PSICOLOGÍA CLÍNICA- EL PROCESO DE EVALUACIÓN EN LA TERAPIA COGNITIVO-CONDUCTUAL 5. EL PROCESO DE LA EVALUACIÓN CONDUCTUAL 1 ANTONIO GODOY I. INTRODUCCIÓN Distintos autores suelen proponer un número diferente de pasos en la realización de una evaluación conductual (Barrios y Hartman, 1986; Fernández Ballesteros, 1980; Llavona, 1984; Nelson y Hayes, 1986b; Silva, 1985). En la mayoría de los casos se está de acuerdo en que pueden distinguirse, al menos, tres fases principales: a. Selección y descripción de las conductas problema. b. Selección de las técnicas de intervención con las que se incidirá sobre las conductas descritas en el paso anterior c. Valoración de los efectos producidos por la intervención realizada. Algunos autores (p.ej., Llavona, 1984), tras la fase de selección y descripción de las conductas problema (análisis topográfico o morfológico y análisis funcional de las mismas) sitúan, en nuestra opinión muy acertadamente, la elección de los objetivos del tratamiento. En el presente capítulo se añadirá alguna fase más, en un intento por describir y clarificar los distintos pasos a través de los cuales el terapeuta de conducta se enfrenta a los problemas que le plantea el paciente y le ayuda a solucionarlos. Las fases, pues, que a continuación se detallan representan aquello que el terapeuta hace desde que se dispone a enterarse de los problemas que aquejan al paciente hasta que finaliza su intervención. Seguidamente describiremos cada una de las fases del proceso de evaluación conductual. II. LAS FASES DEL PROCESO DE EVALUACIÓN CONDUCTUAL II.1. Análisis del motivo de consulta Posiblemente no existe una fase del proceso de evaluación conductual menos estudiada que el análisis del motivo por el que el paciente acude a consulta o por el que otras personas importantes de su 1 Universidad de Málaga (España) 1 medio lo traen. Prácticamente toda la literatura existente versa sobre el resto de las fases, aun cuando algunas hayan sido estudiadas con mucha mayor profusión que otras. Es más, la mayoría de los autores suelen pasarla casi completamente por alto, comenzando con la traducción del motivo de consulta en conductas operacionalmente definidas, de tal forma que a lo más que suelen llegar es a dar algunos consejos de tipo general. Así, algo frecuentemente recomendado, es pedir al paciente que ponga ejemplos del problema del que se queja, o de cosas que deberían ocurrir para que éste mejorara (Nelson y Hayes, 19866). Lazarus (1971), por su parte, pide a los pacientes que señalen tres cosas en que su vida podría mejorar. Sin embargo, como resulta obvio, antes de traducir a conductas es absolutamente necesario tener perfectamente claro qué es lo que se necesita traducir. Sin embargo, la importancia de atender a una descripción completa de cuáles pueden ser las quejas y demandas del paciente y de su ambiente, aparece clara en los llamamientos de algunos autores para que el evaluador conductual se asegure de que la conceptualización teórica que hace del problema representa adecuadamente los motivos por los que se realiza la consulta (Baer, 1982; Evans, 1985; Hawkins, 1986; Kanfer, 1985; Kazdin, 1985b). Así, por ejemplo, Baer (1982) manifiesta que «esta disciplina (el análisis funcional aplicado) necesita conocer... cómo traducir cualquier queja del paciente en conductas a cambiar, de modo que, si se las cambia, convertirán las conductas de queja del paciente en conductas de satisfacción» (p. 286). Para ello, desde luego, es necesario conocer con exactitud y de forma completa cuáles son las conductas de queja del paciente. Igualmente ilustrativo puede resultar el siguiente caso propuesto por Hawkins (1975): Se trataba de un joven biólogo, con el grado de doctor, que recientemente había desarrollado, sin causa orgánica alguna que lo justificara, una ceguera, supuestamente histérica, y había perdido su puesto de trabajo como profesor universitario. El terapeuta de conducta construyó un aparato de laboratorio con el que el paciente debía realizar discriminaciones visuales gruesas, recibiendo choques eléctricos en caso de no realizarlas. Conforme el paciente iba mostrando cada vez mayor efectividad en la realización de los problemas de discriminación que se le proponían, éstos fueron haciéndose cada vez más complejos y sutiles hasta que el paciente mostró una discriminación visual considerada normal. Esta forma de actuar, como dice Hawkins al describir el caso, puede resultar razonable para muchos terapeutas conductuales. Sin embargo, un estudio más detenido de la vida del paciente mostró datos interesantes: el biólogo había tenido grandes dificultades para terminar UNIDAD III. GODOY, A. EL PROCESO DE LA EVALUACIÓN CONDUCTUAL. EN : VICENTE CABALLO (1991). MANUAL DE TÉCNICAS DE MODIFICACIÓN DE CONDUCTA. MADRID: SIGLO XXI. CAPÍTULO 5 PSICOLOGÍA CLÍNICA- EL PROCESO DE EVALUACIÓN EN LA TERAPIA COGNITIVO-CONDUCTUAL sus estudios en la facultad, su trabajo como profesor era su primera ocupación, lo llevaba desempeñando sólo unos cuantos meses cuando se quedó «ciego», durante esta época mostraba grandes signos de ansiedad en todo lo que se relacionaba con el trabajo, y siempre había manifestado un inusual grado de dependencia [pp. 196-197]. Como concluye Hawkins en un escrito posterior, al comentar el caso (Hawkins, 1986), «los problemas del paciente eran, desde luego, bastante más que una ceguera histérica» (p. 357). Esta necesidad de atender y clarificar todo el conglomerado de quejas y demandas que presenta el propio paciente, así como las demandas que el entorno en que vive le presenta, requiere una exploración minuciosa y activa por parte del evaluador, si es que no quiere quedarse únicamente en aquellos problemas más llamativos o más molestos que son los primeros en salir a la luz en las entrevistas diagnósticas iniciales y que pueden quedar como los únicos existentes (al menos durante un largo período del proceso evaluador y terapéutico), si el terapeuta no se mantiene vigilante. Esta exploración activa de los posibles motivos de consulta parece necesaria aun en aquellos casos en los que el problema aparentemente resulta «monosintomático», como es el caso anteriormente expuesto de Hawkins (1975). Si el sujeto acude a consulta es porque el «síntoma» es importante. Esto es, porque influye sobre aspectos importantes de su vida o de su entorno. Por ejemplo, nadie acude a consulta porque le tenga miedo a subir a los aviones si ello no acarrea consecuencias importantes en su vida diaria. Aparte de estas llamadas de atención y ejemplos señalando la necesidad de realizar un estudio exhaustivo de lo que puede ser el motivo de consulta, poco se ha hecho en el estudio de esta fase de la evaluación. Así, en el momento presente, se echan en falta guías teóricas o reglas de procedimiento que permitan enfrentarse con esta fase de la evaluación de forma segura. Cabe destacar, no obstante, algunos esfuerzos realizados en este sentido por autores como Lazarus (1981) con la creación de su Cuestionario Multimodal de la Historia de Vida, o, entre nosotros, el tratamiento recibido por la historia clínica en el libro de Bartolomé, Carrobles, Costa y Del Ser (1977). II.2. Establecimiento de las metas últimas del tratamiento Hace ya algunos años que Rosen y Proctor (1981) diferenciaron entre lo que ellos denominan los «resultados finales» (lo que nosotros hemos venido llamando metas últimas, «goals»), los «resultados instrumentales» (conductas objetivo, «target behavior») y los «resultados 2 intermediarios» del tratamiento. Para estos autores (Rosen y Proctor, 1981), los resultados finales hacen referencia a los criterios utilizados para considerar el tratamiento como un éxito. A estos resultados, por tanto, se les pedirá que posean validez clínica y social. Por ello, los cambios directa o indirectamente logrados deberán ser clínicamente relevantes y socialmente significativos. Ello supone que su valoración debe enfocarse desde diversos puntos de vista: tantos como criterios puedan utilizar los distintos valoradores sociales que resulten pertinentes. Esto es, los resultados finales deben haber solucionado las demandas del paciente y de los agentes sociales significativos que lo rodean. Los resultados instrumentales, para Rosen y Proctor, son aquellos que son suficientes para alcanzar otros resultados sin intervención adicional. Deben, pues, poseer validez clínica, en el sentido de que con su consecución se logre afrontar con éxito las respuestas clínicas que se persiguen (p.ej., todas y cada una de las conductas que se conciben propias de la depresión). De la misma forma, deben valorarse también según su contribución en la consecución de los resultados finales. Esto último tiene una doble vertiente: que los resultados instrumentales sean suficientes para alcanzar los resultados finales, y que exista alguna forma de intervenir sobre los resultados instrumentales. Por último, Rosen y Proctor diferencian lo que ellos denominan resultados intermediarios, es decir, aquellos que facilitan la continuación del tratamiento o posibilitan la aplicación de determinadas técnicas de intervención (p.ej., la capacidad de imaginar para aplicar la desensibilización sistemática por medio de la imaginación). Con las expresiones «metas», «objetivos últimos de la terapia», o «resultados finales», en palabras de Rosen y Proctor (en la literatura de lengua inglesa suele utilizarse el término «goals»), suele hacerse referencia a las metas o efectos finales que se espera produzca el tratamiento (por ejemplo, un mejor rendimiento académico, un mejor ajuste laboral, la mejoría de las relaciones familiares, etc.). Las conductas objetivo («target behavior») hacen referencia a aquellas variables concretas de la conducta o del contexto en el que ésta sucede y sobre las que se enfoca el tratamiento (de ahí que se las proponga como «resultados instrumentales»). Los objetivos últimos de la terapia, por el contrario, se expresan en términos de los efectos que deben producir las conductas cambiadas durante el tratamiento. No se trata ya de que la conducta o la situación manipuladas se hayan modificado en la dirección deseada. Se hace necesario que hayan cambiado en la magnitud y con la generalización y perdurabilidad necesarias para producir los efectos que se pretendían. Estos cambios, pues, deben UNIDAD III. GODOY, A. EL PROCESO DE LA EVALUACIÓN CONDUCTUAL. EN : VICENTE CABALLO (1991). MANUAL DE TÉCNICAS DE MODIFICACIÓN DE CONDUCTA. MADRID: SIGLO XXI. CAPÍTULO 5 PSICOLOGÍA CLÍNICA- EL PROCESO DE EVALUACIÓN EN LA TERAPIA COGNITIVO-CONDUCTUAL haber alcanzado las metas últimas deseadas incidiendo en el comportamiento y el ambiente del sujeto. Puede pensarse, pues, que a la vista de la diferenciación conceptual previamente realizada, no siempre explicitada en los escritos sobre terapia y evaluación conductual, queda claro que la famosa frase de Eysenck (1960) «controla el síntoma y habrás eliminado la neurosis» queda ya lejos de lo que se pretende sea la moderna terapia de conducta. Dada la complejidad e interrelación entre las distintas partes de la intervención, quizá conviene, como han señalado algunos autores, no olvidar que existen covariaciones entre distintas clases de conductas (p.ej., Kazdin, 1985b) y dependencias funcionales entre conductas, y que, más que modificar un conjunto inconexo de las mismas sobre lo que se está interviniendo es sobre un sistema funcional (Evans, 1985; Voeltz y Evans, 1983). II.2.1. Variables de las que dependen las metas últimas del tratamiento Las metas últimas del tratamiento dependen fundamentalmente de los juicios de valor de los que directa o indirectamente intervienen en la terapia (Wilson y O'Leary, 1980). En terapia de conducta se supone que los objetivos finales que deben alcanzarse son un asunto a consensuar entre el paciente (o, como en el caso de los niños, otros que tienen responsabilidad sobre el mismo) y el terapeuta (Nelson y Hayes, 19866). Resumidamente, pues, las metas últimas del tratamiento puede decirse que dependen de: a. El sistema conceptual y de valores del terapeuta. Distintas terapias y distintos terapeutas parecen tener objetivos finales diferentes. b. El sistema conceptual y de valores de quien realiza la consulta. Las quejas y demandas procedentes de los pacientes con frecuencia se expresan en términos vagos y de teorías de rasgos (Mischel, 1968; Kazdin, 1985b). Dado que el terapeuta de conducta suele adoptar una postura activa en la recopilación de información, los datos que proporciona el paciente, sin embargo, con frecuencia se encuentran influidos por el sistema conceptual empleado por el terapeuta (Kazdin, 1985b; Kratochwill, 1985). c. Los requerimientos del medio físico y social en el que vive y se desenvuelve el paciente. 3 II.3. Análisis de las conductas problema Desde el punto de vista del paciente, o de los otros usuarios de la psicoterapia, los problemas que se plantean son de dos tipos: a) quejas, y b) demandas. Ambas suelen agruparse en lo que se considera «el motivo de consulta». Las quejas suelen referirse a lo que va mal y se quiere eliminar, a lo que causa problemas, a lo negativo y molesto. Las demandas, a su vez, hacen referencia a lo que se quiere adquirir, a lo positivo. Las demandas no siempre coinciden con la eliminación de lo que constituye una queja. En general, puede decirse sin embargo que toda queja encierra una demanda: una nueva forma de comportarse (p.ej., más desinhibida, menos impulsiva, más persistente, etc.) o un cambio en el ambiente (p.ej., en los padres, en un determinado alumno, en la pareja, etc.). Tanto las quejas como las demandas, en nuestra cultura, suelen plantearse bien en términos de clases de conductas (p.ej., «se pasa el día sentado», «no hace más que llorar», etc.), o bien en términos de capacidades («no soy capaz de...», «me gustaría poder...», etc.). Las quejas y demandas del paciente, tal como éste las presenta, son reinterpretadas desde las distintas corrientes teóricas subyacentes a cada una de las terapias existentes. De la misma forma, en evaluación conductual lo que el paciente experimenta como un sentimiento sordo de malestar puede pasar a conceptualizarse como respuestas específicas a nivel motor, cognitivo y fisiológico. En lo que llevamos dicho hasta aquí puede verse que estamos diferenciando entre lo que son: a) los motivos de consulta, b) las conductas problema, c) el punto sobre el que debe incidir la intervención, y d) las metas últimas del tratamiento. Aun cuando con frecuencia tiendan a confundirse los tres últimos elementos, en el estado actual de nuestros conocimientos parece ventajoso el mantenerlos diferenciados. Las conductas problema hacen referencia, pues, a la traducción, en términos conductuales operacionales, del motivo de consulta presentado por el usuario (paciente u «otros significativos» de su medio). Cuando se habla de delimitación o definición de las conductas problema en terapia de conducta suele hacerse referencia a la operacionalización, en términos conductuales, tanto de las quejas como de aquello que produce las demandas del paciente. En algunos casos la conducta problema propuesta por el terapeuta aparentemente se aleja de las quejas del paciente. Ello no quiere decir que el evaluados haya descubierto «el problema real» o algún problema «más profundo». Únicamente el evaluador se ha creado un modelo de trabajo del funcionamiento del paciente en el que aparecen otros UNIDAD III. GODOY, A. EL PROCESO DE LA EVALUACIÓN CONDUCTUAL. EN : VICENTE CABALLO (1991). MANUAL DE TÉCNICAS DE MODIFICACIÓN DE CONDUCTA. MADRID: SIGLO XXI. CAPÍTULO 5 PSICOLOGÍA CLÍNICA- EL PROCESO DE EVALUACIÓN EN LA TERAPIA COGNITIVO-CONDUCTUAL comportamientos, previos en la «cadena causal», de los que dependen las quejas presentadas y que es necesario eliminar, o instaurar para hacer desaparecer las quejas o conseguir las demandas que se hacen. Algunos autores (Evans, 1985 y Voeltz y Evans, 1983) señalan que pueden distinguirse en terapia de conducta y en evaluación conductual dos enfoques subyacentes: el enfoque mayoritario en la actualidad, centrado en el problema (o «enfoque eliminador», en términos de Goldiamond, 1974), y otro punto de vista, siempre existente pero poco destacado, en el que se defiende que las metas del tratamiento no siempre llegan a coincidir con la traducción operacional en conductas aisladas de las demandas del paciente (enfoque al que, a partir de ahora, llamaremos «enfoque constructivo» o «sistémico» [Goldiamond, 1974, 1984]). En el extremo de este último enfoque cabría situar los intentos por construir positivamente (en contraposición a la eliminación del problema, típico de la visión anterior) una nueva forma de ser y comportarse del paciente, de relacionarse con su medio, e incluso de cambiar el medio, o de cambiar de medio (Goldiamond, 1974; Hawkins, 1986; Kanfer, 1985; Schwartz y Goldiamond, 1975). No se trataría ya, por tanto, de eliminar algo (las conductas problemas), sino de dotar al sujeto de toda una serie de herramientas comportamentales con las que valerse mejor en su vida diaria. El elegir uno u otro enfoque influye profundamente sobre todas las fases de la evaluación. Desde el punto de vista centrado en las conductas problema, el ideal parece consistir en llegar a una situación de conocimientos tal que permita un acto diagnóstico completo: la clasificación de las conductas problema de tal forma que sea posible la indicación del tratamiento más adecuado (Kanfer y Saslow, 1965, 1969; Pelechano, 1981b), es decir, el tratamiento que elimine el problema a lo largo del tiempo y a través de las situaciones. Desde el punto de vista centrado en la construcción positiva de una nueva forma de comportarse, la generalización a través de las respuestas, de las situaciones y del tiempo cambia de perspectiva. Ya no se trata de que el efecto producido sobre la conducta tratada se generalice a otras conductas, a otros ambientes y que perdure en el tiempo. El objetivo consiste, más bien, en cambiar muchas clases de conductas en muchas situaciones, de tal forma que se automantengan y desencadenen una nueva forma de relacionarse con el ambiente y/o proporcionen posibilidades de acceder a otros ambientes. Se trata, en suma, de cambiar el curso de la vida del sujeto. Desde el punto de vista centrado en el problema, o enfoque eliminativo y tópico (en contraposición al enfoque constructivo y sistémico) se ha propuesto que, dado el estado actual de la cuestión, los 4 trastornos comportamentales, más que con etiquetas diagnósticas, deben conceptualizarse como excesos o déficit (Kanfer y Saslow, 1969). Para esto se dice que una conducta se puede catalogar como exceso o déficit atendiendo a los parámetros objetivos de frecuencia, duración o intensidad, a que se produzca de forma adecuada o bajo condiciones en las que socialmente se espera que ocurra. Sin embargo, aunque en clínica los parámetros de frecuencia, tasa, duración, latencia y, en menor medida, intensidad pueden ser bastante objetivos, no lo es tanto el «que se produzca de forma adecuada o bajo las condiciones en que se espera que ocurra», ya que con frecuencia distintos valoradores sociales poseen ideas diferentes de lo que puede ser adecuado o no, o de lo que debería o no ocurrir, dadas unas determinadas condiciones ambientales. Por otra parte, es obvio que conociendo la frecuencia, la intensidad o la duración de una conducta problemática no se sabe aún si debe catalogarse ésta como exceso o como déficit. Se necesitan para ello, además, normas o criterios acerca de lo que es adecuado o normal, con los que comparar la frecuencia, la duración o la intensidad obtenidas en un caso particular. Catalogarlas de una u otra forma sobre la base de lo que el terapeuta o evaluador conductual considera que es lo normal o adecuado, posiblemente no es más objetivo que catalogarlas como tal o cual entidad nosológica. Barrios y Hartmann (1986) han señalado que para clasificar de forma objetiva a las conductas problema como excesos o como déficit es necesario disponer, bien de normas estadísticas de actuación del grupo social al que pertenece el sujeto, bien de criterios de ejecución derivados de lo que se propone en el desempeño completo de las tareas o funciones que se analizan o de criterios de bondad de los resultados producidos por dichas tareas o funciones, o bien de criterios de validación social brevemente expresados en la siguiente pregunta propuesta por Barrios y Hartmann (1986): ¿qué expectativas existen, en el medio social que rodea al paciente, acerca de su actuación y de los niveles que debe alcanzar, de tal forma que quede sometido al juego normal de refuerzos en dicho medio? Ante lo que acaba de decirse en el punto anterior, como es obvio, los criterios contra los que debe contrastarse la bondad del tratamiento son completamente distintos en uno y otro enfoque de la terapia. En el primer caso (enfoque eliminador) se trata de averiguar si la conductaproblema ha desaparecido tras la aplicación del tratamiento y si continúa sin aparecer durante el seguimiento. El mejor punto de comparación en este enfoque es la línea base. En el segundo caso (enfoque constructivo), se trata más bien de contrastar si las UNIDAD III. GODOY, A. EL PROCESO DE LA EVALUACIÓN CONDUCTUAL. EN : VICENTE CABALLO (1991). MANUAL DE TÉCNICAS DE MODIFICACIÓN DE CONDUCTA. MADRID: SIGLO XXI. CAPÍTULO 5 PSICOLOGÍA CLÍNICA- EL PROCESO DE EVALUACIÓN EN LA TERAPIA COGNITIVO-CONDUCTUAL herramientas comportamentales proporcionadas al sujeto han orientado su vida diaria por un camino mejor que el truncado por el tratamiento. La valoración, en este último caso, resulta bastante más compleja y supone que se evalúen muchas facetas de la vida del sujeto y, posiblemente, de muchas formas distintas. Desde esta perspectiva, los puntos de comparación son múltiples. Por otra parte, no se trataría de saber cuánto nos hemos alejado de la línea base (multilínea base), sino cuánto nos hemos acercado a los criterios positivamente propuestos. El éxito de los cambios, pues, no se juzgará por la magnitud de la diferencia entre el estado actual y el estado reflejado en la línea base, de manera que cuanto mayor sea dicha magnitud, tanto más efectivo habrá sido el tratamiento. La bondad de los cambios vendrá dada, más bien, por la magnitud de la diferencia entre el estado actual y los estados propuestos como metas, de tal forma que cuanto menor sea dicha magnitud, tanto mayor habrá sido el éxito del tratamiento. II.4. El estudio de los objetivos terapéuticos Las conductas meta, o conductas objetivo, constituyen aquella clase de conductas a las que se dirige, o sobre las que se centra la intervención terapéutica (Evans, 1985). Una vez modificadas las conductas objetivo se supone que deben haber quedado igualmente satisfechas las quejas y demandas del paciente (Baer, 1982). Sin embargo, no toda demanda o queja produce una conducta objetivo. Con frecuencia una demanda o queja supone que el terapeuta debe proponer varios puntos sobre los que la terapia debe incidir. Y al revés, en algunas ocasiones se espera poder cubrir varias quejas o demandas con la intervención sobre un único punto. Aunque suele hablarse de conductas problema y de conductas objetivo, en muchas ocasiones el terapeuta de conducta propone como problemas o como puntos sobre los que debe incidir la terapia, no clases de conductas, sino más bien determinadas condiciones ambientales. Así se hace cuando lo que se ve como problemático no es la conducta del niño, sino más bien la relación entre los padres, o de éstos con el niño, o la disposición de determinados enseres en el hogar, en una residencia o en la clase, o el momento y/o el lugar en el que sucede la conducta, etcétera). II.4.1. La elección de las conductas meta Desde un punto de vista centrado en el problema, Nelson y Hayes (19866) señalan algunas consideraciones que utilizan los terapeutas de 5 conducta para guiarse en la elección de las conductas objetivo y de la secuencia más adecuada en que debe abordarse cada una de ellas. Dichas consideraciones son las siguientes: 1. Deben cambiarse los comportamientos que son física, social o económicamente peligrosos para el paciente o para los que le rodean (Kanfer, 1985). 2. Una conducta es anormal y debe modificarse si es aversiva para el propio sujeto o para otros, bien porque se aparta de lo que se espera del sujeto en ciertas situaciones, bien porque resulta impredecible (Ullman y Krasner, 1969). 3. Se debe cambiar una determinada conducta si así se flexibiliza el repertorio del paciente, de tal forma que se aumenta el bienestar individual y social a largo plazo. Por ejemplo, cuando con la implantación de una nueva conducta o con la eliminación de la actual se maximiza la obtención de reforzadores a largo plazo (Krasner, 1969; Myerson y Hayes, 1978). 4. La conducta a implantar en lugar de la conducta problema debe establecerse en términos positivos y constructivos, en oposición a la visión supresora o negativa. La razón de este consejo reside en la idea de que las conductas positivas, constructivas, tenderán a mantenerse si tienen validez ecológica, en tanto que la eliminación de las conductas negativas puede ser sólo temporal, especialmente si tenían por función, como suele ser el caso, obtener reforzadores que con la eliminación de dichas conductas ahora no se obtienen (Goldiamond, 1974; McFall, 1982; Winett y Winkler, 1972). 5. Deben obtenerse niveles óptimos de funcionamiento, y no sólo niveles medios (Foster y Ritchey, 1979; Van Houten, 1979). 6. Se deben seleccionar para su modificación únicamente aquellas conductas que el contexto continuará manteniendo (Ayllon y Azrin, 1968). Debe entenderse aquí por «contexto» no sólo el entorno físico y social que rodea al paciente, sino también su sistema de valores y creencias, especialmente cuando éstas son consonantes con el medio social en el que se desenvuelve (Kanfer, 1985). 7. 7. Sólo se deben considerar como conductas objetivo aquellas que son susceptibles de ser tratadas, dados los recursos con que cuentan el paciente y el terapeuta y con los medios disponibles en un determinado momento de desarrollo de las técnicas terapéuticas (Kanfer, 1985; Kanfer y Grimm, 1977). II.4.2. La prioridad en las conductas objetivo UNIDAD III. GODOY, A. EL PROCESO DE LA EVALUACIÓN CONDUCTUAL. EN : VICENTE CABALLO (1991). MANUAL DE TÉCNICAS DE MODIFICACIÓN DE CONDUCTA. MADRID: SIGLO XXI. CAPÍTULO 5 PSICOLOGÍA CLÍNICA- EL PROCESO DE EVALUACIÓN EN LA TERAPIA COGNITIVO-CONDUCTUAL La cuestión acerca de qué conducta objetivo se debe intentar alcanzar en primer lugar se plantea siempre que el problema no es «monosintómatico», es decir, siempre que exista más de una conducta objetivo. En estos casos, la conducta a modificar en primer lugar será: 6 y prolonga el tiempo necesario para realizar la evaluación pretratamiento, pensamos que posiblemente resulte más económico a largo plazo, teniendo en cuenta la duración total del proceso evaluacióntratamiento-valoración de los efectos. II.5. Criterios directrices para la elección del tratamiento adecuado 1. La conducta que resulte más molesta para el paciente o los otros significativos, ya que de esta forma el propio paciente o los otros, como mediadores, estarán más motivados a continuar con el tratamiento si se benefician con la intervención (Tharp y Wetzel, 1969). 2. La conducta más fácil de modificar, ya que los resultados rápidos motivarán al paciente y/o a los otros significativos y los llevarán a esforzarse y a colaborar en los intentos terapéuticos (O'Leary, 1972). 3. La conducta que produzca la máxima generalización de los efectos terapéuticos (Hay, Hay y Nelson, 1977). 4. La primera conducta de la cadena en el caso de que varias conductas constituyan una cadena comportamental (Nelson y Hayes, 19866). Estos consejos generales, surgidos del sentido común o de las teorías subyacentes a los modelos conductuales, no parecen universalmente aplicables, excepto en lo que respecta a los puntos tres y cuatro. Así, por ejemplo, puede aducirse con respecto al primer aserto, que cuando se elimina lo más molesto para el paciente o para los otros significativos, existe cierta probabilidad de que se abandone el tratamiento, ya que, habiendo eliminado la conducta más molesta, el coste de seguir con el tratamiento pudiera resultar mayor que el que supondría abandonarlo. Algo semejante puede decirse con respecto a la segunda afirmación. Aunque en algunos casos el elegir una conducta sobre la que los efectos de la intervención sean rápidos puede llevar al sujeto a implicarse más en la terapia, en otros casos puede crearle expectativas de que todo lo que resta es igualmente fácil y rápido, llevándolo a desanimarse, e incluso a abandonar, ante los primeros inconvenientes, dificultades o recaídas. En nuestra opinión, parece más sensato intervenir en primer lugar (excepto en aquellos casos en que existen conductas peligrosas o muy aversivas para el sujeto o los que lo rodean) sobre aquellos elementos (conductas o factores ambientales) que produzcan un proceso de intervención más rápido, parsimonioso y dotado de efectos más generales. Aunque el análisis de tipo sistémico es mucho más complejo Se supone, como se ha dicho anteriormente, que la evaluación debe señalar, de alguna manera, cuál es el tratamiento más adecuado. Ello supone que la existencia de un sistema de conocimientos que permita que, conociendo el diagnóstico, se sepa igualmente si existe o no tratamiento y, en el caso de que lo haya, cuál es el apropiado. Nelson (1984) y Nelson y Hayes (19866) han propuesto que las estrategias principales para elegir tratamiento pueden agruparse en tres categorías clasificatorias: el análisis funcional, la estrategia de la conducta clave («keystone behavior») y la estrategia diagnóstica. A estas tres estrategias de actuación posiblemente pueda añadirse una más, denominada «estrategia de la guía teórica». II.5.1. La estrategia del análisis funcional El análisis funcional es la estrategia clásica en terapia de conducta para unir evaluación y tratamiento, esto es, para derivar el tratamiento adecuado a partir de los datos de la evaluación. Con frecuencia, sin embargo, el análisis funcional, fiel a sus orígenes dentro de las teorías operantes, ha sido un análisis funcional operante y, con más frecuencia aún, se ha venido haciendo en exclusiva cuando lo que se pretendía era la eliminación de conductas problema. En estos casos, como repetidamente se ha señalado, el estudio de las conductas problema debe realizarse mediante un cuidadoso análisis topográfico, al que sigue el análisis funcional propiamente dicho. Cuando de lo que se trata no es de la eliminación de alguna conducta problema, sino más bien de la creación de nuevas conductas en el repertorio del paciente, parece ser que el análisis funcional no se realiza con el mismo esmero, limitándose, en la mayoría de los casos, a exponer de forma gruesa en qué debe consistir la conducta a implantar, pero prescindiendo de definirla en términos de los mismos parámetros de frecuencia, intensidad, duración, etc., empleados en otras ocasiones. De la misma forma, el análisis de los estímulos ambientales que deben evocar y mantener la conducta a implantar ha consistido, más en señalar qué estímulos se van a emplear durante la fase de tratamiento que en prever qué estímulos deberán provocar y mantener la conducta en el UNIDAD III. GODOY, A. EL PROCESO DE LA EVALUACIÓN CONDUCTUAL. EN : VICENTE CABALLO (1991). MANUAL DE TÉCNICAS DE MODIFICACIÓN DE CONDUCTA. MADRID: SIGLO XXI. CAPÍTULO 5 PSICOLOGÍA CLÍNICA- EL PROCESO DE EVALUACIÓN EN LA TERAPIA COGNITIVO-CONDUCTUAL medio natural en el que vive el sujeto. Por otra parte, como han indicado Nelson y Hayes (1986b), el análisis funcional realizado en la clínica con frecuencia ha distado bastante de parecerse al análisis experimental del comportamiento en el que decía basarse, ya que las variables controladoras de la conducta que se proponen son hipotéticamente controladoras y no ha habido comprobación previa de que efectivamente controlan la conducta a modificar. En la mayoría de los casos, el tratamiento constituye la única contrastación empírica de las hipótesis funcionales formuladas. Por último, conviene hacer notar que en algunos casos el análisis funcional (operante) parece resultar bastante irrelevante, especialmente en aquellas ocasiones en las que se ha dado una explicación pavloviana a los problemas. II.5.2. La estrategia de la conducta clave Dentro de la evaluación conductual se ha venido desarrollando cada vez con más fuerza una nueva tendencia, que tal como es propuesta por algunos autores (p.ej., Patterson, 1976; Wahler, 1975; Evans, 1985), más que contradecir el análisis funcional clásico, lo complementa. Esta corriente ha venido ganando terreno, especialmente desde la entrada dentro de la modificación de conducta de la terapia cognitiva. La estrategia de la conducta clave («keystone behavior») parte del supuesto de que los trastornos conductuales están constituidos por clases de conductas que se interrelacionan en los tres sistemas de respuestas: motor, cognitivo y fisiológico (Evans, 1986). Se supone, igualmente, que el modificar alguna clase de conductas, o algunas conductas de una determinada clase, modifica otras clases o la clase entera. Un ejemplo de ello son las conductas que se conciben como cadenas causales y en las que se espera que el cambio de la primera conducta (conducta clave) cambie toda la cadena. En palabras de Evans (1986), la estrategia de la conducta clave pretende cambiar una conducta para que ésta cambie otra, y ésta a otra, y así sucesivamente. Por ejemplo, podemos aumentar las habilidades de comunicación para facilitar las relaciones sexuales que, a su vez, disminuirán la depresión, lo que debe reducir la ingesta de bebida. O podemos enseñar estrategias de autocontrol para reducir la impulsividad, de tal forma que aumenten los logros académicos, de manera que mejoren las habilidades y conocimientos básicos que, a su vez, facilitarán las oportunidades laborales. Desde este punto de vista puede fácilmente concluirse que raramente existe una conducta objetivo de tratamiento que deba elegirse en primer 7 lugar, sino que se extrae de un conjunto de conductas objetivo de más o menos la misma importancia. Este enfoque implica que lo que existe son ciertos puntos de comienzo, anteriores a las conductas objetivo a cambiar, que se eligen por la facilidad o rapidez con que el terapeuta puede modificarlos y por los efectos en cascada que sobre tales conductas objetivo producen. Como puede apreciarse, pues, en tanto que el análisis funcional pretende descubrir relaciones estímulo-respuesta, la estrategia de la conducta clave intenta descubrir relaciones respuesta-respuesta (Evans, 1985; Kazdin, 19856). II.5.3. La estrategia diagnóstica Aunque en otras ramas de la medicina el diagnóstico suele hacerse en función de los factores etiológicos que causan la enfermedad, en psiquiatría el diagnóstico se basa más bien en la forma, topografía o propiedades estructurales de la conducta, en oposición a sus propiedades funcionales. A pesar de estas diferencias importantes con los enfoques más usuales en evaluación conductual, la estrategia diagnóstica es encontrada de utilidad por muchos autores de este campo (Nathan, 1981; Taylor, 1983). Según este enfoque, una vez que se le ha asignado a la persona un diagnóstico determinado, se elegirá el tratamiento que se ha encontrado más efectivo para ese tipo de trastorno, suponiendo que tal tratamiento exista. Así, para la depresión puede aconsejarse la terapia cognitiva de Beck; para las fobias, técnicas de exposición; para el exhibicionismo, sensibilización encubierta, etc. Posiblemente, como han señalado Nelson y Hayes (1986b), este enfoque esté siendo frecuentemente utilizado por los evaluadores conductuales, aun cuando suela hablarse con más frecuencia de la utilización del análisis funcional. Por ejemplo, los hallazgos de Felton y Nelson (1984) señalan que los evaluadores conductuales concordaban más acerca del tratamiento indicado que acerca de las variables controladoras de las conductas a modificar, lo que desde el punto de vista del análisis funcional resulta poco explicable. Posiblemente, como concluyen Nelson y Hayes (19866), muchos evaluadores conductuales para elegir el tratamiento, más que el análisis funcional, utilizan estrategias diagnósticas. II.5.4. La estrategia de la guía teórica UNIDAD III. GODOY, A. EL PROCESO DE LA EVALUACIÓN CONDUCTUAL. EN : VICENTE CABALLO (1991). MANUAL DE TÉCNICAS DE MODIFICACIÓN DE CONDUCTA. MADRID: SIGLO XXI. CAPÍTULO 5 PSICOLOGÍA CLÍNICA- EL PROCESO DE EVALUACIÓN EN LA TERAPIA COGNITIVO-CONDUCTUAL Si se admite, como hace ya casi veinte años propuso Yates (1970), que la terapia de conducta se basa en cualquier teoría o sistema de conocimientos procedentes de la psicología científica, y no únicamente en aquéllos derivados de las teorías del aprendizaje, puede proponerse una cuarta estrategia de diagnóstico a la que podemos denominar «de la guía teórica» y de la que el análisis funcional no es sino un caso concreto. El procedimiento, brevemente expresado, puede describirse de la siguiente forma: enfrentados con las quejas y demandas del paciente, el terapeuta recurre al arsenal de teorías y conocimientos científicos existentes en busca de un sistema conceptual que verse sobre la región de fenómenos con que se encuentra, de tal forma que le sea posible describirlos con precisión y encontrar estrategias de actuación para pasar de un estado A (coincidente con el que actualmente presenta el paciente) a un estado B (coincidente con las metas últimas propuestas). Esta parece ser la forma de actuar de algunos autores conductuales. Así, ante algunos problemas de tipo depresivo, pueden llegar a plantearse qué estímulos discriminativos los provocan y qué estímulos reforzantes los mantienen (hipótesis operante de las «ganancias secundarias de los síntomas»), de cara a someter al sujeto a procesos de extinción. En tanto que ante otros casos, en los que las mismas conductas van acompañadas de una extensa pérdida de reforzadores puede recurrir a las hipótesis de Fester (1965), o a la de Lazarus (1968b), en las que se considera que el sujeto está sometido a un programa de extinción de las conductas más adaptativas (y, quizá, a un programa de refuerzo de conductas de evitación). En otras ocasiones, por el contrario, puede pensarse que las quejas y demandas del paciente y sus familiares quedan mejor conceptualizadas desde la visión de Lewinsohn (1974), en la que se propone que el paciente carece de las habilidades necesarias para obtener reforzadores en su medio social habitual; o desde la teoría de la «indefensión aprendida» de Seligman (1975; Abramson, Seligman y Teasdale, 1978), o desde la posición cognitiva de Beck (1979), etc. De este modo, las quejas y demandas planteadas de forma semejante, tras un análisis más detenido, pueden quedar conceptualizadas en una forma distinta y requerir la evaluación de unos u otros contenidos, así como desembocar en uno u otro tipo de tratamiento. Sobre las ventajas relativas de uno u otro enfoque de elección del tratamiento existen discrepancias entre los distintos autores. Lo que sí parece claro en este momento es que no se justifica la recomendación que hacen algunos de que el análisis funcional debe hacerse de forma rutinaria. En primer lugar, porque en algunos casos puede resultar inútil. 8 En segundo, porque en otros casos, aun cuando no resulte gratuito, la razón coste/beneficio, si se compara con otros procedimientos, no lo hace aconsejable. Posiblemente, como han señalado algunos autores (Haynes, 1986; Nathan, 1981; Nelson y Hayes, 1986b), en algunas situaciones sea mejor el empleo de una estrategia y en otras el empleo de otra. Así por ejemplo, Nathan (1981) ha propuesto que en los trastornos con una etiología biológica relativamente clara, puede resultar de más utilidad el enfoque diagnóstico. En tanto que el análisis funcional sería más idóneo en los trastornos altamente dependientes del ambiente circundante. Haynes (1986), por su parte, propone que el acercamiento diagnóstico puede resultar preferible al análisis funcional cuando existe, para un determinado tipo de trastorno, un tratamiento que sea suficiente y proporcione una alta probabilidad de éxito (p.ej., la desensibilización sistemática o las técnicas de exposición con las fobias). II.6. Evaluación de los resultados del tratamiento II.6.1. Razones para realizar una valoración sistemática de los resultados Existen muchas razones que aconsejan la realización de una valoración sistemática de los resultados de las intervenciones psicológicas (Hayes y Nelson, 1986; Nelson y Hayes, 1986b). Entre las señaladas más frecuentemente se encuentran las siguientes: 1. La calidad del servicio al paciente se mejora, ya que la valoración proporciona información acerca de la magnitud y dirección de los cambios, así como acerca de en qué medida se camina hacia la consecución de las metas últimas del tratamiento, permitiendo con ello la corrección de los fallos o deficiencias que se observen (valoración formativa). 2. Cuando la valoración se realiza tras la terminación de la intervención, bien inmediatamente después de la misma, o bien durante el período de seguimiento, la valoración permite apreciar el grado con el que se han alcanzado las metas últimas del tratamiento y, por tanto, si el tratamiento puede considerarse o no como un éxito, en qué medida lo es y con respecto a qué criterios de los utilizados (valoración normativa). 3. La valoración normativa realizada sobre los procedimientos de intervención nos da seguridad acerca de su calidad y permite diseminar mejor los tratamientos, como productos psicológicos que son, entre sus consumidores: terapeutas, responsables de la administración indirecta de intervenciones psicológicas (gerentes, UNIDAD III. GODOY, A. EL PROCESO DE LA EVALUACIÓN CONDUCTUAL. EN : VICENTE CABALLO (1991). MANUAL DE TÉCNICAS DE MODIFICACIÓN DE CONDUCTA. MADRID: SIGLO XXI. CAPÍTULO 5 PSICOLOGÍA CLÍNICA- EL PROCESO DE EVALUACIÓN EN LA TERAPIA COGNITIVO-CONDUCTUAL directores médicos, responsables de salud, etc.), y pacientes (Pelechano, 1980b, 1980c). 4. Por último, la realización de valoraciones sistemáticas y cuidadosamente realizadas hace avanzar las ciencias clínicas y contribuye al aumento de nuestros conocimientos técnicos y aplicados. II.6.2. Valoración de las metas últimas del tratamiento Las conductas objetivo, sobre las que se realiza la intervención, habitualmente son escogidas por el terapeuta de conducta, con frecuencia de forma consensuada con el paciente, sobre la base de su consideración como conductas adaptativas; es decir, sobre la base de su adecuación para alcanzar las metas últimas del tratamiento. Estas se eligen sobre criterios de valores culturales y personales (Wilson y O'Leary, 1980) y para establecerlas en terapia de conducta se debe realizar un contrato, previamente consensuado, entre el terapeuta y el paciente o quien lo representa (Davison y Stuart, 1975; Nelson y Hayes, 1986b). Desde un punto de vista centrado en las conductas problema, puede pensarse que el establecimiento de las metas últimas de la intervención dependen del paciente o de las personas bajo cuya tutela se encuentra, en el caso de los sujetos incapacitados. Desde un punto de vista sistémico, más amplio, el establecimiento y la valoración de la consecución de las metas últimas puede resultar bastante más complejo. Desde este último punto de vista, el establecimiento del éxito del tratamiento depende de diversos criterios que pueden diferir según los agentes sociales u otras personas significativas que realicen la valoración de los resultados. Esto hace que sea necesario hacer un muestreo de los otros significativos en los distintos ambientes en que se desenvuelve el paciente para establecer cuáles son los criterios de éxito que utilizan. De un ambiente a otro y de un valorador a otro estos criterios pueden diferir, tal como se ha puesto de manifiesto en algunas obras relacionadas con la valoración de programas de intervención (p.ej., Stufflebeam y Shinkfield, 1987). Así los criterios empleados para valorar una misma actuación difieren dependiendo del sexo, la edad o el «rol» del que actúa (McFall, 1982). De la misma forma, los criterios con los que se valora la adecuación de una determinada actuación pueden ser muy distintos, según quién sea el que la valora. Así, parece simplista suponer que la adecuación del cambio depende única y exclusivamente del grado de cambio que se ha producido con respecto a la línea base y de la dirección del mismo. Una misma 9 magnitud de cambio en determinada dirección puede ser valorada como muy relevante y adecuada, o irrelevante y contraproducente, según los criterios de adecuación que utilicen los agentes sociales que se toman como jueces. II.6.3. Procedimientos de valoración de los resultados Puede decirse que existen dos formas fundamentales de valorar los resultados del tratamiento: con respecto a la línea base y con respecto a los objetivos meta o fines últimos de la intervención. 11.6.3.1. Valoración de los resultados del tratamiento con respecto a la línea base La comparación del estado del paciente, en cada una de las conductas elegidas como conducta objeto de intervención, y su situación en las mismas durante la línea base es propia de los acercamientos centrados en el problema, y más que una valoración de la mejoría o eficacia supone una valoración del impacto del tratamiento. La diferencia entre los valores actuales y los valores de las mismas variables durante la línea base proporcionan una medida de la magnitud y dirección del cambio producido entre uno y otro momento. Si el diseño según el que se ha llevado a cabo el tratamiento resulta metodológicamente adecuado, puede concluirse además que dicho cambio probablemente ha sido debido a la manipulación o intervención realizada. Sin embargo, no siempre es posible, emplear en la práctica clínica diseños metodológicamente apropiados que permitan concluir, con un alto grado de seguridad, que ha sido el tratamiento aplicado y no algún otro factor el responsable de los cambios producidos. La comparación de los valores actuales en las variables elegidas con sus valores en la línea base a lo más que llega es a mostrar que se ha producido cambio en la dirección esperada, pero no que dicho cambio sea altamente relevante. II.6.3.2. Valoración de los resultados de la intervención por comparación con las metas últimas del tratamiento Como acabamos de manifestar, quizá no interesa tanto la magnitud del cambio como su relevancia clínica y social. Sin embargo, la relevancia clínica no se extrae de la comparación del estado actual con el estado durante la línea base, sino de la comparación del estado actual con los objetivos meta previamente fijados. Cuanto mayor es la coincidencia del estado producido por el tratamiento con los objetivos UNIDAD III. GODOY, A. EL PROCESO DE LA EVALUACIÓN CONDUCTUAL. EN : VICENTE CABALLO (1991). MANUAL DE TÉCNICAS DE MODIFICACIÓN DE CONDUCTA. MADRID: SIGLO XXI. CAPÍTULO 5 PSICOLOGÍA CLÍNICA- EL PROCESO DE EVALUACIÓN EN LA TERAPIA COGNITIVO-CONDUCTUAL meta propuestos, tanta mayor relevancia clínica posee el cambio operado. El criterio de bondad que, según parece, conviene utilizar no es la significación estadística de las diferencias pre y postratamiento, o entre el grupo control y el experimental, sino la concordancia entre el estado producido tras el tratamiento y el estado que se deseaba conseguir, así como la estabilidad temporal del estado alcanzado. Es esta estabilidad la que asegura que el nuevo estado no es una fluctuación azarosa. Por otra parte, la concordancia entre el estado deseado y el estado conseguido asegura que el cambio no es despreciable, que es clínicamente relevante, sea o no estadísticamente significativo. En nuestra opinión, pues, la línea base es de utilidad para establecer si se ha de emprender o no algún tipo de intervención y para calcular la magnitud del cambio producido tras el tratamiento. En ningún caso para juzgar acerca del éxito de dicho cambio, dando por supuesto que se haya producido. Si el comportamiento que el sujeto manifiesta en el estado conseguido concuerda con los comportamientos del universo (o universos) definido como meta y el estado instaurado perdura, el terapeuta dirá que el tratamiento ha tenido éxito, ya que se ha logrado la meta que se buscaba. Esto, obviamente, supone que los universos definidos como metas, así como el muestreo realizado de cara a la evaluación de los mismos, se han elegido con cuidado, habiéndose incluido qué conductas deberá manifestar el sujeto, qué conductas no deberá manifestar, en qué situaciones deberán aparecer y en cuáles no..., así como qué criterios de adecuación va a emplear el propio paciente y los distintos agentes sociales que van a valorar los resultados alcanzados. De esta forma, más que una medida del cambio o impacto de la intervención realizada, se obtienen diferentes valoraciones de la adecuación, bondad o éxito del cambio logrado. 10 Bellack, M. Hersen y A. E. Kazdin (comps.), International handbook of behavior modification and therapy, Nueva York, Plenum Press, 1982. Kanfer, F. y Schefft, B., Guiding the process of therapeutic change, Champaign, 111., Research Press, 1988. Nelson, R. O. y Hayes, S. C. (comps.), Conceptual foundations of behavioral assessment, Nueva York, Guilford Press, 1986. III. LECTURAS PARA PROFUNDIZAR Barrios, B. A., «On the changing nature of behavioral assessment», en A. S. Bellack y M. Hersen (comps.), Behavioral assessment: a practical handbook, 3.' ed., Nueva York, Pergamon Press, 1988. Egan, G., The skilled helper, 3.' ed., Pacific Grove, Calif., Brooks/Cole, 1986. Fernández Ballesteros, R. y Carrobles, J. A. 1. (comps.), Evaluación conductual: metodología y aplicaciones, 3.' ed., Madrid, Pirámide, 1986. Goldfried, M. R., «Behavioral assessment: an overview», en A. S. UNIDAD III. GODOY, A. EL PROCESO DE LA EVALUACIÓN CONDUCTUAL. EN : VICENTE CABALLO (1991). MANUAL DE TÉCNICAS DE MODIFICACIÓN DE CONDUCTA. MADRID: SIGLO XXI. CAPÍTULO 5