Qué color?

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Mensaje en el día internacional contra la
discriminación racial
Leonardo Garnier
Ministro de Educación Pública, Costa Rica
Me permito empezar mi intervención con unas palabras prestadas:
¿Qué color?
Nicolás Guillén
Su piel era negra, pero con el alma purísima como la nieve blanca...
Dijo Evtuchenko (según el cable) ante el asesinato de Martin Luther King
Qué alma tan blanca, dicen,
la de aquel noble pastor.
Su piel tan negra, dicen,
su piel tan negra de color,
era por dentro nieve,
azucena,
leche fresca,
algodón.
Qué candor.
No había ni una mancha
en su blanquísimo interior.
(En fin, valiente hallazgo:
El negro que tenía el alma blanca,
aquel novelón.)
Pero podría decirse de otro modo:
Qué alma tan poderosa negra
la del dulcísimo pastor.
Qué alta pasión negra
ardía en su ancho corazón.
Qué pensamientos puros negros
su grávido cerebro alimentó.
Qué negro amor,
tan repartido
sin color.
¿Por qué no,
por qué no iba a tener el alma negra
aquel heroico pastor?
Negra como el carbón.
Nicolás Guillén
Y es que por siglos así ha sido: blanco y negro, la luz y la oscuridad, el
día y la noche, la riqueza y la pobreza, la paz y la violencia, la cultura y
la ignorancia, la civilización y la selva, el trabajo y la fiesta desaforada,
la certidumbre y la desconfianza, la pureza y la mácula, la disciplina y el
ocio vagabundo, la virtud y el vicio, la limpieza y la suciedad, blanco y
negro, blanco… y negro.
Solo una paradoja encontré: el tiro al blanco que, para ser consistentes,
debió haber sido tiro al negro (de hecho, el puntito del centro, suele ser
negro).
Pero si el negro, lo negro, la negritud resumen mucha de esa actitud
tan civilizadamente racista, lo cierto es que esa dicotomía es solo la
muestra más explícita de un sentir más profundo: negro y blanco,
amarillo y blanco, rojo y blanco, café y blanco; en fin, oscuro y blanco…
el extraño y yo: el otro y yo o, más exactamente, los otros y nosotros.
Es cuestión de identidad y, claro, de falta de identidad. En esto los seres
humanos
hemos
desencuentros,
de
hecho
de
rupturas,
la
de
historia
una
separaciones,
larga
travesía
de
antinomias
de
y
desconocimientos: tenemos que desconocer al otro, diferenciarlo, darle
otro nombre (distinto al nuestro), pintarlo de otro color (distinto al
nuestro), negarle incluso el alma, o pensar que tiene un alma distinta a
la nuestra, y esto creyendo, claro, que tenemos alma, que es buena el
alma que tenemos, que nuestra piel es del mismo color que esa alma
blanca y buena, pues es el color que los dioses eligieron para sus hijos
predilectos, por ser también el color de los dioses, a quienes hicimos a
nuestra imagen y semejanza.
Ha sido una historia a lo largo de la cual los iguales se han definido
como distintos: en vez de reconocernos a la vuelta de cada esquina, en
el cruce de cada frontera, a la vuelta de cada siglo y en la sorpresa de
cada encuentro, nos hemos desconocido. Los de aquí y los de allá.
Desconocidos y – como tales – más probables enemigos que posibles
prójimos. Y es que era más cómodo así: no se siente bien esclavizar al
igual, es como reconocer mi propia naturaleza de esclavo potencial; no
se siente bien encarcelar al igual, es como ver en su rostro nuestra
propia delincuencia; no se siente bien explotar al igual y pensar que
mañana podríamos ser nosotros.
No, no se siente bien abusar del prójimo… es mejor alejarlo un poco
primero, diferenciarlo, desconocerlo, cambiarle el nombre, el color, la
religión… extrañarnos de sus cantos y sus bailes, de sus costumbres;
aprovecharnos de todo lo que nos pueda servir para ocultar nuestra
identidad básica y caricaturizar esas pequeñas diferencias que crecen –
o hacemos crecer – hasta convencernos de que sí, está bien, podemos
hacer con ellos lo que nunca querríamos que alguien hiciera con
nosotros, podemos tratarlos como no nos gustaría ser tratados porque…
al fin ¿no son distintos?
Así
hemos
vivido
Diferenciándonos,
por
siglos
¿qué
digo
desconociéndonos,
siglos?
por
milenios.
segregándonos,
discriminándonos… y sí, odiándonos también. Porque el mandamiento
dice que amarás a tu prójimo como a ti mismo… pero son tan distintos
que no, no parecen prójimos. Y los derechos humanos son para los
iguales… pero los sentimos tan distintos que solo parcialmente los
reconocemos como humanos. A veces, ni eso.
Peculiar el ser humano en esa capacidad que a veces llamamos
inhumana y es, por el contrario tan humana: la capacidad de desconocer
la identidad más esencial y colocar por encima de ella – aplastándola –
las más irrelevantes diferencias. La capacidad de volver ajeno, extraño,
amenazante, peligroso… aquello que debiera ser, simplemente, amable.
Y cuando digo amable, lo digo en su sentido más preciso: digno de ser
amado.
Así es el racismo: convierte el amor en odio y lo disfraza con diversas
justificaciones, todas ellas construidas a partir de esas pequeñas
diferencias que debieran estar ahí para ser disfrutadas, para hacernos
entender la identidad profunda que nos une, que nos identifica, que nos
hace iguales, nuestra proximidad – ser prójimos – y que, sin embargo, se
nos agigantan como herramientas de la separación, de la dominación,
de la humillación, de la explotación.
Detrás de todo: el miedo. El miedo y, claro, ese oscuro deseo de tener
más, de poder más, de valer más. Es una mala mezcla esa que junta la
ambición con el miedo. Una mezcla muy humana – repito – que nos lleva
a pensar, a sentir y a actuar en las formas más inhumanas. La ambición
y el miedo: el caldo de cultivo para que se nos haga fácil, casi necesario,
odiar lo que debiera ser amable.
Sin embargo y a pesar de todo, la humanidad ha avanzado. Poco, pero
ha avanzado. El siglo XX, lleno de tragedias humanas como todos los
siglos, dio un paso fundamental por el que debiera ser siempre
recordado: dio un pequeño pero indispensable paso hacia la identidad de
los seres humanos. Un pequeño paso que, por un lado, se consagró en la
Declaración Universal de los Derechos Humanos y, por otro, se tradujo
en una serie de procesos y movimientos que fueron haciendo un poco
más real la letra de esa declaración, que fueron resquebrajando algunas
de las máscaras que nos diferenciaban y permitiéndonos ver cómo, tras
diferencias que parecían eternas y naturales, no había sino alguien más
como nosotros: un ser humano, con sus cualidades y sus defectos, con
sus peculiaridades… que podría ser a veces molesto, a veces útil, a
veces divertido pero, sobre todo, que podía ser amable.
Así se fueron diluyendo – se están diluyendo, más bien – algunas
diferencias: las de los colores, las de los sexos, las de las nacionalidades,
las de las culturas, las de las religiones. Cada vez entendemos mejor que
tras estas diferencias subyace nuestra identidad básica, que no es más
que la síntesis de nuestras múltiples determinaciones: somos humanos
porque en cada uno de nosotros se sintetiza de una manera peculiar la
infinidad de determinaciones que nos hacen ser quienes somos. Las
tragedias del siglo XX nos permitieron entender mejor ese sentido básico
de humanidad y traducirlo en un concepto que, si bien está aún lejos de
haber alcanzado ciudadanía universal, marca una mutación fundamental
en
la
historia
de
la
humanidad:
los
derechos
humanos,
ese
reconocimiento básico de que, detrás de cualquier diferencia – por
grande que a alguien pueda parecerle – somos esencialmente humanos
y, como tales, tenemos los mismos derechos.
Somos humanos, pero somos diversos. Somos divertidamente diversos,
curiosamente
diversos,
valiosamente
diversos,
magníficamente
diversos: pero mucho más que diversos, somos idénticos en esa
diversidad. Así, no debiéramos hablar siquiera de tolerancia – de tolerar
la diversidad, tolerar la diferencia – sino de disfrutarla, de gozarla, de
entender que es en esa diversidad que somos realmente humanos, que
es precisamente por esa diversidad que la vida es tan rica.
Nuestra identidad básica – que sería evidente para cualquiera que
apareciera de pronto en el tiempo y espacio que habitamos – se nos
hace con frecuencia difícil de entender y, una vez más, nos refugiamos
en la falsa seguridad de nuestras diferencias: volvemos atrás, nos
ponemos nuestras máscaras, levantamos nuestras rejas y fachadas –
bien distintas, según nosotros – a las de los otros, y volvemos a sonar
tambores de guerra, trompetas de alarma ante la amenaza de los otros
colores, de los otros ritmos, de los otros lugares.
Nunca nos libraremos totalmente de la amenaza de esa perversa ética
de las diferencias que, basada en la ambición y el miedo, nos empuja a
desconocernos, a odiarnos, a utilizarnos unos a otros sin respeto, sin
afecto; que nos empuja a la humillación, al odio, a la discriminación… a
la guerra abierta o disimulada. El peligro siempre estará ahí. Es el riesgo
implícito en nuestra dialéctica: ser al mismo tiempo individuos y
miembros de diversas colectividades; ser al mismo tiempo idénticos y
distintos.
Negros
y
blancos,
amarillos,
rojos,
hombres,
mujeres,
creyentes o no, de todas las edades, hermosos en formas tan distintas…
que a veces nos perdemos el gusto de disfrutarlas. Es nuestro riesgo
pero es también el mayor de nuestros encantos: somos unidad de lo
diverso. Blanco y negro. Aprendamos a disfrutarlo. Seamos amables,
seamos dignos de ser amados en nuestra diversidad.
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