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adrian goldsworthy
Soldados de honor
La aventura de los casacas rojas
en la Guerra de la Independencia
Traducción
jesús de la torre
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Prólogo
Madrid, 2 de mayo de 1808
W
illiam Hanley observaba la arrogancia de la Francia imperial
recorriendo la calle Alcalá. Se trataba de una visión magnífica
y el inglés no pudo evitar detenerse a ver pasar a los soldados. Ya
los había visto antes, había presenciado los desfiles desde la llegada
de los franceses a Madrid unas semanas antes e incluso había hablado con alguno de los oficiales. Entonces habían venido como aliados,
pero ahora las cosas eran diferentes y pisaban con estrépito la calle
adoquinada, avanzaban con severa determinación. Hanley había procurado agazaparse detrás de un pequeño carro que habían dejado en
la entrada de un callejón. Aquel no era un buen día para dejarse ver.
Primero iban los mamelucos, un extraño legado de la aventura
de Napoleón en Egipto. No vestían de riguroso uniforme, aunque la
mayoría llevaba un fez rojo rodeado de un enorme turbante blanco y pantalones escarlata sumamente holgados. Portaban cimitarras
arqueadas, pistolas en los cinturones y trabucos de boca ancha colgando de las monturas. Desde el principio, los madrileños los habían
odiado y temido. Las mujeres habían huido al otro lado de la calle
cuando pasaron. Los hombres escupían sobre su sombra y se santiguaban. Los mamelucos tenían el aspecto de una fantasía oriental,
pero para los españoles habían salido directamente de antiguas pesadillas de los tiempos en que los moros habían gobernado la mayor
parte de España y habían pisoteado a la Iglesia.
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Después pasaron los cazadores. Conocidos antiguamente como
los exploradores, habían custodiado al general Bonaparte desde sus
campañas en Italia y seguían siendo sus preferidos. Napoleón estaba
lejos, en Francia, pero eso no hacía que estos fuertes y viejos soldados mostraran menor decisión. Veteranos todos ellos, tenían un aspecto inmaculado con sus chaquetas rojas y sus pantalones de peto.
Sus chaquetas estaban llenas de galones, con botones dorados como
los que recorrían las costuras de sus petos. Formaban la caballería
ligera, así que iban montados en caballos de tamaño modesto y portaban sables arqueados. Los húsares húngaros habían impuesto su
estilo a los soldados de la caballería ligera europea hacía más de una
generación, por lo que cada cazador llevaba una segunda chaqueta,
conocida como pelliza, sobre el hombro izquierdo. Las pellizas eran
rojas, también llenas de galones y con un ribete de piel negra que
conjuntaba con el gorro redondo de piel que cada hombre lucía en
la cabeza. Grandes penachos verdes y rojos se movían al ritmo del
movimiento de los caballos.
Los últimos hombres eran más corpulentos y montaban sobre caballos más grandes y de tonos más oscuros. Se trataba de los
dragones de la emperatriz Josefina, vestidos con chaquetas de color
verde oscuro y chalecos y pantalones de montar blancos. Las botas
se elevaban hasta las rodillas y brillaban como espejos negros. Cada
dragón llevaba un casco de cobre amarrado con un turbante de falsa
piel de leopardo. Estos cascos tenían crestas de cola de caballo negras
y unas plumas blancas en lo alto. Un sable largo y recto descansaba
sobre el hombro de cada dragón.
Estos hombres constituían la Guardia Imperial y no eran soldados de juguete, sino regimientos de fuertes luchadores reclutados
entre los excombatientes. Habían dejado atrás a algunos soldados de
infantería que no conseguían ponerse a su altura. Los hombres que
habían marchado sobre el enemigo en Austerlitz y Eylau no necesitaban la ayuda de simples reclutas. Los soldados de la Guardia lucían
un aspecto perfecto. Solo los más estrictos suboficiales les habrían
encontrado alguna falta —y sin duda, así lo harían— si hubiesen estado en ese momento en el Campo de Marte en París. Constituían un
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espectáculo de color que resaltaba sobre el fondo de piedra de color
marrón claro de las grandes casas que se alineaban a lo largo de la
calle Alcalá. Sin embargo, junto a la belleza de aquella escena existía
una sensación de amenaza y cruel seguridad.
Era aquella determinación feroz combinada con fanfarronería
lo que Hanley sabía que nunca podría atrapar en el lienzo. Durante
años había soñado con ser pintor, había estudiado y practicado. Sabía
que no era suficientemente bueno, estaba condenado a ser capaz de
reconocer el gran arte, pero nunca a crearlo. Se imaginó mezclando los colores, reproduciendo tanto el detalle del fondo como el de
los soldados, sus caballos y equipamiento con enorme exactitud y
precisión. Sin embargo, su cuadro seguiría siendo completamente
exánime.
En cualquier caso, aquel sueño había desaparecido. Murió a
la vez que su padre. Nunca había conocido a su padre, solo lo había
visto dos veces y desde lejos. No había sido muy distinto con su
madre. Era una imagen bella, pero solo podía recordar un puñado
de ocasiones en las que hubieran estado juntos. Mary Hanley empezaba a hacerse un hueco en los escenarios cuando se quedó embarazada. Aquello provocó una interrupción en su carrera y supuso una
rápida ruptura de las relaciones con su amante. El padre de Hanley
nunca reconoció públicamente a su hijo ilegítimo, pero le concedió
una asignación. Un año después, Mary se convirtió en la amante
de otro hombre que le dejó bien claro que nunca le permitiría tener
a su hijo con ella. Dejó al niño con su madre, que hizo todo lo que
pudo. Hanley recibió una educación y, cuando se hizo mayor, pudo
viajar y estudiar Bellas Artes e Historia Antigua. Su asignación era
moderada, pero ya se había acabado. Su padre había muerto y sus
hermanastros no tenían intención de subsidiar el producto de una
indiscreción.
Un disparo retumbó entre las casas. Hanley no pudo ver de
dónde procedía, no vio caer caballo ni hombre alguno, pero le despertó de su ensoñación. Se oyeron gritos de órdenes y los jinetes
franceses salieron al trote. Había llegado el momento de que también él se marchara. Ese día había tensión en Madrid. Los franceses
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habían acabado sistemáticamente con la familia real española secuestrándola, pero el intento de atrapar a uno de los jóvenes príncipes esa mañana provocó disturbios. Hanley había recorrido ya una
buena parte de la ciudad y podía notar una sensación de rabia cada
vez mayor. La gente que pasaba por su lado gritaba: «¡Ha llegado
el día!» y: «¡Pronto les atacaremos!», o simplemente murmuraba:
«Muerte a los franceses».
El inglés iba a salir de Madrid, pero antes tenía que dar un último adiós. María Pilar era una bailarina de danza clásica, una joven
pequeña, triste y muy guapa que había sido su modelo y, después, su
amante. A Mapi —el nombre artístico por el que la conocían todos
sus amigos— le gustaba cocinar y limpiar para él, creando un hogar
que nunca antes había tenido. Él tardó un tiempo en darse cuenta de
lo importante que era para aquella muchacha española. Ahora tenía
que decirle que se iba y que no podía llevarla consigo. Mapi no discutiría y, en muchos sentidos, él temía aún más la muda aceptación de
su partida, el silencioso dolor que vería en sus ojos de color marrón
claro. Era cierto que sus perspectivas en Gran Bretaña eran pobres,
pero estaba deseando liberarse del empalagoso cariño de ella. Hanley no se sentía especialmente orgulloso de ello y ahora le resultaba
más difícil esconderse tras la idea de una mente creativa que necesita
liberarse de todo tipo de ataduras.
Se había quedado casi sin dinero —la compra de un caballo
que lo llevara a la costa del norte se había llevado buena parte de
él— y no podía permanecer más en Madrid. Tal y como estaban
yendo las cosas no sería nada razonable seguir allí siendo inglés.
Hasta entonces, haberse pasado por un exiliado irlandés había dejado conformes a los franceses que había conocido, pero no era probable que aquello pudiera seguir así más tiempo. Lo irónico era que
los únicos ingresos que Hanley recibía ahora procedían de su media
paga como oficial subalterno del Ejército británico. Su padre le había garantizado su puesto cuando tenía tan solo diez años, antes de
que esos abusos quedaran prohibidos. Hanley no había visto jamás
a su regimiento ni había prestado servicio un solo día en el ejército,
y ni siquiera ahora deseaba hacerlo. Esperaba encontrar algo mejor
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que este último recurso cuando regresara a Inglaterra. Aun así, en
el caso improbable de que se descubriera su estatus, apenas serviría
de nada para convencer a los franceses de que era simplemente un
artista con escaso interés en la política y, de hecho, un firme simpatizante de Francia y de su imperio.
Mientras Hanley seguía su camino a través de los estrechos
callejones de Madrid, oyó algún disparo esporádico. En media hora
se había topado con media docena de cadáveres. Cuatro eran de soldados franceses, muy jóvenes y delgados. Uno de ellos había tratado
de dejarse crecer un pobre bigote, pero ahora yacía despojado de todo
su uniforme a excepción de una camisa blanca y sucia que estaba
cubierta en gran parte por la sangre oscura, casi negra, que le salía
de un corte en la garganta. El cuarto francés era más viejo, con canas
y gordo. Seguía llevando su uniforme de oficial mientras colgaba
con los brazos y las piernas atados a la puerta trasera de madera de
la casa de un noble. Le habían rasgado la casaca y en el pecho tenía
una masa de sangre coagulada sobre la que se posaban un montón de
moscas. Hanley no pudo distinguir si aquel hombre ya estaba muerto antes de que alguien lo hubiese atado a la verja. No estaba seguro
de querer saberlo, así que siguió andando a toda prisa, alejándose
tanto de aquella visión como del hedor, que le producía náuseas. Un
poco más adelante había dos españoles, uno con un agujero limpio
en el centro de la frente y el otro con heridas de navajazos en el vientre. A partir de ahí, las pocas personas vivas con las que se cruzó no
dijeran nada, simplemente caminaban a toda prisa.
María Pilar no estaba en la habitación de su pensión ni en la
casa en la que vivía una de sus amigas. Hanley habló con ella, una
criatura extremadamente delgada y ojerosa cuya tos convulsiva dejaba ver la enfermedad que la mataría antes de que cumpliera los
veinte años. Parecía que lo miraba con ojos acusatorios mientras le
decía que Mapi había acudido con un grupo de personas a la Puerta
del Sol para «plantar cara a los franceses». La chica enferma dijo que
ella también habría ido, pero que no había pasado una buena noche.
Hanley se sorprendió a sí mismo dándole parte de las pocas monedas
que le quedaban. Ella vaciló un buen rato antes de aceptarlas.
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Hanley se dirigió a la enorme plaza del centro de Madrid. Se
extrañó al ver que las calles estaban vacías, pero el ruido fue aumentando. Oyó a una muchedumbre gritando consignas y más disparos.
Después, por un momento, todo quedó en silencio.
En la Puerta del Sol, el mariscal Murat, gran duque de Berg
y cuñado del emperador, se enfrentaba a la multitud enfurecida.
Como siempre, su uniforme era un derroche de color, pues se cuidaba de hacer resaltar su buena apariencia con un uniforme que
eclipsaría al del húsar más llamativo. Años antes Murat había estado al mando de los jinetes que habían seguido el tufillo a metralla
de Napoleón con una carga feroz contra la turba francesa, salvando
así el Directorio. Ahora estaba repitiendo lo mismo en la capital de
otro país.
Disparaban cañones y la metralla estallaba diseminando docenas de balas de mosquete entre la muchedumbre apiñada. Los soldados de infantería también descargaban, inundando la plaza con un
ruido resonante, humo negro y sangre. Después cargó la caballería
de la Guardia y las espadas y sables daban estocadas y hacían cortes
mientras cundía el pánico entre la multitud y la gente empezaba a
correr.
Cuando Hanley entró en una de las calles laterales más grandes chocó con un hombre que huía. Era bajito, enjuto y tenía una
mirada enloquecida; al mover el codo golpeó fuertemente al inglés
dejándole sin respiración. Hanley se esforzó por respirar así como
por mantener el equilibrio. El pañuelo rojo que el español llevaba
en la cabeza se le cayó y revoloteó a su lado, pero el hombre siguió
corriendo, sin mirar a izquierda ni a derecha. Detrás de él venía mucha más gente, con caras pálidas y perplejas. Algunas eran mujeres,
pero ninguna de ellas era Mapi. Hanley se apoyó en una pared para
dejar pasar a los que huían. Detrás de ellos venían otros un poco más
despacio. Unos cuantos llevaban cuchillos o viejos mosquetes y uno
de ellos tenía una espada. Se trataba de un hombre mayor que llevaba un abrigo de seda amarilla con mucho encaje de los que habían
estado de moda hacía treinta años. Tenía sangre en la pierna derecha
e iba cojeando apoyándose en un fraile rechoncho. Dos hombres más
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jóvenes caminaban detrás del noble y del fraile, ambos con escopeta,
y de vez en cuando se giraban para mirar hacia atrás. De repente,
uno de los dos gritó y un instante después disparó, y de la boca de su
arma salió una llama y humo negro.
La caballería francesa galopaba en silencio por la calle. Hacía
rato que habían disuelto su formación, pero los cazadores entraron
en grupo conducidos por un oficial alto de bigote rubio. Había salpicaduras de sangre por el pecho de los caballos y en las piernas de
los hombres. Sus sables arqueados cercenaban y daban estocadas con
la precisión que otorga el largo entrenamiento. El oficial decapitó al
primero de los ayudantes del noble, pasando con su caballo junto
al hombre que miraba hacia atrás antes de girarse y rebanarle con
enorme fuerza. Un chorro de sangre bombeó por el cuello sesgado
mientras su cuerpo caía hacia delante. Su sargento mató al otro asistente con mucho menos esfuerzo, dando una estocada con la punta
afilada de su sable en el cuello del hombre. Dejó que el ímpetu de su
caballo liberara la espada de la carne pegajosa y solo pasaron unos
segundos antes de que hiciera lo mismo con el sacerdote.
El noble consiguió esquivar el primer corte feroz del oficial,
pero gritó de dolor al tener que apoyar su peso sobre la pierna herida. El francés volvió a embestir, rebanando el delgado brazo del
viejo unos cuantos centímetros por encima de la muñeca. La espada
del noble cayó al suelo con la mano aún aferrada a la empuñadura.
El oficial, tirando de las riendas hacia atrás —las pezuñas del caballo
resbalaran por un momento sobre las losas—, se puso de pie sobre
sus estribos y volvió a asestar otro golpe, que casi cortó en dos la
cabeza del viejo.
Los cazadores invadieron toda la calle, salpicando sangre a medida que sus sables se elevaban y volvían a caer. No hubo órdenes
ni se dijo una sola palabra. Los jinetes simplemente resoplaban por
el esfuerzo mientras clavaban el acero en la carne y atravesaban los
huesos. Incluso los gritos cesaron y para Hanley aquello no hizo más
que aumentar lo espantoso de la escena. Por un momento, se quedó
mirando, fascinado, mientras veía cómo los jinetes de uniforme verde reducían el paso y así se daban tiempo para matar.
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Entonces Hanley se dio la vuelta y corrió. Ya no sabía lo que
estaba haciendo. Simplemente huía, con su bolsa golpeándole en la
espalda con el movimiento. Detrás de él oyó el ruido de los cascos
de los caballos, acercándose mientras él se escabullía al doblar una
esquina. Tuvo el suficiente control como para girar de nuevo, adentrándose a toda velocidad por un callejón. Apareció allí un hombre
con un abrigo oscuro por encima de una camisa de color marrón claro levantando un trabuco grande. El cañón del trabuco parecía enorme y Hanley vio cómo el hombre abría su boca desdentada con una
tensa sonrisa y se lanzó hacia delante, sabiendo que el grito que oyó
entonces era suyo. A continuación, hubo una enorme detonación, el
ruido se amplificó en el estrecho callejón y notó que una fuerza golpeaba el aire por encima de él. Rodó al caer, perdiendo su bolsa, pero
girándose para mirar hacia atrás. Un caballo se levantaba dolorido
sobre sus patas traseras con uno de los ojos reventado, mientras el
rostro de su jinete era una masa de huesos destrozados y sangre tras
recibir toda la fuerza de la chatarra y los clavos disparados a tan solo
unos metros. El hombre no podía gritar, pero emitió un gemido tremendo mientras levantaba las manos para sujetarse la herida atroz.
El sable seguía colgando de la correa de su muñeca.
Hanley trató de esquivar los pies que pasaron repentinamente
por encima de él cuando un grupo de españoles salió corriendo por
el callejón para derribar al hombre. Unos cuantos más llevaban mosquetes o pistolas y dispararon contra los franceses que ahora se acercaban para ayudar a su compañero. Al menos, algunos madrileños
estaban luchando y se asegurarían de que sus enemigos lo supieran.
Hanley se detuvo para recoger su bolsa y, después, salió corriendo.
Nunca encontró a Mapi. Había cadáveres por todas partes y en
una ocasión vio a una muchacha delgada de pelo moreno tumbada
boca abajo en la puerta de una casa con las faldas subidas por encima
de la cintura. Hanley temblaba, con lágrimas en los ojos, mientras
daba la vuelta al cuerpo de la joven. Claramente la habían violado y
después le habían clavado un cuchillo entre los pechos desnudos.
No era Mapi, pero Hanley lloró por una mujer a la que no
conocía. Levantando el cuerpo, lo acercó a un altar de la Virgen colo-
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cado en un muro alto. Cubrió el cadáver con su abrigo e hizo la señal
de la cruz, aunque ni era católico ni creía en Dios. Entonces, oyó más
disparos y gritos cerca de allí.
Hanley salió corriendo, abrumado por el miedo y la repugnancia causados por los horrores que había visto. El sonido de los disparos le siguió hasta que llegó a las afueras de la ciudad. Algunos de
ellos eran acompasados, cuando los pelotones de ejecución franceses
administraban su castigo. Algunos disparos eran de los españoles,
pero su respuesta era siempre horrible. Hanley nunca lo llegaría a
saber, pero la casa en la que tenía alquilada una habitación fue asaltada por un grupo de dragones de la emperatriz. Liquidaron al pobre
portero y saquearon el lugar, destrozando todo lo que no robaron.
En la habitación de Hanley, uno de los soldados encontró un dibujo
de Mapi, recostada desnuda sobre un sofá. El dragón sonrió agradecido y se guardó el papel en la casaca antes de seguir buscando
cualquier otra cosa que mereciera la pena llevarse.
Nadie trató de detener a Hanley cuando salía de la ciudad y
no vio a más soldados, puesto que Madrid era grande y los franceses
seguían siendo pocos. Condujo su caballo a gran velocidad, hasta que
las ijadas del animal quedaron blancas por el sudor. Respiraba con
dificultad y no continuaría a medio galope por mucho que Hanley
así lo quisiera. Se dio cuenta de que el caballo estaba al borde del
agotamiento y que tendría que darle un poco de descanso si quería
que sobreviviera al viaje. Al haber escapado tan precipitadamente,
seguía teniendo presente la impresión y el horror de lo que había
visto. Un nuevo odio por los franceses se mezclaba con el resentimiento por su propio destino. Su vida había cambiado, sus sueños se
habían desvanecido y no sabía si la amante a la que no había amado
estaba viva o muerta. El artista fracasado volvía a casa. Huía de una
guerra e iba a ingresar en un ejército.
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