CONFLICTOS ENTRE LA LEY NATURAL Y LA LEY

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CONFLICTOS ENTRE LA LEY NATURAL Y
LA LEY POSITIVA
José Ramón Recuero
I
El jurista romano Celso definió con propiedad el Derecho cuando dijo que es el arte
de lo bueno y de lo justo (Digesto, I, I, 1). En efecto, el Derecho no es una ciencia
teórica sino un arte práctico acerca de las reglas que rigen una Comunidad Política,
reglas que se expresan a través de normas jurídicas. Tales normas lógicamente se
componen de una forma y un contenido. La forma es la propia norma jurídica en cuanto
mandato imperativo, considerada con independencia de su contenido, la cual es válida y
eficaz siempre que haya sido dictada según las reglas que regulan la producción de
Derecho. En cambio el contenido o materia de la norma es el bien o mal que
concretamente manda o prohíbe. El gran jurista neokantiano Stammler desarrolló muy
bien esta distinción, llamando a la forma «Concepto de Derecho» y al contenido «Idea
de Derecho».
II
La Teoría Pura del Derecho de Hans Kelsen, y en general todo el positivismo
jurídico, identifica Derecho con forma de Derecho. Se trata de construir conceptos
jurídicos como categorías formales, formas sin contenido, un Derecho puro, tan puro
que está alejado de la vida y en él cabe cualquier contenido. La idea es construir un
orden coactivo en el que cada norma es válida porque se ampara en otra anterior, y lo
es diga lo que diga y disponga lo que dispusiere.
«El Derecho puede tener no importa qué contenido —escribe Kelsen—, pues ninguna
conducta humana es por sí misma inepta para convertirse en el objeto de una norma
jurídica» (Reine Rechtslehre, IX, 2). De modo que —dice también— «justo es lo que se
corresponde con la norma establecida, e injusto lo que le contradice» (La idea del
Derecho Natural, XVIII).
Es decir: todo lo formalmente válido es justo; o, con palabras de Peces Barba
(Introducción a la Filosofía del Derecho, 1991, p. 157):
«Una norma sigue siendo válida aunque sea inmoral, siempre que forme parte del
ordenamiento».
Se comprende fácilmente que esta forma de ver las cosas transforma el Derecho en
un arte de coaccionar y aparta de la jurisdicción del jurista el contenido de las normas,
convirtiéndole ahora en un artesano del mero arte de coaccionar y dejándole indefenso
frente a las disposiciones del Poder, sean las que fueren.
III
Pero el jurista no es un mero artesano de formas jurídicas puras. En primer
lugar porque no existen, ya que toda norma tiene un contenido, dispone algo. En
segundo término porque eso es muy peligroso, pues admitir que cualquier orden es justa
siempre que la norma sea válida puede llevar, y ha llevado de hecho, a imponer por ley
las mayores atrocidades y maldades, transformando al abogado, dicho con palabras de
Voltaire, en el encargado de conservar usos bárbaros. Radbruch, Larenz y Carnelutti lo
vivieron en sus propias carnes y tuvieron que reaccionar contra ello, basta comparar sus
publicaciones anteriores a Hitler con lo que escribieron después de los estragos de la
guerra. Radbruch, que en 1929 había asegurado que no hay más Derecho que el
positivo, en su Primera toma de posición después del desastre de 1945, hizo la siguiente
reflexión:
1
«Mientras que para el soldado el deber y el derecho cesan de requerir obediencia
cuando él sabe que la orden es injusta, no conoce el jurista, desde que hace unos cien
años se extinguieron los últimos iusnaturalistas, ninguna excepción respecto a la
validez de la ley y obediencia de los a ella sometidos. La ley vale porque ella es ley, y
es ley porque tiene el poder de imponerse. Esta doctrina positivista ha vuelto a los
juristas y a los pueblos indefensos contra las leyes, por más arbitrarias, crueles y
criminales que ellas sean. Equipara en última instancia el Derecho al Poder: sólo donde
se halla el Poder, allí existe el Derecho».
El jurista no es artesano de la mera coacción, en tercer lugar, porque el contenido
de la norma es parte de la misma, es Derecho, auténtico Derecho, y por tanto cae en el
campo de su arte. En La paz perpetua Kant emplea duras palabras para aquellos
jurisconsultos que no se ocupan de la justicia de la norma, ciegos leguleyos, les llama,
que tienen el cráneo seco, dice, juristas artesanos que sólo saben de prácticas y no de
ideas, para los cuales cualquier ley vigente es buena aunque repugne a la razón.
IV
Por tanto en un Estado de Derecho es tarea del jurista diferenciar el bien del
mal, volviendo a hacer del Derecho un arte de lo bueno y justo. El contenido de la
norma también es objeto de nuestro trabajo, ya lo señaló Ulpiano en el Digesto (I, I, 1) al
afirmar que los juristas:
«Profesamos el conocimiento de lo bueno y equitativo, separando lo justo de lo injusto,
discerniendo lo lícito de lo ilícito».
Así lo han entendido después muchos otros grandes juristas, entre ellos el citado
Stammler, quien en 1902 llegó a escribir un libro que tituló La Teoría del Derecho Justo.
De manera que al igual que por su forma hay Derecho válido y Derecho no válido, en
función de su contenido hay Derecho Justo y Derecho Injusto, que es preciso
diferenciar.
V
La estrella polar que nos orienta hacia el Derecho Justo es la Ley natural. Decir
que sólo lo que ordenan o prohíben las leyes positivas es justo o injusto, es tanto como
decir que antes de que se trazara círculo alguno no eran iguales todos sus radios.
Admitir que el criterio de lo justo es que la norma sea válida, es decir, su mera forma, es
como poner una espada en manos de un poder humano absoluto y sin límites. Pues,
como bien señaló Cicerón, abogado de numerosas causas en el foro y jurisconsulto
fuera del foro (en Las Leyes, 15, 42):
«Es absurdo pensar que sea justo todo lo determinado por las leyes de los pueblos.
¿Acaso lo son las leyes de los tiranos?»
Hay que reconocer por tanto, tal como afirmó Blackstone (Commentaries on the
Laws of England, Introducción, II), que hay:
«Leyes fundadas en la Justicia que existen en la naturaleza de las cosas anteriormente
a cualquier precepto positivo. Ellas son —dice— las Leyes eternas del bien y del mal».
Existen en la naturaleza de las cosas unas reglas acerca del bien y del mal
inteligibles y claras para un racional, desde luego para un estudioso de la ley. Y en
muchos casos se trata de reglas más claras y fáciles de entender que las leyes
positivas, intricadas fabricaciones de los hombres que obedecen a la necesidad de
traducir en palabras intereses contrapuestos: Es más fácil comprender la obligación de
no matar a un semejante que la enfiteusis o la hipoteca tácita. Hay así una línea que de
forma natural separa el bien del mal. Y lo llamativo es que ese bien natural es garante
de nuestra vida y de nuestra libertad frente a los dictados del poder, ya que tal Ley
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natural nos enseña que todos tenemos perfecta libertad y nos obliga a no dañar al
prójimo, respetando su vida, su libertad y sus bienes. De todo ello resulta que la ley
positiva humana sólo es justa cuando respeta la Ley natural. Por consiguiente, y en
función de la relación del contenido de la norma con dicha Ley, hay Derecho positivo
justo y Derecho positivo injusto.
Si el Derecho tiene un contenido justo cabe hablar de un Estado material de
Derecho o, con palabras de Giorgio del Vecchio, admirable profesor de Filosofía del
Derecho italiano nacido en 1878 y convertido al catolicismo en 1939, de un Estado de
Justicia. Pero si su contenido no es el bien, de manera que ese Derecho positivo es
injusto, lo que hay es fuerza amparada con forma de ley, lo que Del Vecchio llamó un
Estado Delincuente en un libro de 1962 que tituló precisamente así, «Lo Stato
deliquente». Y cuando esto se convierte en patológico, de manera que el mal se instala
como principio de una sociedad a través de sus normas, existe lo que Zubiri llama
repetidamente un Estado de maldad (El problema del mal, II, 3, 4).
VI
Esta conclusión también es válida en democracia. La democracia no legitima todo.
Es simplemente un modo de toma de decisiones por mayoría que no garantiza que esa
decisión sea justa, ya que bien y mal naturales no dependen del capricho de tal mayoría,
de la misma forma que no proceden de ella la verdad y la falsedad. «Voz del pueblo, voz
de dios» es un antiguo proverbio incierto y falaz, pues fácilmente se comprueba que no
ha habido vicio o depravación moral que no haya sido sacralizado alguna vez por las
leyes populares. El mecanismo cuantitativo no ofrece garantía alguna en cuanto a la
justicia del resultado; más aún, sostener que la mayoría no puede equivocarse jamás es
un gran peligro para la Libertad, la cual requiere que el Poder esté limitado, aunque sea
democrático. Sobre la tiranía de la mayoría están la Justicia y el Derecho, siguiendo la
estela de Aristóteles ya lo razonó Cicerón cuando dijo (Las Leyes, II, 5, 13) que:
«Hay muchas disposiciones populares perversas y funestas que no llegan a merecer
más el nombre de ley que si las sancionara el acuerdo de unos bandidos, al igual que
no pueden llamarse recetas médicas a las que matan en vez de curar, como hacen
algunos médicos ignorantes y sin experiencia».
En definitiva, considerando que la sociedad no es dios, y que por tanto una cosa es
la Voluntad General y otra la Voluntad de Dios, de manera que como dice Del Vecchio
no todo resulta lícito a la mayoría y el Derecho Justo no depende del capricho del
legislador (Teoría del Estado, VI, 3; Filosofía del Derecho, Sec. 1ª, Preliminar), en
función de ello, digo, en democracia también hay Derecho positivo Justo y Derecho
Positivo Injusto. En el primer caso, en el de un Estado que respeta el Nomos, podemos
hablar con propiedad de Estado democrático de Derecho; mientras que en el segundo lo
que hay es una Tiranía Democrática no sometida a Derecho alguno.
VII
Sin embargo es un hecho que hay normas aprobadas por Parlamentos
democráticos que bordean peligrosamente la línea que separa el bien y el mal
naturales, y en algunos casos concretos la traspasan, instaurando el mal mediante
sus leyes positivas. No me refiero ahora a leyes absurdas, que siempre las ha habido,
como aquella ley ateniense que prohibía morir en Delos, sino a leyes positivas que
entran en conflicto con la Ley natural. A modo de ejemplo voy a aludir a dos que
violan el natural derecho a la libertad y otras dos que vulneran el elemental derecho a la
vida. La Constitución del Estado de Misisipi aprobada mediante Acta de 2 de febrero de
1856 establecía lo siguiente:
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«Esclavos: El Poder legislativo no tendrá facultad de aprobar leyes para la
emancipación de esclavos sin el consentimiento de sus propietarios».
Y en concreto respecto a la libertad religiosa, el artículo 26 de la Constitución de la
República Española de 9 de diciembre de 1931, además de establecer que todas las
Órdenes religiosas tenían obligación de rendir anualmente cuentas al Estado, dispuso lo
siguiente:
«Quedan disueltas aquellas Órdenes religiosas que estatutariamente impongan además
de los tres votos canónicos, otro especial de obediencia a autoridad distinta de la
legítima del Estado. Sus bienes serán nacionalizados».
Con relación al elemental derecho a la vida no es necesario remontarse a la Ley de
uno de septiembre de 1939 que en Alemania «legalizó» un programa eutanásico para
eliminar a enfermos e incapaces. Recientemente el democrático Parlamento holandés
ha aprobado la Ley de Terminación de la Vida a petición propia y del auxilio al suicidio, y
modificación del Código Penal y de la Ley reguladora de los Funerales, de 10 de abril de
2001, que faculta al médico para matar al paciente en determinados casos.
Y, ¿qué decir del aborto? El sabio Kant dijo que (Principios Metafísicos de la
doctrina del Derecho, AK VI, 281; y P. M. de la Virtud, AK VI, 422):
«Los hijos nunca pueden considerarse propiedad de sus padres», los cuales «no
pueden destruir a su hijo como si fuera un artefacto suyo», ni siquiera una embarazada,
pues cometería un delito contra la persona que lleva dentro.
Y a pesar de eso en occidente los Parlamentos democráticos amparan el exterminio
de niños en el seno materno, privando de la vida a seres humanos inocentes carentes
de toda capacidad de autodefensa. En concreto en España estos atentados a la vida ya
están permitidos en determinados casos por el Código Penal, y tales supuestos se
ampliarán notablemente si se aprueba una Proposición de Ley presentada por el Grupo
Mixto, o el reciente Anteproyecto de Ley Orgánica de salud sexual y reproductiva y de la
interrupción voluntaria del embarazo, elaborado por el Gobierno.
Según él cuando el feto tenga una enfermedad «extremadamente grave e
incurable» el aborto puede practicarse en cualquier momento, incluso minutos antes del
nacimiento natural (art. 15 c), y esa «prestación sanitaria», que así se le llama (arts. 18 y
19), se lleva a cabo en los centros de la red sanitaria pública, que están sufragados con
fondos púbicos. Se trata de un homicidio eugenésico, idéntico al que se llevaría a cabo
si se mata al niño durante el día siguiente a su nacimiento, ya que según el artículo 30
del Código Civil el feto no tiene personalidad hasta que vive veinticuatro horas
enteramente desprendido del seno materno. Por lo que esa ley positiva tendría un
contenido que claramente vulnera la elemental regla natural que ordena respetar toda
vida humana.
VIII
Los Juristas Católicos, como tales y como simples ciudadanos, estamos sujetos
a toda norma válida. El principio de legalidad es esencial en un Estado de Derecho,
esa es la razón por la que el preámbulo de nuestra Constitución proclama «el imperio de
la ley como expresión de la voluntad popular», y su artículo 9 lo garantiza. En principio,
pues, debemos cumplir siempre las leyes positivas, que son Derecho emanado de la
Voluntad General.
Pero, a la vez, como juristas que se ocupan del arte de lo bueno y justo, como
católicos que creen que el bien es una condición establecida por Dios en la realidad, y,
en definitiva, como meros hombres que tienen una razón que emite juicios sobre la
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conducta recta, es decir, con conciencia, como tales, digo, debemos seguir siempre
los dictados de la Ley natural, para nosotros basada en la Voluntad de Dios,
diferenciando entre Derecho Justo y Derecho Injusto. A lo que, por cierto, nos da pie la
propia Constitución Española, la cual, tal como razonó muy bien García de Enterría
(Reflexiones sobre la Ley y los Principios Generales del Derecho, III), ha establecido un
Estado material de Derecho, es decir, un Estado de Justicia:
En efecto, la Justicia se encuentra proclamada en su mismo pórtico, concretamente
al comienzo de su preámbulo y en el artículo 1, que la consagra como valor superior. Y
precisamente acudiendo a tal valor fundamental consideramos que en ocasiones hay
un conflicto entre la forma y el contenido de una ley positiva vigente, a causa de
que, siendo formalmente válida, tiene un contenido que vulnera la Justicia natural que
vincula también al legislador.
Por otra parte es el propio Derecho positivo el que ha establecido los mecanismos
para resolver estos conflictos, en los que la última palabra la tienen el Tribunal
Constitucional y el Tribunal Supremo. En otras épocas fueron fuente de Derecho las
respuestas de los prudentes y los escritos de los jurisconsultos, lo recuerda Savigny en
su Sistema del Derecho Romano, pero evidentemente hoy no tenemos más remedio
que acudir a los mecanismos legales que la propia ley positiva ha establecido. La cual,
por cierto, puede someter el cuerpo pero no el alma, ya que no puede mandar un acto
puramente interno.
Podemos por tanto no sentirnos sujetos internamente al efecto directivo de una ley
injusta, pero mientras esté en el ordenamiento externamente estamos sometidos a su
efecto coactivo, el principio de legalidad nos lo impone. ¿Qué hacer ante esta especie
de incongruencia interna de la ley, que recuerda a la incongruencia de este tipo que a
veces se aprecia en una sentencia recurrida en casación ante el Tribunal Supremo?
IX
A mi modo de ver lege ferenda podemos intentar promover un ordenamiento
jurídico basado no en la omnipotencia del humano legislador, sino en la Ley
natural. El problema actual radica en que la legislación se inspira en el nihilismo
postmoderno imperante. Desarrollemos una nueva ética postnihilista con la que se
admita que hay un bien y un mal naturales que preservan la vida y al libertad, que hay
una solución justa que debe inspirar el contenido correcto de la Ley. A promover tal ética
he intentado yo contribuir, en la medida de mis posibilidades, con un libro que acaba de
ser publicado precisamente esta misma semana, titulado La Cuestión del bien y del mal
(Biblioteca Nueva, Madrid, 2009).
X
El mayor problema práctico se nos presenta de hecho, lege data. Sujetos como a
veces estamos a leyes positivas que consideramos injustas, pienso que podemos
utilizar en profundidad todos los mecanismos que nos ofrece el ordenamiento
jurídico, para intentar que el contenido de la ley positiva no entre en conflicto con la Ley
natural.
El primero de ellos, de carácter elemental, es diferenciar Derecho y Ley positiva.
No se trata de olvidar la auctoritas de ésta, sino de reducir su papel a términos más
modestos que los actuales, recordando que el Ius excede necesariamente a la ley.
Leibniz, quien además de filósofo fue abogado de los Estados de un príncipe elector, en
un escrito titulado Meditación sobre la noción común de Justicia escribió lo siguiente:
«La equivocación de quienes han hecho que la Justicia dependiese del Poder viene en
parte de que han confundido el Derecho con la Ley. El Derecho no puede ser injusto.
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Sería una contradicción, pero la Ley bien puede serlo. Pues es el Poder quien da y
conserva las Leyes. Y si éste carece de sabiduría o de buena voluntad, puede dar o
mantener Leyes muy perversas. Pero afortunadamente para el universo las Leyes de
Dios siempre son justas».
El Derecho Romano y el Common Law británico tuvieron muy clara esta distinción. Y
la Constitución española, que establece un Estado de Derecho, no un Estado de Ley, la
reconoce explícitamente en su artículo 103, en el cual diferencia con nitidez la ley, con
minúscula, y el Derecho, escrito con mayúscula.
Por tanto el jurista no puede darse por satisfecho con lo que en la ley está escrito,
sino que debe además acudir a otras fuentes de Derecho. El artículo 1 de nuestro
Código Civil establece que «las fuentes del ordenamiento jurídico español son la ley, la
costumbre y los principios generales del derecho»; y dispone expresamente que éstos,
los principios, tienen «carácter informador del ordenamiento jurídico», del que
evidentemente forma parte la ley positiva. Los Principios Generales del Derecho son
Derecho. Son, con palabras de García de Enterría (Reflexiones sobre la Ley y los
Principios Generales del Derecho, p. 63):
La «conversión de los preceptos absolutos del Derecho natural en criterios técnicos y
especificables».
Es decir, son la positivación de la Ley natural, de manera que aunque no pueden
prevalecer contra las leyes particulares sí tienen valor informador sobre y dentro de las
mismas, haciéndolas justas. Del Vecchio trató muy bien esta cuestión en su obra titulada
Los Principios Generales del Derecho. De esta suerte la Ley natural no queda en algo
abstracto y lejano, sino que se convierte en Derecho operante en ámbitos confusos. En
cierto modo se concreta en conceptos jurídicos indeterminados, pero fundamentales,
como son los apuntados por Ulpiano cuando dice que (Digesto, I, I, 10):
«Los principios del Derecho son estos: vivir honestamente, no hacer daño a otro, dar a
cada uno lo suyo».
O los recogidos en el artículo 10 de la Constitución española, al referirse a «la
dignidad de la persona» y a sus «derechos inviolables que le son inherentes». Estos
Principios son los que pueden proteger hoy nuestra libertad y nuestra vida, como
protegieron la de Antonio cuando el judío Shylok reclamaba una libra de su carne (El
mercader de Venecia, de W. Shakespeare).
XI
Cuando todos los cauces y recursos ordinarios que nos ofrece el ordenamiento
jurídico fracasan, la lucha por el Derecho tiene otro mecanismo, también jurídico: la
objeción de conciencia. Que todos tenemos una conciencia lo reconoce la propia
Constitución, que en su artículo 20 se refiere a la «clausula de conciencia» y en el 30
prevé la «objeción de conciencia», y también la Ley 22/1998, de 6 de julio, la cual habla
de «motivos de conciencia».
Es posible, por tanto, que la conciencia individual y la ley positiva entren en conflicto.
Por otra parte la Libertad es un valor superior del ordenamiento, según el artículo 1 de la
Norma Fundamental, valor que corresponde a los poderes públicos promover, a tenor de
su artículo 9, apartado 2. Y así debe ser, pues se trata del primer y principal derecho
innato que tenemos, según Kant. ¿Por qué no apostar por ella? In dubio pro libertate
significa apostar por la libertad de conciencia frente a la coacción, protegiendo dos
derechos fundamentales plasmados en los artículos 15 y 16 de la Constitución: la
integridad moral y la libertad ideológica.
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Admito que el principio general es el imperio de la ley, y que no puede aceptarse
con carácter general su incumplimiento. Pero la única limitación a la libertad ideológica
que establece el artículo 16 es que no se vulnere el orden público protegido por la ley.
En consecuencia, mientras esto no ocurra, el Poder debe respetar las conciencias, y
como bien dice el voto particular del Magistrado don Manuel Campos en la Sentencia
dictada por el Tribunal Supremo el día 11 de febrero de 2009, en la casación 905 de
2008, existe un ámbito garantizado de libertad de conciencia protegido por un
ordenamiento jurídico que se precie de serlo. Tal objeción debe ser examinada desde el
prisma del Derecho frente a aquella ley positiva que el objetante considera injusta en su
contenido, no excluyendo el silencio del legislador tal derecho subjetivo, pues la propia
Ley Orgánica del Poder Judicial, añado yo, establece en su artículo 5 que los Tribunales
aplicarán las leyes según los «principios constitucionales». La fortaleza del Estado de
Derecho no se resentirá si el Tribunal Constitucional resuelve sobre una objeción de
conciencia contra una ley, y el Tribunal Supremo lo hace en relación a disposiciones
inferiores.
XII
Cuando también este singular mecanismo falla sólo nos queda apelar al Cielo, es
decir, a la Justicia natural. Otro jurista, gran demócrata, Tocqueville, lo expresó en su
libro La democracia en América (I, capítulo tiranía de la mayoría) con estas palabras:
«Considero impía y detestable la máxima de que en materia de gobierno la mayoría de
un pueblo tenga derecho a hacerlo todo… Existe una ley general hecha, o cuando
menos adoptada, no sólo por la mayoría de tal o cual pueblo, sino por la mayoría de los
hombres. Esta ley es la Justicia, que constituye el límite del Derecho de todo pueblo.
Así pues, cuando yo rehúso obedecer a una ley injusta no niego a la mayoría el
derecho de mandar: no hago sino apelar contra la soberanía del pueblo ante la
soberanía del género humano».
A mi modo de ver está claro que hay una línea que no se puede traspasar, y que si
un profesional de lo bueno y justo, que además es cristiano, se encuentra
desgraciadamente en el dilema de tener que obedecer a la Voluntad General o a la
Voluntad de Dios, debe seguir ésta. Pues como declaró Edmund Burke, también gran
jurista y demócrata (Laws against Proterty in Ireland, IX, p. 350):
«Las leyes humanas carecen de jurisdicción sobre la Justicia original».
Exactamente lo mismo afirmó Radbruch, Ministro de Justicia en la República de
Weimar, después de haber sufrido en sus carnes los efectos de leyes injustas
(Arbitrariedad legal y Derecho supralegal, 3). Aunque eso no era nada nuevo. Ya en el
siglo primero el buen Plutarco escribió un ensayo al que dio un título muy significativo,
pues era el de A un gobernante falto de instrucción, en el que se preguntaba (780c):
«¿Quién gobernará al que gobierna?». Y el propio Plutarco contestaba lo siguiente:
«La Ley que reina sobre todos, mortales e inmortales, como dijo Píndaro, que no está
escrita exteriormente en libros ni en tablas, sino que es una palabra con vida propia en
su interior, que siempre vive con él, lo vigila, y jamás deja a su alma desprovista de
gobierno».
Es decir, lo que debe gobernar al indocto gobernante es la Ley natural.
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