La Falcata de Viriato - El Escaparate de ANXO DO REGO escritor

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2 La Falcata de Viriato ©
2
La Falcata
de
Viriato
Anxo do Rego
Anxo do Rego
—3—
© Anxo do Rego - 2011
Reservados todos los derechos
www.anxodorego.es
4 La Falcata de Viriato ©
4
Esta novela está dedicada
con todo mi afecto y cariño
a Graci, Mi Veranilla
Anxo do Rego
—5—
6 La Falcata de Viriato ©
6
La excelencia moral es resultado del hábito.
Nos volvemos justos realizando actos de justicia;
templados, realizando actos de templanza;
valientes, realizando actos de valentía.
Aristóteles
PROLOGO
Hispania Citerior. Año 129 a.d.n.e.
A
lucio, un anciano lusitano cuya edad está muy cerca de los
setenta y cinco años, acaba de abrir los ojos. La noche
pasada junto al fuego central de la choza, incómoda, abierta por el
techo y sin jergón de hojas donde reposar el cansado cuerpo,
estuvo llena de sueños. En su rostro aun permanecen las huellas
del recuerdo. Los años han pasado tan rápido que a veces
confunde las fechas al rememorar los hechos.
Junto a la amplia manta de pieles de borrego, cosidas por
diestras manos, tiene un pequeño bulto escondido. No es muy
grande, su longitud posiblemente no alcance más allá de la
extensión del brazo de un hombre adulto. Su anchura aún es
menor, equivale a una cuarta. Una soga, gastada y sucia, sujeta y
oculta su contenido, lo hace de arriba abajo y de un lado a otro.
Anxo do Rego
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Como cada mañana, una mujer joven del poblado, acude a la
choza para calentar en un recipiente un poco de leche de oveja
recién ordeñada. Se lo ofrece junto a los restos de una torta de
trigo, que el anciano intenta triturar con los pocos dientes que aún
conserva en su boca. Al terminar.
— ¿Estás preparado?
— Como siempre mí querida Kara.
— Entonces, apoya tu brazo en mi hombro y salgamos, pero no
olvides el bulto.
— No lo haré. Además hoy es el día.
— Si, te esperan todos.
— ¿Los jóvenes también?
— Todos, parece un día de fiesta. Se han puesto sus mejores
vestiduras y todos están deseosos de escucharte.
— ¿También tu?
— Desde luego.
— Pues entonces aligeremos el paso – dijo sonriendo.
Kara ha pasado casi toda su infancia y juventud en aquella
ciudad, ahora forman parte de una provincia romana. Las guerras
han acabado y pese a que muchos hombres se han dejado la
vida, ella, como tantas otras mujeres, ha sobrevivido por saber
defenderse. Apenas les ha faltado comida, y a ella aún menos.
Kara es conocida como la hija de un caudillo arévaco, y como tal,
siempre la han respetado y facilitado ayuda y alimentos. Aun
resuenan en los oídos de todos esos celtiberos, la gesta de la
capital Numantia de hace cuatro años.
El lugar donde esperan a Alucio, no está muy lejos de la torre
de vigilancia. Es una explanada donde los jóvenes se ejercitan en
el noble arte de la lucha a espada. Su lento caminar obedece al
deterioro de sus piernas, la edad no le ha perdonado y los
esfuerzos realizados durante su vida, ahora reclaman con dolores,
impidiéndole caminar correctamente. De vez en cuando lanza
unos improperios señalando a sus lentas piernas como culpables
de la situación.
El dirigente arévaco, Olónico, a quien los romanos visitan con
frecuencia a requerirle el pago de los tributos de la ciudad de
Sekobirikes, al ver llegar a Alucio, recostando su brazo derecho en
el hombro de Kara, se levanta y acude en su ayuda.
— Dame ese bulto, yo lo llevaré.
— No pesa, no te preocupes.
— Como prefieras.
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8
Kara abandona la compañía del anciano, y como el resto de
mujeres, esperan alejadas hasta situarse en una segunda línea,
detrás de los hombres. Los oídos de todos están pendientes de
las palabras que debe decir y prometió. Hoy, como señaló, será el
momento de descubrir lo que oculta el bulto que sujeta con su
brazo izquierdo.
Han dispuesto un banco para que se siente mirando al oeste,
hacia su querida Lusitania. A su espalda, una roca le servirá de
respaldo y abajo en el suelo, un par de odres conteniendo agua y
leche para saciar su sed.
Le lleva unos minutos alcanzar el banco. Al llegar toma asiento
y deja a su lado derecho el bulto atado con soga. Un silencio
desconocido hasta ese momento llena todo aquel lugar, ni tan
siquiera se oyen los balidos de las ovejas cercanas. Todos
esperan las palabras del anciano Alucio.
— Mis queridos amigos. No se si ha sido Endovélico o Lug 1,
quienes han comenzado a llamarme ante su presencia. Mis
piernas apenas pueden sostenerme y cada día el cansancio
llena todo mi cuerpo. Creo que pronto cruzaré esa línea tan
ligera que separa la vida de la muerte. Sin embargo me
molesta pensar que no moriré en combate. Me habría gustado
que mi cuerpo reposara junto al de muchos guerreros y que en
la próxima noche de plenilunio se celebrara mis exequias con
cánticos y honores, según vuestras costumbres, o que
siguiendo las lusitanas, mi cuerpo fuera incinerado en una
elevada pira. Pero no puedo pedir tanto, al fin y al cabo solo
soy un humilde hombre. Perdonarme. Os prometí hace tiempo
que os contaría una historia. La historia de un verdadero
héroe, y esto que ahora oculto, forma parte de esta historia.
Cuando la acabe de contar lo descubriré.
Hace tiempo, mas del que quisiera, escuché y viví lo que a
continuación os relataréCCCC
1
Deidades celtiberas.
Anxo do Rego
—9—
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10
CAPITULO 1
Lusitania. Agosto del año 180 a.d.n.e.
ientras los pretores 2 de la Hispania Romana, Tiberio
Sempronio Graco y Lucio Postumio Albino, batallaban contra
los celtiberos e intentaban conquistar mas tierras para la
Republica Romana, en plena primera guerra celtibera 3, en un
castro lusitano situado al oeste de la península, alejado de las
contiendas, vivía junto a sus respectivas familias, un matrimonio
formado por Vísmaro y Alanis.
M
2
Gobernador de una de las zonas o provincias controladas por los romanos, denominadas
Ulterior y Citerior.
3
Durante los años 181 a 179 a.d.n.e., Roma inicia una guerra contra los celtiberos, (vacceos,
bettones y lusones) dada las sublevaciones de estos contra el invasor. Roma trata de impedir
la unión de dichos pueblos y su expansión hasta el Valle del Ebro y el Levante Ibérico. Así en el
año 179 a.d.n.e. Tiberio Sempronio Graco, derrota a la coalición celtibera en la batalla de
Moncayo acabando con la expansión celtibera.
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— 11 —
Él, pastoreando. Ella, ayudando como el resto de mujeres, al
mantenimiento del castro. Ambos formaban parte de una gens 4, y
como matrimonio desde hacía catorce meses, deseaban con
ahínco el nacimiento de su hijo, para iniciar con él, la creación de
su propio grupo familiar, una nueva gentilates 5.
Generalmente Vísmaro, como la mayoría de los miembros de
su gens, pasaba mucho tiempo con el ganado, alejado de la
castella6. Pese a ser un grupo tribal lusitano menor, separado de
otros mas numerosos y mayores, mantenían sus costumbres
gentilicias, comer y dormir en comunidad. Lo primero, sentados en
bancos corridos adosados a las paredes en torno a una hoguera
central, alrededor de la cual, al llegar la noche también dormía el
grupo. Ambos, como el resto de individuos, mantenían un
pronunciado orgullo al expresar su nombre, se jactaban de
pertenecer a su gens, un grupo de parentesco muy amplio, con
antiguos predecesores celtas. A su nombre acostumbraban
añadir, de Salliacum.
Su aldea o castro, solo tenía una mínima torre de vigilancia en
el centro. No obstante de poco o nada les servia, solo había
gentilicios, sin ningún grupo militar de importancia. Por esa razón
la asamblea popular solo la formaban los ancianos, aunque en
realidad estaba constituida por propietarios de grandes rebaños
con importantes clientelas 7 .
El Viros 8, en la última reunión mantenida con la asamblea
popular, decidió que Vísmaro y cuatro pastores mas de la aldea,
debían alejar al ganado, mantenerlo fuera del alcance de los
romanos. Recientemente habían llegado noticias del este, de
aldeas arrasadas por los invasores, quienes después de matar a
los habitantes celtiberos, habían confiscado las reses para pasar a
engrosar sus rediles y abastecer los estómagos de sus soldados.
Después de la reunión, mandaron llamar a los cinco pastores
para darles la noticia. Los cinco hombres atravesaron la puerta de
la cabaña y esperaron en silencio. Uno de los miembros de la
asamblea popular los invitó a sentarse.
4
Gens (familia) Organización social cuyas relaciones se basaban en el parentesco. Constituían
grupos consanguíneos, descendientes de un antepasado común. Sus miembros formaban un
amplio grupo.
5
Gentilates. División menor de una gens.
6
Castro o asentamiento urbano menor del pueblo celtibero.
7
Comitivas de carácter militar, constituidas en torno a individuos importantes de la comunidad
tribal. Sostenían una relación contractual basada en la riqueza y posición social de ambas
partes. Normalmente el jefe debía alimentar y vestir a sus seguidores, mientras éstos le debían
apoyo incondicional.
8
También denominado Veramos, era el magistrado ocupado en administrar la ciudad o grupos
de aldeas.
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12
— Sentaos, el Viros, desea comunicaros la decisión que
acabamos de tomar.
Vísmaro, al igual que sus cuatro compañeros, ocupó uno de
los bancos de madera, el más cercano a la hoguera que no dejaba
de crepitar. Él, hacia unos minutos que había abandonado la
compañía de su esposa Alanis, quien se encontraba pesada, con
un vientre enorme que dificultaba sus movimientos. Apenas
quedaban dos semanas para que naciera su hijo. Esa era la fecha
prevista por la partera, y también la sensación que ella misma
tenia sobre su estado de gestación.
Después de sostener una conversación con el grupo de
ancianos, el magistrado, con la aquiescencia de todos, tomó la
palabra.
— Esta asamblea popular y yo, como Viros del poblado, hemos
tomado la decisión de unir todos los rebaños y apartarlos de la
codicia del invasor romano. Por tanto os hemos mandado
llamar, para que de forma conjunta, preparéis la salida dentro
de dos días. Tomareis dirección oeste y luego iréis al sur, a
tierras donde los pastos sean suficientes para pasar el otoño e
invierno, y solo cuando las flores de primavera devuelvan la
vida a los árboles, uno de vosotros regresará al poblado para
recoger noticias y nuevas instrucciones.
Vísmaro notó como la tristeza invadía todo su ser. Esa
decisión le separaba de su querida Alanis, y le condenaba a no
ver nacer a su hijo. Quiso protestar, pero solo su cerebro escuchó
las palabras que se oponían al momento y medida adoptada.
Todos asintieron, mantuvieron silencio, y a una invitación,
abandonaron la cabaña para continuar con sus respectivas
obligaciones.
De los cinco, solo él estaba casado, ninguno mas tenía
compañera, eran más jóvenes que él, y como si se tratara de un
regalo, salieron casi danzando de la cabaña. Corrieron para
comentar de inmediato la noticia a sus familiares más cercanos.
Vísmaro sin embargo caminó en silencio, con la cabeza agachada
y sus ojos pendientes de los pasos que daba. Pronto encontró la
cabaña que momentos antes abandonara.
— ¿Qué ocurre? —preguntó Alanis.
— Dentro de dos días debo abandonar la aldea junto a cuatro
hombres mas, con todo el ganado agrupado.
— Esperaba que estuvieras aquí para cuando naciera nuestro
hijo.
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— Yo también, por eso retrasé mi incorporación como pastor de
nuestra familia, pero es una decisión conjunta de la asamblea
y el Viros. No puedo negarme.
— Lo se. No te preocupes. Nacerá bien. Será un buen lusitano,
fuerte como su padre.
— No nos veremos durante mucho tiempo.
— Eso no debe preocuparte, esperaremos.
— Ahora debo marcharme, hablar con las otras familias y agrupar
los rebaños.
— Haz lo que debas, esposo.
Al ocultarse el sol, después de la comida del día, y al calor de
la hoguera, el grupo familiar conversó sobre lo que él y otros
harían, pasadas esas dos jornadas. De los comentarios hechos,
algunos estaban teñidos de temor. Miedo a que los romanos
hicieran acto de presencia en su ausencia, hecho que solo traería
consecuencias nefastas. Aquella noche Alanis abrazó a su esposo
con más fuerza que nunca y en sus besos hubo más que deseos
de volver a estar juntos, la esperanza de volver a encontrarse los
tres, sin los invasores presentes.
La aldea en pleno salió a despedirlos temprano. Vísmaro,
como decano del grupo, recibió de manos del Viros dos téseras 9 .
— Os ayudarán cuando atraveséis el territorio de alguna ciudad o
población menor – dijo- Con ellas haréis valer el acuerdo de
hospitalidad acordado, si llegarais a necesitarlo.
— Confío en que no sea necesario.
— Poner cuidado y no las dejéis en manos ajenas.
— Claro.
— Que tengáis buena campaña.
Alanis no pudo retener la sensación de tristeza favorecida con
lágrimas que no dejaban de caer por sus ojos. Se alzó sobre una
roca y apoyó uno de sus brazos sobre el hombro de su cuñado
para no caer. El otro lo agitó con energía mientras su esposo
volvía su cabeza a cada paso, para fijar en su retina la última
imagen de su esposa y madre de su primogénito.
Dos horas más tarde ella se mantuvo triste, y él, dirigió al
ganado hacia tierras libres de invasores. Tres días después de su
marcha, posiblemente con motivo de la preocupación y tristeza, el
cuerpo de Alanis sintió la llamada realizada por su hijo, quería
nacer. Los avisos del parto, traducidos en dolores incesantes,
pusieron en alerta a toda la cabaña. Una de las mujeres fue en
9
Láminas de metal con figuras de animales o manos enlazadas. Representaban el
documento que constituía un pacto contractual de hospitalidad u hospitium acordado entre
ciudades o poblaciones, al que se unían gens o gentilates.
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busca de la partera, y tres horas mas tarde venia al mundo un
robusto niño, con el cabello negro, quien al ver a toda la familia a
su alrededor, rompió a llorar con energía, como barrunto al entrar
en un mundo cruel y desconocido.
— Me gustaría avisar a Vísmaro, no puede estar muy lejos – dijo
entrecortadamente Alanis.
— No es posible –adujo el mas anciano del grupo— El Viros ha
prohibido toda comunicación hasta la primavera. Solo en esas
fechas volveremos a ver a quienes se fueron.
— Lo lamento – dijo Alanis entre sollozos.
— ¿Qué nombre pondrás a tu hijo?
— A su padre le gusta Viriato.
— Pues sea ese su nombre, a partir de éste momento se le
conocerá como Viriato. Quiera Lug 10 que tu hijo crezca con
fortaleza.
— Yo también se lo pido.
El otoño primero y después el invierno, mantuvieron en alerta a
Vísmaro y sus cuatro compañeros. La vida discurría sin
contratiempos, era suficientemente placentera. No tuvieron
ocasión de encontrarse con el invasor, como tampoco utilizar las
téseras. Las gentes con quienes se cruzaron hablaban el mismo
idioma y tenían idénticas costumbres. Algunas incluso les
ofrecieron pescados en salazón llevados desde Lisso11, lo cual
modificó la constante e idéntica dieta diaria.
Por el mes de marzo, cuando los primeros brotes primaverales
se hicieron patentes, Vísmaro pidió a sus compañeros abandonar
las estribaciones del Monte Herminius 12. Se encaminaron hacia el
norte y posteriormente al este. Tomaron de nuevo dirección norte
hasta recluirse en una zona repleta de pastos, oculta a los
invasores. Desde allí y con suficiente tiempo, alcanzaría la aldea
abandonada a mediados de Agosto pasado, tal y como pidió el
Viros. No llegaron a cruzar la línea fluvial del Douro. Los dejó
suficientes instrucciones para mantenerse alerta durante su
ausencia. Al amanecer de un día del mes de Abril, inició el regreso
a la aldea.
El viaje lo hizo atravesando bosques, eliminando cualquier
posibilidad de ser visto por los romanos, y solo cuando estuvo
convencido de no encontrarlos, salió a campo abierto, a pocas
leguas de la aldea. Aprovechó la caída del sol para adentrarse en
10
Como celtiberos lusitanos, antes de la romanización no abandonaron las costumbres celtas,
y entre otros adoraban al dios Lug y la diosa Matres.
11
Lisboa, conocida por su nombre fenicio Allis Ubbo. También se la llamó Lucio que
como Lisso, era nombres derivados del río Tagus.
12
Zona actualmente conocida como Serra da Estrela
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la población. Su primera y obligada acción, fue dirigirse a la
cabaña de su familia. Después, mientras Alanis preparaba al hijo
para que conociera a su padre, visitaría la asamblea popular para
dar cuenta de las novedades y recibir nuevas instrucciones.
Había sido una buena campaña, nacieron muchas crías
durante la estancia en los valles de la sierra y sus alrededores –
dijo. Al acabar y tras recibir las felicitaciones correspondientes, le
autorizaron a visitar a su familia. Caminó nervioso, deseoso de
encontrar a su gente, y sobre todo por conocer a su primogénito.
Recordó que Alanis dijo que nacería varón y sería tan fuerte como
él.
Todos quisieron participar en el encuentro, su esposa le recibió
frente a la puerta de la cabaña. Las losas de piedra al pisar,
sonaban como timbales, anunciaban el intenso momento tantas
veces imaginado, al cerrar los ojos para dormir, durante casi
nueve meses. En sus brazos un niño, grande como imaginó,
jugueteaba con los cabellos de su madre, mientras, ésta trataba
de señalar al hombre que se acercaba. Sus ojos, acostumbrados
a no verla después de tanto tiempo, quisieron comprobar lo
hermosa que aun era. Las curvas de su cuerpo la mantenían
esbelta. Le pareció mas bella que cuando abandonó la aldea. Los
golpes recibidos en sus hombros por el resto de familiares al
pasar por el pasillo abierto por todos ellos, no fueron suficientes
para detenerlo. Vísmaro cruzó hasta la puerta y se dirigió a su
esposa e hijo.
— Es Viriato, tu hijo. ¡Toma! Cójelo en tus brazos, necesita saber
quien es su padre, no he permitido a ningún otro hombre,
familiar o no, tenerlo en los suyos –dijo sin esperar a
saludarlo.
— Gracias esposa.
El niño sin asustarse, pasó a los brazos de su padre, le miró
con atención y después, como si supiera lo que años mas tarde
sería, protagonista de la historia de su pueblo, se lanzó al cuello
de Vísmaro y se estrujó contra él. Luego giró la cabeza y esperó a
que su madre y resto de familiares, sonrieran felices y
sorprendidos. Nadie le había sugerido que debía hacer cuando su
padre apareciera. Sin soltar a su hijo, avanzó los dos pasos que le
separaban de Alanis, y la abrazó con fuerza contenida y sujeto
cariño, al tiempo que lanzaba un sonoro, ¡gracias esposa!
por
este hijo.
La familia preparó una comida especial dedicada a Vísmaro,
no quisieron agregar cánticos ni añadir algarabía, eran
conscientes de la ausencia de cuatro miembros más de la aldea.
16 La Falcata de Viriato ©
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Esperarían su regreso para reunirse todos y celebrarlo, cuando la
asamblea decidiera que hacer con el ganado.
Después de almorzar y solazarse del viaje, Vísmaro salió de la
cabaña, recorrió la distancia que le separaba de una roca, donde
años atrás escondiera su pequeño tesoro. Tras descubrirlo, lo
envolvió en una arpillera y regresó a la aldea. Se sentó junto a su
esposa e hijo y con palabras solemnes, extrajo del atillo un bulto,
lo desató y expuso a la vista de cuantos estaban presentes, para
añadir:
— Esta falcata 13 es para ti, hijo mío. Tú Viriato, portador de
brazaletes, serás quien la maneje. Nunca supe hacerlo, quise
aprender y aunque tuve a quien pudo enseñarme, y mis días
podrían haber cambiado en esa dirección, decidí que sería mi
hijo quien la utilizara. Mi padre encargó hacerla para mí, y
ahora te la cedo. Espero que tu brazo, cuando crezcas, sea tan
largo como el mío. Deberás saber emplearla con habilidad y
fuerza. Detenta una condición especial, pero no es el momento
para descubrírtela, hijo mío, solo cuando llegues a la madurez
y la empuñe tu brazo, averiguarás de que se trata. Sin duda
alguna, mi sueño es, que nadie pueda doblegarte mientras tu
mano la sustente.
Los presentes guardaron silencio. Al acabar, preguntaron la
razón del misterio que encerraba aquella falcata, pero Vísmaro no
quiso hablar. Su esposa sonrió y sujetándole por la mano le invitó
a abandonar la cabaña junto a su hijo Viriato.
El tiempo transcurrió sin apenas advertirlo. El no llegó a saber
que datos manejaba la asamblea, ni debía preguntar las razones
para ocultar el ganado y meses después regresar. Desconocía
que los arévacos14, situados al este y centro de la península,
luchaban contra el invasor romano. Mientras se ocuparan de
aquellos, los lusitanos no correrían peligro, razón suficiente para
volver a traer al ganado junto a la aldea. Y esa fue precisamente
la orden que recibió Vísmaro, regresar junto a sus cuatro
13
Espada de hierro originaria de Iberia, relacionada con las poblaciones ibéricas y celtiberas
anteriores a la conquista romana. Sus dimensiones son similares a la gladius, espada corta
usada por los romanos, de aproximadamente medio metro. Los romanos se sorprendieron por
la calidad del hierro hispano, así como su capacidad de corte y flexibilidad. Las planchas de
hierro se sometían a un proceso de oxidación, enterrándolas bajo el suelo durante dos o tres
años para eliminar las partes más débiles del hierro. Se forjaba uniendo tres laminas de hierro
en caliente, la central algo mas larga para confeccionar la empuñadura. No existían dos
falcatas iguales, se fabricaban de encargo y por tanto tenia las medidas según el brazo del
dueño. Tanto los griegos como los romanos la adoptaron para sus ejércitos.
14
Los Arévacos, eran una tribu perteneciente a la familia celtibera. Sus asentamientos se
situaron entre el sistema Ibérico y el valle del Duero. Eran fundamentalmente agricultores y sin
embargo la más poderosa y agresiva de las tribus celtiberas. Consideraban humillante morir de
enfermedad y glorioso hacerlo en combate.
Anxo do Rego
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compañeros y la totalidad de los rebaños. Desconocía asimismo la
resistencia que los arévacos protagonizaban frente a los
cartagineses primero y posteriormente los romanos, en su afán
por conquistar la península.
Su hijo acaba de cumplir su primer año de vida, cuando
entraba de nuevo en la aldea. En ella se mantuvo hasta la entrada
del invierno, fechas en que debía buscar lugares propicios para el
descanso del ganado en esa época, donde los pastos fueran
suficientes. Cuanto le rodeaba parecía encontrarse en una gran
olla sobre fuerte fuego, a punto de entrar en ebullición y comenzar
a derramar el contenido.
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CAPITULO 2
Lusitania, años 168 a.d.n.e. y siguientes.
L
os años pasaron con una rapidez difícil de advertir por
Vísmaro, era feliz junto a su hijo Viriato y su esposa Alanis.
Apenas tenia tiempo de confeccionar a su hijo unas abarcas con
que calzarlo, cuando debía proveerse de nuevo material para
hacer otras. Su cuerpo crecía con tanta rapidez, que apenas tenia
posibilidad de romperlas. Cuando el ganado pastaba cerca de la
aldea, lo llevaba con él al iniciar la jornada hasta su regreso al
caer el sol y meterlo en los rediles, a las afueras de la aldea.
Sentía como los días escapaban como agua en una cesta de
mimbre.
Viriato era un niño inquieto, fuerte y decidido. No cesaba de
formular preguntas, y cuando su padre no alcanzaba a
responderlas, éste consultaba a sus mayores para facilitarle la
Anxo do Rego
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respuesta idónea. Vísmaro carecía de suficientes conocimientos,
aunque comprendía y analizaba con posterioridad, cuanto
escuchaba de labios de sus mayores, y como no, de cuantos
pastores que como él, cada temporada de verano e invierno,
viajaban con sus rebaños en busca de pastos frescos, con
quienes compartía noticias.
Mientras Viriato iniciaba el camino de ser hombre, la Hispania
Romana era gobernada por los pretores, Marco Titinio Curvo en la
provincia citerior y Tito Fonteyo Capiton en la ulterior, y a quienes
Roma tuvo que enviar refuerzos de tropas, habida cuenta de las
numerosas sublevaciones celtiberas. Estos pretores, al menos
Titinio Curvo, se ocupaban no solo de arremeter constantemente
contra los pueblos celtiberos, sino expoliar para sí cuanto oro y
plata encontraba en el camino. Pese a las numerosas
reclamaciones hechas por los tribunos romanos, ni este pretor, ni
algunos mas que gobernaron con anterioridad, fueron castigados.
Sí fueron juzgados, pero considerados inocentes. Titinio Curvo se
desterró voluntariamente y se alejó de territorio romano. Ante la
esquilmación que sufría la Hispania ocupada, el senado romano
optó por asignar a unos patronos que defendieran los intereses
hispanos, y para ello nombro a Poncio Catón, Cornelio Escipion,
Emilio Paulo y Sulpicio Galo. Los tres primeros, conquistadores y
saqueadores de Hispania. Todo seguía en manos de los
invasores, sobre todo la abundancia. Mientras, la mayoría de las
poblaciones celtiberas, para procurase alimentos y cubrir otras
necesidades, debían arremeter contra tribus de la misma familia
celtibera.
Vísmaro pensó que era el momento propicio para iniciar a su
hijo Viriato en el manejo de la falcata. Un día, al tropezarse con
otro pastor, durante la cena, al fuego de la hoguera, comentaron.
— ¿Tienes mujer e hijos?
— Naturalmente. ¿Y tú?
— También. El hijo, al que llamo Viriato, tiene ahora doce años,
aunque podría decirse que en tamaño casi me supera.
— ¿Es pastor como nosotros?
— De momento si, aunque me gustaría prepararlo para la milicia.
— ¿Has oído algo?
— Nada que no sepas ya. Los invasores siguen haciendo de las
suyas, cada año envían a un procónsul, como dicen llamarlos,
y cada año, como consecuencia de sus atropellos, somos mas
pobres. Acabarán con nuestros rebaños y nuestras aldeas.
Cada momento que pasa están mas cerca. Apenas podemos
viajar al este o al sur.
— Ya me ves a mí, invado vuestras tierras de pastoreo por esa
causa, ir al este significa la muerte y la pérdida del ganado.
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— Y nosotros cada invierno debemos bajar mas al sur, con el
temor a encontrarnos con los romanos, siempre hambrientos y
nunca saciados.
— Y tu hijo, ¿Cómo no está contigo?
— Estos días se quedó con los ancianos, le enseñan, es un niño
muy inteligente, fuerte, pero muy inteligente.
— Pues debería aprender a manejar los rebaños como su padre.
— Y también a manejar la falcata, es posible que la necesite para
defenderse.
— ¿Le enseñarás tú?
— ¡Quia!, ni siquiera se empuñarla.
— Se de alguien que podría hacerlo.
— ¿Quién?
— Alucio. Vive en una cueva, en el Cerro de las Espadas.
— ¿Le conoces bien?
— Claro. Lo extraño es que tú no le conozcas.
— Nunca tuve tiempo de otra cosa que no fuera el pastoreo.
— Pues pertenece a una gentilate de tu aldea.
— Me gustaría hablar con él. Preguntarle si está dispuesto a
enseñar a Viriato el manejo de la falcata.
— Podemos acercarnos al mediodía de mañana, mientras
descansa el ganado.
— Gracias Elbio.
Al despertar la mañana siguiente, Vísmaro pidió a su
compañero iniciar el camino hacia el Cerro de las Espadas.
Almorzaron junto a los rescoldos de la hoguera y al acabar, cada
uno con su rebaño, se dirigieron en dirección este para alcanzar la
cueva donde vivía Alucio.
De vez en cuando, paraban y dejaban los rebaños al cuidado
de los caos 15 Lo hacían para reunirse y comentar la distancia que
aún quedaba para llegar. Pararon al mediodía. Reunieron el
ganado, montaron unos rediles con ramas recogidas del bosque, y
comenzaron a subir al cerro. Antes de llegar Elbio lanzó unas
sonoras palabras anunciando su presencia. Al escucharlas, un
hombre fuerte, de aproximadamente treinta y cinco años, apareció
con una falcata al cinto, moviendo la mano en señal de
bienvenida. Los invitó a subir y entrar en su cueva. Una vez
dentro, les ofreció una bebida, que aceptaron.
— Él es Vísmaro, de una gens cercana a la tuya. Padre de un
joven de doce años a quien quiere instruir en el manejo de la
falcata. Le dije que tu eras el adecuado para hacerlo –señaló
Elbio al acabar de beber.
15
Termino equivalente a can, perro
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— ¿Por qué razón quieres hacerlo? Acaso perteneces a alguna
clientela.
— Nada de eso. Solo quiero que Viriato, mi hijo, conozca el
manejo de la falcata.
— ¿Temes algo?
— Nadie en estos tiempos está a salvo de los invasores. Hasta
ahora nuestra castella ha pasado desapercibida del enemigo,
pero dudo mucho que siga así por mucho tiempo.
— ¿En que te basas?
— Estuve casi nueve meses retirado en el suroeste, en los valles
del Monte Herminius, con todos los rebaños de nuestra
castella y cuatro hombres mas. Nuestra asamblea nos lo pidió,
oyeron que los romanos pasan por las armas a quienes no se
dejan robar su ganado y los castigan destruyendo sus aldeas
y matando a la mayoría.
— Y supongo que quieres que tu hijo te sobreviva.
— Al menos que tenga oportunidad de defenderse.
— ¿Cómo tienes una falcata?
— Mi padre la encargó para mí. Las placas con que fue hecha,
estuvieron enterradas más de cuatro años cerca del río Tagus,
cuyas aguas, al parecer, proporcionan características
especiales al metal. Espero y deseo que su longitud se ajuste
al brazo de Viriato cuando tenga la edad madura.
— ¿La tienes aquí?
— No. Ni siquiera sabía que te vería.
— ¿Vas a meterle en la milicia?
— Por el momento no. Aunque el decidirá cuando llegue el
momento.
— De acuerdo.
— ¿Lo acogerás?
— Naturalmente. Claro que deberé abandonar mi cueva. Estoy
lejos de tu aldea, por lo que me dices. Tal vez si tuviera una
tarea cercana, podría ocuparme diariamente de Viriato.
— Deja que me ocupe de ello. Mientras tanto, si vienes, vivirás en
una cabaña, ahora vacía, en nuestro castro.
— Bien, iré contigo. Recogeré mis escasas pertenencias y te
acompañaré.
— Gracias. Te lo pagaré de alguna manera.
— No te pido nada.
— Me encargaré de alimentarte.
— Estará bien, mi dieta actual es insuficiente.
— Entonces de acuerdo.
Ambos hombres se estrecharon los brazos. Alucio observó tres
brazaletes en el de Vísmaro y preguntó.
— ¿Qué significan?
22 La Falcata de Viriato ©
22
— No lo se, mi padre los recibió del suyo y yo de él, y cuando mi
hijo empuñe la falcata, deberé traspasárselos.
— Interesante.
Los tres hombres bajaron poco después hacia el bosque,
donde los rebaños esperaban. A punto de llegar, y cuando
iniciaban el camino en dirección a los rediles a la entrada del
bosque, vieron avanzar a un decurión 16 de infantería, con diez
vélites 17 junto a él. Pararon e inmediatamente se escondieron
para no ser descubiertos. En voz baja, Vísmaro, comentó
extrañado la presencia de los soldados romanos tan cerca de sus
aldeas.
— Será un grupo de observación –mencionó Alucio.
— Si siguen en esa dirección descubrirán los rebaños –indicó
Elbio.
— Ya los han descubierto, el olor les lleva hacia donde están
ocultos.
— ¿Qué vamos a hacer?
— Eso deberéis decidirlo vosotros. Pero es seguro que algún
cordero morirá para ser plato de esos romanos.
— A mi preocupa mas que regresen indicando a sus jefes donde
encontrar alimento. Si así fuera, tarde o temprano nos
invadirán.
— ¿Qué propones entonces?
— Eliminarlos.
— Somos tres contra once hombres, aunque los vélites sean
imberbes.
— Tú sabrás que hacer como guerrero – añadió Vísmaro.
— Bien. Esperar un momento, pensaré una estrategia para
atacarlos.
Minutos después Alucio habló a los dos pastores.
— Escuchar, seguir adelante, cada uno hacia su rebaño, yo me
introduciré en el bosque e intentaré eliminarlos uno a uno. No
deben sospechar la celada.
— ¿Tendremos oportunidad de vivir?
— No puedo pensar como el decurión, lo siento.
— ¿Cómo podemos ayudarte?
— Necesitaré que los distraigáis, nunca deben estar los once
juntos. Proporcionarles comida, cada uno arrastrará con él a
16
Equivalente a un cabo, jefe de un pelotón compuesto por diez soldados.
Jóvenes soldados, entre 17 y 25 años, reclutados de entre las clases más pobres de la
sociedad. Pertenecían al cuerpo de infantería ligera e iban provistos de un haz de jabalinas
ligeras (80 cms.) y una espada gladius para el cuerpo a cuerpo. Únicamente protegían su
cabeza con un caso de cuero acolchado y un escudo circular de madera de unos 40 cms de
diámetro.
17
Anxo do Rego
— 23 —
un grupo, así será mas fácil eliminarlos. Y sobre todo, retirarles
las jabalinas, suelen marrar pocas veces.
— De acuerdo, intentaremos comportarnos como nos pides.
Alucio abandonó los pocos enseres que tenia junto a una roca,
añadió tres ramas en paralelo como señal, y dejó a los dos
pastores avanzar hacia los romanos. Él atravesó un montículo y
se dispuso a dar un rodeo hasta llegar al lugar donde
descansaban los rebaños.
Al entrar en el llano, los romanos al verlos, se pararon. Al
comprobar se trataba de dos pastores, provistos de sendos
cayados y las ropas típicas celtiberas, prosiguieron su camino,
aunque formaron una especie de cuña. Al frente, en el vértice, el
decurión, a ambos lados, cinco soldados portando a sus espaldas
los correspondientes haces de jabalinas. A menos de treinta
metros, los pastores se quedaron quietos, separados a dos pasos
uno del otro. Mientras, el grupo de romanos siguió avanzando.
Con los brazos descansando sobre los cayados, ambos pastores
esperaron hasta ver las caras de los invasores. El primero en
hablar fue Vísmaro.
— Si tenéis hambre, podemos sacrificar un cordero –dijo con voz
potente.
— Uno no será suficiente – señaló el decurión.
— Entonces, yo aportaré otro de mi rebaño, que algunos de
vosotros me siga –dijo Elbio inmediatamente.
— ¿A que aldea pertenecéis?
— Está a siete días al norte.
— ¿Y como en este territorio?
— Buscando pastos frescos.
— De acuerdo, nos acercaremos a vosotros, no temáis.
— No tememos, no llevamos ningún tipo de arma, como podéis
comprobar.
— ¿Tenéis los rebaños juntos?
— ¡Quia! –respondió Vísmaro. Cada uno el suyo, aunque cerca.
— Entonces – señaló el decurión - vosotros seis acompañar a
ese pastor, y vosotros cuatro acompañarme con éste.
Seis vélites avanzaron con Elbio y los otros cinco con Vísmaro.
Uno de los perros al ver llegar a su dueño, corrió a su encuentro
para solicitar una caricia, aunque ladró al ver a los desconocidos.
Pronto los calmó. Después dejó sobre uno de los árboles, el
morral donde llevaba utensilios y comida, y como siempre, habló a
los perros pidiéndoles que nadie lo tocara. Éstos ladraron
asintiendo y moviendo los rabos en forma de cimitarra con
rapidez.
24 La Falcata de Viriato ©
24
Acudió al redil y con destreza agarró por las patas a un
cordero, se lo echó al hombro y avanzó hasta donde esperaban
los cinco romanos. Sin esperar, sacó de entre la camisa una faca
corta, de buen filo, y degolló al animal. Lo desolló, estiró la piel y la
sujetó con estacas en el suelo a fin de que su piel se secara al sol.
Después comenzó a preparar una hoguera para asarlo.
Mientras tanto los romanos hablaban entre ellos. Los soldados
dejaron descansar las hoces de jabalinas agrupándolas cerca de
un árbol. Al verlo, los recomendó dejarlas junto al morral que
guardaba el perro. Asintieron y los ayudó a trasladar el conjunto.
Nada más acabar, volvió a hablar a uno de los perros y este
sacudió de nuevo la cola, agradeciendo las palabras y caricia de
Vísmaro. Los romanos volvieron junto a su jefe para seguir
hablando, mientras el lusitano siguió preparando el asado.
Anxo do Rego
— 25 —
26 La Falcata de Viriato ©
26
CAPITULO 3
Lusitania, año 167 a.d.n.e.
A
lucio merodeó a cubierto, entre los árboles, de un lado a otro
de ambos grupos. Quería observar con detenimiento a los
once romanos. No tenía intención de atacar hasta que ambos
grupos hubieran comido los suculentos corderos que se estaban
asando. También él tenía hambre, hacía mucho tiempo que no
saboreaba la estupenda carne que daban aquellos pastos.
Como hiciera Vísmaro, Elbio ayudó a los jóvenes soldados a
retirar sus jabalinas hasta un lugar separado, a unos metros de
donde preparaba el almuerzo. Los gruesos troncos de pinos
ocultaban a Alucio, por lo que pudo acercarse sin temor a ser visto
hasta los haces de jabalinas, una vez allí se entretuvo en quebrar
las cintas que las sujetaban, dificultando la posibilidad de su uso
conjunto.
Anxo do Rego
— 27 —
Después, trató de hacer lo mismo en el lugar de Vísmaro, pero
no pudo, un perro comenzó a gruñir advirtiendo su presencia.
Optó por volver al grupo de Elbio. Allí esperó hasta que
comenzaron a comer. Lo hicieron antes que los del grupo de
Vísmaro. En cuanto se levantó el primero y abandonó al grupo,
camino de un lugar donde liberar sus intestinos, lo acosó y degolló
con el puñal. Le retiró la espada y esperó pacientemente.
Instantes después dos compañeros fueron en busca del primero y
desde luego pasaron a mejor vida enseguida. No pudieron verle,
se movía entre troncos que le servían para ocultarse. Esos dos
romanos apenas tuvieron tiempo de gritar, la falcata de Alucio les
segó la vida sin exhalar un solo ruido.
Del mismo modo recogió sus armas y las amontonó junto a las
anteriores. Mientras tanto, el grupo de Vísmaro comenzaba a dar
cuenta del cordero, aun tenia tiempo para acabar con los otros
tres. Le daban la espalda, por lo que a uno de ellos le lanzó el
cuchillo. Al introducírsele por la nuca, su cuerpo cayó inerte sin
producir ruido alguno. Aprovechó el estupor producido en sus
compañeros para correr con ambas manos provistas de espadas.
En la derecha su falcata, en la otra, la gladius de uno de los
romanos. Apenas tuvieron tiempo de gritar, tampoco de sacar sus
espadas, ambos murieron con un pedazo de asado aun en sus
bocas.
—
Rápido, Elbio, ayúdame a retirar los cuerpos. Los
esconderemos tras esos árboles. Sujeta estas armas, y
cuando me marche, oculta las jabalinas que quedan, me
llevaré tres.
— De acuerdo Alucio.
Se retiró corriendo entre los árboles hasta el grupo de
Vísmaro. Esperó a unos metros, muy cerca del decurión, a quien
intentaría matar con una de las jabalinas que portaba. Cuando
comprobó que sus estómagos, repletos de carne imposibilitarían
sus movimientos, además de la soberbia que hacían gala los
romanos, conocedores de su supremacía, Alucio tomó con fuerza
una jabalina, se aparto del tronco que lo ocultaba, sopesó el arma,
y tras elevar el brazo derecho la lanzó.
Atravesó el aire fresco y resinoso para clavarse en la espalda
del decurión. Inmediatamente tomó otra y la hizo volar contra uno
de los soldados. Cayó de bruces atravesado. Sin esperar, tomó la
tercera y acertó en otro cuerpo romano. Los jóvenes que aun
quedaban vivos, sorprendidos, no reaccionaron a tiempo. Aun
sujetaban en sus manos sendos trozos de cordero, cuando dos
brazos con sendas espadas aparecieron sembrando muerte. El
28 La Falcata de Viriato ©
28
celtibero corría hacia ellos desde los árboles, a tan solo unos
metros. Hicieron ademán de sacar sus espadas, solo uno lo
consiguió, el único que presentó batalla, el otro cayó de inmediato.
El romano, al cuarto lance fue muerto por la falcata, de mayor filo
que la gladius.
— Ve a buscar a Elbio, debemos hacerlos desaparecer
inmediatamente. Sus armas nos servirán. Yo las recogeré
mientras tanto.
— Eres rápido y eficaz. Eso es lo que necesito para mi hijo.
— Bien, ya hablaremos de eso. De momento, es preciso ocultar
los cuerpos.
— De acuerdo.
Vísmaro corrió al encuentro de su compañero que ya había
retirado los ropajes y armas amontonándolas junto a las jabalinas.
Entre los tres despojaron a los soldados de sus ropajes, y
desnudos los llevaron hasta una cercana cueva. Luego
almacenaron ropajes y armas, y tras separar un par de cuchillos y
espadas cada uno, ocultaron el resto, cerca de donde poco antes
Alucio pusiera sus pertenencias.
— Algún día podríamos necesitarlas –dijo cuando terminó de
ocultarlas.
— ¿Como recordaras el lugar?
— Dejo una marca. Tres ramas juntas, la naturaleza es incapaz de
hacer algo así. Y el paraje, no creo que lo olvide jamás.
— Ha sido un momento increíble –anunció Elbio.
— Desde luego —asintió Vísmaro.
— No lo pregonéis, será mejor para vuestras aldeas. Dejar esas
armas aquí. No estaría bien que os vieran aparecer con ellas.
— Las ocultaremos, pero permítenos conservarlas.
— Os traerán problemas si no sabéis usarlas.
— Es posible, pero hoy me he sentido orgulloso y quisiera tener
un recuerdo de este momento.
— De acuerdo. Ahora acabemos esa carne, no estaría bien
dejarla para los lobos.
— ¿Cuánto tiempo hace que no comes carne?
— De este tipo, mas de seis meses.
— Acaba con ella, nosotros mientras tanto reuniremos los
rebaños. Debemos volver a la aldea.
Las alimañas del bosque dieron cuenta de los cuerpos
romanos. Ellos llegaron al punto donde debían separarse de Elbio.
Vísmaro hacia su aldea, en esta ocasión en compañía de Alucio,
el maestro que enseñaría a Viriato el manejo de su falcata.
Anxo do Rego
— 29 —
Con permiso de la asamblea, ocupó, como anunciara Vísmaro,
la cabaña vacía. Lo presentó como militar libre, y pese a no
pertenecer a ninguna clientela, la inició con la gens a la que
Vísmaro representaba. Era el único soldado, pero suficiente para
dar categoría al grupo. Se encargaron de vestirle y alimentarle,
como era deber, y pronto asumió las tareas de verificación y
puesta a punto de la torre de defensa, situada en el centro del
castro. Del mismo modo, algunos jóvenes como Viriato, se
contagiaron y solicitaron adiestrarse en el manejo de las armas.
Todo estaba saliendo a pedir de boca para Vísmaro, no hubo
problema en su familia, nadie se negó a que Viriato se uniera al
grupo de adiestramiento. Sin embargo establecieron una
condición, cada uno de los jóvenes debía observar y adquirir
conocimiento de las actividades llevadas por sus respectivos
padres. De ese modo, Viriato pronto estuvo dispuesto a manejar
no solo los rebaños propiedad de la familia, sino también a recibir
de manos de su padre, la falcata ofrecida el día que se vieron por
primera vez.
Vísmaro acudió a preguntar al maestro Alucio. Habían
transcurrido seis meses.
— ¿Cómo va la instrucción de mi hijo?
— Muy bien, creo que ha llegado el momento de cruzar su propia
falcata, y de abandonar las de instrucción de madera.
— ¿Puedo verle luchar?
— Supongo que no tendrá inconveniente en que su padre le
observe. De todas formas será mejor preguntarle.
Dos días después, Vísmaro acudió a la zona de lucha. Cuatro
jóvenes cruzaban sus espadas de madera, mientras Viriato lo
hacia con el maestro Alucio. Transcurrida una hora, y con los
brazos calientes del esfuerzo, los mandó parar y entregar sus
armas simuladas. Se retiró un momento y poco después apareció
con cinco gladius romanas. Las entregó a cada uno de los jóvenes
diciéndoles.
— Hoy será el primer día en que luchareis con armas autenticas.
Son romanas, y si os herís con ellas, dolerán mucho más.
Poner cuidado. Y ahora hacer cuanto os he enseñado. El resto
corre de vuestra cuenta, de vuestra inteligencia, fuerza y
equilibrio. Vuestros padres os observarán. ¡Demostrarles
cuanto habéis aprendido, jóvenes lusitanos!
Viriato se dispuso a blandir su gladius bajo la atenta mirada de
su padre. Le observó con orgullo y satisfacción, atacar, repeler,
girarse y avanzar. Su fuerte brazo respondía una y otra vez los
30 La Falcata de Viriato ©
30
ataques del profesor, suaves al principio, más fuertes a medida
que el tiempo y la lucha avanzaban. En un momento dado, pidió
parar los lances y presentarse ante los padres que observaban.
En el círculo de tierra, cinco hombres, entre ellos Vísmaro,
avanzaron hasta sus respectivos hijos con orgullo y admiración.
Solo uno de ellos sabía blandir la espada, el resto, como Vísmaro,
se ocupaban de menesteres muy alejados de la milicia. Sin
embargo ninguno de los allí presentes parecía detentar el orgullo
que sentía él por su hijo Viriato.
Dejaron las armas sobre una piedra y aunque sudorosos por el
esfuerzo, abrazaron a sus padres. Vísmaro se retiró y regresó
poco después con un atillo en sus manos.
— ¿Puedo? –dijo dirigiéndose a Alucio.
— Por supuesto, adelante.
Con pasmosa tranquilidad, Vísmaro fue desenvolviendo el
paquete. Al terminar apareció la falcata que le mostrara trece años
antes. La sacó con su vaina y la sujetó con ambas manos en
ofrenda, para entregársela a su hijo Viriato.
— Toma hijo, yo no pude ni supe manejarla. La encargó mi padre
para mí, hoy te la entrego con orgullo. Haz buen uso de ella.
— Claro padre.
La tomó con la mano derecha, la sacó de la vaina e introdujo
su mano en la empuñadura. Luego la alzó y mantuvo su mirada
sobre ella durante unos minutos. Su forma curva y el brillo de su
filo, le hicieron balancearla de un lado a otro. Luego se acercó a
su padre y con ella en la mano le abrazó mientras mencionó un
sonoro ¡gracias padre! Luego se dirigió a su maestro y pidió
cruzarla con la suya, sin embargo Vísmaro que estaba pendiente
se adelantó hasta ellos diciendo.
— Espera Viriato, no debes cruzar tu falcata con nadie todavía,
necesitas esto – dijo señalando los brazaletes que llevaba en
su brazo- Debes ponértelos, mi padre dijo cuando me dio la
espada, que no podría manejarla sin la fuerza que
proporcionan estos brazaletes.
— De acuerdo padre. Me los pondré.
— Si así lo haces no podrás quitártelos a menos que no sujetes la
falcata.
— Haré como dices.
Viriato introdujo en su brazo derecho los tres brazaletes, luego
tomó la espada y se dirigió al centro del círculo para esperar a su
maestro. En tres ocasiones, Alucio tuvo que retroceder, los golpes
Anxo do Rego
— 31 —
de Viriato eran tan contundentes que apenas podía sostener su
espada sin temor a ser herido. En una de las ocasiones lanzó un
grito para evitar ser alcanzado. Viriato cesó en sus ataques y
Vísmaro miró sorprendido a Alucio, quien se limitó a devolverle la
mirada con idéntica sorpresa. Acabaron la lucha y ambos
contendientes, maestro y alumno, se acercaron hasta Vísmaro.
— La espada debe ser muy pesada y tu hijo muy fuerte. Nunca
antes recibí tales embates.
— Desde luego tiene peso, pero nunca la sostuve desenvainada
en mis manos.
— ¿Puedo? –preguntó a Viriato.
— Claro maestro – respondió ofreciéndosela.
Tras tomarla en su mano y dar una serie de golpes al aire,
regresó junto al alumno y su padre.
— Es ligera. Sin embargo al cabo de unos golpes, su peso parece
aumentar paulatinamente.
— Maestro, a mí me ocurre lo contrario. Al principio parece pesar
como una roca, sin embargo a medida que la muevo, se hace
liviana, es como si tuviera vida propia.
— Viriato, por favor guarda silencio, no sigas hablando así.
— ¿Qué ocurre padre?
— Obedece y guarda silencio.
— Como digas padre.
Viriato guardó la falcata en su vaina, cruzó unas palabras con
sus compañeros y poco después salió de la zona de
adiestramiento. Sin embargo Alucio pidió a Vísmaro aguardar un
instante, deseaba hablar unos minutos.
— Ve a ver a tu madre, yo iré después.
— ¿Qué significa esto Alucio?
— Tu hijo está preparado para luchar. Es un joven muy
inteligente, pero sobre todo muy fuerte. Ya has visto, me
supera. Imprime una fuerza desconocida en sus golpes con el
arma, imposibles de rechazar.
— Eso ya lo he visto. Pero supongo que quieres decirme algo.
— Naturalmente. Quiero enseñarle el arte de la lucha, la
estrategia, debe conocer al enemigo, como se mueve. Cuando
es el momento propicio para atacar, y cuando debe retroceder.
— Y que propones.
— Viajar con él a un campamento arévaco. Allí recibirá la
instrucción debida. En el camino traspasaré todos mis
conocimientos a tu hijo.
— Pero debéis atravesar tierras en poder de los romanos.
32 La Falcata de Viriato ©
32
— Lo se Vísmaro, pero será necesario, si quieres que tu hijo
complete su formación militar.
— No se. Me preocupa. No se como podré contárselo a su
madre.
— Fácilmente. Tú sueles abandonar estas tierras con los rebaños.
Como cada invierno, lo pasas al suroeste, camino del Monte
Herminius. Lleva a Viriato contigo, yo saldré dos días mas
tarde. Os alcanzaré, luego él y yo avanzaremos hacia el
noreste, hasta tierras arévacas. Tengo amigos. No le ocurrirá
nada. Te lo prometo.
— Déjame pensarlo esta noche.
— De acuerdo.
La importancia de cuanto debía comentar a su esposa, evitó
que aquella noche pronunciara palabra alguna. Al amanecer, y
cuando Alanis se dispuso a recoger agua del arroyo, Vísmaro la
acompañó con dos cantaros mas.
— ¿Qué ocurre Vísmaro? ¿Qué razón tienes para acompañarme?
— Ninguna, mujer.
— Entonces habla. No sujetes tus palabras, ni hagas que mi temor
aumente.
— Debo llevarme a Viriato con los rebaños.
— PeroC.
— No olvides mi obligación como padre, enseñarle cuanto se
como pastor. Recuerda que los ancianos permitieron el manejo
de la espada, siempre y cuando no olvidara sus obligaciones
como hijo de pastor.
— Lo se esposo. ¿Cuándo tienes intención de salir?
— En un par de días.
— Entonces me despediré de Viriato y le recomendaré que
aprenda cuanto su padre le enseñe.
— Gracias esposa.
— Sin embargo, tengo una impresión extraña.
— Dime cual.
— Es una tontería.
— Insisto.
— Déjalo Vísmaro.
— Como quieras.
De regreso a la choza, esperaron a que Viriato despertara. Los
tres tomaron un trago de leche y enseguida escuchó de labios de
sus padres que, durante meses estaría apartado de la aldea, de
sus amigos y sobre todo de su madre.
— ¿Cuándo salimos padre?
— Dentro de dos días.
— ¿Podré llevarme la falcata?
Anxo do Rego
— 33 —
— ¿Para que quieres llevarla? – preguntó su madre
— Necesito practicar constantemente. Es lo que me ha dicho
Alucio, mi maestro.
— ¿Lo crees necesario Vísmaro?
— Bueno, ciertamente la sabe manejar.
— Pero es un crío –añadió Alanis.
— Sí, pero con cuerpo de hombre, el de un hombre muy fuerte.
Con él estaremos a salvo de cualquier encuentro.
— Está bien, no puedo contradecir a dos hombres –añadió
sonriendo.
Viriato fue corriendo al encuentro de sus amigos. No tardó en
darles cuenta. Su padre le había autorizado a llevar la falcata.
Dos días mas tarde ambos caminaban al frente del rebaño de
la familia, en dirección oeste y luego al sur, al encuentro con los
valles con buenas zonas de pasto.
Alucio, mientras tanto, se dirigió a la Asamblea Popular para
pedir autorización y viajar hacia al encuentro del pueblo Arévaco,
situado en la orilla sur del Río Douro, hacia el este.
— ¿Para que necesitas visitar a nuestros hermanos arévacos?
— Tengo allí buenos amigos, y no me vendría mal convencer a un
pequeño grupo para formar parte de nuestra milicia.
— ¿Conoces algo que nosotros debamos saber?
— Solo rumores. Al parecer los romanos están dando pasos hacia
nosotros.
— Está bien. Tienes nuestra autorización, pero regresa pronto e
infórmanos.
— Por supuesto.
Dos días después de la salida de Vísmaro y su hijo Viriato,
Alucio caminó en dirección opuesta a la de ambos, lo hizo hacia el
norte al salir de la aldea, aunque pronto, y con un caminar mas
rápido, dio un amplio rodeo hasta encontrar a su mejor alumno y
al padre de éste.
34 La Falcata de Viriato ©
34
CAPITULO 4
Lusitania, año 166 a.d.n.e.
M
ientras Alucio caminaba al encuentro de Vísmaro y
Viriato, ese año el general romano Marco Claudio Marcelo,
pretor de las dos provincias, ulterior y citerior, era nombrado
Cónsul, por Roma. Ambas provincias, junto a Lusitania, gozan de
una paz, sujeta solo por el temor que ambos pueblos tienen a
verse inmersos en una constante lucha. Actualmente gozan de un
tratado que les impide enfrentarse.
Alucio tuvo que caminar con rapidez para localizarlos. Al quinto
día de su salida, cuando el sol estaba a punto de esconderse en el
cenit, vio a la distancia de unos cientos de metros, las figuras de
ambos. Cerca del redil montado para que las ovejas pasaran la
noche, padre e hijo se disponían a encender una hoguera y
buscar un lugar donde apoyar sus cansados cuerpos. No esperó a
Anxo do Rego
— 35 —
que los últimos rayos desaparecieran, gritó el nombre de Vísmaro
y luego el del hijo, mientras se dirigía hacia ellos. Le vieron llegar,
y Viriato, olvidándose de la función encomendada por su padre,
corrió al encuentro de su maestro de armas.
Sacó su falcata e hizo con ella un ademán de saludo y
sumisión como alumno. Alucio le devolvió el saludo y echando su
brazo izquierdo sobre el joven, avanzaron juntos hacia la hoguera,
que ya empezaba a crepitar e iluminar la noche.
— Te saludo Vísmaro – dijo nada mas llegar frente a el.
— Y yo a ti Alucio. ¿Qué tal tu viaje?
— Rápido, temía no encontraros.
— Entonces descansa, tomaremos en bocado, luego dormiremos.
Mañana me contarás antes de partir con mi hijo.
— Como dispongas.
Los dos hombres miraron a Viriato que permanecía en silencio, e
insistía en sujetar, con su mano derecha, la empuñadura de la
falcata.
Los rescoldos de la hoguera aun daban calor cuando Vísmaro
despertó a Alucio. El joven Viriato aun dormiría unos minutos mas,
los suficientes para que ambos comentaran ciertos aspectos que
preocupaban a Vísmaro.
— Tendrás que disculparme, temo por la vida de mi hijo, y
necesito saber donde iréis. Se que está en buenas manos,
pero desconozco la situación por la que atraviesa ese pueblo
al que llamas arévaco.
— Tranquilo Vísmaro. Iremos hacia el este.
— Pero en esa zona ¿no están los romanos?
— Solo en algunas latitudes. Además los enfrentamientos solo
son esporádicos, y como consecuencia de algún arrebato de
los vacceos o tribus de los pueblos cercanos.
— Tampoco conozco a ese pueblo.
— Discúlpame. Te pondré al corriente.
— Los vacceos, al igual que los arévacos, son de la misma raíz
celtibera, como nosotros. Según cuentan algunos ancianos,
vinieron de las tierras del norte, del otro lado de la gran
cordillera 18. Se asentaron en diferentes zonas. Mientras el
pueblo arévaco se afincó en el centro, arriba al norte, quedaron
los pueblos de los Pelendones y Berones, los Carpetanos al
sur y Cascones y Várdulos al este. Consecuentemente para
18
Al parecer partieron del norte de Europa, en torno al año 600 a.d.n.e, junto a otros pueblos
de origen celta, grupo belga, y como consecuencia de las presiones ejercidas por los pueblos
germanos. Alcanzaron las tierras del interior de la península en la primera mitad del siglo VI
a.d.n.e. junto a otro conjunto de pueblos, los arévacos, es decir vacceos orientales.
36 La Falcata de Viriato ©
36
llegar a las tierras arévacas, debemos atravesar primero la de
los vacceos. Pero no temas, están sometidos a los arévacos y
no tendremos problema alguno.
— ¿Iréis a alguna población conocida?
— Por supuesto. Iremos hasta Sekobirikes 19, es allí donde tengo
amigos.
— ¿Cómo son las gentes de esos pueblos?
— Sencillas. Se dedican a la agricultura, pero son poderosos,
bravos luchadores, aunque groseros y rústicos. Cada núcleo
donde viven es independiente del resto, y se rigen por un
régulo 20. Su mayor orgullo radica en perecer en combate.
Consideran una afrenta morir de enfermedad. No entierran a
sus muertos, los incineran, salvo a aquellos que mueren en
combate. A esos, sus cuerpos, los colocan en fosas abiertas
en cuevas, y cuando sus restos se reducen, son metidos en
urnas, para posteriormente, en noches de plenilunio, rendirlos
culto junto a sus casi olvidados dioses Elman o Endovéllico.
— ¿Y esa gente son quienes enseñarán a Viriato?
— Sí. Son diestros en el manejo de las armas, pero sobre todo en
preparar celadas para dar muerte a los invasores romanos.
Aunque ahora y desde hace años, tienen firmado un tratado y
se mantienen en paz. En aparente paz.
— Está bien, veo en ti tanto entusiasmo como en mi hijo. Durante
el camino no ha parado de comentar lo buen guerrero que será
cuando regrese de este viaje contigo.
— Es un joven muy dispuesto.
— En efecto, pero temo que su vehemencia provoque algún que
otro problema. Me ha prometido ser obediente a cuanto le
pidas.
— Te lo agradezco Vísmaro, no habrás de arrepentirte.
— Confío en ti Alucio.
— Ninguno de nosotros te defraudará.
— Solo voy a pedirte algo, y confío en que no se lo comentes a
Viriato.
— Adelante.
— Bien. Quiero que el tiempo en que permanezcáis alejados de
nuestro pueblo, no permitirás que lleve puestos los tres
brazaletes, y menos aun empuñar con ellos la falcata.
— No quiero preguntar la razón.
— Te lo agradezco. Únicamente cuando iniciéis el camino de
regreso le permitirás ponerse los tres brazaletes, y en
cualquier caso, solo si surge algún enfrentamiento con el
enemigo.
— Así será.
— Ahora ya puedo despertarle, pronto saldrá el sol y os quedan
muchas jornadas para llegar a vuestro destino.
19
20
Actual emplazamiento de Peñalba de Castro (Burgos)
Régulo o Caudillo.
Anxo do Rego
— 37 —
— Así es, pero en el camino irá aprendiendo, te lo prometo, ni un
solo día quedará sin conocer algo.
— Gracias Alucio.
— A ti, por prestarme a tu hijo.
— Tráemele sano y salvo.
— Así será – dijo sacudiendo su pecho con el puño derecho.
Viriato ya se había levantado cuando ambos hombres llegaron
junto a él. Había recogido todas sus pertenencias. Hijo y padre se
abrazaron. Aquel escuchó de sus labios las últimas
recomendaciones, éste les entregó dos morrales repletos de carne
de cordero, seca y ahumada. Tendrían suficiente si además en el
camino, cobraban alguna pieza de caza fresca.
— Se prudente y obediente. Tu madre y yo esperamos mucho de
ti.
— Seré digno de ti y de mi madre, te lo juro.
— Adiós Viriato.
Alucio y Vísmaro establecieron una fecha para encontrarse
antes de regresar al castro. Transcurridas que fueran las
siguientes seis lunas, sería tiempo suficiente. Las miradas de los
dos hombres y del joven Viriato, se perdieron en la distancia.
Vísmaro dirigió sus pasos hacia el Monte Herminius. Alucio y su
discípulo hacia el noreste, sin atravesar el río Douro, camino de
tierras arévacas.
Atravesaron arroyos y escalaron colinas, aunque siempre
respaldados por los bosques, sin dejarse ver. No tuvieron opción
de conocer a ningún vacceo, puesto que evitaron encuentros.
Cada día, al poco de levantarse Alucio cruzaba su espada con la
de Viriato, como obligatoria actividad. Después comían algo e
iniciaban el camino. En mas de una ocasión le enseñó a encontrar
una posición frente al enemigo.
— El sol nunca debe darte en la cara. Siempre intentarás que tu
espalda esté cubierta. No podrás esperar ayuda de nadie, solo
tu brazo y falcata serán tus amigos, y deberás estar siempre
dispuesto. Mantendrás tu fortaleza física, alimentándote y
bebiendo, así como descansando debidamente. Antes de
enfrentarte a tu enemigo deberás conocer el terreno que pisas,
por si ocasionalmente debes emprender la huida, bien por ser
mas numeroso, bien porque así dispondrás de un elemento del
que posiblemente carezcan ellos.
— Gracias maestro.
38 La Falcata de Viriato ©
38
Los días se hacían cortos y las noches aun más. Viriato
siempre estaba dispuesto a escuchar, a mantenerse alerta. Un
mañana cuando Alucio se despertó y miró a su alrededor
buscando a su discípulo, comprobó que éste no estaba en el
jergón hecho de hojas, donde le dejó durmiendo. Se preguntó
donde habría ido tan temprano, y esperó a que regresara para
tomar un bocado en su compañía. Dejó pasar el tiempo
observando los alrededores, y aunque no apreció inicialmente
nada extraño, la intranquilidad comenzó a apoderarse de Alucio.
En dos ocasiones se deslizó hasta el arroyo cercano,
esperando encontrarle. Mas tarde revisó el morral donde
acostumbraba a llevar un odre 21 para el agua, y trozos de carne
seca. Pero estaban allí, no faltaba nada excepto la vaina portando
la falcata. Comenzó a sentir miedo. Tal vez sin enterarse, alguien
pudo raptarlo por la noche. En esos y otros pensamientos estaba
cuando inicio un recorrido por el bosque. Esperaba encontrarle.
Subió a la primera colina con que tropezó. Desde allí trató de
otear los alrededores. Tal vez tuvo un encuentro con algún animal
y se encuentre herido – pensó casi en voz alta— De repente sintió
deseos de gritar su nombre. Lo hizo. Una y otra vez desgarró el
silencio del bosque con su voz grave pidiendo la presencia de
Viriato. Bajó la colina hacia el fondo del valle, donde durmieron,
volvió a buscar y llamarlo. Nada, solo silencio.
De repente oyó un ruido, quizás algo parecido a un animal
buscando comida. Echó mano a su falcata, la sacó de la funda y
caminó hasta donde lo oyó. Despacio, lentamente, sin hacerse
notar, fue acercándose. Oculto entre los troncos de los pinos y
abetos avanzó. No había nada, pero un sexto sentido le hizo
volverse con rapidez hacia su espalda. Una espada corta rompía
el silencio al avanzar sobre su cabeza. Como pudo levantó su
mano derecha haciendo que la atacante chocara con la suya en
actitud de defensa. De nuevo retrocedió para iniciar un nuevo
ataque, que volvió a repeler. Más tarde otro y otro, hasta ver
desaparecer a su atacante entre los árboles.
— ¿Quién eres? –gritó Alucio.
— No te lo imaginas, maestro Alucio.
— ¡Viriato!
— Si maestro. Ensayaba tus enseñanzas.
— Está bien, ahora sal de tu escondite, déjate ver.
— Enseguida.
21
Recipiente de piel, destinado a contener líquidos, agua, vino, aceites. Solía utilizarse el
cuerpo de un animal pequeño, cordero, oveja, cabra, a veces incluso un buey, al que se le
sacrificaba, para luego cortarle la cabeza y las patas, desollarle cuidadosamente de modo
que no fuera necesario abrirlo en canal. Se curtía la piel y se cosían todas las aberturas
excepto una, el cuello o una de las patas, y se cerraba con un tapón o cordel.
Anxo do Rego
— 39 —
Viriato se dejó caer desde un pino, justo a la espalda de su
maestro.
— Ya estoy aquí.
— Perfecto. Has conseguido sorprenderme. Y también asustarme.
Pensé que habías tenido algún problema.
— No. Pero te seguí desde que saliste de nuestro campamento en
mi busca. Estuve siempre a tu espalda.
— No conseguí oírte.
— Eso es lo que me enseñaste, no dejarme oír. Moverme y
sorprender.
— Bien. Eso está muy bien. Ahora recojamos nuestros atillos, y
prosigamos el camino. Mi amigo Buntalos está muy cerca.
Dos días mas tarde llegaban a las puertas de Sekobirikes. No
llegaron a cruzar el río Douro, aunque si alguno de sus afluentes.
Acamparon cerca de la aldea, no era propio avanzar de noche.
Por la mañana comprobaron lo cerca que habían dormido del
poblado. Construido sobre un cerro, y para su defensa, tenía tres
recintos amurallados. Se apostaron frente a la puerta oeste, con
los rayos del sol dando en sus rostros. Viriato quiso advertírselo a
su maestro, pero éste le hizo ademán de guardar silencio.
Dos hombres con ropas oscuras, hechas posiblemente con la
lana de sus ganados, descubrieron sus cabezas, retirando las
capuchas. No llevaban puesto el rasquetee con que los arévacos
cubren sus cabezas, y al que solían adornar con plumas. Sobre
sus cuellos un collar, y cubriendo sus piernas, un pantalón
ajustado. Ese era el sencillo uniforme que vestía aquel pueblo.
Sobre sus manos derechas, sendas falcatas de doble filo, y a
un lado, en el cinto que sujetaba sus pantalones, ambos puñales
rayados. Eran sin duda alguna, unos temibles guerreros. Los
mismos que mantuvieron en jaque primero a Aníbal, el cartaginés,
y después a los romanos con quienes mantenían firmado un
tratado de paz.
— Quédate a dos pasos de mí, y por favor, no me interrumpas
cuando hable. Haz cuanto haga.
— Claro maestro.
Alucio avanzó unos pasos y Viriato se retrasó los suficientes
para mantener la distancia recomendada. Luego tomó su espada
con ambas manos, a título de ofrenda y sumisión.
— Soy Alucio de Várate, y deseo saludar a mi amigo Buntalos.
Vengo con mi discípulo Viriato, tras de mi.
40 La Falcata de Viriato ©
40
— Permaneced quietos, daré cuenta a nuestro caudillo de quien
desea verlo.
— Claro. Esperaremos.
Uno de los guerreros habló con otro, quien seguidamente
corrió para atravesar los dos recintos amurallados hasta la torre
de defensa, en cuyos bajos vivía Buntalos. Poco después la
puerta se abría dando vista al caudillo aráveco, junto a cuatro
guerreros que lo acompañaban.
— Según me dicen, eres Alucio de Várate. Pero hace tiempo que
no veo a ese lusitano. ¿puedes acercarte para verte mejor?
— Por supuesto señor.
Alucio avanzó diez pasos, mientras Viriato mantuvo la
distancia sosteniendo en posición de ofrenda su falcata. Buntalos
observó al joven, después retuvo su mirada sobre quien decía
llamarse Alucio, y tras dejar escapar una sonora carcajada, dijo:
— Ven a estrechar mi brazo, cabezota lusitano. Por Endovéllico,
que eres tu, y vivo. Te creía muerto.
— Ya ves, aun no hay brazo que pueda doblegar el de este
lusitano.
— ¿Quién te acompaña?
— Mi alumno más avanzado. Se llama Viriato y está dispuesto a
que el caudillo arévaco le enseñe las formulas para doblegar al
invasor.
— ¿Cuánto tiempo llevas sin dormir a cubierto?
— Luna y media.
— Mucho tiempo. Pasa. Que tu alumno te acompañe. Venir, os
daré cobijo durante el tiempo en que permanezcáis en este
castro.
— Gracias Buntalos.
— Guardar vuestras falcatas. Son amigos – dijo dirigiéndose a los
guerreros que los acompañaban.
Tres días esperaron hasta que Buntalos admitió a Viriato como
aprendiz. Desde ese momento, fue tratado como igual y no tuvo
que avanzar a dos pasos de Alucio.
Durante días aprendió los movimientos de los arévacos con
sus espadas. Los desplazamientos, golpes defensivos y
ofensivos, eran diferentes a los aprendidos de su maestro Alucio.
Viriato comprendió las diferencias, y sobre todo, la fuerza que
aquellos guerreros ponían en cada ataque con sus espadas. Una
tarde durante la comida, Viriato pidió a su maestro dar un paseo,
momento que aprovechó para preguntar.
Anxo do Rego
— 41 —
— Maestro Alucio, estas gentes son duras, aguerridas y sobre
todo muy fuertes.
— Lo se. Los conozco, he luchado junto a ellos en más de una
ocasión. ¿Qué te ocurre?
— ¿Recuerdas el momento en que mi padre me regaló los
brazaletes?
— Naturalmente.
— Pues me gustaría disponer de ellos y poder cruzar mi falcata
con Buntalos.
— Ni a tu padre ni a mi nos gustaría.
— ¿Cómo?
— Tu padre me pidió, y yo se lo prometí, que lucharías sin ellos
puestos.
— Pero maestro, con ellos siento como si me dieran fuerza.
— Pues deberás luchar como nosotros.
— Obedeceré, aunque me gustaría saber donde se encuentran.
— En mi poder y con ciertas recomendaciones de tu padre.
— De acuerdo maestro.
— Entonces volvamos, y aprovecha bien las enseñanzas de estos
amigos.
Regresaron al castro, donde les esperaba Buntalos.
— ¿Este joven no se cansa nunca?
— Creo que no.
— Bien. Mañana saldremos en busca de un grupo, al norte.
— ¿Qué ocurre?
— Debemos darles un escarmiento. Han atacado una de nuestras
aldeas y robado parte del ganado.
— ¿Son muchos?
— Cerca de veinticinco hombres.
— ¿Iremos nosotros?
— Es lo que trataba de deciros. Tu joven alumno tiene un brazo
fuerte, aunque deberá esperar todavía para tener un
enfrentamiento directo. Pero aprenderá nuestra manera de
atacar.
— De acuerdo.¿Has oído bien Viriato?
— Si, maestro Alucio.
Aquella noche Viriato no durmió lo suficiente, se mantuvo en
vigilia hasta dos horas antes de amanecer. En primer lugar por
escuchar historias del pueblo arévaco, luego, por los nervios de
verse inmerso en la primera escaramuza. Ambas situaciones le
obligaron a permanecer con los ojos abiertos.
Junto al fuego, Buntalos contó muchas aventuras,
fundamentalmente de sus antepasados. Viriato permaneció
expectante, escuchando las palabras de aquel hombre.
42 La Falcata de Viriato ©
42
— Habrás observado joven Viriato, que nuestro castro apenas
tiene lugares donde ver las recolectadas cosechas de
cereales. Antes de que preguntes, te diré que en nuestro
pueblo luchamos todos, incluidas las mujeres. Peleamos por
nuestra supervivencia, y no podemos dejar nada a la
improvisación. Necesitamos controlar cuanto necesitamos para
vivir. Por eso nuestras mujeres son casi tan fuertes como
nosotros, se ejercitan, no todos los días, pero si los suficientes
para poder defender la aldea, caso de enfrentarse a una
invasión, no solo de romanos, sino de los pueblos que nos
rodean. Esa es la fuerza de los arévacos. Bien, pues ellas son
quienes oradan la tierra para hacer los graneros subterráneos
donde conservar los cereales, necesarios para el
sostenimiento. No podemos esperar, como hicieran algunas de
nuestras aldeas, allá por el año en el que cartaginés Aníbal22,
quiso apropiarse de Hispania, convertirse en dueño y señor.
Para ello nos utilizó como gentes con quienes luchar para
ejercitar a sus guerreros. Quiso imponerse por la fuerza a todo
el pueblo celtibero. Realizó varias incursiones a nuestras
tierras. Para ello mandó talar todos los bosques, y arrasar los
campos de cereales, así logró eliminar todos nuestros medios
para subsistir. Logró atemorizarnos, pues llegó hasta las
puertas de nuestra capital Numantia, a cuyos habitantes obligó
a huir. Guerreros, ancianos, mujeres y niños o crianças, como
decís los lusitanos, huyeron a las vecinas sierras. Tiempo más
tarde los permitió regresar, si bien bajo palabra de nuestros
caudillos, que servirían lealmente a los cartagineses.
— Pero, si arrasaban vuestros campos, ¿como conseguían seguir
viviendo?
— Acabo de darte la clave. Eliminar las fuerzas del enemigo no
solo con las armas, sino el sostenimiento diario, los alimentos.
Eso nos hizo aprender a esconderlos. Claro que también a que
no debemos subestimar al enemigo nunca. Y a nosotros nos
ocurrió.
— ¿Cómo, caudillo Buntalos?
— Te decía, que los habitantes de nuestra capital Numantia,
fueron desalojados. Mientras, los cartagineses regresaban de
sus expediciones contra nosotros y otros pueblos celtiberos,
camino de Cartago Nova 23 llevándose cuanto habían
conseguido como botín, algunos caudillos consideraron había
llegado el momento de escarmentar al invasor. Reunieron un
generoso número de guerreros, relativamente pertrechados, y
fueron tras los cartagineses. Lograron encontrarlos a orillas del
río Tagus. Lucharon contra los que iban en retaguardia y
22
Sobre el año 200 a.d.n.e. Aníbal avanzó por Hispania, con el fin de medir sus
fuerzas para un posterior enfrentamiento con las de Roma.
23
Actual Cartagena.
Anxo do Rego
— 43 —
consiguieron rescatar gran parte del botín. Sin embargo lo
pagaron caro. Aníbal mandó a su ejercito presentar batalla a
nuestra gente, desorganizada, falta de unidad y preparación
guerrera. Se enfrentaron a un ejército bien pertrechado y mejor
preparado para la lucha. Eran gentes aguerridas y
disciplinadas, y los nuestros sucumbieron ante tal embestida.
Aprendimos, y lo hicimos bien. Veinte años después, tras
diversos enfrentamientos con nosotros y los cartagineses, el
romano Tiberio Graco, firmó acuerdos con nuestros pueblos.
Desde entonces debemos pagar a los romanos un tributo
anual y prestar servicio militar. A cambio, los romanos permiten
a nuestras ciudades mantener su autonomía. Por eso ahora
vivimos en paz, si bien a algunos no nos gusta. Sobre todo
tener que luchar junto a ellos. Muchos de nosotros no
admitimos a ningún invasor. No podemos permitir incursiones
de cartagineses ni de romanos, por eso seguimos
preparándonos para la guerra durante este periodo de
tranquilidad.
— Comprendo Buntalos.
— Ahora deberíamos descansar, mañana tendremos una jornada
dura. Debes acostumbrarte a recobrar fuerzas, las necesitarás.
— Claro maestro.
Alucio prosiguió hablando con el caudillo Buntalos. Le
recomendó viajar en la retaguardia, junto a un pequeño grupo de
diez guerreros, evitar enfrentamiento directo en la batida que
iniciarían nada mas amanecer. Luego se retiró a la choza, donde
esperaba Viriato, aun despierto.
44 La Falcata de Viriato ©
44
CAPITULO 5
En tierras de los Arévacos. Año 166 a.d.n.e.
C
uando Viriato y Alucio llegaron al punto de reunión, los
primeros grupos de arévacos con Buntalos al frente, ya
habían salido del castro. Ambos se unieron al último grupo, tal y
como habían previsto. Poco después iniciaban la caminata. La
caballería era muy limitada, apenas treinta hombres con sus
caballos, el resto estaba compuesto por infantería24.
El paso era ligero y el esfuerzo grande. Viriato no estaba
acostumbrado a tales situaciones. Sin embargo no salió de sus
labios palabra alguna en solicitud de descanso. Se comportó
24
En las guerras e incursiones de los arévacos se presentaban en campo raso,
interpolaban la infantería con la caballería. Es decir, hacían una interrupción de su labor
durante un determinado tiempo, cuando llegaban a terrenos escabrosos echaban pie a tierra
y se batían con la misma ventaja que la infantería, para luego proseguir con su efectividad a
caballo.
Anxo do Rego
— 45 —
como el resto de guerreros. Al caer la noche, Buntalos se acercó
al grupo donde ambos permanecían, y los habló.
— Hemos encontrado al grupo perseguido. Están a medio día de
nosotros, por lo que a partir de este momento debéis
manteneros en retaguardia, y con mucho cuidado. Son
pelendones25, conocen nuestras artes de lucha. Debéis estar
dispuestos a hacerlo vosotros en caso de que aparezcan en
retaguardia.
— Lo estaremos.
— Os dejaré a cinco hombres con vosotros, el resto debe
ocuparse de formar el cuneas 26 .
— Confío en que no los necesitemos.
— Hay que estar prevenidos.
— De acuerdo.
Buntalos regresó junto a sus hombres, dio orden a uno de sus
capitanes para enviar a cinco hombres fuertes, junto a Viriato y
Alucio, y con ellos formar un grupo que caminaría en la
retaguardia. A primera hora de la madrugada salieron en busca de
los pelendones. Apenas habían descansado un par de horas.
Aquellos guerreros estaban acostumbrados, ellos no. Alucio hacia
mucho tiempo que no practicaba el noble arte de la lucha. Viriato
ni siquiera podía imaginarlo.
Mientras los arévacos comenzaron a marchar, ellos, junto a los
cinco guerreros, la iniciaron poco después. Atrás quedó otro
grupo custodiando armas y alimentos. Si los dioses eran propicios,
al caer el sol todos estarían de regreso. Sin embargo no fue así.
Los guerreros situados al frente y a ambos flancos del ejército,
avistaron a media jornada a la caterva de pelendones. Dieron
cuenta inmediatamente al caudillo y éste inició la formación para
atacarlos.
En una hondonada, al lado de un arroyo y rodeados por un
frondoso bosque, junto a varias hogueras, una pequeña
agrupación de pelendones parecía descansar. La situación se le
antojó extraña a Buntalos, no tenía dispuestos guerreros que
vigilaran el contorno. Atrás, Viriato y su maestro pararon cuando el
resto lo hizo. Esperaron.
Buntalos dio ordenes a sus capitanes para no formar el cuneas,
los distribuyó en cuatro secciones para evitar un ataque frontal.
25
Pueblo celtibero que habitaba la región de las fuentes del río Duero (Douro), al norte de la
actual provincia de Soria, sureste de la de Burgos y suroeste de La Rioja. Pese a estar
emparentados con los arévacos, fueron empujados por estos hasta el norte de la provincia de
Soria.
26
Singular composición triangular para el orden de batalla de los arévacos. Se hizo famosa en
la época entre los celtiberos y temible ante sus enemigos.
46 La Falcata de Viriato ©
46
Ordenó a una de ellas atacar antes del amanecer. Los pelendones
advirtieron el ataque y se dispusieron a repelerlos. Antes de cruzar
los primeros golpes con las espadas, uno de ellos lanzó una
flecha en dirección noroeste. A los primeros golpes, los
pelendones iniciaron una carrera hacia el sureste, alejándose del
arroyo. Aproximadamente cincuenta hombres corrían sin
enfrentarse a los arévacos. Solo diez o doce de ellos, paraban
esporádicamente para hacerlos frente, aunque después de cruzar
algunos golpes, volvían a huir con las espadas en las manos al
encuentro de sus compañeros.
Desde la colina cercana, Buntalos, extrañado, dio orden de
retirar a sus hombres, pero no tuvieron ocasión de hacerlo, habían
caído en la trampa prevista por los pelendones. En un momento
los doce hombres que esporádicamente cruzaban sus espadas,
no retrocedieron, y en esta ocasión, al contrario, fueron apoyados
por los otros cincuenta. De inmediato comenzaron a rodear a los
arévacos. Mientras Buntalos observaba la estrategia, otros dos
grupos de pelendones iniciaron el ataque por ambos flancos.
A una orden del caudillo arévaco, dos de sus capitanes corrieron
con sus hombres, en ayuda del primero. La lucha arreció, como
las tormentas en los primeros días del otoño. Mientras tanto, la
retaguardia comenzó a distanciarse de los que luchaban. Buntalos
esperó para entrar en combate. Pronto la retaguardia formada por
cerca de sesenta hombres fue reclamada para acabar con los
pelendones, que en ese momento comenzaban a dar muestras de
estar perdiendo el combate e iniciaron el repliegue colina arriba.
Alucio y Viriato, junto a cinco arévacos, esperaron el desenlace.
Sin embargo pronto se vieron rodeados por un grupo de
pelendones que surgieron a sus espaldas. Un sudor frío se
incrustó en las frentes de ambos lusitanos. De manera
imperceptible, y con un rápido movimiento, dejaron a Viriato en el
centro de una mínima formación en Λ. Al frente iba un arévaco,
detrás Alucio y posteriormente Viriato, los flancos estaban
cubiertos por dos guerreros. Desenvainaron sus espadas y se
dispusieron a repeler el ataque enemigo. Eran muy pocos para
formar el cuneas, por lo que muy pronto se vieron obligados a
romper la formación inicial, separarse y luchar individualmente.
Eran minoría y las constantes llegadas de más pelendones
obligaron a recomponer la situación. Abandonaron la lucha y
corrieron a refugiarse hacia un lugar donde sus espaldas no
fueran blanco de las espadas enemigas.
Alucio se mostró mas guerrero que nunca, temía por la vida de
su alumno. Mientras Viriato avanzaba junto a dos arévacos en
busca de un lugar mas propicio para la lucha, su maestro no
Anxo do Rego
— 47 —
cesaba de cruzar su falcata con el enemigo. Vieron como muchos
pasaban de largo, se limitaban a comprobar como sus
compañeros cercaban a los arévacos y seguían corriendo en
dirección desconocida. Dos de los guerreros de Buntalos cayeron
heridos de muerte ante los ojos de Viriato, quien de inmediato
miró a Alucio. Este corrió en su ayuda mientras el joven pastor
lusitano hería de muerte a uno de los atacantes. Tras eliminar al
resto, ambos se refugiaron en la primera gruta que vieron.
La sangre enemiga corría por el rostro y brazos de ambos.
Tomaron resuello y unos minutos después Alucio introducía su
mano sobre el costado izquierdo para sacarla poco después.
— ¡Toma! –dijo sosteniendo en sus manos los tres brazaletes
entregados por Vísmaro, padre de Viriato— Ha llegado el
momento para ponerte esto, tu padre no querría que murieras
sin ellos en tu brazo.
— Gracias maestro –respondió mientras los introducía en su
brazo derecho.
— Solo pido que no te dejes matar.
— No moriré, hoy no es mi día, ni el tuyo maestro.
A los pocos segundos de ponérselos, Viriato sintió una extraña
sensación. Su sangre parecía hervir en las venas. Un sofoco
interno recorrió todo su ser. Se levantó y empuñando de nuevo la
falcata, se dirigió a la salida de la gruta.
— Temed pelendones, Viriato os enseñará a morir – gritó con
fuerza y decisión.
Salieron de la gruta. Fuera, un grupo de guerreros parecía
buscarlos y al escuchar las palabras de Viriato, se volvieron.
Alucio pensó que el momento negado por Viriato parecía haber
llegado. Eran más de doce guerreros, fuertes y aguerridos. Los
primeros que se abrieron paso hasta Viriato, fueron alcanzados de
inmediato por su falcata y heridos de muerte. Otro se enfrentó a
Alucio. Lucharon hasta que, del mismo modo, cayó muerto.
Mientras, el joven Viriato no esperó el ataque del resto de
pelendones, corrió hacia ellos gritando y blandiendo su falcata.
Cada golpe dado, arrancaba de las manos las espadas de sus
enemigos, quienes desarmados comenzaron a correr para
internarse en el bosque. Alucio se mostró orgulloso y al mismo
tiempo temeroso. No alcanzaba a comprender la poderosa fuerza
que parecía desprenderse del brazo armado de su alumno.
Recordó por un instante, el enfrentamiento en la aldea, el día en
que cruzó, junto a otros compañeros, su espada con la de su
alumno.
48 La Falcata de Viriato ©
48
— ¡Basta! – gritó a Viriato, mientras éste corría tras los
pelendones.
— Voy maestro ¿Has visto? Soy un buen guerrero. Los hice
retroceder.
— Bien. Lo has hecho muy bien. Ahora busquemos a los heridos y
ayudémoslos, si aun viven.
— Claro maestro.
Viriato envainó su falcata, acarició sus tres brazaletes y
regresó junto a su maestro. Ambos recorrieron las escenas de
lucha y solo pudieron encontrar a un arévaco herido, los otros
cuatro estaban muertos. Viriato, con ayuda de Alucio, cargó con el
cuerpo del guerrero y caminaron hasta encontrar a Buntalos.
— Ha sido una emboscada desconocida – gritó desesperado el
caudillo— pero hemos acabado con todos ellos. No obstante
algunos han escapado a nuestras espadas. Y ¿vosotros?
— Tuvimos que cruzarla con algunos. Lo siento por cuatro de tus
hombres, han perecido.
— Yo también lo siento. Veo que tu joven alumno carga con un
herido.
— Es fuerte y le sobran fuerzas para ello. Se ha defendido con
garra y coraje. Es alguien muy especial.
— Lo es – comenzó a decir el herido al recostarlo sobre el tronco
de un pino— Le vi pelear con mas de dos pelendones al
mismo tiempo. Luego desarmó con certeros golpes a siete, y
corrió tras ellos, que huyeron asustados. Tiene sangre de
caudillo.
— Calla, descansa y recupérate, tu gente espera en Sekobirikes.
— Lo se Buntalos. Pero hoy me siento orgulloso de haber luchado
al lado de este joven llamado Viriato.
— Está bien, ahora descansa. ¡toma! bebe y no hables mas.
— Gracias Buntalos.
— Cuéntame mientras regresamos – dijo a Alucio.
— Disculpa. Antes debo hacer algo.
Se acercó a Viriato y en silencio le pidió los tres brazaletes,
que sin rechistar devolvió, para ocultarlos de la vista de extraños,
en el costado izquierdo de su ropaje.
— Es buen luchador – añadió inmediatamente de regresar junto a
Buntalos.
— Eso parece. Y tu un buen maestro. Cuando lleguemos me
gustaría cruzar mi espada con la suya.
— Claro Buntalos. Si Alucio no tiene inconveniente.
— Ninguno – apuntó el maestro.
Anxo do Rego
— 49 —
— Entonces regresemos, me temo que en esta ocasión, y pese a
vencer a los pelendones, no hemos conseguido eliminar el
propósito inicial.
— ¿A que te refieres?
— Mientras luchábamos aquí, otro grupo ha debido hacerse con
nuestro avituallamiento. Si es así, debo pensar como castigar a
esa gente mas contundentemente, evitar que vuelvan a
hacerlo en el futuro.
En efecto, cuando el grupo de arévacos llegó al espacio donde
debían encontrar a los guerreros cuidando el avituallamiento, solo
encontraron muerte y desolación. Buntalos maldijo una y otra vez,
luego guardó silencio y no volvió a hablar hasta entrar en
Sekobirikes.
Durante dos días los arévacos se dedicaron a preparar a los
caídos en combate. Toda la población rindió honores a los
muertos. Viriato y Alucio asistieron como invitados a las
ceremonias oficiadas por Buntalos y el resto de pobladores de
Sekobirikes. Los cuerpos de los guerreros fueron llevados y
depositados en cuevas. Cavaron fosas para los quince y dejaron
imágenes del dios Endovélico para que velara por ellos hasta que
la luna llena quedara fija en el cielo, momento que aprovecharían
para homenajear a los guerreros. Aun quedaban siete días para el
plenilunio.
En el tercero, Buntalos mandó llamar a Alucio y su alumno.
— Te escucho Buntalos.
— Me gustaría contar con ambos para la razia de castigo que
iniciaremos mañana – dijo Buntalos con voz seria.
— La verdad, preferiría ir solo yo. Soy responsable de la vida de
mi joven alumno, se lo prometí a su padre.
— Disculpa Alucio, pero Viriato ya es casi un hombre, hace poco
ha combatido, y según me ha contado uno de mis hombres,
con coraje, destreza y fuerza. En la ciudad solo se habla de su
valor, le consideran un héroe.
— ¿Que quieres decirme con esas palabras?
— Que debería ser él quien tomara esa decisión.
— En otro momento de su vida es posible, pero ahora yo soy el
responsable ante su padre, y no me encuentro en situación de
autorizarlo. Discúlpame Buntalos.
— Te entiendo y disculpo. Pero tal vez deberíamos escuchar el
deseo de Viriato.
— De acuerdo, no tengo intención de contravenir tus deseos,
aunque insisto en mi calidad de maestro y responsable de su
vida.
50 La Falcata de Viriato ©
50
— Te prometo dos cosas amigo Alucio, Viriato no morirá en estos
lances. Tú y yo estaremos a su lado para cuidar de que nada
le pase.
— Sea como dices.
— ¿Cuál es tu criterio Viriato?
— Os acompañaré. Antes debo dejar constancia de que libero de
su responsabilidad a mi maestro. Que mis palabras sean
llevadas a mi padre si yo muriese, no deseo tome represalias
con mi maestro.
— Sea pues. Preparaos, mañana saldremos a caballo.
— ¿Sabes montar, Viriato?
— Si, mi caudillo, pero guerrear con él, no.
— No será necesario su uso, solo como un medio más rápido para
desplazarnos y alcanzar a los pelendones, ya que no nos
esperan tan pronto. Conocen nuestras costumbres, creerán
que esperaremos a celebrar en plenilunio las exequias de
nuestros guerreros muertos en combate.
— Entonces estaré preparado para cuando seamos llamados.
— Así será. Ahora descansad, deberemos desplazarnos hacia el
norte durante cuatro días hasta encontrar el primer castro de
los pelendones.
— Vamos, Viriato, descansemos.
— Claro maestro.
Caminaron hasta la cabaña.
— Maestro ¿Me dejareis colocarme los brazaletes?
— Es posible. Pero debes prometerme que no lo comentarás con
nadie del pueblo arévaco.
— Claro. No debes preocuparte, llevo tiempo trabajando en unos
casi idénticos a esos, así podré llevar los falsos durante los
momentos en que no combata.
— Eres listo. Está bien, enséñame los tuyos.
— Mira maestro, son casi iguales, excepto en las figuras de los
extremos, para diferenciarlos.
— ¿Sabes que significan?
— No. Solo lo sabe mi padre, quien los recibió del suyo, y aquel
del suyo.
— Bien, los cambiaremos durante el camino, pero debes
prometerme devolver los reales, en cuanto el peligro
desaparezca.
— Desde luego maestro.
El grupo, de cuarenta hombres con sus respectivos caballos,
salió temprano. Una niebla cubría la población, tan densa era, que
apenas advirtieron la puerta norte, hasta encontrarse a pocos
pasos de ella. Salieron en silencio. Enseguida, dos caballos se
adelantaron al grupo y otros dos a la retaguardia, mientras a una
Anxo do Rego
— 51 —
distancia corta y en ambos flancos del grupo, otros dos hombres,
advertirían cualquier novedad.
Viriato no se separó de Buntalos, que cabalgaba despacio, al
lado de dos de sus capitanes. De cuando en cuando, alzaba el
brazo y pedía la presencia del joven junto a su maestro.
Por las noches, escuchaba con atención al caudillo bajo la
atenta mirada de Alucio. Y lo hacia con sumo cuidado para no
olvidar las palabras que definían cada una de las estratagemas
previstas por Buntalos. La última noche, a punto de entrar en
contacto con los pelendones, estableció el sistema definitivo.
Rodearían el castro y atacarían primero por el norte, único lugar
por el que no los esperarían. Mas tarde una segunda sección lo
haría por el sur, cuando las fuerzas de los pelendones se hubieran
concentrado sobre el primer punto de ataque. Mas tarde al
dividirse para repeler el ataque del sur, se iniciaría otro por el este,
y poco después el definitivo por el oeste.
— Escucharme atentamente, nadie matará a sus jefes o
capitanes, deseo hablar con ellos personalmente. Desarmarlos
y llevarlos en dirección sur, a un punto que estableceremos
mañana antes de salir. Las mujeres y los niños, si no os atacan
debéis evitar su muerte.
— Se hará como ordenáis.
— Bien, ahora a descansar, saldremos antes de que el sol rompa
por el horizonte, si la niebla lo deja.
La lucha fue desigual, la mayoría de los hombres del castro ya
habían muerto no solo a manos del enfrentamiento con ellos días
atrás, sino bajo las armas de un destacamento romano.
Mientras las mujeres, ancianos y niños esperaban la decisión
del caudillo arévaco, recluidos en un redil de ovejas, Buntalos
esperó en la cabaña del principal, la llegada de sus capitanes con
cinco prisioneros.
— Sabed que vais a morir, a menos que escuche vuestras
explicaciones y que estas me convenzan. ¿Quién de vosotros
representa al castro?
— Yo —dijo un pelendón con su mano derecha sangrando al
sujetar la herida abierta en el costado izquierdo.
— Entonces habla. Te escucho.
— Entiendo vuestro ataque como represalia, pero no tuvimos mas
remedio, nuestra gente muere lentamente de hambre, apenas
tenemos cereales, y aun menos, ganado. Habrás visto caudillo
arévaco, que nuestros rediles están vacíos.
— ¿Cuál es la causa?
52 La Falcata de Viriato ©
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— Los romanos. Ellos son la causa.
— ¿Cómo?
— Quemaron nuestros campos y arrasaron nuestros depósitos,
antes de amenazarnos con llevarse a nuestros rebaños.
Contra ellos no podemos luchar, están bien armados y son
demasiados.
— ¿Por donde se mueven?
— En dirección sur.
— Pero tenemos un tratado firmado.
— Les da igual caudillo arévaco. Hacen cuanto les viene en gana.
Mientras tanto nuestra gente muere de hambre.
— Deberíais haber enviado un mensajero con lo ocurrido, os
habríamos ayudado y ofrecido algunas medidas de cereales de
nuestros depósitos.
— Nuestro jefe no lo estimó así, y decidió atacaros. Aun le pesa
que nos obligarais a establecernos en estas tierras del norte,
donde el cereal no prospera.
— Está bien. Vuestra gente no perecerá, pero estableceremos un
acuerdo con vosotros, de lo contrario seréis muertos todos.
— Haremos cuanto nos pides, apenas somos sesenta hombres en
este pequeño castro. Nada puedes temer ya, y sí vuestras
ciudades y poblaciones, de los romanos. Parecen dispuestos a
ocupar vuestro territorio. Oí decir quieren sorprenderos
viajando hacia el sur para entrar en territorio lusitano y
atacaros por el oeste, por donde sin duda no esperáis.
— Bien, vendrás con nosotros y dos de tus guerreros a nuestra
ciudad, luego, cuando firméis el tratado, un grupo de guerreros
regresará contigo con unas cargas de cereales y un rebaño
para que iniciéis los vuestros de nuevo. ¿Es suficiente?
— Si, mi caudillo Buntalos.
— Bien, entonces llévanos ante el depósito de víveres y armas
que robasteis hace días.
— Claro, ahora mismo
— Habla con tu gente y comenta lo que haremos. Mandaré dejar
libre a los prisioneros, y haz que te curen esa herida o no
podrás viajar con nosotros.
— Gracias caudillo Buntalos.
Viriato apenas había cruzado su falcata con tres pelendones,
quienes al iniciarse el embate del sur, depusieron sus armas. No
estaba cansado, ni había recibido rasguño alguno. Escuchó y
observó con atenta mirada, el rostro de su ejemplo, Buntalos, y el
de los vencidos pelendones. En ese instante apreció en la
sabiduría del caudillo, una de las razones que le llevaban a dirigir
a su pueblo, ser justo y pese a la muerte de muchos guerreros, no
olvidar que los verdaderos enemigos eran los invasores romanos,
no uno de los desiguales pueblos celtiberos. Se congratuló por
ello y como ya escuchara de los ancianos de su castro, y aquellos,
Anxo do Rego
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de soldados cartagineses de su caudillo Aníbal, juró en silencio
odio eterno a los romanos por maltratar al conjunto de pueblos
celtiberos.
Aquella noche Viriato soñó, y cuando despertó encontró la
mirada de una joven pelendona observando los brazaletes de su
brazo derecho. Sin abrir los ojos, la miró a través de la pequeña
rendija dejada por la elevación de sus parpados, observó unos
ojos negros encajados en un rostro delgado, con los labios secos
necesitados de hidratación, por agua, o quizás leche. Observaba
con suma atención el brazo extendido, descansado sobre un
jergón de hojas secas, junto a las brasas, casi dormidas, de una
hoguera en el centro de la cabaña. Sin que lo advirtiera, extendió
su mano izquierda y la agarró de su brazo derecho. La joven, cuya
edad no superaría los catorce años, se asustó y trato de zafarse
del brazo de Viriato, quien no se lo permitió.
— ¿Quién eres? ¿Qué haces?
— Perdona si te he asustado. Me llamo Aunia, y esta es mi choza.
Solo trataba de ver los brazaletes de tu brazo, son extraños y
muy bonitos. No trataba de hacerte daño, arévaco.
— Lo supongo, ya ves que duermo como las liebres, con un ojo
casi abierto y las orejas pendientes de cualquier ruido.
— Te repito que no pretendía hacerte daño.
— Te creo. ¿Dónde está tu familia?
— No tengo familia directa. Mi madre murió hace dos días y mi
padre hace más de siete tiempos de luna en un enfrentamiento
con romanos.
— Pero tendrás al resto de tu gens ¿No es así?
— Por supuesto, ellos me ayudan a sobrevivir, joven arévaco.
— Está bien. Me llamo Viriato y no soy arévaco, sino lusitano.
— No entiendo. ¿Qué es lusitano?
— Somos otro pueblo. Tú eres pelendón, ellos arévacos, y yo
lusitano. Somos celtiberos también, pero al suroeste, en otras
tierras. Estoy aprendiendo a luchar, a ser guerrero.
— Dime Viriato, que significan esos brazaletes, son muy bonitos.
— Es una larga historia, y estoy hambriento. Supongo que tu
también. ¿Quieres compartir conmigo el almuerzo? – dijo
sacando dos trozos de carne seca del morral.
— Si. Llevo dos días sin tomar apenas nada, solo un poco de
agua. Cuanto trajeron nuestros guerreros de la escaramuza a
los arévacos, no ha sido suficiente para los habitantes del
castro. Después de muchos, muchos días sin comer solo
alimentaron a los mas necesitados, los niños y las mujeres
preñadas.
— Pues siéntate a mi lado y comamos. Luego me contarás lo
ocurrido para pasar esta época de necesidad.
— Si quieres.
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La mirada de Viriato se perdió en los ojos de Aunia. Mientras
ella masticaba el trozo de carne ofrecida, él se mantuvo
observándola. Su cuerpo posiblemente habría sido otro, de no
tener falta de alimentos, sin embargo sus ojos no denotaban
tristeza, solo cansancio e inquietud. De cuando en cuando le
devolvía la mirada y con ella una sonrisa, tal vez forzada por el
agradecimiento de poder comer ese día, o quizás por la certeza
de saber que lo haría al día siguiente. Él no pudo comer nada.
— Aguárdame aquí, no te muevas – dijo a la joven Aunia.
— No me iré, te dije que esta es mi choza.
— Claro, lo había olvidado.
Salió de la choza y preguntó al primer arévaco que encontró, si
había visto a su maestro Alucio. Le señaló la dirección y hacia ella
se encaminó. Entró en la choza. En ella lo encontró conversando
con Buntalos.
— ¿Puedo pasar? –dijo interrogativo.
— ¡Adelante! – oyó decir a Buntalos— Que quiere el joven
guerrero Viriato.
— Una petición. Deseo formular una petición a mi caudillo.
— Adelante.
Anxo do Rego
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