Jesús, de un modo solemne, nos manifiesta en el Evangelio de hoy

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PATERNIDAD – MATERNIDAD, PARTICIPACIÓN EN EL PODER CREADOR DE DIOS
Jesús, de un modo solemne, nos manifiesta en el Evangelio de hoy: Yo soy el pan vivo que
ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. De esta suerte, el Señor
nos está hablando de dos caminos que tiene el hombre ante sí: el camino de la vida y el
camino de la muerte. El hombre puede decidir hacia qué camino ir, y nuestra civilización
nos muestra, con crudeza escalofriante, la facilidad con la que los hombres eligen el
camino de la muerte, la cultura de la muerte.
Y no obstante esto, todos estamos llamados a la vida, pues todos somos hijos de un Dios de
vida, de un Dios que vivifica la creación, que da la existencia a cada ser humano que viene
a este mundo, de un Dios que da la vida eterna a quien se acerca a Cristo. Por ello dice el
salmo: Junto a aquellos que temen al Señor, el ángel del Señor acampa y los protege. Haz
la prueba y verás qué bueno es el Señor. Dichoso el hombre que se refugia en Él.
Por otro lado, parecería que el hombre se encuentra condenado a no tener perspectiva más
allá de la cultura de la muerte. Con verdadera angustia vemos cómo crece en nuestra patria
el narcotráfico y el consumo de drogas, vemos cómo se ha sentado en nuestro país el
alcoholismo, vemos cómo el hambre se apodera de grandes regiones, vemos cómo
aquellos que deberían promover la salud están promoviendo, muchas veces, verdaderas
ruletas rusas, ruletas de muerte, ofreciendo la salud sabiendo que ahí hay un gran peligro.
Con frecuencia, vemos al hombre abocarse al túnel de la destrucción, como única salida
para sus problemas existenciales, como si no hubiese nadie que velase por él, como si
estuviera solo en un universo que girara indiferente a su dolor.
No es así. Dios se preocupa del que sufre, del que se encuentra en el valle de la muerte,
del que no tiene otra perspectiva que la muralla de la destrucción. ¿No se escucha en
muchos corazones de hoy el grito del profeta Elías en el desierto?: Elías se sentó bajo un
árbol de retama, sintió deseos de morir y dijo: "Basta ya, Señor. Quítame la vida, pues yo
no valgo más que mis padres". ¿Y no es la respuesta de Dios un alivio para el dolor de su
alma?: "Levántate y come, porque aún te queda un largo camino".
Dios actúa de esta manera, porque es un Dios de vida, no un Dios de muerte; porque es un
Dios que se acerca al que no tiene ya ninguna esperanza humana, y jamás lo deja
decepcionado: porque el Señor escucha el clamor de los pobres y los libra de todas sus
angustias.
La vida no es un don de Dios, es el don de Dios, porque está en la base de todos los otros
dones. Es el don sin el cual ni la libertad, ni la inteligencia. ni la utilidad, ni la riqueza,
valen nada. La Escritura nos presenta a Dios en su relación con el hombre ofreciéndole dos
dones: el primero, su propia vida humana y, el segundo, la posibilidad de colaborar con Él
en la transmisión de la vida a otros seres humanos. Son muy conocidas las palabras del
primer libro de la Biblia, el Génesis: "Y los bendijo Dios y les dijo: 'Sean fecundos,
multiplíquense, llenen la tierra y sométanla" (Gen 1, 28).
En medio de la disyuntiva que el hombre de hoy tiene, de dirigirse hacia una cultura de la
vida o hacia una cultura de la muerte, Dios nos recuerda que Él ha creado a la pareja
humana a Su imagen y semejanza. para hacemos ver que el ser humano es un camino de
vida para otros. El hombre y la mujer, los únicos seres en toda la creación que tienen en su
naturaleza la imagen de Dios, son una señal de que Dios busca, en todo momento, ser vida
para el hombre.
Por ello Él, en su poder de Creador y Padre, lleva a la perfección la obra de la creación del
hombre y de la mujer, llamando a los esposos a una especial participación en su amor
creador, mediante su cooperación libre y responsable en la transmisión del don de la vida
humana.
Qué dignidad tan grande tienen los padres al poder dar la vida a sus hijos, al ser para ellos
manifestación de la bendición del Dios de la vida, pues el cometido fundamental de la
familia es el servicio a la vida, es decir, realizar a lo largo de la historia, cada uno de la
propia historia, la primera bendición que el Creador entregó al ser humano, cuando le dio
la posibilidad de colaborar con Él en la generación de la imagen divina de hombre a
hombre.
A veces, los hombres nos sentimos orgullosos por las cosas materiales que hemos hecho,
porque sentimos que nos acercan a Dios. y nos olvidamos que el modo más maravilloso
con el que los esposos se acercan a Dios, con el que son en cierta manera "más imagen de
Dios", es a través del don de la vida a los hijos, a través del don de la vida física y del don
de lo que constituye la vida espiritual: la educación, los valores, las virtudes y, de modo
sublime, el que los hijos aprendan a conocer a Dios a través de sus padres.
Sin embargo, hoy día se percibe en algunas parejas el miedo a dar la vida a los hijos. Es
cierto que, en muchos casos, hay detrás de ello razones muy convenientes de salud, de
economía, de equilibrio conyugal. Pero en otras ocasiones, cuando los matrimonios se
cierran en sus comportamientos conyugales a la vida, ¿no será porque su mismo corazón
ya está cerrado a la vida, porque no se sienten cooperadores del Dios de la vida, porque les
da miedo dar la vida? Cuántas veces, en muchos comportamientos de control de la
natalidad, hay una visión de muerte. Se ha muerto el amor, se ha muerto el sentido del
para qué vivimos, se ha muerto la generosidad para seguir esforzándose en las dificultades,
se ha muerto la ilusión por dar a otros seres humanos, a los propios hijos, lo más valioso
que unos padres pueden dar.
Ciertamente que no estamos promoviendo un comportamiento irresponsable en la
transmisión de la vida, respecto al número de hijos que una pareja debe tener, sino la
necesidad de un serio examen de conciencia, de una exigente revisión del propio corazón,
para ver si es un corazón de vida, o ya es un corazón de muerte.
Quizá pudiera acontecer, por la mentalidad actual, que ya no valoremos tanto lo que es el
don de un hijo, lo que es una vida humana. Con frecuencia se ven los hijos como una
carga, un problema que hay que solucionar en la vida. Se calculan según los pesos y
centavos que va a costar el sacarlos adelante, se valoran de acuerdo con el trabajo que va a
suponer educarlos.
¿No sería esto una señal de que habríamos dejado de ver al hijo como la persona que es,
para reducirlo a un recurso que hay que cotizar previamente, para ver si merece la pena o
no usarlo? ¿No lo habríamos deteriorado hasta especular con él, como quien va a comprar
un coche, o quien va a hacer una casa o, a veces, tristemente, como quien considera si
adquiere o no una mascota para su hogar?
Es cierto que los hijos cuestan, que su educación no es fácil, que sacarlos adelante supone
un esfuerzo heroico para los padres, sobre todo cuando no se quiere soltarles simplemente
en la vida, sino darles una buena educación, unas posibilidades para que puedan
desarrollar su existencia de un modo mejor de como nosotros la hemos desarrollado. Es
algo muy claro, en la mentalidad del hombre y de la Iglesia Católica, que la fecundidad del
amor conyugal no se reduce a la sola procreación de los hijos, sino que se amplía y
enriquece con todos los frutos de vida moral, espiritual y sobrenatural que el padre y la
madre están llamados a dar a los hijos y, por medio de ellos, a la Iglesia y al mundo.
Pero al mismo tiempo, hemos de ser sinceros para decir que, en muchos hogares, se ha
renunciado a todo lo que pueda ser difícil, como si en la vida sólo valiera la pena lo que va
a ser fácil. Con todo, para otras cosas, vemos que no somos así, y no por ello damos
marcha atrás.
Cuántos ejemplos podríamos poner de algo que cotidianamente realizamos: sacar adelante
un país no es fácil, pero con la cooperación de todos hay que hacerlo. Levantar una
empresa no es fácil, supone mucha renuncia, mucho sudor, pero hay que hacerlo para no
perder los empleos. Vencer una enfermedad no es sencillo, pero ponemos todo lo que está
de nuestra parte para no ser derrotados. La práctica profesional de un deporte no es
sencilla, pero a base de tesón se logran los triunfos. ¿Por qué no lo hacemos para la familia,
para sacar adelante a los hijos? ¿Por qué los hijos no entrarían en la categoría de aquello
que, como el país, el trabajo, la salud, el deporte, merece la pena dedicar toda una vida a
dar lo mejor de sí?
A lo mejor, como en la mayoría de las cosas humanas, lo que está enfermo, en nosotros, es
la capacidad de amar. Posiblemente, nuestro espíritu se ha dejado contagiar de la
enfermedad del egoísmo, del odio, de la cerrazón y, como dice san Pablo, necesitamos
desterrar de nosotros la aspereza, la ira, la indignación, los insultos, la maledicencia y toda
clase de maldad.
Sin duda, que lo que nuestra sociedad necesita es una gran dosis de bondad de corazón
que nos permita realizar las palabras del apóstol: Imiten, pues, a Dios como hijos queridos.
Vivan amando como Cristo, que nos amó y se entregó por nosotros. Por eso, todos estos
domingos en que nuestras reflexiones sobre la familia nos preparan para el Segundo
Encuentro del Santo Padre Juan Pablo II con las Familias en Río de Janeiro, son también
momentos para muy serias revisiones de nuestro modo de actuar en nuestra familia y en
nuestra vida diaria.
Sin duda, queridos hermanos y hermanas, que el cultivo del amor auténtico entre los
esposos y el esfuerzo para obtener una verdadera vida familiar desde nuestros hogares son
la mejor medicina para conseguir la fortaleza de espíritu que permite colaborar con el Dios
de la vida, a fin de que nuestra sociedad dirija sus pasos, no con el recelo que nace del
egoísmo y que busca excluir a los demás, porque los ve como enemigos, sino con la
confianza que se hace responsabilidad para enfrentar la vida, dando un valor adecuado a
cada persona que encontramos en nuestro camino y, de modo particular, a quienes son o
pueden llegar a ser parte de nuestra familia.
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