor a
las pretensiones de conocimiento, pues no habría posibilidad de conocimiento.
Otra mirada sobre el problema del conocimiento La historia de la filosofía puede leerse en
relación con los cambios propuestos por sus protagonistas sobre la forma de mirar y pensar las
cuestiones filosóficas en cada momento histórico. En ciertas etapas, el pensamiento parece asfixiarse
en las formas de pensar ya reconocidas. Algunos filósofos empiezan entonces a pensar de otra forma,
discuten ciertas ideas que se presentan como obvias, realizan nuevas lecturas de viejo filósofos, crean
nuevos conceptos, elaboran nuevas concepciones, introducen novedades que dejan atrás algunos
planteamientos tradicionales y retoman otros. Abren nuevas perspectivas a la reflexión. Invitan a
recorrer nuevas sendas del pensamiento. La historia de la filosofía sigue así en movimiento.
El lenguaje espejo A finales del siglo XIX y durante parte del XX, el lenguaje pareció la respuesta
a las encrucijadas en que desembocaron los planteamientos del problema filosófico del conocimiento.
Este planteamiento se conoce con el nombre de “giro lingüístico”. Un giro desde la relación del sujeto
y el objeto hacia el lenguaje como medio de expresión de los conocimientos.
El lenguaje parecía capaz de resolver la cuestión del solipsismo, al visualizarse como el medio donde
era posible poner en común las diversas representaciones de los diferentes sujetos. Permitiría
confrontar esas distintas representaciones para decidir en conjunto, por consenso, cuáles de esas
representaciones eran conocimientos verdaderos.
El lenguaje puede interpretarse como un medio, en el doble sentido de instrumento y ámbito. Como
instrumento para la comunicación que posibilite la intersubjetividad, y como ámbito común,
compartido, de los seres humanos, en el que el acuerdo es factible. Como intermediario compartido
entre los objetos y los sujetos, el lenguaje haría posible comunicar a los sujetos solitarios por
referencia a los objetos a los que refiere el lenguaje. Pero al concentrarse la reflexión filosófica en el
lenguaje resurgió de sus cenizas la analogía del espejo.
Los signos del lenguaje El lenguaje está formado por signos. Éstos se relacionan entre sí (el
artículo por su relación con el sustantivo, por ejemplo, o el orden gramatical de una oración). Pero son
signos en tanto remiten, refieren, a otra cosa. Los signos están en relación con significados (con
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representaciones de las cosas). Y esos signos vinculados a ciertos significados se relacionan con
quienes los usan: los hablantes. La relación de los signos con los signos se denomina sintaxis, la de los
signos con los significados, semántica, y la de los signos con sus usuarios, pragmática. Los tres tipos
de relaciones en conjunto hacen que algo funcione como un signo de algo para alguien.
El hábito de pensar el conocimiento por analogía con el espejo impregnó la reflexión sobre el lenguaje
y se privilegió entonces la sintaxis y la semántica, desatendiendo la pragmática.
Al comunicarse lingüísticamente, los seres humanos enuncian proposiciones. En ellas la relación entre
los signos y de éstos con sus significados tendrían realmente sentido si pudiesen reflejar o no la
realidad, los hechos. Los enunciados proposicionales serían entonces verdaderos o falsos, por
manifestar la coincidencia, la correspondencia, con los hechos que esas proposiciones pretenden dar
cuenta, en el diálogo, en la comunicación lingüística entre los sujetos.
La cuestión del lenguaje se redujo así al problema de la referencia, al problema de si el lenguaje
refiere, refleja, la realidad. El lenguaje con referencias precisas ocupó así el lugar del ideal del
sujeto-espejo. El llamado Círculo de Viena, durante la primera mitad del siglo XX, se centró en esta
cuestión. Pero también llevó a problemas semejantes a los que ya hemos señalado para la filosofía de
la conciencia. Es que al plantearse la cuestión de la referencia se plantea el problema de cómo
verificar en la experiencia lo que refiere una expresión lingüística, es decir, de determinar la
coincidencia del lenguaje con la realidad. ¿Hasta qué punto el lenguaje refleja la realidad?
El giro pragmático En el problema del conocimiento, el predominio de la analogía del espejo que
hemos estado reseñando, significa mirar el conocer como una actividad primaria y fundamental del
hombre; diferente, separada e independiente de otros quehaceres humanos. Una actividad que se
caracteriza por orientarse a obtener una visión del mundo, de la totalidad de lo existente
(precisamente, nuestra palabra teoría proviene de otra similar griega que significa etimológicamente
“visión”).
Pero para que esta actividad teórica sea posible se supone que hace falta distanciarla de las otras
actividades humanas, alejarse de las necesidades y urgencias de la vida cotidiana. Se deslinda así la
teoría de la práctica, y en este último concepto se incluyen las actividades humanas que no son
teóricas. Hasta a las personas se las caracteriza de teóricas o prácticas, por su afinidad con las
actividades intelectuales o por su afinidad con las actividades en las que se hacen cosas y se produce.
La actividad teórica se entiende como una actividad contemplativa, que coloca al sujeto en una
actitud de espectador frente al mundo, en analogía con el espejo, orientado a reflejar el orden del
universo. Más aún se la valora como la actividad más propia del hombre, la que nos hace humanos, ya
que tradicionalmente es la razón la que distingue a los hombres de los demás animales.
Pero desde mediados del siglo XIX comienza a cuestionarse el supuesto de que el conocer se asemeja
a un espejo. Comienzan entonces a plantearse si realmente el sujeto y el objeto están totalmente
separados, constituyendo esferas independientes, y si el problema concierne a cómo es posible esa
relación para que haya conocimiento.
En vez de pensar el conocimiento como análogo al espejo, ¿qué pasaría si se partiera de la relación
que los sujetos tienen con los objetos antes de asumir una actividad teórica, si el punto de partida fuera
el hacer que los seres humanos emprendemos con las cosas del mundo en nuestras actividades
cotidianas, desde que nacemos?
Este cambio de mirada consiste en un giro de la atención hacia la práctica, y hasta pensarla como más
originaria que la teoría, que la búsqueda de conocimiento. Sería en la práctica donde entablamos los
seres humanos relaciones no sólo con las cosas sino también con los otros sujetos. En tal caso, el
conocer constituiría una relación secundaria y derivada, una relación entre sujeto y objeto diferente de
la relación práctica con las cosas y entre los hombres, pero que surge a partir y sobre la base de tales
relaciones prácticas.
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Prágmatas, en griego, significa asuntos, cosas, cuestiones (en el sentido que decimos que estamos
concentrados en nuestros asuntos, en nuestras cosas, preocupados y ocupados en darle forma a
nuestras vidas). De allí entonces que la perspectiva que parte de la práctica se denomine pragmática.
El lenguaje En la práctica, estamos desde siempre relacionados con las cosas. Nos ocupamos de
nuestros asuntos haciendo cosas con las cosas. Pero también con otros sujetos con los que convivimos,
con los que hacemos cosas, con los que necesariamente tenemos asuntos. El hacer es cooperativo,
supone siempre al otro.
El bebe humano no subsistiría sin la relación con los mayores. Este vínculo con los otros, no termina
con la infancia. Siempre el ser humano está con otros humanos, relacionado con ellos, en interacción.
Las prácticas son acciones compartidas y con una orientación definida. Se practica la medicina o la
abogacía, la plomería o la guitarra. Hay prácticas del fútbol y del ajedrez, prácticas religiosas y
amorosas, de intercambio y de estudio, también prácticas profesionales y científicas. Y siempre la
práctica se opera con otros, en cooperación, y a veces contra otros. Co-operar significa operar, hacer,
junto con otros.
Las prácticas no son entonces solitarias. “Consultar con la almohada” expresa la idea de que antes de
dormirse en su cama, uno se encierra consigo mismo para tomar una decisión. Sin embargo, si
tratamos de recordar algunas de nuestras “consultas”, nos percatamos de que en realidad son más bien
diálogos, diálogos que sostenemos con personas significativas de nuestras vidas (estén vivas o
muertas, sean personajes reales o ficticios), y cuyas intervenciones en esos diálogos son las respuestas
y las objeciones que sabemos que esas personas nos propondrían frente a nuestra consulta.
Así entendida, la posibilidad misma de la práctica, por ser compartida y para serlo, supone el lenguaje.
Es a través de y en el lenguaje que cooperamos en una práctica. El lenguaje nos posibilita poner en
común, es decir, la comunicación.
Las prácticas son relaciones entre sujetos que comparten el hacer en que consiste la práctica. Son
sociales. El uso del lenguaje tiene sentido en relación con las prácticas en las que se utiliza; contribuye
a la reproducción de la práctica, a que siga viva.
Pragmática del lenguaje Usamos el lenguaje en función de nuestros asuntos, de nuestras
prácticas. Y lo usamos para comunicarnos con los otros practicantes. El lenguaje tiene significación en
relación directa con el hacer de la práctica.
Ludwig Wittgenstein (1889-1951) concibe que no hay un lenguaje sino juegos de lenguaje, en función
de diversas formas de vida, de distintas prácticas sociales. El lenguaje es como una “caja de
herramientas”, y usamos adecuadamente esas herramientas conforme a los requerimientos de la
práctica en la que participamos. El lenguaje se conforma según el uso que hacen los usuarios de un
lenguaje. A prácticas diferentes, los practicantes harán un uso distinto del lenguaje (por ello existen
los léxicos especiales que se utilizan en las diversas prácticas).
Para comprender un lenguaje hay que participar de una práctica. Hay que estar comprometido, tomar
como nuestro asunto, el hacer de la práctica de que se trate. Si los leones tuvieran lenguaje, no
podríamos comprenderlos, nos advierte Wittgenstein, puesto que no podemos compartir la forma de
vida de los leones.
El significado del lenguaje no radica en su referencia, en su capacidad de corresponderse con una
realidad externa e independiente. Por el contrario, el significado surge del sentido de la práctica, de un
saber que adquirimos en el ejercicio social de la práctica. Hasta el uso correcto del lenguaje (que nos
habilita, por ejemplo, para leer y escribir mensajes en ese lenguaje) es resultado de una práctica y se
corresponde a una práctica socio-histórica.
El saber de trasfondo de las prácticas Las prácticas sociales son entonces configuraciones
estables de actividades compartidas. En cada caso, su configuración se define por un cierto “patrón de
haz-y-no-hagas”, por reglas. Pero estas reglas en su mayor parte permanecen implícitas, constituyendo
un saber de trasfondo compartido por los practicantes.
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Los practicantes siguen las reglas porque las han incorporado, son reglas encarnadas (incorporadas: in
corpore, en el cuerpo; se han hecho carne, a través del ejercicio-aprendizaje de la misma práctica). Las
reglas no se aplican, hay que aplicarlas. Es capaz de aplicarlas, de acuerdo a las circunstancias de
desenvolvimiento de la práctica, quien posee un saber de las reglas implícitas, de las reglas que operan
de trasfondo para los participantes, guiando el accionar individual que corresponde al comportamiento
que se espera en el actuar cooperativo de la práctica.
Quien ha incorporado esas reglas, aun cuando no estén explícitas, ha adquirido el sentido práctico
correspondiente a la práctica de que se trate. La adquisición del lenguaje por parte de un niño o el
aprendizaje de una segunda lengua son buenos ejemplos de esta incorporación de las reglas de las
prácticas lingüísticas. No se necesita conocer todas las reglas gramaticales para usar el lenguaje.
Poner ante-los-ojos Las reglas existen primariamente en la práctica que guían y a través de la
práctica misma las reglas se transforman, se renuevan y se alteran. En cada momento, el modo en que
la práctica se ejecuta revela sus reglas.
Pero esas reglas que los practicantes incorporan en la práctica, pueden explicitarse. Pasan entonces a
ser conocimiento. Las reglas expresadas (“articuladas”: explicitadas) sólo pueden funcionar en
compañía de un sentido no formulado de la práctica, que está encarnado en los agentes: los
practicantes.
En principio, tenemos entonces las relaciones entre sujetos y objetos que corresponden a una práctica
social, y las reglas que las rigen implícitamente. En términos de la relación de conocimiento, el sujeto
es un practicante y los objetos son cosas a las manos, útiles, en y para la práctica. Hay un saber sobre
los útiles, cuyo sentido se aprehende en la práctica y siempre permanece implícito en su totalidad.
Pensemos un ejemplo que propone Martín Heidegger (1889-1976) en su obra Ser y Tiempo. El
zapatero remendón desarrolla una práctica. Aprendiz primero, ahora tiene su taller de zapatero. En su
taller, las herramientas y los zapatos que tienen que remendar están dispuestos para realizar su
práctica. El zapatero sabe de su mundo, opera en él con relativa comodidad.
Las cosas de su mundo de zapatero están a la mano. Cada cosa ocupa un lugar en relación con su
utilidad para la práctica. El zapatero usa los instrumentos conforme a las necesidades que percibe para
llevar adelante el remiendo de los zapatos. Posee un know-how, un saber cómo (términos a los que ya
hemos referencia). No tiene una teoría acerca de su actividad. Simplemente sabe qué hacer y cómo en
el momento adecuado. Sus acciones se concatenan siguiendo las reglas de su oficio que operan desde
un trasfondo implícito.
Cuando un instrumento no se encuentra en el lugar esperado, o se rompe, o no cumple con la función
requerida, recién entonces deja de ser un útil, un objeto a la mano de su práctica. Pasa a ser observado,
se lo enfrenta como un objeto a conocer. No es ya algo a la mano, sino algo ante los ojos; se lo mira
para conocerlo. Se trata ahora no de su uso, sino de explicitar, de articular, la regla de su uso, de
comprender, intentando dar cuenta de su falta, de su rotura o de su inadecuación.
La distancia entre el sujeto y el objeto es impuesta a una relación de familiaridad del sujeto con los
objetos de su práctica, de su mundo, con el fin de explicitar las reglas que implícitamente regulan la
relación. Pero este cambio de posición depende de algún problema en la práctica, de alguna situación
inesperada.
Si bien nunca termina de explicitarse el saber de trasfondo de las prácticas, siempre es posible recurrir
a este distanciamiento que pone las cosas a-la-mano como objetos ante-los-ojos y permite articular
esas reglas, expresarlas en un lenguaje. Se llega así al conocimiento.
El conocimiento es entonces una forma derivada, secundaria, de encarar el mundo.
La práctica del conocimiento El conocimiento surge entonces de las prácticas sociales, a partir
de nuestra habitual relación con las cosas. Consiste en una articulación de parte del saber de trasfondo,
implícito, de los practicantes. Una articulación que se hace factible en la relación entre los
practicantes y acorde al patrón de haz-y-no-hagas de la práctica.
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Al articular fragmentos de ese saber se lo explicita. Se obtiene así un saber que puede sostenerse,
fundamentarse, en referencia a las reglas implícitas –inmanentes– de la práctica. Se transforma así en
un conocimiento. La articulación de los conocimientos no es por ende un reflejo de las cosas ni del
hacer con las cosas. Es una construcción que muestra su verdad en tanto es capaz de dar cuenta, de
explicar la práctica y también de orientarla.
Una vez construido el conocimiento puede distanciarse de la práctica concreta en la que surge (las
prácticas sociales se vinculan entre sí). Puede apelarse a ese conocimiento para otras prácticas;
desarrollarse integrando conocimientos provenientes de otras prácticas. Puede incluso orientar otras
posibilidades, diferentes o nuevas, de hacer la práctica concreta de origen. Las prácticas que se
modifican en el hacer, también se transforman por el conocimiento que se tiene de ellas, en tanto
también cambian las relaciones entre los practicantes.
Los conocimientos articulados pueden enriquecerse, perfeccionarse: hacerse más sistemáticos y
consistentes. Pueden pretender ser un conocimiento para todas las prácticas de la misma clase:
constituir una disciplina, una ciencia particular. Resulta así que no sólo se articula el saber de
trasfondo de una práctica concreta, sino que se explicita, por ejemplo, el saber de trasfondo del
comportamiento con los objetos físicos en general (en las ciencias naturales), o bien para comprender
las reglas de la política o de las relaciones sociales (en las ciencias sociales).
Más aún los conocimientos pueden ser articulaciones de la práctica de conocer, como en el caso de la
filosofía reflexionando acerca del conocimiento en general.
Es así que la producción del conocimiento resulta conformarse como una práctica independiente de
otras prácticas sociales, aunque en relación con ellas. En las sociedades modernas, las ciencias son
reconocidas como las prácticas productoras del conocimiento verdadero. Tal reconocimiento no sólo
es interno a la práctica. Resulta de la relación con otras prácticas sociales y de su institucionalización
como práctica productora de conocimiento, dentro de un orden social orquestado a partir de
determinadas relaciones de poder que atraviesan las prácticas.
Otra vez el relativismo La verdad de los conocimientos surge de la dinámica de la práctica, está
en directa relación con su hacer. Pero las prácticas se reproducen –tanto en el sentido de conservarse
en el tiempo como de variar y transformarse–, incluso dando lugar a nuevas prácticas (pueden
considerarse ejemplos triviales de esos movimientos y cambios: la práctica epistolar que ha cambiado
a partir del correo electrónico; el transporte en tren supone una serie de prácticas que se transforman
en otras con el avión; de la práctica psiquiátrica se genera la psicoanalítica; todavía podemos recrear la
práctica del fogón pero preferimos las pantallas de televisión para reunirnos en torno a su luz y su
calor).
En este devenir, determinados conocimientos contribuyen al desarrollo de la práctica, la potencian,
son reconocidos entonces socialmente como verdaderos (o deben luchar para que sean reconocidos
como tales). Potencian la práctica cuando contribuyen a que las prácticas concreten sus posibilidades,
se desarrollen y avancen innovando la práctica, abriéndola a nuevas modalidades del hacer, sin
estancarse en una sola modalidad.
Sin embargo, el reconocimiento de ciertos conocimientos como verdaderos puede imponerse y
permanecer, aunque esos conocimientos no potencien la práctica. Por el contrario, pueden operar
como obstáculos que detienen, inmovilizan, estabilizan la práctica en una modalidad del hacer.
La verdad ya no se entiende entonces como la correspondencia entre la representación y la cosa
representada. Los conocimientos refieren a cosas y a sujetos en las relaciones que se establecen en un
hacer, en una práctica, que además está en movimiento, en cambio, en relación con otras prácticas (y
dentro de un orden social que de alguna manera consolidan o subvierten).
A partir de aquí se podría concluir que la verdad de los conocimientos depende de –es relativa a– una
práctica socio-histórica. Y por tanto el relativismo tendría razón. En consecuencia, en determinado
momento y en relación con determinada práctica cualquier conocimiento podría reconocerse como
verdadero.
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Frente a esta cuestión se plantean hoy dos posiciones. Por un lado, se sostiene la relatividad del
conocimiento y la inexistencia de conocimientos necesarios y universales: no existiría un criterio
objetivo (intersubjetivo) que nos permita determinar la verdad. Por otro, están quienes consideran
inadmisible el relativismo, ya que privaría a la vida humana de todo apoyo firme para vivirla. Para
ellos es necesario encontrar un criterio que vaya más allá de las prácticas particulares y contingentes
en las que se produce conocimiento. Un criterio trascendente (más allá de las particularidades) y
trascendental (que fije las universales condiciones de posibilidad del conocimiento verdadero).
En la actualidad, la discusión filosófica se entabla entre las posiciones relativistas (por ejemplo, con
Richard Rorty –1931–) y las universalistas (también caracterizada como absolutista, en tanto lo
absoluto se opone a lo relativo; por ejemplo, Jürgen Habermas –1929– y Karl-Otto Apel –1922–).
Sin embargo, cabría pensar otras posibilidades. Quizá la cuestión no se dirima entre la alternativa
relativista o universalista.
No se trataría entonces como sostiene el relativismo de que toda pretensión de conocimiento deba
reconocerse como verdadera. Tampoco se trataría de encontrar un criterio trascendente y/o
trascendental. Tal vez los criterios inmanentes –internos– a las prácticas constituyan una respuesta no
absoluta que brinde un punto de apoyo firme para dar cuenta de la verdad o falsedad de los
conocimientos. Serían criterios que establecen los a priori del conocimiento (las condiciones que
permiten que se genere conocimiento), pero con la salvedad de que esos a priori son históricos
(Michel Foucault, 1926-1984; Gilles Deleuze, 1925-1995).
Los seres humanos viven un mundo simbólico que superpone al mundo natural y lo informa. Un
mundo simbólico que los humanos creamos al mismo tiempo que somos creado por él; donde las
acciones tienen significado, y la vida humana se distingue por las relaciones significativas que los
sujetos entablamos en nuestras existencias en y por ese mundo. El conocimiento es una de las formas
en que el mundo simbólico que habitamos se vuelve significativo.
Las prácticas de producción de conocimiento parecen hoy adquirir un nuevo estatuto cuando se
denomina “sociedades del conocimiento” a las sociedades contemporáneas. Pero ¿qué idea de
conocimiento estará a la base de esta denominación?
En síntesis
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El problema filosófico del conocimiento tiene su historia.
Una historia que comienza porque los seres humanos conocemos y sabemos que conocemos. La
reflexividad permite que ese conocer que conocemos se vuelva crítico y revise nuestras ideas
usuales, del sentido común, sobre el conocimiento.
Las reflexiones de la filosofía sobre el conocimiento muestran que se trata de un problema y que es
un problema que no termina de resolverse: intentos de solución plantean nuevas cuestiones.
La analogía del conocimiento con el espejo fue nuestro hilo conductor para plantear esas
cuestiones.
Ni el racionalismo ni el empirismo son soluciones satisfactorias.
Después del “giro copernicano” de Kant, con su importante influencia en la historia de la filosofía
durante al siglo XX, se proponen dos giros más: el lingüístico y el pragmático.
Este derrotero del pensamiento sobre el problema del conocimiento no se cierra en el siglo XXI.
La reflexión encuentra nuevas dificultades y plantea la necesidad de nuevas miradas que traten de
entender una cuestión tan fundamental para los seres humanos como la del conocimiento. La
discusión continúa.
Sin embargo, hoy, apenas empezado el nuevo siglo, la problemática que conlleva el conocimiento
no impide que se pretenda caracterizar a las sociedades actuales de “sociedades del conocimiento”
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