HISTORIA DISUELTA Mi familia siempre había vivido cerca del mar, llevaba su carácter en la sangre, su salitre en las venas. Dormía de niña arropada por su murmullo y lloraba más tarde mecida por su marea. Mi familia siempre había amado el mar. Recuerdo como mi abuelo me llevaba amarrada fuertemente a su mano, revoltosa y juguetona, a la punta más alta del acantilado más alto, o así lo veían los ojos de mi infancia. Su cabello alborotado y su risa espumosa. Recuerdo como sus ojos cansados y amantes reposaban sobre la línea del infinito como ángeles de cristal reflejando la delicadeza del mar. Y su voz cargada de hondo y ronco cariño, de viejo compañero de la marejada, me relataba los aterradores peligros del horizonte y sus secretos más profundos. Me señalaba cada pequeño animal en aquel cielo mío, o eso creía yo, subidos en su barca estremecida que flotaba inestablemente sobre una inmensidad sobrecogedora. Con la nada por delante y la nada por detrás. Atrapamos doradas solemnes, perlados calamares, brillantes pargos, pescamos risas y refriegas, pescamos resfriados. Mi abuelo amaba tanto el mar, que las puntas de sus besos se habían vuelto azules. Amaba tanto su pedazo de paraíso, y este amaba tanto a su pedazo de mi abuelo, que aquellos longevos amigos se habían vuelto parte del otro. Se habían vuelto algas, arena en el corazón, burbujas debajo de la piel. Me sujetaba fuertemente desde lo alto del acantilado mientras se inclinaba él. Siempre atraído a aquella fuerza invisible que, rompiendo en níveas crestas y salpicándonos la tez, nos gritaba que no éramos bienvenidos. Era, el nuestro, un mar privado e interior. Parado, como quien sueña con parar el tiempo. Caliente, solo con los pies. Fluyendo en medio de ásperas tierras, relatando esperanzas de argonautas y demás leyendas. Agarrándose debajo de la ropa a la memoria. Era pequeños trozos de sal dispersos, más viejos que la historia, que cualquier religión. Arrastrando cada día pedazos de cuentos, guerras y sangre. Sudor y brea. Cada año más desnudo y vacío. Más sucio, más contaminado. Arrastrando cadáveres de tristeza, espinas carcomidas. Arrastrando nubes sombrías sin respeto ni subsistencia. Arrastrando se arrastra lastimeramente, mientras ansía la vida que le están robando, sus pulmones de posidonia dando estertores de auxilio. El peso de los fantasmas de sus naufragios lo está hundiendo. El mar se muere. Ahogado por sus propios tentáculos de medusa, desgarrado por sus propios dientes nacarados. El mar se está muriendo. Los ángeles de cristal de mi abuelo reflejan, vestidos de negro, las aguas del Mediterráneo.