Queridos hermanos y hermanas, Celebro con alegría mi primera

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Valencia, 1 de septiembre de 2013
XXII Domingo del tiempo ordinario
Queridos hermanos y hermanas,
Celebro con alegría mi primera misa y lo hago en la capilla de este colegio que
tanto representa para mí. Os saludo a todos con cariño, especialmente a los que
habéis venido de lejos.
Las lecturas, también el Salmo, nos hablan de la humildad y de los pobres. En el
lenguaje bíblico son dos conceptos que van íntimamente unidos. Ambas realidades,
la humildad y la pobreza, atraen el favor y la mirada misericordiosa Dios. Es por
esto que en el Evangelio de hoy Jesús inicia dando una lección sobre humildad a los
fariseos invitados a la comida: elegir el último puesto; para continuar diciéndole al
anfitrión que a quiénes debe invitar no es a sus amigos y vecinos ricos, si no a los
pobres, lisiados, cojos y ciegos. Jesús humilla a los soberbios, y enaltece a los
humildes.
Quiero compartiros una vivencia propia que creo que ilustra como Jesús humilla al
soberbio y enaltece al humilde. Tras ser ordenado diácono empecé a servir en la
misa de 9:00 de nuestra parroquia. A la salida me encontraba María, una señora
pobre, que esperaba ayuda sentada en el suelo. Cada mañana me detenía a hablar
con ella. Empecé a llevarle algo de comer, un zumo, unas galletas. Poco a poco la fui
conociendo mejor. Tenía casi 70 años, y un hijo de 34 inválido postrado en cama.
Vivía en una caravana en las afueras de la ciudad. Por lo que me contaba deduje
que muchos días los pasaban sin nada que comer. Me habló de su juventud, de sus
sufrimientos actuales. Poco a poco la señora María se transformó en una presencia
constante en mi conciencia. Rezaba por ella y esperaba cada domingo para verla.
Todo esto os parecerá loable, por fuera sí, pero por dentro, en lo escondido
crecía una vanidad de la que no era consciente, me sentía especial por tener
una amiga pobre, sin darme cuenta me presentaba ante Dios haciendo gala de mis
méritos. Cuando en casa pedí al ecónomo una manta para María, éste me echó un
sermón sobre cómo hay que tratar a los pobres. No me la dio. La rabia que sentí
por dentro fue la luz de alarma que me hizo detectar esta vanidad en mí. Yo había
llegado a pensar que la señora María no podría pasar sin mi ayuda. Un domingo
encontré a la señora María enferma. Nada más terminar la misa busqué a quien
pudiera ayudar. Resulta que en la parroquia todos la conocían, y la querían.
Muchos llevaban años visitándola en su caravana, llevándole comida, medicinas,
ayudándole con las visitas al médico. Llamamos a una feligresa médico, vino a verla
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allí mismo, un matrimonio fue a una farmacia de guardia a comprarle las medicinas
del corazón que no tomaba desde hacía días por no tener dinero. Otros le trajeron
bolsas con comida para varios días. Quedé asombrado del número de buenos
samaritanos que la ayudaron. Fue entonces cuando me di cuenta de la gran red de
caridad que sostenía a la señora María desde hacía tiempo, mucho antes de que yo
asomara la cabeza por allí. Yo, en mi vanidad, había pensado que era casi el único, y
que por ello merecía estar en un puesto más elevado ante Dios. Jesús, es un buen
maestro y no se cansa de corregir a los que nos subimos a la parra. Él ama
con predilección a los pobres y humildes, y desea que nosotros lo seamos
también.
El Antiguo Testamento ya conocía esta predilección de Dios por los pobres y los
humildes. Dice la primera lectura: “Hazte pequeño en las grandezas humanas, y
alcanzarás el favor de Dios”, y también el salmo: “Padre de huérfanos, protector de
viudas […]Dios prepara casa a los desvalidos, libera a los cautivos y los enriquece”. Lo
que los antiguos no podían conocer, ni tan siquiera imaginar, es que Dios mismo
elegiría la humildad y la pobreza para salvarnos. Y es esto lo que ha cambiado
todo. El Señor no sólo nos exhorta a ser humildes y a servir a los pobres, si no que
su vida misma es un constante abajamiento hasta abrazar la condena injusta y la
tortura de la cruz para salvarnos. Jesús, manso y humilde de corazón, comparte el
destino de los pobres (maldecidos, hechos injustamente culpables, abandonados,
asesinados).
Como yo, tal vez os habéis preguntado: ¿cómo puede Dios salvar haciéndose
pobre? Hay incluso a quien le preocupa el deseo del papa Francisco de que la
Iglesia sea más pobre, y se preguntan ¿cómo podrá ayudar una Iglesia pobre a
nadie?
Mirad, el día que serví en mi última misa en Roma, al salir me arrodillé en el suelo
para despedirme de la señora María. Ella me cogió la mano y me dijo: “Vas a ser
un buen sacerdote. Dios te bendice y perdona todos tus pecados”. El corazón
me dio un vuelco. Me sentí profundamente bendecido y perdonado por Dios y por
María. Y es que sólo Dios y los pobres pueden perdonar, Dios porque es el
padre de todos, los pobres porque cargan las consecuencias de nuestro
egoísmo. Esto es lo que ocurrió en la cruz, Jesús que es Dios se hizo pobre
para ganar el perdón total para nosotros. Quiénes a él se acogen, y siguen el
camino de hacerse humildes encuentran la bendición y la paz. Sólo una Iglesia
pobre y para los pobres puede ser mediación de este amor de Cristo.
También a nosotros sacerdotes se nos pide recorrer este camino. No hay nada que
chirríe más que ver a un sacerdote montado en la soberbia, que se ha puesto a sí
mismo al centro y obstaculiza el encuentro con Jesús, convirtiéndose de esta
manera en lo contrario de lo que está llamado a ser: imagen de Cristo sacerdote,
mediador del amor misericordioso entre Dios y los hombres. El papa Francisco, en
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la misa crismal, decía que: “Al buen sacerdote se lo reconoce por cómo anda ungido
su pueblo; esta es una prueba clara. Cuando la gente nuestra anda ungida con óleo
de alegría se le nota […]Nos lo agradece porque siente que hemos rezado con las
cosas de su vida cotidiana […] Y cuando siente que el perfume del Ungido, de Cristo,
llega a través nuestro, se anima a confiarnos todo lo que quieren que le llegue al
Señor: «Rece por mí, padre, que tengo este problema...». «Bendígame, padre», y «rece
por mí» son la señal de que la unción llegó a la orla del manto, porque vuelve
convertida en súplica, súplica del Pueblo de Dios.”
Queridos hermanos y hermanas, hoy predico para vosotros pero también para mí
mismo. Sé que volveré a estas lecturas a lo largo de mi vida como sacerdote. El
Señor las ha puesto ahí para que no olvide nunca de quien soy servidor, de Cristo
pobre y humilde y del Pueblo de Dios, especialmente de los que más sufren. Ojalá
salgáis hoy y siempre ungidos con el óleo de alegría y podáis encontrar en mí la
confianza que os acerca a Cristo. Os pido que me acompañéis de ahora en adelante
con vuestro afecto y oración. Pedid para que sea siempre pastor según el corazón
de Dios.
María, que has recorrido el camino de tu hijo de pobreza y humildad, ruega por
nosotros, para que tengamos entrañas de misericordia ante toda miseria y
sufrimiento humano y podamos ser mediación del amor que tu Hijo ha derramado
por nosotros en la cruz.
Que así sea.
Primera misa de Daniel Pajuelo Vázquez, SM
JMJ+
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