Tetramorfos

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Tetramorfos
Un día cualquiera del 2014
10:00 h.
Tras un breve letargo, Azîm al fin recobra la consciencia y percibe el insaciable y
próximo aliento de la muerte. Consigue levantarse a duras penas, sintiendo un
desagradable dolor en el brazo derecho, y grita, una y otra vez, pero su sufrimiento se
desvanece y se apaga en el espacio, en el que tan solo se distinguen escombros y
cuerpos desmembrados. El estallido de la siguiente bomba a escasos kilómetros lo
despierta de su ensimismamiento y le recuerda cuál es su objetivo.
Azîm retoma el camino; su cuerpo se resiste a cualquier esfuerzo, pero sus ansias de
venganza se apoderan de él y lo empujan hacia delante. Cuatro armas. Cuatro armas en
nombre de la fe. Azîm corre, completamente cegado por la nube de suciedad; ya le
queda poco para llegar a la calle Omar Mukhtar. En el camino, se ve interrumpido por
una mujer de rostro preocupado que exige con urgencia su ayuda, pero Azîm ni siquiera
se molesta en escucharla: permanece poseído, con la mirada fija hacia un horizonte tan
borroso como esperanzador.
Al llegar, contempla una calle desierta, un paraje desolador; en medio, una pequeña
madraza. Azîm entra decidido y revisa cada rincón del umbral. Finalmente, encuentra
una bolsa marrón escondida tras un viejo y convaleciente baúl. La abre para comprobar
que todo es correcto y coge una de las pistolas. El tacto del arma le devuelve una serie
de recuerdos turbulentos y desordenados: en todos ellos aparecen su familia, su mujer
Amina y, sin que él pueda evitarlo, su amigo Khalîl. La rabia se adueña de él y lo
tortura, como un látigo que golpea sin compasión.
Al salir, guarda la pistola que había sacado de la bolsa en su bolsillo y se dirige hacia la
sede de Hamás para entregar el resto. Su mente está confusa: por primera vez en mucho
tiempo Azîm vacila, tiembla ante una decisión. El fuego exterior ha cesado por un
momento; todo está en calma pero la calma es todo menos tranquilizadora. Los
recuerdos vuelven a él, pero esta vez lo entristecen y lo derrumban; Azîm se arrodilla en
el suelo y llora. Lo habían engañado todo este tiempo: su mujer, su mejor amigo. Con el
corazón en la mano, los maldice y jura venganza. Se levanta, agarra la pistola y suspira
temblorosamente.
10:15 h
Que sus ojos vibrasen inquietos no era algo poco frecuente en Amaia, sin embargo,
aquella mañana los nervios se habían puesto de acuerdo para retarla. Amaia se
reincorpora en el asiento y aprovecha para ensayar una postura que provoque una buena
impresión: elegante, pero no fría; decidida, pero no soberbia. Su dolor de cabeza
empezaba a remitir gracias al Ibuprofeno que le había recetado su madre, a quien los
nervios también podrían haber matado esa misma mañana.
A su lado, un chico joven, de veintitantos, repasa un conjunto de hojas apoyadas sobre
una carpeta de cuero. El chico es apuesto, con buen porte, un poco inseguro quizá.
Amaia no puede evitar sentirse atraída por él, pero sabe que debe aparcar los instintos lo
más lejos posible: hoy es un depredador laboral que debe pensar en su futuro. «¿Qué
estará revisando tan concienzudamente? Quizá un currículum que deslumbre al
entrevistador, una demostración de su alto nivel de análisis en cuestiones complejas; o
quizá un estudiado discurso acerca de las ventajas de ser empático».
Al lado del chico, una chica pelirroja habla por el móvil. Sus piernas descubiertas
tiemblan, como si amenazaran con marcarse un charlestón. Amaia se fija en los rasgos
de la cara: «Es más mayor, sin duda; quizá más sabia, aunque la sabiduría no tiene
porqué otorgarle la victoria». «¿Se habrá independizado ya? Puede que esté hablando
con el novio acerca de un pisito que quieren comprar por el centro de la ciudad». «No
creo que siga una estrategia». «Tampoco debe de ser su primera entrevista. Ni será la
última...».
Tras escudriñar a sus contrincantes, Amaia vuelve la vista a su reloj: en menos de cinco
minutos será su turno. La contienda durará unos quince minutos. Un cuarto de hora. Un
mundo. Amaia repasa por última vez su presentación y respira pausadamente. Se le
escapa una tímida risa nerviosa que intenta por todos los modos anular: una consultora
es alguien serio. La puerta se abre y de la oficina sale un chico moreno con aires de
sastisfacción; tras él, un hombre de unos treinta años con una carpeta en la mano: «Que
se prepare el siguiente». Amaia traga saliva y suspira temblorosamente.
10:30 h
Sus ojos inyectados en sangre atraviesan con ansiedad el pasillo hacia la sala de estar;
en ella, cuatro niños, sentados alrededor de una cálida y acogedora chimenea, observan
atentamente su objeto de recreo: un puzle del mapa de España. Sus caras de felicidad al
colocar la pieza restante desprenden una emoción enternecedora. De repente, como un
gigante gruñón al que acaban de despertar, una mujer entra e interrumpe la actividad:
«Venid los cuatro conmigo». Los niños, con cierta desgana, se levantan y acompañan a
su madre.
En el centro de la cocina, una mesa de madera; en el centro de la mesa, una bandeja
circular tapada. Los cuatro niños se colocan a un lado de la mesa; la madre, frente a
ellos. Con delicadeza, la madre levanta la tapa, descubriendo un deslumbrante flan de
huevo al que, sin embargo, le falta un trozo. Como el animal que examina
minuciosamente a su víctima, la madre recorre con la mirada a cada uno de sus hijos en
busca de un culpable. Se sabe traicionada; no alcanza a comprender como alguno pudo
desoír su advertencia: estaba prohibido tocar el flan.
Los niños, serios e impasibles ante la acusación de la madre, permanecen un rato en
silencio, como si una varita mágica los hubiese petrificado. Pero su respuesta no se hace
de rogar: uno a uno, con el brazo en alto, dedo puntiagudo y sonrisa traviesa, señala al
que está a su lado. Nunca antes alguno de sus hijos la había desafiado de aquella
manera; Bárbara, que como madre había tratado de inculcar el respeto y la solidaridad
entre sus hijos y que siempre había condenado las mentiras, no podía pasar por alto tal
desobediencia: ella también sabía jugar sus cartas.
Entra de nuevo en la sala de estar y, con mucho cuidado, coge el puzle al que tanto
tiempo y esfuerzo habían dedicado sus cuatro hijos. Con los ojos bien abiertos y con
cierta inquietud, los niños observan como su madre dirige el puzle hacia el fuego.
Bárbara, serena y paciente, vuelve a preguntar quién es el responsable, pero ellos callan
una vez más, e, impertérritos ante la segunda advertencia de la madre, abandonan
silenciosamente la sala de estar, como cuatro personajillos programados para ignorar.
Bárbara, humillada y vencida, contempla el frágil puzle y suspira temblorosamente.
10:45 h
El fuerte estruendo de la puerta al abrirse lo despierta de un profundo sueño. No es
Cannes lo que ven sus ojos recién abiertos, ni la figura desdibujada situada frente a él
Almodóvar. «Diego, despierta, que ya son menos cuarto». Su padre protege la puerta,
como un firme centinela. «Me tengo que ir, ¡no te vuelvas a dormir!» Antes de
marcharse, abre las ventanas y deja un par de billetes de cinco euros en la mesa.
Segundo estruendo. Un pie, otro pie. Diego nota el peso de todo su cuerpo al levantarse.
Mientras camina lentamente a través del pasillo, sus ojos enfocan el escenario: el
parqué, el rugoso gotelé, un par de cuadros sin nombre sobreexpuestos por la luz que
entra por la ventana. De fondo, escucha a sus vecinos del piso de arriba gritarse los unos
a los otros, el crujir protestón de la madera y los alegres graznidos de los pájaros; una
mezcla de ambientes desproporcionada, pero sin duda cercana y familiar.
La cocina le recibe con un intenso color aguacate que cubre tanto las paredes como la
encimera. Como casi siempre, la despensa alberga pocas sorpresas: quizá unos cereales
de chocolate, o unas galletas María. Coge las galletas sin mucho entusiasmo. En la
nevera le espera un tímido bote de leche desnatada, el cual se refugia entre bandejas de
cordero y morcilla de Burgos. «Que frío». Mientras desayuna, su mente se resiste a
despertarse y sus ojos amenazan con abrazar de nuevo la oscuridad. Al acabar, Diego
observa una nota en el lavavajillas: Estropeado. Lavar a mano nunca le pareció una idea
descabellada.
Menos cinco. El regreso a la habitación es más dinámico. En un rincón de la mesa
aguarda impaciente su ordenador portátil. Lo abre, y, tras el animado sonido de
bienvenida, entra en Internet. Aún hay tiempo para ver las noticias: un día más la
economía o los países árabes acaparan los puestos más importantes; aunque siempre
queda la sección de cultura: una sección que recorre de principio a fin con gran avidez.
Las once: es la hora. Entra en la página de la Universidad Carlos III, introduce su
número de usuario y contraseña en Campus global y se dirige a la Secretaría Virtual.
Una vez ahí topa con la frase que tanto esperaba: Grado en Comunicación Audiovisual.
El plazo de realización de la matrícula está abierto. Pincha y suspira temblorosamente.
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