Curiosamente esos “territorios bien definidos” no lo son tanto

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Rafael Gallego Díaz
I. Para abordar un primer acercamiento del alumno de 1º de bachillerato a la materia de Filosofía y
Ciudadanía, resulta “rentable” invitar al alumno a realizar un viaje, a vivir una aventura.
Así, pues, ¿qué tal una aventura por “Tierra de Nadie”? Se trata de una Tierra de Nadie
porque ese vasto territorio al que llamamos Filosofía, que es la génesis de nuestra identidad
cultural, no está finalmente sujeto ni a los dictados de la fe ni tampoco a las aserciones de la
ciencia; además, como Tierra de Nadie, está por construir y se va forjando a cada paso.
Aventura, pero no conquista. La aventura que proponemos está dispuesta para el hallazgo,
el encuentro, el descubrimiento si se quiere, y el único modo de conquista admitido es el que
refiere el consenso de la razón.
En esta Tierra de Nadie no hay reyes, ni príncipes, ni sacerdotes que dicten la Ley. Es una
gran Ciudad, que ha adoptado la palabra racional (Logos) como su Constitución. Los ciudadanos
de Tierra de Nadie sólo tienen una norma: pensar (pensar por sí mismo quizá sea la única manera
posible de pensar), es decir, usar críticamente su razón.
1. Lectura crítica (comentario) del siguiente texto:
“La filosofía, conforme a mi interpretación de la palabra, es algo que se encuentra entre la teología y
la ciencia. Como la teología, consiste en especulaciones sobre temas a los que los conocimientos
exactos no han podido llegar, pero, como la ciencia, apela más a la razón humana que a una
autoridad, sea ésta de tradición o de revelación. Todo conocimiento definido pertenece a la ciencia,
y todo dogma, en cuanto sobrepasa el conocimiento determinado, pertenece a la teología. Pero
entre la teología y la ciencia hay una Tierra de Nadie, expuesta a los ataques de ambos campos: esa
Tierra de Nadie es la filosofía. Casi todos los problemas que poseen un máximo interés para los
espíritus especulativos no pueden ser resueltos por la ciencia, y las contestaciones de los teólogos ya
no nos parecen tan convincentes como en los siglos pasados. ¿Está dividido el mundo en espíritu y
materia? Y suponiendo que así sea, ¿qué es espíritu y materia? ¿Está el espíritu sometido a la materia
o se encuentra poseído por fuerzas independientes? ¿Tiene el universo unidad o finalidad? ¿Está
evolucionando hacia una meta? ¿Existen realmente leyes de la naturaleza, o creemos solamente en
ellas por nuestra innata tendencia al orden? ¿Es el hombre lo que le parece al astrónomo, a saber.
Un minúsculo conjunto de carbono y agua, moviéndose impotentemente en un planeta pequeño y
de poca importancia? ¿O es lo que le parece a Hamlet? ¿Acaso las dos cosas a la vez? ¿Existe una
manera noble de vivir y otra baja, o son todos los modos de vida meramente fútiles? […] ¿Existe la
sabiduría, o lo que parece tal es solamente un último refinamiento de la locura? Cuestiones como
éstas no encuentran contestación en ningún laboratorio. Las teologías han alardeado de dar
respuestas, todas demasiado determinadas, pero precisamente su seguridad hace que el espíritu
modenro las mire con recelo. El estudio de estos problemas, aunque no alcance sus soluciones, es
la misión de la filosofía”.
Russell, Bertrand: Historia de la Filosofía, “Introducción”
a) ¿Por qué la filosofía ha de ocupar ese lugar fronterizo entre territorios bien definidos, esa
“tierra de nadie”?
Curiosamente esos “territorios bien definidos” no lo son tanto, porque la afirmación
en la que Russell se apoya para dejar sentado cual es el territorio de la ciencia y cual el de la
filosofía – “Todo conocimiento definido pertenece a la ciencia, y todo dogma, en cuanto
sobrepasa el conocimiento determinado, pertenece a la teología” -, no es una afirmación, de
suyo, rigurosa, sino que se presenta como evidente, sin que sea del todo clara su evidencia
(hay verdades de la ciencia que se asumen como dogmas, aún cuando haya científicos que
por esa razón no las asuman, y artículos de fe que pretenden revestirse de una pátina de
racionalidad, aún cuando esa pátina no resista el peso de la más mínima crítica). Y más
Rafael Gallego Díaz
curiosamente aún, si algo ha hecho la filosofía a lo largo de la historia, ha sido intentar
encontrar un límite a su propia actividad, encontrar un espacio propio, que se ha ido
abriendo como una brecha entre esos otros dos dominios que pretendidamente tienen
perfectamente definido su objeto, su campo de operaciones, si leyéramos la cuestión en
términos militares o su terreno de juego, si, como mejor parece, buscásemos una lectura más
deportiva.
Vayamos por el símil deportivo. Parece que la teología y la ciencia tienen
perfectamente delimitadas las reglas de juego y el objeto del propio juego, con lo cual
cualquier jugador que se propusiese competir tendría claro en todo momento qué es lo que
tiene que hacer, qué jugadas son lícitas y cuales nos separan de la zona de gol o nos llevan
directos a ella. Por el contrario el filósofo se descubre a sí mismo perplejo, en una zona, que
existe, porque ahí está él, pero que no tiene bien definidos los límites, que no deja ver dónde
se meten los goles, en un juego en el que parece que no estuviera claro en qué consiste meter
goles o tan si quiera si se trata de un juego en el que se meten goles o se anotan puntos. Lo
que si queda claro es que, en la actividad del filósofo a lo largo de la historia, ha estado el
contribuir, de un lado, a la definición y aclaración de la forma de juego - no sólo reglas o
fundamentos del juego, sino también tácticas- en el terreno de la ciencia y, del otro, a la
propia justificación del hecho de jugar en lo que se refiere a la teología (especialmente en
ciertos momentos de la historia en los que la filosofía puso toda su artillería racional al
servicio del dogma).
Así es que, entre unos y otros, el filósofo ha dedicado gran parte de su actividad a
delimitar el terirtorio del contrario, en busca de su propia claridad, cierto, pero el resultado
ha sido que hoy comenzamos este comentario de texto filosófico enfrentando esa frase:
“Todo conocimiento definido pertenece a la ciencia, y todo dogma, en cuanto sobrepasa el
conocimiento determinado, pertenece a la teología”. Y lo que queda en medio, eso habrá de
ser la filosofía, cuando sucede que todo lo que hoy es ciencia o teología lo es en la medida
que se ha ido separando de la filosofía. (Por ejemplo, y citando al propio Russell, “todo el
estudio del cielo que pertenece hoy a la astronomía, antiguamente era incluido en la
filosofía”).
Y la cuestión es que ése es el lugar propio de la filosofía, porque los teólogos se
encuentran muy a menudo echando balones fuera y los científicos tratando de encontrar un
balón con el que jugar, y ahí aparecen los filósofos, jugando ese juego clarificador, que
permite a unos recuperar los límites y a los otros el modo de ampliarlos. La filosofía es
clarificación. No puede renunciar a su tarea, porque es cierto que a esas preguntas
fundamentales, que espeta Russell en el último párrafo, no se les puede dar respuesta en el
ámbito de la ciencia y, por su parte, la teología no puede dar una respuesta satisfactoria a
ninguna de ellas, con lo que esa ineludible labor es la que le corresponde: intentar situar un
ámbito racional que pueda calmar la sed de los “espíritus especulativos”, las inteligencias
inquietas que, más allá de los cotos cerrados de sus disciplinas, saben ver la necesidad (y la
pertinencia) de semejantes preguntas.
b) ¿El sitio de la filosofía, qué ventajas e inconvenientes le reporta?
Dicho todo lo anterior no sabría encontrar ventajas o inconvenientes a ese “sitio” en el
que Russell coloca a la filosofía. ¿En qué términos ventajas e inconvenientes? ¿En lo que
se refiere al desarrollo de su propia actividad? La actividad del filósofo es ineludible, por
lo que no puede pensarse en términos de mayores o menores ventajas frente a otras
actividades. Habla Russell de la ciencia y la teología, pero ¿qué hay del arte? ¿Está el arte
compartiendo con la filosofía ventajas e inconvenientes en ese terreno de nadie?
Probablemente sí.
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Pero, por no eludir la cuestión, pienso que en términos de ventajas se puede hablar de
la propia ausencia de determinación, la inexistencia de los límites, el hecho de no tropezar
nunca con una pared semejante a la que el dogma supone para la teología o la
experimentación para la ciencia. Por otro lado es un inconveniente la inseguridad del
terreno que pisa el filósofo. La seguridad de un texto sagrado para un teólogo o la
seguridad de un teorema para un matemático (bastante mayor que la que proporciona una
ley a un físico) es algo que el filósofo nunca podrá disfrutar.
No obstante los inconvenientes, en cierto modo, se pueden tornar ventajas y al revés,
las ventajas en inconvenientes, la propia actividad del filósofo tiene este carácter
dialéctico. Por encima de ventajas o inconvenientes la existencia de ese terreno de nadie
que es la filosofía es una condición del ser humano.
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