Cómo empezó mi vida prestada

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Cómo empezó
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www.librosalfaguarajuvenil.com
Título original: The Double Life of Cassiel Roadnight
© Del texto: 2010, Jenny Valentine
© De la traducción: 2012, Mercedes Núñez
© Imagen de cubierta: Trevillion Images
© Diseño de cubierta: 2012, Olivia Rojo
© De esta edición: 2012, Santillana Ediciones Generales, S. L.
Avenida de los Artesanos, 6. 28760 Tres Cantos (Madrid)
Teléfono: 91 744 90 60
Primera edición: septiembre de 2012
ISBN: 978-84-204-1199-6
Depósito legal: M-23.464-2012
Printed in Spain - Impreso en España
Maquetación: Begoña Redondo
Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley,
cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar
con autorización de los titulares de la propiedad intelectual.
La infracción de los derechos mencionados puede ser
constitutiva de delito contra la propiedad intelectual
(arts. 270 y sgts. del Código Penal).
Logotipo Santillana: blanco y negro
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Jenny Valentine
Traducción de Mercedes Núñez
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No elegí ser él. No señalé a Cassiel Roadnight en una
rueda de reconocimiento de personas con el mismo aspecto que yo. Solo dejé que sucediera. Solo
quería que fuera verdad. Es todo cuanto hice mal, al
principio.
Me encontraba en un albergue, un sitio de paso
para adolescentes imposibles situado en algún lugar al
este de Londres. Llevaba allí un par de días, venía de
vagar por las calles, medio muerto de hambre, no pude hacer nada más. Aún trataban de localizarme. Aún
trataban de averiguar quién era yo.
No estaba dispuesto a decírselo.
Era un establecimiento marchito dirigido por gente marchita. Olía a cigarrillos y a cera para suelos y a
sopa. Me entregaron ropa vieja, desgastada por los
lavados y remendada y más o menos de mi talla. Me
formularon un montón de preguntas a cambio de dos
comidas y un lugar seco donde dormir.
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Traté de mostrarme agradecido, pero no les dirigí
la palabra.
Me encerraron en un almacén por pelearme. Caliente y mal ventilado, cuatro paredes desvaídas, un
archivador cerrado y oxidado, una balda con montones de papeles, una pila de sillas.
El chico con el que me peleé estaba herido. En
realidad, me encerraron por eso, por ganar. No te lo
permiten. No recuerdo su nombre. Ni siquiera recuerdo la razón de la pelea.
Me pasé más de dos horas en el almacén. Tenía
ganas de destrozarlo. En algún lugar de mi mente, me
observaba a mí mismo haciéndolo.
Escuché que uno de ellos venía, distinguí la vacilante silueta verde musgo de la mujer a través del cristal
jaspeado de la puerta. Golpeé con fuerza. Ella se detuvo y se giró e inhaló con rapidez su aire de decepción.
Su voz era débil y asustadiza.
—¿Qué quieres? —preguntó.
—Quiero que me dejes salir.
—No puedo.
Coloqué la cabeza contra la fría superficie de la pared.
—Por favor, ayúdame —supliqué.
—¿Estás herido? —preguntó ella—. ¿Estás sangrando?
—Tengo sed.
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Se quedó callada.
—No podéis privarme de agua.
—Iré a preguntar —dijo, y a través del cristal se
distorsionó y se recompuso y se marchó.
Conté hasta cuatrocientos treinta y ocho.
Cuando regresó, traía a alguien con ella. Abrieron la puerta con llave y se precipitaron al interior con
un vaso de plástico medio lleno de agua. Me lo bebí
de un trago. No fue suficiente.
El hombre tenía la nariz aguileña y el pelo suelto
y rizado. Lo había visto antes, pero a ella no. Él sonaba como unas llaves al tintinear.
—¿Has terminado la pelea? —preguntó.
Me encogí de hombros.
—Probablemente no.
No me gustaba la manera en la que la mujer me
observaba. La miré fijamente para que dejase de hacerlo, pero no lo conseguí. Solo mediaba entre nosotros la sangre en mis orejas, que martilleaba y bombeaba, y la expresión de su cara.
Mantuvo sus ojos sobre mí mientras hablaba con
el hombre, y cuando abandonó la estancia.
—Esperad un momento, ¿de acuerdo? Volveré enseguida.
El hombre tomó asiento en una de las sillas, cambiaba de postura, hacía grandes esfuerzos por parecer
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relajado. Se inclinó hacia mí y sus ojos negros parpadearon, rápidos y vigilantes, como los de un pájaro.
Me pregunté si le importaba encontrarse a solas conmigo. Me pregunté si tenía miedo.
—¿Por qué no quieres decirnos cómo te llamas?
—preguntó.
Fingí que él no estaba allí. Fingí que no estaba
hablando.
—Yo soy Gordon —prosiguió—. Y la señora se
llama Ginny.
—Bien hecho —respondí—. Me alegro por vosotros.
—¿Y tú eres…? —insistió.
Me miré los zapatos, los zapatos de otra persona,
negros, abollados y llenos de rozaduras. Me pregunté cuántos muertos de hambre los habrían llevado.
Notaba sobre mi piel el tejido de la camisa de otra persona, los pantalones de otra. ¿Cómo se suponía que
iba a saberlo?
Sonreí.
—No soy nadie —dije.
—Ah, venga ya —repuso él—. Todo el mundo es
alguien.
La verdad, resultaba increíble cómo podía estar
tan seguro de eso.
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Fue un 5 de noviembre cuando descubrí que yo
no era quien creía ser. Recuerdo el momento exacto.
Ya no me conocía. Le pregunté a un hombre la hora
para poder memorizarla. Consultó el reloj y me con­
testó que eran las 19.25. Luego, sin más, devolvió su
atención al periódico.
—¿Me conoce? ¿Sabe quién soy? —pregunté.
Estaba seguro de que no lo sabía, pero necesitaba
desesperadamente que respondiera: «Sí».
Me di cuenta de que ya no estaba concentrado en
la lectura. Solo clavaba los ojos en las palabras mien­
tras esperaba a que me marchara. Estaba asustado.
La mujer llamada Ginny regresó con un papel en la mano.
—¿Podemos hablar? —preguntó.
Gordon se levantó y me volvieron a dejar solo en
el almacén. Los oía al otro lado de la puerta. Habla­
ban en susurros; aun así, los oía.
—Lo acabo de ver esta mañana. Pura coincidencia
—dijo ella.
—¡Joder!
—Lleva casi dos años desaparecido.
—No… me lo puedo… creer.
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—¿Crees que es él?
—Míralo. Tiene que ser.
El pomo de la puerta se movió. Cerré los ojos
y traté de prepararme. Traté de detener el tiempo.
Cuando volvieron a entrar, se mostraban inquietos,
cautelosos, como si yo fuera una bomba que pudiera
explotar, un tigre dormido, un jarrón de valor incalculable a punto de caerse.
Pensé que me habían encontrado. Me pregunté
hasta dónde llegaría si, sencillamente, echaba a correr.
La mano de Ginny revoloteaba sobre la mía, sin
llegar a posarse. Gordon intentaba sonreír. Yo estaba
aterrorizado. ¿Qué estaba ocurriendo?
—¿Cassiel? —dijo ella.
La miré directamente. Ignoraba qué estaba pasando.
—¿Qué?
—¿Cassiel Roadnight? —preguntó.
No me llamo Cassiel Roadnight. Nunca me he llamado así. Mi nombre es Chap. Así solía llamarme el
abuelo. Siempre me pareció un buen nombre. Siempre pensé que me sentaba bien.
—¿Quién, yo? —respondí.
Gordon me entregó el papel. Era una copia impresa, la foto de un chico con la palabra «Desaparecido»
estampada en la frente.
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El de la foto era yo.
—Madre mía —dije. Respiré hondo y contuve el
aliento.
Era antigua. Yo debía de rondar los catorce años,
o por ahí. Pelo marrón, ni largo ni corto. Ojos azules,
la misma forma, las mismas luces y colores. Exactamente mi cara: mi nariz, mi boca, mi barbilla.
Me pregunté si sería la última foto que me habían
hecho y quién la habría tomado.
Me pregunté por qué sonreía. A los catorce años,
yo no sonreía. ¿Qué motivos tenía para sonreír?
—Madre mía —volví a decir.
Me entendieron mal. Ginny dejó que su mano rozara la mía y me dio un apretón. Gordon soltó aire por
la boca con las mejillas hinchadas, como un balón que
se desinfla. Mantuve los ojos clavados en la fotografía.
Había algo que no encajaba.
Hay algunas cosas sobre mi cara de las que estoy
seguro. Las veo cada vez que me miro en el espejo. Sé
que están ahí sin tener que comprobarlo.
Primera. Tengo dos cicatrices. Una discurre entre
el lóbulo de la oreja y el pómulo, delgada, abultada
y brillante, como el remiendo de una camisa. Cuando
tenía cinco años, un perro me mordió. Me dolió a rabiar.
La otra está debajo de mi ojo izquierdo, una marca roja, una hinchazón al palparla, un hueco con forma
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de rombo que me provocó un chico con anillos en
todos los dedos. Recuerdo su cara y recuerdo el sonido nítido y pesado de aquellos anillos al aterrizar.
Se llamaba Rigg.
Segunda. Tengo tres piercings en la oreja izquierda
y dos en la derecha. Me los hice yo mismo con una
aguja, agua con sal y un corcho. Respiré hondo y ni
siquiera sangré. Ya no llevo adornos, ni tachuelas
ni aros ni nada. Me los quité, pero los agujeros siguen
ahí. Mis orejas parecen alfileteros.
Tercera. Tengo la dentadura mal. Una de las paletas está partida y tres de las muelas se encuetran a
punto de caerse, aunque se supone que me tienen que
durar toda la vida. Mi dentadura es horrorosa.
En la foto, no aparecían cicatrices en mi cara, ni
piercings. Tenía los dientes perfectos. Se me veía feliz,
bien alimentado y rebosante de salud.
En otras palabras, no era yo.
Intenté decírselo. Levanté los ojos de la fotografía y espeté:
—No.
—Cassiel —dijo Gordon. Cruzó las piernas. Sus
pantalones y su boca emitieron una especie de «shhh»,
como quien manda callar.
Sacudí la cabeza.
—No soy yo.
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—Vamos —dijo Ginny de nuevo, con su mano
aún sobre la mía.
Deseaba apartarla de un guantazo. No le respondí.
—Sea cual sea tu problema —dijo—, sea cual sea
la razón por la que te has escapado, podemos ayudarte.
—No, no podéis —repliqué. Se encontraban demasiado cerca de mí. No me gustaba.
—Estamos aquí para ayudar —insistió Ginny.
—Para ayudar a otra persona —dije yo—. Para
ayudar a quien lo quiera. Yo no soy esa persona.
—Entonces, ¿quién eres? —preguntó Gordon.
Buena pregunta.
Lo miré fijamente. Esbocé mi sonrisa más indignada.
—¿Qué probabilidades existen —preguntó Gordon a Ginny, como si yo no estuviera presente— de
que haya dos chicos desaparecidos idénticos?
—Una contra billones —repuso Ginny como si así
diera el asunto por zanjado.
—No me importan las probabilidades —repliqué—. No soy yo.
—En ese caso, ¿cómo te llamas?
Puede que se trate de eso —pensé—, que solo sea un truco para conseguir que les diga mi nombre. No estaba dispuesto a dejarme engañar. No iban a encontrarme. Me las
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había arreglado para mantenerme alejado de ellos
todo ese tiempo.
—No me llamo Cassiel —respondí—. De ninguna
manera.
Intercambiaron una mirada.
—Échale otra ojeada —me instó Gordon.
Ginny añadió:
—Tómate tu tiempo.
No me creían. Querían tener razón, me daba cuenta. Iban a seguir insistiendo. Da igual lo que le digas
a esa clase de personas. Una vez que se han decidido,
ya no prestan atención.
Respiré hondo y procuré no pensar. Miré al chico
de la fotografía. Pensé en lo increíble que resultaba
tener un doble como él, en algún lugar del mundo, ser
idéntico a un completo desconocido. Miré la cara feliz,
perfecta, sin temor, de Cassiel Roadnight. Y entonces se me ocurrió que yo podía ser él, si quería. La idea
empezó a avanzar sigilosamente. Vi cómo se acercaba e intenté con todas mis fuerzas no fijarme en ella.
Sí, podía ser él.
Y si fuera Cassiel Roadnight, decía la idea, ya no
tendría que ser yo, fuera quien fuese.
«No existirías —decía—. Te borrarías de la faz de
la Tierra en un segundo. Desaparecerías sin dejar rastro, delante de las narices de quienes te persiguen».
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Dediqué toda mi atención a aquella idea. ¿Qué
tenía que perder?
Había gente que buscaba a Cassiel Roadnight,
pero era gente que se preocupaba. Cassiel tenía familia y amigos. Tenía seres queridos. Tenía una vida
a la que yo podía acceder directamente.
¿Y qué tenía yo?
A nadie. Nada, excepto el miedo a ser encontrado. La gente que me buscaba solo quería despedazarme.
Siempre había deseado ser otra persona. ¿No le
ocurre a todo el mundo?
—Vale —le dije a la idea en voz tan baja que casi
no pronuncié la palabra.
—¿Qué? —saltó Gordon.
Se miraron el uno al otro; luego, volvieron sus
ojos hacia mí. Era como si se hubieran estado conteniendo. De repente se escuchaba un ruido en la habitación: respiraban.
—Vale —dije.
—Muy bien —repuso Ginny, y Gordon añadió
a continuación:
—¿Te llamas Cassiel Roadnight?
—Sí —le respondí—. Me llamo Cassiel Roadnight —y observé cómo una sonrisa se extendía por
su cara y se quedaba pegada.
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Mentí. Es lo que hice mal.
No me parecía tan grave. Todo el mundo miente
de vez en cuando. Y, por si se puede alegar en mi defensa, deseaba con todas mis fuerzas que fuera verdad, de verdad lo deseaba.
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