Poesía y pintura en Carlos Pellicer

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Modernidad, vanguardia y revolución: la poesía mexicana (1919-1930)
Universidad de Chicago
25-26 de abril, 2008
Ojos para mirar lo no mirado:
Poesía y pintura en Carlos Pellicer
Vicente Quirarte
Instituto de Investigaciones Bibliográficas
Universidad Nacional Autónoma de México
La misión del poeta consiste en examinar no lo individual sino los conjuntos,
con objeto de destacar propiedades generales y apariencias totales; no
enumera los pétalos del tulipán, ni describe las diferentes sombras en la
verdura del bosque. Debe mostrar, en el retrato que haga de la naturaleza,
características tan prominentes y definitivas como para llamar la atención en
todos sobre lo original.
Samuel Johnson
“Peintre non la chose, mais l’effet qu’elle produit”
Stephane Mallarmé
Entre 1919 y 1930, fechas establecidas por Anthony Stanton como fronteras
temporales para este coloquio, la percepción del mundo cambia con la misma
rapidez con que tienen lugar hechos políticos decisivos. En el primero de los
años, 1919, mueren Amado Nervo y es asesinado Emiliano Zapata. Un héroe
cultural y un caudillo social dan paso a una nueva manera de percibir ambas
actividades. El propio 1919, la Bauhaus pretende unir las diferentes artes bajo
la dirección de la arquitectura y anular la separación entre arte y artesanía.
Marcel Proust obtiene el Premio Goncourt y Guillermo de Torre firma el
manifiesto ultraísta. En 1930, el sueño revolucionario parece, al mismo
tiempo, realizado e interrumpido. Pascual Ortiz Rubio ocupa la presidencia de
México, tras la derrota de José Vasconcelos, con la cual parecen terminar
muchos de los proyectos culturales de la Revolución. Para entonces, la
vanguardia literaria mexicana ha dado los mejores frutos de su juventud: se he
rebelado y revelado, y ha dejado clara su posición no sólo mediante
manifiestos sino a través de obras que dan fe de la nueva metamorfosis.
En pocos momentos como en las dos primeras décadas del siglo XX,
las relaciones entre pintura y poesía fueron tan estrechas y sus lenguajes
estuvieron tan próximos, tan necesitados el uno del otro: la pintura acude a la
reflexión verbal; la poesía investiga las formas de ocupación del espacio. Vasily
Kandisky, Paul Klee o Ernest Delaunay elevan el arte de la pintura a la
categoría de una ciencia y anotan febrilmente la bitácora de sus hallazgos.
Rilke, Valéry y los Contemporáneos en México escriben sobre pintura, y
además partes de las exigencias espirituales y artesanales del trabajo plástico
para establecer sus propios sistemas de escritura. Los Contemporáneos no
sólo fueron sensibles espectadores y agudos críticos de la pintura de su
tiempo, sino manifestaron un interés permanente por la técnica y visión
propias del artista plástico para utilizarlas en su obra literaria. Xavier
Villaurrutia escribe: “Si el fin de la poesía es hacer pensar en lo impensable,
acaso el objeto de la pintura no sea otro que hacer ver lo invisible”, palabras
que no hubieran disgustado al profeta Paul Klee, quien una década atrás había
anotado en alguna página de sus Diarios: “El arte no reproduce lo que es
visible; hace visible”.
Si el enamorado es el artista que eleva a potencias mayores la realidad,
el artista es el enamorado capaz de perpetuar, en el dominio estético, el
hallazgo momentáneo de su mirada. Las formas de mirar y de traducir a
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objeto palpables la mirada, propósito más inherente a la pintura que a otras
artes, obligan en las primeras décadas del siglo XX a considerar lo
contemplado más allá de las leyes físicas, y de este modo trascender lo que
Leonardo da Vinci había dejado establecido en su Tratado de la pintura. La
desconfianza que Jorge Cuesta exigía a su generación, la necesidad de
emocionarse en los objetos antes que con ellos, obligó a los Contemporáneos,
artistas conscientes de su tiempo, a una reeducación del sentido de la vista. En
su escritura llevaron a la práctica principios plásticos, no a través del uso
indiscriminado de una terminología, sino aprendiendo a distinguir la realidad
de la apariencia, según la lección de August Rodin a su discípulo Rainer María
Rilke. El retrato, el paisaje, la naturaleza muerta aparecen constantemente en
sus textos, siempre de manera crítica, nunca con una voluntad de trasladar de
manera libresca los modos de aproximación de la pintura.
Coincidencias, adhesiones y complicidades, con mayor o menor grado
de intensidad, tienen lugar entre escritores y artistas plásticos. Agustín Lazo es
traducido por Xavier Villaurrutia y Jorge Cuesta; José Clemente Orozco logra
uno de sus mejores retratos expresionistas utilizando como modelo a Luis
Cardoza y Aragón, quien se convertirá en uno de los mejores retratistas de sus
contemporáneos; Gilberto Owen posa para la visión organizada de Ignacio
Gómez Jaramillo; Salvador Novo, dandy en bata de estar, pasea a bordo de un
carruaje, en apariencia indiferente a la ciudad nocturna pintada por Manuel
Rodríguez Lozano. Carlos Pellicer practica una poesía monumental, heroica,
desbordada, próxima a los murales de Diego Rivera, quien lo pintará con la
mirada hacia lo alto, característica de la mayor parte del álbum fotográfico
pelliceriano.
Es evidente que no todos los Contemporáneos tuvieron la
misma facilidad para dibujar, notable en Villaurrutia, constante en Owen. Pero
en todos hay un entrenamiento constante de la mirada. Se trata,
fundamentalmente, de que las cosas no sean lo que parecen y se transformen
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en lo que deben ser: el vaso de agua, repetido y modificado a lo largo de
Muerte sin fin, la rosa inmaterial de Villaurrutia, el “Estudio en cristal” de
Enrique González Rojo, ¿no son acaso, en una lectura posible, reflexiones
sobre las cosas, más cercanas a las búsquedas de la filosofía y de la pintura que
a la mera celebración laudatoria de los objetos que el modernismo había
agotado?
*
“Hay un poco de Ulises en Simbad”, escribió André Gide, uno de los autores
que integraron el arsenal de lecturas y contribuyeron a modelar la conciencia
de
la
generación
mexicana
históricamente
conocida
como
los
Contemporáneos. Miguel Capistrán prefiere llamarla generación de Ulises,
porque bajo ese nombre se formaron los primeros y definitivos años de ese
grupo excepcional. La frase sintetiza el espíritu de curiosidad –entiéndase afán
crítico, antídoto contra el tedio- que caracteriza al grupo de artistas –
escritores, pintores, escenógrafos, músicos- que en la tercera década del siglo
XX contribuyeron de manera vertiginosa a poner a México en el concierto
universal.
Hijos directos de la Revolución, vivieron sus procesos vitales y sus
metamorfosis artísticas. El viaje, el amor, el teatro fueron vocaciones
practicadas por ellos en nombre de una nueva religión: la velocidad, que
otorgaba un sello distintivo a cada uno de sus actos. Eran tiempos en que
Charles Lindbergh emprendía su travesía solitaria a través del Océano
Atlántico, para transformar la idea del héroe y del ángel; la era de los nuevos
dramaturgos que modificaban leyes del tiempo y del espacio y las del teatro
tradicional; la época de los matrimonios a prueba, de una nueva moral sexual.
“El breve fuego de Ulises” es una frase de Salvador Novo que sintetiza el
periodo asombrosamente corto y fructífero en que aquella generación se afanó
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en la aventura de un grupo de teatro, una editorial. Y una revista, Ulises, cuyos
seis números aparecieron entre mayo de 1927 y febrero de 1928. Al decir de
José Luis Martínez, “es la primera revista mexicana en que la vanguardia
artística europea consigue aclimatarse en el país con alto nivel de calidad.” Es
un año decisivo en la formación de la sensibilidad literaria en lengua española.
Es el año que bautiza a la generación poética española –la de 1927- con
motivo del tercer centenario de la muerte de Góngora. La época cuando está
en el aire el concepto de deshumanización del arte de José Ortega y Gasset,
cuya discusión ocupaba a artistas de ambos lados del Océano.
Luis Cardoza y Aragón llamó a Carlos Pellicer el pintor poeta. Desde
sus primeros poemas y sus libros iniciales, los contemporáneos de Pellicer se
apresuraron a enfatizar esta característica que, si por un lado contribuyó a
definirlo, también dio inicio a una serie de lugares comunes e imprecisiones
contra las cuales Pellicer fue el primero en protestar. . En un texto de la revista
Ulises a propósito de Hora y 20, cuarto libro de poemas de Pellicer, aparecido
en 1927, Villaurrutia afirma:
El paisaje es su elemento y su intimidad, su materia y su
pecado. Dentro de él, recibiéndolo, expresándolo,
corrigiéndolo, respira naturalmente y se mueve con el
desembarazo del hombre rodeado de cosas suyas familiares;
dentro de él se realiza en imágenes el juego de sus sentidos,
que es lo mejor de este hombre.
No le falta razón a la primera parte de este juicio. La segunda resulta un tanto
ambigua, como lo demostrará posteriormente el juicio que de Pellicer se
incluye en la Antología de la poesía mexicana moderna, que tras celebrar su
facilidad plástica, insiste: “es inútil buscar en sus versos otra tendencia que no
sea exclusivamente, la del goce de los sentidos.” De ahí que en carta a
Gorostiza desde Roma, fechada el 11 de julio de ese 1928, Pellicer estalle
contra la Antología: “Está hecha con criterio de eunuco: a Othón, a Díaz Mirón
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y a mí, nos cortaron los güevos. Todo el libro es de una exquisita
feminidad…Es curioso: en el país de la Muerte y de los hombres muy
hombres, la poesía y la crítica actuales saben a bizcochito francés.”1
Cuando aparece la Antología, Pellicer ha publicado ya cuatro libros de
poesía: Colores en el mar y otros poemas, Piedra de Sacrificios, Seis, siete poemas y Hora y
20. No le falta razón al sublevarse ante el juicio, acaso muy ligero, expresado
en la Antología. Hora y 20 es uno de los libros más luminosos de la poesía
mexicana y donde aparece Pellicer en la plenitud de sus jóvenes pero ya
invencibles poderes.
Varios de los poemas de Pellicer llevan por título “Estudio” término que
en lenguaje plástico es “el dibujo detallado de tela, follaje o partes del cuerpo,
hecho para referencia o para integrarlo en una composición mayor”. 2 De la
misma forma, Pellicer hace en los breves poemas que así titula, trazos parta
una obra mayor, pero que en sí mismos representan muestras acabadas de la
capacidad que tuvo para encontrar equivalencias plásticas. La educación de la
mirada tiene lugar junto con una educación de los demás sentidos. Pellicer
nació con un natural instinto hacia el ritmo y el color, pero tempranamente
descubrió la disciplina que transforma la emoción en arte permanente. El
poeta que se enfrenta a la pintura tiene diversas maneras de articulación. La
primera es mediante el ejercicio de sus herramientas verbales para hablar del
arte plástico. La segunda, cuando el poeta, dotado de cultura, sensibilidad y
cierto talento pictórico, se atreve a templar el violín de Ingres y practica la
pintura, como es el caso de Víctor Hugo, Baudelaire, Alberti o Moreno Villa.
La tercera forma, acaso la más difícil, es cuando en el espacio ocupado y
transformado por el poema hay una correspondencia con la forma en que lo
hace la pintura. Pellicer cultivó la primera y la tercera modalidad. En el primer
caso, son numerosas las páginas dedicadas por Pellicer a presentar pintores o a
ofrecer su opinión sobre ellos. En su importante trabajo Carlos Pellicer en el
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José Gorostiza, Epistolario, p. 210.
Bernard Myers, How to look at art,. New York, Grolier, 1965, p. 228.
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espacio de la plástica, Elisa García Barragán establece la filiación artística del
poeta e incluye la totalidad de los textos relacionados con esa tarea. No llegó
a ser en este sentido un crítico creador, como sí lo fue Villaurrutia, y al leer sus
páginas no podemos sino recordar una idea externada por el artista Fernando
Leal, precisamente en 1928:
Siendo pintor, es natural que no me interese la labor muy
discutible de quienes toman las obras plásticas únicamente
como pretexto para redondear frases. Además, esa inclinación
de los literatos a dejarse llevar ante todo por la sonoridad de
los vocablos, me hará siempre insistir en la incapacidad que ya
Leonardo había encontrado en los escritores para entender
una pintura. Efectivamente, todas las emociones que se
derivan de las formas y los colores, sólo pueden llegar a
nosotros por medio de los ojos, nunca por medio de los oídos;
así nos explicamos por qué el viejo florentino llamaba a la
literatura un arte propio para ciegos. 3
Pellicer no toma “las obras plásticas únicamente como pretexto para
redondear frases”, como sí sucede a menudo con escritores que se refieren al
arte y los artistas plásticos. En sus momentos más afortunados, consuma el
difícil arte de una poesía pictórica, acorde con los nuevos cánones, o parte de
una concepción muy firme de lo que significa el paisaje representado por otro
pintor para hacer su propia traducción del mismo en sus poemas.
Vanguardista y clásico, desmesurado y amante de la forma, dionisiaco y
apolíneo, Carlos Pellicer cifró su búsqueda en la alegría, no como negación de
la amargura, sino como creencia en los principios regeneradores de la vida.
Temprano viajero por el aire, descubrió el rostro de nuestra América, del cual
dio testimonio en su libro Piedra de sacrificios con frescura juvenil, sentido del
humor y conciencia de la Historia. No dudó en hacer ejes de su poética la
3
Fernando Leal, El arte y los monstruos, p. 6.
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religión católica, el fervor cívico y aun la peligrosa emoción circunstancial.
Desde sus primeros poemas logró que las palabras se adecuaran a las cosas, y
éstas tuvieran vida nueva, según el precepto de Juan de Valdés en el Diálogo de
la lengua. Esa difícil elementalidad lo llevó a fijar, para siempre, dos versos que
parecen nacidos con el mundo: “Aquí no suceden cosas / de mayor
trascendencia que las rosas”.
Pellicer nació virtuoso y fecundo. En tan alto grado, que sus
contemporáneos, más cautos y reticentes, señalaron que sus versos parecían
no pasar por ninguna corrección: el mundo desplegaba sus milagros ante su
poderosa invocación. A partir de Hora de junio, publicado en 1937, tiempo de
su madurez individual y la de sus compañeros, la voz es singular; el verso, sin
fisuras. El paisaje se reordena en los vocablos; la confesión personal se
transforma en oración colectiva. Ahí se encuentran algunos de los sonetos
amorosos más importantes de la lengua; ahí están los “Esquemas para una oda
tropical”, texto que transforma la herencia lopezvelardeana y se inserta en la
tradición del poema como viaje de la conciencia y los sentidos. De ahí en
adelante todo es ascenso, desde el poeta profano de Recinto hasta el poeta
místico de Práctica de vuelo. Más sabio, joven y ligero conforme sus años
avanzaban, Pellicer alcanzó esa altura donde lo expresado y la expresión se
funden en una armonía envidiable, irrepetible.
Desde el título de su primer libro, Colores en el mar y otros poemas,
aparecido en 1921, revelaba su vocación cromática, su intención de leer en el
paisaje: “Un gran pintor lo es siempre en función de su capacidad poética”,
dijo alguna vez, y advertía sobre la tendencia de la poesía mexicana hacia la
plástica: “Nuestros mejores poetas tienden a la plástica, para no citar más que
a Díaz Mirón y a Othón, a López Velarde y a Urbina. Parece que el hombre
que ha nacido en esta tierra nuestra, desde hace miles de años ha preferido
expresarse más por las formas que las ideas”. Estas palabras son escritas por
Pellicer en 958, en una carta enviada Diego Rivera. En 1852, María del
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Carmen Millán había publicado el libeo El paisaje en la poesía mexicana, que
incluye ensayos sobre Francisco de Terrazas, Bernardo de Balbuena, Sor Juana
Inés de la Cruz, Rafael Landívar, fray Manuel Martín de Navarrete, Octaviano
Valdés y Manuel José Othón en sus respectivos diálogos con lo que México
iba revelando de sus rostros.
*
Escribir es educar la mirada, afinar la percepción., separar la realidad de la
experiencia: hacer que el artificio estético constituya una segunda realidad.
“Examen de la vista” llama José Emilio Pacheco al ejercicio del poeta, esa
actividad donde coexisten el entrenamiento y el milagro, la técnica interna y la
sorpresa. Pellicer tuvo tempranamente contacto con las artes plásticas a través
de las enseñanzas de los maestros de la Academia de San Carlos. Sin embargo,
no se afanó en dedicar su pluma a la crítica de arte, como sí lo hizo, de manera
original y sorprendente, Xavier Villaurrutia. La poética central de ambos
autores determina asimismo, la hora de sus poemas y la temperatura de sus
palabras: Pellicer es el poeta diurno, dionisiaco, que con justicia de
autonombró “ayudante de campo del sol”. Villaurrutia es el poeta de los
nocturnos, del blanco y negro y las estatuas sin sangre. Si bien Pellicer dedicó
varias páginas a pintores, nunca se afanó en ser un crítico propositivo. La
mayor parte de sus textos son explicativos, como aquellos dedicados a
describir la museografía de La Venta -una de sus obras plásticas mayores- y
contribuye a explicar -nuevamente- el gran sentido de composición y armonía
que poseyó quien, sin ser museógrafo profesional, organizó museos y
modificó paisajes. De ahí que no sea casual que la nueva denominación del
parque arqueológico por él fundado sea Poema-Museo “Carlos Pellicer”.
En el caudaloso río de palabras de Pellicer, es posible distinguir dos
momentos en la relación de las palabras con las imágenes: el primero, aquel
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nacido en el instante mismo de la formulación poética, como cuando escribe:
“Hay azules que se caen de morados”. El segundo, cuando en sus textos sobre
arte se trasluce la poética del autor. La generación de Pellicer, al igual que la de
1927, creció y escribió entre la tradición y la novedad, entre el clasicismo y el
cine, entre Góngora y Charles Chaplin, entre Velásquez y Picasso.
En su ensayo “Pintura sin mancha”, Villaurrutia establece las
relaciones entre pintura y poesía y confiesa: “Mis poemas no han querido ser
solamente criaturas irreales, seres matemáticos o existencias musicales sino,
también y sobre todo, objetos plásticos”. La época más clásica de Villaurrutia,
durante la cual escribe Nostalgia de la muerte, es fiel a su idea anterior: las
arcadas y sombras que pueblan su universo, pueden hallar un equivalente
plástico en la obra de Giorgio de Chirico o Yves Tanguy. Pero es en su libro
inicial, Reflejos, donde Villaurrutia manifiesta su capacidad para trazar con lápiz
tanto el dibujo metafórico como la escritura pictórica. Algo semejante ocurre
con el primer Pellicer: los poemas de Hora y 20 y Camino, varios de los cuales
llevan por título Estudio, son tratados con lápiz y acuarela, frente a la obra
futura, densamente cromática, del más característico Pellicer. Y si Jorge Cuesta
señalaba con justicia que Reflejos, con ser un libro de poemas, era la mejor obra
crítica de Villaurrutia, varios de sus textos pueden ser leídos como síntesis
visionarias de interpretación pictórica. El poema “Aire” es una historia
abreviada del color y la línea en el espacio, desde Leonardo da Vinci hasta
Paul Cézanne:
El aire juega a las distancias:
acerca el horizonte,
echa a volar los árboles
y levanta vidrieras entre los ojos y el paisaje.
De manera consciente o inconsciente los Contemporáneos llevan a la práctica
en sus poemas la teoría del inscape –paisaje interior- desarrolla por Gerard
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Manley Hopkins. El paisaje interior puede definirse como “el reflejo externo
de la naturaleza interna de una cosa, o una copia sensible o representación de
su esencia individual”, concepto que no dista del correlato objetivo exigido
por Eliot para que la realidad estética sobrepase a la realidad emocionada.
Pero el maestro indiscutible de la mirada y sus transformaciones, era Marcel
Proust. En su obra narrativa, los Contemporáneos ejercitaron su voyerismo
obsesivo y exploraron en forma exhaustiva lugares, sensaciones y objetos.
Prosa del ocio ocupado, el arte narrativo de los Contemporáneos en una
exploración minuciosa del paisaje interior, aún en los casos en que el poeta se
enfrente al paisaje externo. Rubén Salazar Mallén, tan opuesto en múltiples
sentidos a esta vertiente narrativa de sus contemporáneos, escribe una nota
sobre La educación sentimental de Jaime Torres Bidet, aplicable en general al arte
narrativo de ese momento: “Hay en ellas [las novelas] un deseo tenaz de
hundir el tema y los personajes –sin soltarlos- en el agua brillante del estilo,
agua teñida siempre –aunque con grados de saturación diferentes- en el color
Giraudoux Proust, agua que, a pesar del deseo de elaborarla perfecta, no
siempre consigue ser…” En esta perfección más precisa que preciosa, los
Contemporáneos reconocían, de manera expresa o implícita, a un maestro:
Paul Cézanne, el último de los impresionistas, el primero de los maestros del
siglo XX. A partir de la novela más característica de Torres Bidet, Margarita de
Niebla, Jorge Cuesta explica la estética de Contemporáneos y afirma:
…hace Mallarmé en su poesía lo mismo que en su pintura Cézanne.
Sus espíritus son extraordinariamente semejantes, siempre próximos a
huir de la realidad que tocan siempre próximos a quedarse en la
realidad que abandonan. Los cuadros de uno tienen la misma
densidad que los poemas del otro, la misma falta de un movimiento
simple que reparta desigualmente su materia, como si lo hubiera
substituido por una vibración homogénea. …Los contornos
equivalen en Cézanne a la sintaxis en la poesía de Mallarmé. Su
movimiento ha sido reducido por esa constante interrupción que los
hace afluir cada momento, recogiéndolos enseguida, fuera o dentro de
la figura y que tan apasionadamente la dibuja.
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En su primera época, a partir de las lecciones de Monet y Pissarro, Cézanne
exploró la luz cambiante y trató de apresarla a través de la pincelada rápida.
Más tarde, su evolución lo llevará a obsesionarse, más que por el color, por la
estructura del cuadro, y por hacer de éste un sistema autónomo, obediente a
sus propias leyes. El modernismo literario hispanoamericano, al igual que el
simbolismo francés, se afanó en una exploración cromática que permitió la
aparición de nuevas formas musicales, de violentaciones lingüísticas, antes de
que la escuela se transformara en una fábrica de fórmulas verbales. El poeta
modernista aplica el color. El poeta posmodernista se pregunta por qué y
para qué se aplica el color. Si el propósito de Cézanne era lograr que el cuadro
estuviera encerrado en el universo pictórico que declara y verifica sus propias
leyes, Torres Bodet encuentra en Proust que los lectores de la obra moderna
por antonomasia “entran, de lleno, en cualquier capítulo de la obra y se
sienten ‘a gusto’, envueltos por la naturaleza inventada que Proust les brinda”.
En un párrafo de Margarita de Niebla, Torres Bodet ilustra esta superioridad
cezannenana de la estructura sobre la línea: no basta al narrador descubrir en
la realidad superficial la realidad profunda, sino debe explorarla hasta sus
últimas consecuencias, hasta las consecuencias extranaturales proporcionadas
por el hallazgo estético
*
Como ha hecho notar el sobrino de Carlos Pellicer López, sobrino del poeta
y pintor de oficio, la visión poética de Pellicer cambia dramáticamente ante su
encuentro con el arte cubista. Los sucesivos viajes a Europa que hizo a partir
de sus años juveniles, lo pusieron en contacto tanto con el arte clásico como
con la vanguardia. Sin embargo, el joven que llegaba a Europa ya había tenido
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un entrenamiento tenaz de la mirada en la escuela llamada Valle de México.
Era el tiempo de la escuela de pintura al aire libre, que rechazaba la rigidez de
la academia y salía a la calle. Los pintores se establecían en barrios populares y
daban testimonio de la vigorosa e intensa realidad posrevolucionaria. “No me
hubieras buscado si antes no me hubieras hallado”. Luis Cernuda repetía este
adagio clásico para referirse a la maravillosa fatalidad que nos conduce a
aquellas obsesiones con cuyo germen nacemos. De tal modo fus su encuentro
con el pintor José María Velasco, que consagró en sus cuadros la
monumentalidad del Valle de México. Pellicer nació en el trópico, hijo del
caudaloso Usumacinta, impregnado hasta los huesos de un paisaje
lujuriosamente cromático, y nunca dejó de ser fiel a su paisaje natal. Sin
embargo, tempranamente trasladado a la Ciudad de México, entonces una
urbe que conservaba la inverosímil transparencia del aire, admirada por
propios y extraños, su sed de paisaje se vio espléndidamente mitigada con el
poderío del Valle de México, ese dramático circo de volcanes, nubes y
verduras esfumadas que dieron pie a Velasco para formular, desde finales del
siglo XIX, la poética de un paisaje nacional. El joven Pellicer dedicaba los
fines de semana a hacer excursiones solitarias a los volcanes, y ahí tuvo lugar
gran parte de su aprendizaje visual. En el siguiente párrafo es posible apreciar
tanto el impacto de este paisaje en el poeta como la manera en que sabía
establecer paralelos entre las imágenes plásticas y las palabras:
Uno de los mayores episodios de la historia de nuestro planeta,
es el Valle de México. .La luz es fría y tersa y en ella se
inscriben el cielo y la tierra con firme y fino trazo la narración
sonora de un majestuoso y poético tratado del
paisaje...Sorprendido en la zona tropical pero elevado a dos mil
trescientos metros de altura, el Valle de México acciona a
través de una luz geométrica que va de lo esferal levemente
brumoso a lo prismático luminosísimo en grado difícilmente
aceptable, iluminación adecuada a uno de los climas más
humanos de la tierra.
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Con el paso del tiempo escribiría en varias ocasiones sobre José María
Velasco. Su juicio sobre la manera en que construye sus cuadros, puede ser
aplicado al propio Pellicer: “[José María Velasco] Fue un hombre nacido para
ver y representar la belleza que nos rodea. Su obra es un nuevo homenaje a la
poesía de lo material...no siempre pinta lo que ve: o suprime, o añade
elementos que no están ante sus ojos. Pinta una roca, un árbol, el agua, una
nube, con tal integridad vital que un siente la comunión del artista con todos
los materiales: el pintor es roca y árbol, agua y nube. Jamás es la exactitud
fotográfica: es la presencia viviente.” Apliquemos esta apreciación estos
principios al poema de Pellice “Grupos de palomas”:
Los grupos de palomas,
Notas, claves, silencios, alteraciones,
Modifican el ritmo de la loma.
La que se sabe tornasol afina
Las ruedas luminmosas de su cuello
Con mirar hacia atrás a su vecina.
Le da al sol la mirada
Y escurre en una sola pincelada
Plan de vuelos a nubes campesinas.
A propósito de Jesús Reyes Ferreira, Pellicer había escrito: “La luz se maneja
con las manos moviendo o movilizando el objeto”. Aplicado este juicio al
poema anterior, vemos tres movimientos, tres pinceladas, tres instantes en que
los ojos captan la actuación aérea de las palomas y su lenguaje nervioso en
tierra.
“Esquemas para una oda tropical”, uno de los poemas más
ambiciosos de Pellicer, y donde se muestra dueño de sus capacidades, tuvo
dos intenciones. Me quedo con la primera, por la arquitectura, solidez e
intensidad que Pellicer logra. Ante el enigma de la composición poética,
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Pellicer utiliza una técnica pictórica mientras sus contemporáneos acudían
preferentemente a la técnica del compositor musical.
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Los aviones fueron una de las grandes pasiones de Pellicer. Inclusive quiso ser
piloto, pero no fue admitido en la escuela debido a su corta estatura. Al volar,
comprende que esa herramienta, su artífice y su piloto, consuman un triángulo
amoroso y una obra de arte. Para Pellicer, el aeroplano es un maestro de
composición, como lo demuestra en esta luminosa página:
Estos poemas no deben sorprender a nadie si se piensa que
han sido escritos con la lógica de los aviadores. El aviador,
desde su avión, está haciendo el mundo a su antojo. Con medio
looping puede mover el lugar de las cosas y con un tonneau
consigue fácilmente retorcer e paisaje. La de los aviadores es
una lógica dinámica que n tiene nada que ver con la del resto
de los hombres. Cuando el piloto es muy hábil, para ejecutar
actos de acrobacia, se tiene la impresión real de que no es el
avión, sino las cosas las que se mueven.
Como afirma Jean-Luc Daval en Journal de l’art moderne, “la introducción del
movimiento en el sistema figurativo transforma la perspectiva: el espacio se
convierte en el campo de acción. Paralelamente a los científicos que no
conciben más el espacio como una entidad estática y fija, los artistas unen el
movimiento a la profundidad.”
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En el imprescindible y recurrente álbum fotográfico de Carlos
Pellicer, editado en 1982 por el Fondo de Cultura Económica,
aparece una imagen del joven poeta en Belén, con un libro en las
manos: juventud y espiritualidad, potencia y horizonte. La antecede
otra en traje de baño, en la playa italiana de Osta Mare, acompañada
por el fragmento de una carta a Juan Pellicer, fechada en 1928: “Para
mí el mundo es imagen. Mi sensualidad es una irradiación de
imágenes. Si algún día yo pudiera llegar a Dios, llegaría por medio de
mis sentidos, hoy rudos y entonces perfectos.” Pellicer escribe esta
declaración de fe en el preludio de su tercera expedición a Palestina,
cuando puso la planta en los lugares donde veinte siglos atrás lo
hiciera el hijo de un carpintero que fundó una religión pero también
una estética.
Durante sus años verdes, Carlos Pellicer estuvo tres veces en
Tierra Santa. En la primavera de 1926, luego de visitar Grecia y el
norte de Italia; en noviembre de ese mismo años regresa, en
compañía de José Vasconcelos. El tercero, en 1929. Algunas
impresiones sobre este último son el objeto de las presentes líneas,
que no hubieran sido escritas sin el estímulo y la generosidad de
Carlos Pellicer López, sobrino del inmenso poeta y heredero de su
polícroma alegría. Una noche de 1999, en que volvía a mi cuarto de
hotel en Jerusalén, me entregaron un fax enviado desde México por
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Carlos. Mejor regalo no podía hacerme: se trata de una carta -nunca
recogida en libro- que Pellicer envío a su hermano Juan, escrita
desde Tiberiades. La carta es el estímulo para trazar la ruta física y
espiritual seguida por el poeta mexicano que hizo del paisaje una
religión. Posteriormente, Carlos Pellicer López me hará llegar otras
dos cartas, una de Nazareth y otra del Monte Tabor, dirigida a
Samuel Ramos, así como los textos de dos tarjetas postales, por las
cuales podemos saber, al menos, de dos viajes posteriores, uno en
1946 y otro en 1966, éste último cuando ya estaba constituido el
Estado de Israel. Tanto en las cartas como en las breves notas
palpita el hombre ávidamente sensual y espiritual que fue Pellicer.
Leerlas en los lugares donde puso sus ojos y su cuerpo se impregnó
de lo que él vivía como olor de santidad, hace su poesía más
próxima e intensa. La exploración que desde muy joven el hizo de
otras latitudes es uno de los signos más notables de su biografía. Su
peregrinación a Tierra Santa significó un encuentro decisivo para el
hombre y el poeta, para la definición de su espiritualidad y su
consagración como poeta religioso, pero también para su educación
plástica.
Algunas de las cartas que envía desde Tierra Santa pertenecen
a lo que el propio Pellicer llama “Retórica del paisaje”. El poeta sube
a la cima del Monte Tabor, sitio donde, según el evangelio de San
Mateo (17:1) tuvo lugar la Transfiguración, pero también donde se
tiene una de las vistas más dramáticas y panorámicas de los lugares
donde tuvo lugar la vida, pasión y muerte del nazareno. En el
enorme volumen del Material poético que por fortuna se halla en el
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acervo de la Universidad Hebrea, acudo al resultado de la
experiencia descrita en la carta. Se trata del “Soneto a causa del
Tercer Viaje a Palestina”. Lo copio a mano -una fotostática sería una
blasfemia- y lo llevo conmigo para leerlo en alta voz, como deben
leerse los poemas, de cara al cielo, de cara al verbo.
¿Por qué, Señor, a tus paisajes tomo
de nuevo entre mis brazos? ¿Por qué ordenas
-pájaros en abril, noches serenasque a mí desciendan nubes de tu domo?
Y al abismo cordial mi sombra asomo
y te digo mis gozos y mis penas.
Y con lágrima grande las arenas
jardines brotan y en mi fe te aromo.
La cuna y el sepulcro. Piedra y cielo.
Paisajes de Israel. La sed fecunda
la Samaria de piedra. Y desde el vuelo
del Tabor, pesca y ara Galilea.
Y le abrí el corazón agua que inunda,
para que el Sol en sus entrañas vea.
El poema anterior, que Pellicer fecha en 1929, pero que no será incorporado a
un libro sino hasta 1956, como puerta de entrada a los sonetos magistrales de
Práctica de vuelo, uno de los más intensos diálogos del hombre con la divinidad,
demuestra que Pellicer supo guardarlo hasta que llegara el momento preciso
de que el poema actuara como epígrafe y guía del resto del libro. Lo que
Pellicer quiere transmitir es la atmósfera especial de Tierra Santa, ese aire
delgado entre e cielo y el desierto donde tres religiones monoteístas reclaman
ser las detentadoras de la palabra de Dios. Por las fechas de composición de
este libro, Pellicer había publicado el texto titulado “El valle de México” que
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sirvió para un catálogo del Philadelphia Museum of Art. Es un
verdaderotratado sobre el paiaje. A diferencia de otros textos donde la
admiración está acompañada por la retórica, en éste el poeta logra traducir, a
través de sus medios verbales, lo que el pintor ha logrado.
He hablado antes de la peregrinación y no exclusivamente del
viaje de Pellicer a Tierra Santa. Como creyente, el poeta iba no al
conocimiento sino al reconocimiento de lugares del Viejo y de
Nuevo Testamento y que forman parte de la geografía espiritual de
un católico culto como él. Pellicer es continuador de escritores
mexicanos que en el siglo XIX lo habían antecedido: José María
Guzmán, Luis Malanco y José López-Portillo y Rojas, se trasladan a
los Santos Lugares en 1837, 1874 y 1875, respectivamente y dejan
testimonio escrito de su viaje iniciático.
Otros, como Manuel
Carpio y José Joaquín Pesado, viajaron con la imaginación y crearon
en sus poemas y en sus propios espacios urbanos la geografía
emotiva de los lugares santos. Su esfuerzo por reconstruirlos en una
maqueta, con la mayor fidelidad posible, recuerda el arte de Pellicer
como arquitecto de sus célebres nacimientos.
Pellicer perteneció a una generación de nuevos viajeros, que
gracias a la invención del aeroplano vieron modificadas las leyes de
tiempo y el espacio. Como ha notado certeramente Gabriel Zaid,
gran parte de las metáforas y la visión aérea de los poemas de
Pellicer tiene relación directa con esta circunstancia. Sin embargo,
todo el ritmo desenfrenado, simultaneísta y hermano del jazz que
caracteriza los poemas de los libros que publica antes de los 30 años,
se modifica cuando se enfrenta con la sobriedad del paisaje en Israel.
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Sus líneas se afinan. Cada uno de sus versos es como una plomada
que parece nacida de manera natural y milagrosa.
En noviembre de 1926, Carlos Pellicer y José Vasconcelos
llegaron a Jerusalén. El primero era un joven poeta, ya conocido en
México y en América Latina. El segundo, fundador del Ateneo de la
Juventud, había sido rector de la Universidad Nacional y secretario
de Educación Pública del gobierno emanado de la Revolución. Hijos
de la pasión y del poder, llegaban a Palestina en un contexto de
intensa agitación política. En 1922, habían surgido 5 nuevo estados
en Medio Oriente: Iraq, Líbano, Palestina, Siria y Transjordania (que
luego llamado Reino Hasemita de Jordania). En 1920 y 1921 habían
tenido lugar motines, manifestaciones y disturbios en oposición a los
judíos. Jerusalén era una ciudad de 62,578 habitantes. El viejo
camino a Jaffa había sido sustituido, como gran arteria, por la
avenida King George. Otros ilustres visitantes habían anticipado la
de los mexicanos: en 1922, el teniente Thomas Edward Lawrence,
que la historia y la leyenda llamarían Lawrence de Arabia; en 1925,
año de la inauguración de la Universidad Hebrea, Albert Einstein
había estado en la ciudad. También por esos años, intrépidos y
jóvenes colonos se establecieron en Kibbutz.
Más de 30 años tardó en sedimentarse la emoción vivida por
Pellicer ante un paisaje que removía las raíces de su poderosa y
auténtica religiosidad. A Guillermo Dávila, en carta enviada desde
Tiberiades, el 5 de mayo de 1929, le confiesa: “No he escrito casi
nada, Se me han ocurrido algunas cosas que trataré de afianzar más
tarde”. Sin embargo, en el poema “Variaciones sobre un tema de
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viaje”, el cual pertenece al libro Hora y 20, había dado cuenta de su
exuberante bitácora, con una visión simultaneísta y vertiginosa del
paisaje:
Por los caminos de Palestina
pedí limosna de luceros. Supe
callar, orar, llorar, y en las divinas
mañanas esparcirme por el monte,
sabiendo que el señor puso sus ojos
sobre esos campos y esos horizontes.
Y yo vi lo que Él vio. Mis pies pasaron
por dónde Él caminó. Sueltos y reales
los lirios salomónicos alzaron
el himno al libre lujo de sus telas,
y la sombra olivar, agria y torcida
se cruzaba de pájaros.
El poema es mucho más que la confesión emocionada de sucesos
casi inmediatos. Pellicer fue un joven cuya poesía nació madura,
pero cuya madurez se fue haciendo, paradójicamente, cada vez más
joven. Pellicer no quiere exclusivamente imprimir su huella en el
planeta sino rendir testimonio de lo que el mundo espiritual ha
depositado en él. Con poco tiempo de distancia, tiene la
clarividencia para comprender que “Desos días/ me quedó el
corazón nuevo y humilde,/ lento el pensar y los brazos cargados.”
Aunque la costumbre de colocar el nacimiento le fue infundida
por su madre desde su niñez, no es arriesgado pensar que en la
construcción de esa pequeña gran ciudad, arte en el cual Pellicer
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llegó a ser un maestro, su visita a Tierra Santa lo haya influido en su
afán por mantener, a través de esa ciudad efímera, la ciudad eterna.
En una postal dirigida desde Jerusalén en 1966 “al joven pintor
Carlos Pellicer López”, quien entonces tenía 18 años, escribe:
“Tocayo queridísimo: Para ti, “nacimientista” nº 1 con el gran
Alfonso, este recuerdo de antier que pasé la tarde en Belén. El
próximo lo haremos como yo vi el paisaje. Te lo contaré. Te aseguro
que las emociones no me dejan escribir. ¿Vendremos algún día por
aquí? Abrazos todos.” En los poemas de Cosillas para el nacimiento
(1974) hay varios reencuentros con los viajes que lo estremecieron:
Místico paisaje
de piedra y cielo,
siémbrame en ti:
Hazme tu suelo,
tu cielo, tu sueño.
Atesórame en una hendidura
desde donde yo sólo pueda ser tu dueño.
Te oigo en cada dificultad de colores
que desnudan tu fragoroso cuerpo.
Estás hecho de lava, de pavor antiguo
y de natural esfuerzo.
Desde mis músculos tropicales he roto
la inocencia volcánica de tu pecho.
Y con mis manos que huelen a sol
te he traído aquí gigantescamente pequeño.
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La relación de Pellicer con Vasconcelos no se limita a la del viajero
culto e inspirado que da testimonio de su asombro y lo comparte
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son otros. La huella de su peregrinación es tan importante como la
que la catedral de Chartres imprime en la vida de Charles Péguy y lo
lleva a escribir el gran poema “continúa influyendo toda su obra.
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