Alemán - Coordinación de Estudios de Posgrado

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La política económica del alemanismo
Edgar Llinás*
En el presente articulo examinaremos algunos de los postulados fundamentales de la política
económica que orientó al país de 1946 a 1952, trataremos de aprehender el espíritu de los tiempos
y la visión teórica que inspiró esta política, y de emitir un juicio fundamentado sobre los principios
que la inspiraron.
Porfirio Díaz consideraba que el Estado era meramente un protector del capital y que, por lo tanto,
no había necesidad ni de regular ni de estimular la industria o el comercio. De hecho, el concepto
del Estado activo aparece mucho más tarde en la historia de México. El mismo Madero estaba muy
lejos de proponer tal cosa en el sentido moderno y revolucionario del término. La revolución
maderista era esencialmente política y, aunque incluyó algunos postulados económicos en el Plan
de San Luis, estaba lejos de vislumbrar un Estado activo, promotor y regulador de la economía
como se vino a concebir en los años treinta.
El establecimiento de un Ministerio de la Economía Nacional por el Presidente Abelardo Rodríguez
marcó la transición del Estado meramente administrativo al Estado activo que quedó
particularmente subrayado por la creación de un Departamento del Trabajo. Con esto se daba por
sentada la intervención del Estado en la vida social y económica del país, y se abandonaba la
concepción meramente política de su organización estructural.1 La Secretaria de la Economía
Nacional se llamó después Secretaria de Industria y Comercio y, el cambio de nombre, así como la
creación de un Departamento Autónomo del Trabajo, marcaron el surgimiento del Estado activo en
México.
El primer presidente que dramáticamente rechazó el viejo concepto del Estado administrativo fue
Lázaro Cárdenas, 1934-1940. Cárdenas fundamentó su programa en la búsqueda de la justicia
social, y tuvo el valor de usar mayores recursos que cualquiera de sus antecesores para la acción
del Estado. Cárdenas gastó un promedio de 37.6 por ciento de los recursos federales, según la
cifra de Wilkie, en la esfera económica de la vida nacional marcando, de esta manera, una nueva
etapa en la Revolución Mexicana.
Para 1946, cuanto toma las riendas del país el alemanismo, estaba bien sentado el concepto del
Estado activo. Las acciones de Cárdenas en materia económica y social daban a muchos la firme
convicción de que ya se habían satisfecho los postulados fundamentales de la Revolución en
cuanto al reparto equitativo de la riqueza, y que quedaba por delante, como propósito también
revolucionario, el objetivo de crear más riqueza para elevar el nivel de vida de todos los mexicanos.
* Profesor de la División de Estudios de Posgrado de la Facultad de Filosofía y Letras, UNAM.
Seguían habiendo entonces profundos motivos de divergencias entre la derecha y la izquierda,
pero, a pesar de ello, surgía claramente un consenso básico sobre la necesidad impostergable del
crecimiento económico como medio imprescindible para el progreso del país. ¿Cómo lograr este
crecimiento económico?
A todos parecía evidente que la opción de un país agrario y bucólico entrañaba una situación de
dependencia insostenible. Como escribía Ramón Beteta, era imposible para el país sostenerse
exclusivamente con la agricultura y la minería. La agricultura y la minería:
No permiten un nivel de vida tan alto como la industria. Puede alegarse que no hay razón para que
sea así; pero no puede negarse que lo es... La verdad es que el trabajador del campo o de la mina
vive peor que el obrero de la ciudad porque la hora-hombre aplicada a la agricultura o a la
extracción de materias primas no se paga (entre otras cosas porque los precios de los productos
no lo permiten) al mismo nivel que la hora-hombre aplicada a la transformación de esas mismas
materias primas para convertirlas en artículos manufacturados. Por eso el campesino y el minero
se trasladan a la ciudad; por eso también, todo país que puede hacerlo, busca tesoneramente
industrializarse.2
Sólo se puede entender al programa económico del alemanismo si se capta el espíritu de los
tiempos que se imponía en aquel entonces. Todos los partidos políticos que actuaron en la
contienda electoral frente a Miguel Alemán incluían en su programa un conjunto de postulados
económicos, dentro de los cuales aparece como constante el proyecto de industrializar al país.
Ezequiel Padilla, por ejemplo, candidato del Partido Democrático Mexicano (PDM) postulaba como
objetivo principal crear una economía de la abundancia mediante el rápido crecimiento de la
agricultura y de la industria. Pero ¿cómo llegar a crear esta economía de la abundancia? Ya no se
consideraba que las propuestas colectivistas y socialistas fueran viables. De alguna manera daban
la impresión de haberse desgastado después del sexenio de Cárdenas. Ahora se trataba de crecer
mediante el empuje de la iniciativa privada. Se trataba de fortalecerla y estimularla para que
ocupase el lugar de la locomotora en el tren de la economía nacional. Tanto el crecimiento de la
industria como el del campo descansarían en la fuerza y la seguridad de una iniciativa privada
protegida y fomentada por un Estado que consideraba el “espíritu de empresa” como agencia del
bien colectivo.
El espíritu de los campos se capta mejor si se comprende que aun la izquierda oficial y la marxista
apoyaron de manera decidida el proyecto de la industrialización, que ya era parte del programa de
casi todos los grupos organizados. La izquierda oficial y la marxista se incorporaron al proyecto
económico alemanista. Se daba por sentado que el país que inocentemente estuviese dispuesto a
depender del resto del mundo, o de otro país en particular, para la satisfacción de sus necesidades
esenciales, se encontraría en un grave peligro, por la tendencia creciente hacia restricciones más
severas al comercio internacional y hacia una protección nacional ineludible. Se trataba de un
peligro que las guerras y las amenazas de guerra constantemente acentuaban.
Como era de esperarse, la ideología del énfasis en el desarrollo económico logró un incremento
sorprendente en el periodo de Miguel Alemán. Como lo dice Wilkie, Alemán había proyectado un
promedio de inversión económico de 40 por ciento del presupuesto, pero en realidad llegó a gastar
51.9 por ciento de los recursos federales en desarrollo económico.3
Uno de los problemas más importantes que se vislumbraron desde la toma de posesión del
presidente Alemán, fue el desempleo que la posguerra traería como consecuencia y que afectaría
principalmente a la clase obrera. Era necesario afianzar el poder adquisitivo de la moneda pero
evitando simultáneamente los mecanismos del control estatal porque tal como lo plantea en su
discurso de toma de posesión:
Las medidas de coerción y de policía tienen un carácter artificial, nunca pueden resolver problemas
esencialmente económicos los cuales han de atacarse con métodos de la misma naturaleza. En
este caso, con el aumento de la producción y la vigorización del comercio internacional, bajo
control adecuado con el fin de defender el valor de nuestra producción a impedir al mismo tiempo
que se paguen altos precios por las compras que tengan que hacerse en el extranjero.
Así quedaba planteada una menor intervención del Estado en materia económica, un rechazo de
los endebles mecanismos de control que habían sido usados en los años anteriores para hacer
frente a la guerra.
Otro punto clave en la perspectiva económica y política del alemanismo es el tipo de relación que
iba a perdurar entre las clases sociales, es decir, entre los dueños del capital y los medios de
producción, y aquellos que aportaban meramente su fuerza de trabajo. El alemanismo postulaba la
colaboración entre las clases para lograr la realización de un gran proyecto industrial, por lo cual se
esperaba que los empresarios respetaran estrictamente las leyes laborales, y que los obreros no
hicieran demandas desproporcionadas. Siendo la amenaza mas grave de esos momentos el
desempleo, a los obreros de nada les serviría un aumento salarial si éste conducía a la falta de
trabajo o a un excesivo aumento de los precios. La política a seguir era esforzarse por aumentar “la
riqueza nacional”, por alcanzar un equilibrio “basado en la justicia para poder lograr el bienestar de
la nación”.4 Dentro de esta cooperación de los factores de la producción, al Estado le correspondía
el papel de árbitro.
Así, pues, Alemán y sus consejeros creían firmemente que el gobierno y los hombres de negocios
debían trabajar juntos, con la cooperación de la clase obrara, para alcanzar la industrialización de
México; no era propiamente la intervención del Estado en la vida económica del país lo que ellos
proponían, sino que el gobierno llegara a sus decisiones en base a la información y al consejo que
ofrecían los grupos industriales. Como dice Sandford Mosk, lo que se proponía era más bien la
intervención del mundo de los negocios. Esto explica que la cooperación con el sector privado
mediante la intervención estatal en empresas mixtas públicas y privadas fue una parte muy
significativa del destino de la inversión.5
El postulado fundamental era entonces la cooperación entre el capital y el trabajo, y no su lucha
encarnizada, sin menoscabo de las garantías que a cada uno otorgaban la constitución y las leyes.
Sin embargo, quedaba clara la protección y el apoyo que se daba al capital como factor decisivo
del desarrollo industrial. Decía Alemán en su discurso de toma de posesión: La iniciativa privada
debe tenor la mayor libertad y contar con la ayuda del Estado para su desarrollo, cuando se realice
con positivo beneficio del interés colectivo. La propiedad de los bienes inmuebles debe estar
preferentemente en manos de nuestros nacionales, siguiendo la trayectoria ya establecida en estas
materias por nuestra legislación; pero el capital extranjero que venga a vincularse a los destinos de
México, podrá gozar libremente de sus utilidades legítimas.
También se delimitaban claramente las relaciones entre el capital y el trabajo. Los empresarios
deberían cumplir estrictamente con las disposiciones legales laborales mientras los trabajadores, a
su vez, debían evitar demandas desproporcionadas, ya que estas, a la larga, revertirían contra
ellos mismos. Según la visión que entonces prevalecía, las conquistas revolucionarias estaban
completas y vertidas en la legislación y lo que restaba hacer era lograr la cooperación de todas las
fuerzas sociales para alcanzar el desarrollo de México.
Para todos aquellos involucrados, el comienzo del sexenio alemanista parecía un nuevo amanecer
pleno de optimismo y confianza. Atrás quedaban los gobiernos encabezados por militares que
carecían de conocimiento técnico para administrar la cosa pública. Ahora, por fin, habían llegado
los licenciados, los universitarios, a tomar las riendas del país, una generación que se había
formado en las aulas y que no iba a improvisar con criterios políticos la administración pública.
Esta nueva generación no meramente creía que era conveniente industrializar al país, sino que
sabia que éste era el único camino viable, porque la guerra había mostrado lo que le podía pasar a
una nación sin industrias propia, y por ende, dependiente de otros países. Cuando la economía
norteamericana, convertida en economía de guerra, dejó de vendernos las refacciones y los
materiales indispensables para las máquinas mexicanas, éstas empezaron a vislumbrar la
parálisis. Los ferrocarriles, las minas, la agricultura, los automóviles requerían refacciones que sólo
se podían comprar en Estados Unidos, pero éstos no estaban dispuestos a vender porque sólo
fabricaban material de guerra. Resultaba evidente para esta nueva generación que México tenia
que lograr un mayor grado de autosuficiencia, y el único camino para alcanzar tal cosa era
mediante la creación de una planta industrial propia.
El obstáculo inmediato para crear una planta industrial propia era la carencia de capital. México
tenia mano de obra más o menos calificada, y también materias primas disponibles, pero carecía
de capital esencial para realizar la tarea. ¿Cómo obtenerlo en un plazo corto y conservar la
autonomía del país que se veía amenazada por el peligro de una posible guerra? Recordemos que
eran los tiempos de la guerra fría y que se vivían momentos de gran incertidumbre. Era, pues,
imperativo obtener capital, es decir, financiamiento para crear una planta industrial propia. ¿Qué
camino seguir?
Ramón Beteta nos dice en sus Disertaciones sobre México desde Europa cómo percibía aquella
generación de universitarios la disyuntiva que le tocó vivir:
Desde el punto de vista del capital con que se cuenta, hay tres posibilidades de promover el
desarrollo económico de un país: 1o. con capital privado nacional; 2o. con inversiones extrajeras;
3o. con inversiones gubernamentales.
El primer sistema es el más natural dentro del régimen capitalista; mas, como, por definición, los
países subdesarrollados carecen de capital nacional suficiente, este método significa en la práctica
condenar al país en cuestión a un lentísimo desarrollo y cerrar los oídos a las demandas de la
mayoría de la población, justamente ansiosa de que el gobierno haga algo para mejorar su
condición económica. Por tal razón, nadie puede con seriedad proponer a México ni a ningún otro
país que tenga urgencia de mejorar su nivel de vida, una paciente espera que ocasionaría
descontento nacional.
El segundo sistema −Ias inversiones extranjeras− se ha seguido con éxito en varios lugares del
mundo...
Numerosos escritores, banqueros y hombres de negocios están siempre sugiriendo este camino
para mi país. Citando el caso de los Estados Unidos, cuyo sorprendente desarrollo se debió a
inversiones provenientes de todas partes del mundo, hacen notar que si un país carece de capital
propio, su producción es escasa y por eso mismo difícil su capitalización. De este modo se crea un
circulo vicioso del que no podrá salir sin la ayuda de la inversión extranjera.6
Dentro de esta perspectiva ¿cuál seria el papel del Estado? Por supuesto el alemanismo limitaba el
papel del Estado en la producción ya que éste crearía sólo “empresas indispensables para la
economía nacional” en casos en que la iniciativa privada no lo hiciera, y además ejercería la
rectoría económica por medio del control de las industrias y servicios básicos.
Los tiempos eran de optimismo. La solución para elevar el nivel de vida de los mexicanos parecía
estar al alcance de la mano. Con el procesamiento industrial de sus propias materias primas,
México daría mayores ingresos a sus productores a la vez que se protegería de los desequilibrios
del mercado exterior. A medida que avanzara la industrialización, aumentaría la oferta de empleos
industriales y los obreros obtendrían mejores salarios. Con mayores ingresos para los trabajadores
de la ciudad y del campo se aumentaría la capacidad de consumo y, cerrando el circulo, también
se aumentaría el mercado interno de la industria nacional. Dentro de todo este panorama había por
lo menos una nota negativa. Beteta señalaba la posibilidad de desajustes y de ciertos desperdicios
como inevitable, como el precio ineludible que debe pagarse por la libertad económica, es decir,
por la carencia de una dirección general. Sin embargo, esta nota negativa no captaba la atención
de casi nadie. En aquel momento se trataba de desarrollar la industria y la infraestructura: construir
fábricas, sistemas de irrigación, presas, plantas eléctricas, carreteras y comunicaciones que serian
la llave para crear empleos y rescatar a las masas de la pobreza. Todo estaba basado en la teoría
del desarrollo económico del efecto "trickle down”, es decir, que las masas debían esperar por sus
beneficios mientras el país era desarrollado por una clase empresarial dinámica, que podía ofrecer
empleos y el clima económico mediante el cual el cambio social podía alcanzarse indirectamente,
pero con un cimiento fuerte y sólido.
El Estado se encargaría de garantizar la libertad de esta clase empresarial, que abriría centros de
producción y multiplicaría las industrias del país con la seguridad de que sus inversiones estarían
protegidas de las contingencias de la injusticia. El nuevo desarrollo económico estaría
fundamentado en un espíritu de equidad que seria la salvaguardia de los factores involucrados.
El Estado ofrecería la más amplia libertad a la inversión privada, reconociendo que el desarrollo
económico general es primordialmente el terreno de la empresa privada. El Estado sólo se
encargaría de aquellas empresas indispensables para la economía nacional que no interesaban al
sector privado coma inversión, pero que eran de interés público.
En 1946, pues, llegaba al poder una nueva generación política que tenía gran fe en la
modernización industrial, y que creía en la separación de la técnica y la política, a la vez que
insistía en que la actividad política debía estar supeditada a la económica.
El alemanismo tendía ideas muy precisas sobre el futuro del país, y comprendía con mucha
claridad las posibilidades económicas que existían así como la praxis susceptible de hacerlas
viables. Pero, evidentemente, nada se iba a lograr con meras declaraciones retóricas. Como dice
Luis Medina, era necesario adoptar una política laboral congruente con los propósitos económicos:
"La cuestión fundamental consistía, en pocas palabras, en garantizar que el sindicalismo no se
habría de convertir en una amenaza real a una tasa de utilidades y de capitalización la
suficientemente abultadas para hacer a México atractivo a los inversionistas nacionales y
extranjeros".7
Se trataba de dar el gran salto, una vez por todas, hacia la modernidad. El viejo deseo callista se
veía, por fin, al alcance de la mano. Pero no faltaron voces que prescribieran cautela. Ramón
Beteta, Secretario de Hacienda, conocía los peligros de una relación demasiado íntima con el
capital extranjero y oportunamente nos previno de ellos. Escuchémoslo:
Debe hacerse hincapié en que el capital extranjero tiene una irresistible tendencia a intervenir en
los asuntos internos de la nación que lo ha recibido. Esto puede dar lugar a conflictos
internacionales, y en alguna ocasión ya significó una guerra para México. Además el capital
extranjero para invertirse en países como México demanda garantías y privilegios de que no goza
el nacional. En estas condiciones, recibir indiscriminadamente inversiones del exterior ocasiona
conflictos de carácter político y patriótico que explican por qué se ven las inversiones extranjeras
con gran desconfianza.8
Además, continúa Beteta, el capital extranjero puede desplazar al nacional de industrias que ya
están debidamente establecidas y que son productivas. Esto explica, dice él, por qué México ha
procurado limitar las inversiones extranjeras a algunos campos de actividad que no ha reservado
para el propio gobierno o para los capitales nacionales. Explica también por qué México ha puesto
un especial énfasis en las inversiones estatales.9
Sin embargo, no debe pensarse que el sistema de inversiones estatales mexicanas conduzca al
mismo resultado que se encuentra en los países totalitarios. En México, añade Beteta, las
inversiones del Estado no pretenden substituir íntegramente al capital privado, sino más bien
estimularlo y complementario. Luego continúa:
Ante todo, el gobierno invierte en obras públicas, tales como caminos, ferrocarriles, puertos,
presas, centrales eléctricas, etc., que son de beneficio general y que tienen además el efecto de
hacer las inversiones privadas posibles o costeables. En la industria, el gobierno limita su interés a
las empresas que son de especial importancia para el desarrollo del país o para la seguridad
nacional, a aquellas que por su naturaleza no ofrecen gran atractivo al capitalista privado. No
rechaza tampoco la cooperación de éste en empresas mixtas, ni excluye la posibilidad de crear
industrias que, una vez se encuentran en condiciones de productividad comercial, pasen a manos
de particulares. En estos casos su papel es de promotor, de coordinador, de director; no de
competidor.10
De conformidad con los compromisos adquiridos, en los inicios de su gobierno Alemán adoptó una
serie de medidas de apoyo a la industria. Tales fueron el alza de aranceles y el mecanismo de
licencias, a la prohibición de una variedad de importaciones con el fin de proteger el mercado
interno para las empresas del país. Se trató de evitar la devaluación por el mayor tiempo posible
porque se pensaba que el mantenimiento de la paridad era parte esencial de una política
monetaria cuyo objetivo principal era el abaratamiento de la vida. También se tomaba en
consideración el beneficio que obtenía la industria manteniendo la paridad, al permitirle llevar a
cabo importaciones de equipo a precios bajos. Cuando la devaluación fue inevitable, ésta
desalentó las compras en el exterior de algunos productos, reforzando así el proteccionismo.
El Estado mexicano, en los años de Alemán, logró asimismo canalizar un mayor volumen de
crédito interno y externo a la industria, mantuvo los impuestos bajos para estimularla, y ciertas
empresas fueron eximidas de gravámenes a condición de que cumplieran ciertos requisitos. Por
otra parte, se comenzó la construcción de obras de infraestructura en gran escala mediante
contratos con empresas privadas, lo cual estimulaba paralelamente ciertas ramas industriales. Por
otra parte, se adoptó una política de precios agrícolas que aseguró abundancia de alimentos.
Notas
1
James Wilkie, The Mexican Revolution: Federal Expenditure and Social Change since 1910, Los
Angeles: University of California Press. 1970, P. 169.
2
Ramón Beteta, Disertaciones sobre México desde Europa, México: Ediciones de la Revista Hoy,
1955, p. 54.
3
James Wilkie, op. cit., p. 38.
4
Blanca Torres, Historia de la Revolución Mexicana 1940-1952, no. 21, México: El Colegio de
México, 1984, p. 28.
5
James Wilkie, op. cit., p. 147.
6
Ramón Beteta, ibid., p. 55.
7
Luis Medina, Historia de la Revolución Mexicana, no. 20, El Colegio de México, 1979, P. 151.
8
Ramón Beteta, ibid., p. 56.
9
lbídem, p. 57.
10
lbídem, p. 57.
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