la mochila infernal - Quinto año B de la Escuela nº 85

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[email protected]
www.ignacio-martinez.com
www.dramaturgiauruguaya.gub.uy
¡Cuántas cosas se viven en la
escuela!. Seguramente nunca
se terminarán las historias, los
cuentos, las anécdotas de algo
que ocurrió en la clase o el recreo
o la salida o el paseo. En este
nuevo libro de Ignacio Martínez se
cuentan veintitrés historias breves,
muchas de las cuales los mismos
niños han compartido, y dos
poemas que son, a su manera,
dos cantos a nuestros niños, a su
capacidad de soñar, de inventar,
de imaginar, porque “volando y
volando con mucha locura se
puede alcanzar la cordura”.
lamochila
infernal
y otros cuentos escolares
Ignacio Martínez nació en
Montevideo en 1955. En
los últimos diez años ha
recorrido cientos de escuelas
de todo el país tomando
contacto con decenas y
decenas de miles de niños
que a su vez lo han conocido
a través de sus libros y sus
obras de teatro. El contacto
permanente con las escuelas,
las maestras y maestros, y
principalmente los niños,
le han permitido conocer a
fondo los temas, el lenguaje
y las inquietudes que se viven
en el mundo escolar y que
hoy, nuevamente, toman
forma de libro con cuentos
y poemas que, seguramente,
serán del deleite de chicos
y grandes.
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El libro de todos
La vereda de enfrente
El viejo Vasa
La fantástica historia de una granja
rebelde y el secreto de un río
Detrás de la puerta... un mundo
Los fantasmas de la escuela
Los fantasmas de la escuela pasaron
de clase
Milpa y Tizoc
Colección “¿Adónde fueron los
bichos?” (5 libros)
Los piratas del Atlántico Sur
La mochila infernal
Malú, diario íntimo de una perra
Los niños de la independencia
Verónica y Nicolás
Colección “Para los dientes de Leche”
(20 libros)
Poemas y canciones (con CD)
50 fichas ambientales
Las aventuras de Tobías
Historias del Sur
Cuentos para antes de ir a dormir
Más cuentos para antes de ir a dormir
Memorias de Lucía
Franca, la ballena valiente
Colección Cuentos mágicos del
Uruguay (20 libros)
La Hechicera de Vaupés I, II, III, IV y V
Los chiquilines del barrio I y II
La niña del Valle Edén
La mochila infernal
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Ignacio Martínez
IGNACIO MARTÍNEZ
para niños y jóvenes
IGNACIO MARTÍNEZ
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LA MOCHILA INFERNAL
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Ignacio Martínez
LA MOCHILA
INFERNAL
y otros
cuentos escolares
Ilustraciones del autor
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Primera edición: Mayo 1997
Decimocuarta edición: Setiembre 2010
© 1997, Ignacio Martínez
© Ediciones del Viejo Vasa
Isla de Gorriti 1934
C.P. 11800 – Montevideo/Uruguay
Tel/Fax: (598) 2204 0895
[email protected]
www.ignacio-martinez.com
Impreso en Uruguay
ISBN: 978-9974-7525-2-3
Todos los derechos reservados.
Cualquier reproducción total o parcial de este libro
deberá contar con la previa autorización del autor.
Queda hecho el depósito que marca la ley.
Ilustraciones de tapa e interior: Ignacio Martínez
Diseño de tapa: Fernando Francia
Armado: Javier Fraga
Distribución: GUSSI Libros – Yaro 1119 • Tels.: 2413 6195 / 2413 3038
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Dedico este libro a los
miles y miles de niños y niñas
que he conocido en los
cientos y cientos de escuelas
que visité en estos últimos
años por todo el país
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POEMA
INICIAL
Pinta
y cuando pinta diseña el universo.
Canta
y cuando canta deja escapar el alma.
9
La arcilla se deleita con sus manos
y el niño se confunde con la tierra.
Los papeles se visten de colores
y los árboles se acercan a los niños.
Crea
y cuando crea el mundo se agiganta.
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Sueña
y cuando sueña el niño toma el mundo,
lo ata
y lo lleva a volar por donde quiere,
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allá,
donde solo los niños pueden ir.
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LA
MOCHILA
INFERNAL
M
artín no podía con su mochila. Cada vez
que se la colocaba sobre su espalda, él se
convertía en un verdadero burro de carga, en
un gigantesco camión, en un caracol enorme con su
caparazón multicolor o simplemente en un niño de
quinto año llevando una mochila que pesaba como
trescientos quilos. Bueno, tal vez no tanto, pero el
mismo Martín reconocía que a veces era insoportable
llevar tanto cargamento; más aún cuando bien sabía
que en su interior tenía dos o tres útiles y como
doscientos y trescientos inútiles: una regla rota, un
compás herrumbrado, dos sacapuntas de plástico
que no servían para nada, varias gomas de pan que
en lugar de borrar ensuciaban, los lápices por un
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lado y cada punta por otro, libros descuajeringados,
cuadernos arrugados, algún chicle viejo pegado en
el fondo, restos de alfajor, dos cartas de amor que
nunca contestó (una decía: «me quiero casar contigo
y tener muchos higos» y a Martín le dio mucha rabia
que pensaran que él era una higuera), figuritas que
ya nadie coleccionaba, dos bolitas, la foto de un ídolo de Fútbol, un autito con la pintura descascarada,
el atlas viejo que tenía países que ya no existían,
un diccionario nuevito, sin uso, y una infinidad de
diversas pelusas, pelos y polvillo mezclados con la
viruta de los lápices y otras suciedades antiquísimas.
¡Ah! también marcadores secos y un pomo de la
impertinente cascola que más de una vez se había
secado en la punta impidiendo su salida. Martín
recordaba muy bien aquella clase de dibujo donde
había que pegar papeles de colores sobre una inmensa cartulina y él apretó con todas sus fuerzas el
fastidioso pomito desatando un cañonazo de cascola
que cayó sobre la mesa como un puré y desparramó lluvia de gotitas blancas sobre los compañeros
que formaban el grupo de aquel trabajo colectivo.
En fin, esa era la carga de su mochila infernal que
lo convertía en un ropero caminante, una grúa del
puerto, un camello de dos patas con inmensa joroba,
pero eso no era lo peor.
Martín debía viajar en ómnibus hasta la escuela,
cosa que hacía todos los días. Ese transporte colectivo por lo general venía bastante lleno, lo que significaba una verdadera dificultad para él y su mochila.
Cuando ya estaba arriba, siempre que el vehículo
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arrancaba, salía a los tumbos por el pasillo hacia
el fondo y ahí empezaba la cosa. Primero apretaba
alguna espalda, se apoyaba sobre la cola de otro o
quedaba trancado entre un asiento y el cuerpo de
alguien gordito. Pasadas esas primeras dificultades,
los pasajeros que estaban sentados sobre el corredor
tenían que esquivar el enorme bulto de Martín fue
avanzaba en demoledora marcha hacia el final del
ómnibus. Más de una mujer con pollera debía evitar
fue ese lea engancharan las medias con la consiguiente rotura (salvo que fueran de esas medias fue
dicen fue no las rompe ni una picadora de carne) o
trataba que la falda no quedara agarrada de algún
broche de la mochila y marchara con enganche y
todo quedándose desnuda en el pasillo. A pesar de
los murmullos y los nene, tené cuidado, sacame la
mochila de ahí atrás, ay, correte y otras expresiones,
Martín seguía su curso.
En la puerta trasera vio que dos hombres interrumpían el paso. El pidió que uno de los dos
le tocara el timbre para descender, cosa que hizo
gentilmente el más .gordito. El ómnibus se detuvo,
abrió la puerta y Martín logró pasar entre las dos
personas, pero su mochila no, y muy lejos de quitársela para facilitar la pasada y descender (él no se
la sacaba ni para dormir) Martín tiró, tiró, tiró y tiró
hasta que salió como estornudado con mochila y
todo, pero no como un estornudo delicado y mucho
menos como esos que no pasan la punta de la nariz
o chocan contra los dientes y los labios apretados y
apenas dejan oír un atchis o chis solo, no, nada de
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eso. Martín bajó como un estornudo de esos bien
atronadores, moquientos y estruendosos, acompañados de una llovizna total, desparramado, propio de
los peores resfríos de invierno. Así aterrizó sobre la
vereda, pero con un salto de atleta olímpico se puso
de pie sin sacarse la mochila, dijo un montón de
palabras que no es necesario repetir en este cuento
porque cada uno se las puede imaginar, y continuó
hacia la escuela. En el trayecto se encontró con sus
amigos que también traían abultados cargamentos,
convirtiendo así al grupo en una manada de dinosaurios que marchaba riéndose, empujándose del
cordón a la pared y viceversa, llevándose árboles y
columnas por delante hasta la entrada de la escuela
que parecía un hormiguero, un panal de abejas, la
entrada del estadio un día de clásico o simplemente
una escuela como aquella, donde Martín descargó su
mochila sobre el pobre pupitre que, como todos los
días, gritó UUYY, aunque nadie lo oyera, soportando
heroicamente el peso de la carga y la inquietísima
cola de Martín.
P.D. Otros objetos bastante comunes en las
mochilas escolares: revistas de historietas, agendas
perfumadas color rosa o diarios íntimos, acuarelas
resecas y quebradas, olores de todo tipo, cartucheras
de esas que siempre se regalan en los cumpleaños,
pedacitos de papel que nadie sabe de dónde salieron, calcomanías, algún cuaderno de otro niño, libreta de teléfonos, un pañuelo todo arrugado y pegado,
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uno o dos muñequitos, algún lápiz diminuto que ni
Pulgarcito podría usar, la infaltable foto de Varela
en alguna hoja, cuaderno o comunicado y lo más
importante, lo fundamental, lo que no puede faltar
en ninguna mochila en cualquier parte del mundo,
eso que nos encanta, que nos gusta muchísimo y
que siempre llevamos con nosotros y que cuidamos
como un tesoro, eso que es un secreto de cada uno
y por lo tanto no podemos revelar aquí, pero es eso,
justamente eso, sí, sí, eso que estás pensando…
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EL PRIMER
DÍA DE CLASE
L
a mamá de Emiliano estaba feliz, emocionada,
chocha, no podía creer que su hijo más pequeño
empezara la escuela. Desde hacía varias semanas estaba pensando en ese momento y al fin el día
había llegado. Con mucho esmero, propio del amor
de las mamás, había achicado la túnica de Martín,
el de la mochila infernal, dejándola a la medida,
compró moña y mochila, zapatos nuevos y le hizo
al pequeño un formidable corte de pelo; hasta rollo
para la cámara de fotos compró porque quería seguir la tradición de guardar algún recuerdo gráfico
de ese día tan importante, como lo había hecho con
los dos hijos mayores.
Después de almorzar algo liviano ella fue colocando cada pieza en su lugar como si Emiliano
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fuera un muñeco armable. El estaba quietito y serio
viendo cómo su mamá le ponía la ropa, la túnica, la
moña, colocaba la mochila –por ahora pequeña, futura cargadora de inutilidades– y lo peinaba dándole
los últimos toques. Entonces sucedió lo inesperado.
−No voy nada a la escuela –dijo Emiliano.
−¿Que no qué? –preguntó la mamá sin esperar
respuesta y enseguida fue mostrando la lista de todas
las cosas que ella había hecho esperando ese día y
que de ninguna manera te quedas en casa, vas a
ir y se acabó y qué te has creído y vamos. Emiliano,
ya moqueando, arrancó tironeado por su mamá en
medio de varios no quiero, vas a ir, voy mañana,
callate y seguí, me duele la barriga, no te duele nada,
etcétera, etcétera, etcétera.
En la puerta de la escuela todas las maestras
estaban dando la bienvenida a los niños en su primer día. Parecía fue se habían puesto de acuerdo
en comprar las túnicas, los tonos de sus voces y las
sonrisas en el mismo supermercado, porque todas
estaban igualitas, preciosas, colmadas de vocación,
bellísimas como la Navidad, cosa que ocurre solo
ese día en el año. Emiliano venía ya en un solo
llanto, prendido de la pollera de la mamá que a su
vez venía agarrada de Emiliano y la pollera, no fuera
cosa que su hijo saliera volando y la falda también.
Ella dudaba, lo dejo, no lo dejo, se lo entrego a la
maestra, me lo llevo a casa, ¿qué hago? La maestra
de Emiliano esperaba quieta, como una estatua, y
enseguida comprendió que lo mejor sería que la
mamá dejara al chico en las manos experimentadas
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de una docente como ella que hacía como quince
años que venía trabajando con primero y no tendría
problemas de controlar a ese niño llorón que ahora
parecía una verdadera catarata. Su mamá, en un solo
nervio, no dejaba de agarrarse la pollera y sujetar
al nene en medio de exclamaciones, pero qué vergüenza, mirá como miran todos, qué va a pensar tu
maestra, dejate de pavadas y entrá. Pero él ni miras
de querer comenzar las clases o asomar siquiera la
nariz por la puerta de la escuela.
Todo hubiera sido, ahora sí, un caos, de no ser
por la maestra que, mostrando una enorme sonrisa de oreja a oreja, le dijo ¿por qué no me deja a
Emiliano no, señora, y se vuelve usted para su casa,
eh? Esto desarmó a la mamá y le hizo ver que en
realidad el problema era ella y fue, efectivamente,
debía dejar a su hijo allí y marcharse. Emi berreaba,
maldecía, gritaba, tragaba aire y tosía en medio de
mocos y lágrimas. A veces ponía el freno al llanto
para tomar fuerzas otra vez y volvía a gritar convertido en una verdadera rabieta. Cuando sonó el timbre,
la maestra tomó al niño, miró a la madre que se
alejaba emocionada y con ojos brillantes, sin haber
podido sacar ninguna foto, entró a la escuela y así
comenzó el primer día de clase para Emiliano que
todo lo miraba con sus dos enormes ojos marrones,
mientras su lengua subía labio arriba tratando de
limpiar esa mezcla de llanto y otras cosas que había
provocado su primer día de clase. El resto lo terminó
de limpiar la manga de su túnica y el pañuelo de la
maestra fue olía a bolitas de naftalina.
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ASUNTOS
DEL
LENGUAJE
L
a pequeña de tres años jugaba a los colores con
su abuelo que era maestro-inspector en Cerro
Largo.
–Amarillo –dijo el abuelo señalando algo de ese
color.
–Amarillo sol –respondió la niña.
−Celeste.
−Celeste cielo –volvió a decir la criatura.
–Verde fuerte –dijo el maestro señalando el pasto
oscuro y enseguida señaló otro verde mucho más
claro.
La niña pensó. Si aquel pasto oscuro era verde
fuerte, este más pálido sería...
–… verde «despacito» –dijo.
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2 – Otro niño le contó a su abuela, también
maestra–directora, que los grandes de sexto habían
estado en su clase hablando de cosas muy importantes y serias.
–¿Y de qué hablaban? –preguntó la abuela.
–No me acuerdo –dijo– pero lo decían así como
la patria o la tumba –concluyó parándose durito y
con los brazos pegados al cuerpo.
3 – Ana Laura era muy observadora. Ella estaba
aprendiendo a leer y escribir y día a día iba descubriendo cosas mágicas. Enseguida notó, por ejemplo, que todo junto se escribe separado y separado
se escribe todo junto. También le causó risa que
peludo y pelado tuvieran solamente una letra de
diferencia cuando entre las personas había miles
de pelos menos en unos y en otros. Un día estaba
escribiendo palabras con jota, ge, be, ve, ese, ce,
zeta y hache. Con las primeras siete letras no tuvo
ningún problema y escribió tres palabras con cada
una según había pedido el maestro. La dificultad la
tuvo con la hache; con esa letra muda había escrito
dos palabras –hoja y hormiga– pero se trancó con
la última palabra. Ella escribía según cómo sonaban
las palabras, pero ahora la que tenía en la cabeza le
sonaba raro y, encima, la hache no sonaba. Vueltas
y vueltas dio Ana Laura y el maestro notó su enredo.
–¿Qué te pasa? –preguntó.
–Es que no sé si es güevo o buevo, maestro.
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LA CARTERA
DE LA
MAESTRA
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a maestra Alicia siempre cargaba dos carteras,
una bastante coqueta, de cuero oscuro, más bien
pequeña, donde seguramente llevaba sus documentos, las llaves (dinero, difícil), algún caramelito y
poca cosa más. La otra era una semejante carterona
que ya los alumnos conocían porque otras maestras
también acostumbraban cargar aquellas valijas que
seguramente pesaban como trescientos quilos y
tenían pocos útiles y muchos inútiles. En invierno
Alicia parecía un panqueque envuelto en su bufanda
y su boina por donde apenas asomaban sus ojos claros. El cuerpo era un tapado gris que le llegaba casi
hasta los tobillos por donde aparecían las botas de
taco alto. A sus costados las dos carteras. Y según sabían los alumnos de quinto ario, ella salía desde muy
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temprano por la mañana para un colegio privado
que quedaba del otro lado de la ciudad y con lluvia
o sol, con calor o frío, andaba con su cargamento
a cuestas. Luego, a las doce, salía disparando para
esta escuela y trabajaba con quinto hasta las cinco y
otra vez se le veía salir a las corridas con su extraña
cartera porque varias veces por semana tenía algún
curso por la tarde hasta la noche. Todos los niños se
imaginaban que Alicia llegaría a la casa molida y que,
con seguridad, dejaría su carterona y su brazo, todo
junto, porque ya formaría parte de las agarraderas
de aquel objeto que pocas veces abría para sacar
alguna cosa. En algunas ocasiones los niños habían
visto que Alicia sacaba cuadernos o el borrador o
tizas y cada tanto los carné que eran esperados por
todos con terrible ansiedad. Lo que sí sacaba todos
los días era su túnica que siempre la traía dobladita
e impecable. Pero los demás materiales, esas hojas
interminables llenas de anotaciones, crucecitas,
subrayados y asteriscos que conducían a nuevas
anotaciones, Alicia sólo las sacaba cuando venía la
inspectora, esa señora mayor, de cabellos siempre
amarillos desde los siglos de los siglos, con ojos bordeados con líneas negras y boca roja igual que sus
cachetes. En ese momento sí, Alicia sacaba carpetas
y carpetas, planillas y planillas y todos oían cuando
la señora decía ahá, hiciste esto, estoy aquello, muy
bien, ahá, cumpliste este objetivo, muy bien con esta
unidad (y nadie entendía eso de la unidad) y ya veo
que seguiste mis instrucciones (y nadie entendía qué
instrucciones porque las únicas que conocía quin-
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to eran las del año XIII, de Artigas) y muy bien, te
felicito Alicia. Ahí se iba la señora que veían una
o dos veces en el año, Alicia guardaba todo en su
cartera de inútiles y los niños notaban que se sentía
mejor, más aliviada, menos tensa, digamos casi feliz.
Pero a las cinco, cuando sonaba el timbre de salida
o la campanilla si había apagón, ella volvía a cargar
todo, se despedía con una sonrisa y volaba por los
aires rumbo a la tardecita, desapareciendo como por
arte de magia, aunque eso no era preocupación para
los alumnos porque sabían fue ella volvía, siempre
volvía, menos mal que volvía, porque si no volvía
podía haber una alegría de minutos pero enseguida
iba a crecer la tristeza desde cada barriga.
Nadie supo nunca qué tenía realmente Alicia en
esa carterona. Solo una vez tuvieron la seguridad de
que era como la caja de un mago llena de sorpresas
porque ese día ella la abrió, sacó un libro con tapas
de muchos colores y comenzó a leer después del
recreo para todo quinto. Nadie dijo nada, todos se
fueron aflojando como cremas derretidas sobre sus
pupitres, mientras ella leía aquel cuento que cautivó
a todos, incluso a ella, que desde entonces, después
del recreo, lee todos los días un pedazo de historia
y los niños levantan vuelo, abren el techo y se van
a donde quieren de la mano de la voz de Alicia.
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P.D. La maestra leyó una vez un poema de
Antonio Machado que los niños tomaron como el
emblema de su clase; decía así:
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«¡Qué fácil es volar, qué fácil es!
Todo consiste en no dejar que el suelo
se acerque a nuestros pies...».
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¡QUÉ
PELEA
HUBO
EN EL
PATIO!
U
no gritaba que lo iba a esperar a la salida. El
otro decía fue pegara ahí nomás, fue no fue.
ra tan gallina. Uno empujaba embistiéndole el
pecho y el otro trataba de desviar los brazos de su
contrincante. Desde abajo se empujaban mutuamente hacia arriba y parecía que en cualquier momento
iban a levantar vuelo hasta trenzarse a los golpes
en el aire. Los dos se miraban como fieras, apretando los dientes, con los ojos chiquitos y las cejas
juntas, los puños cerrados y los hombros tensos y
altos. Estaban transpirados y resoplaban como toros
bravíos en medio de sus corazones a toda marcha,
casi a punto de salírseles del pecho. De una y otra
boca nacían amenazas sin parar en medio de insultos
que se acordaban de sus madres y sus hermanas y
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sus tíos, primos y demás parientes. Dale, peleá, te
voy a matar, si me reventás te reviento, a que no te
animás y sos esto y sos aquello, se decían como
misiles atómicos a velocidad de ametralladora. La
cosa fue creciendo de tono y el recreo, que hasta
ese momento había sido de correteadas y enamoramientos, ahora era de pugilato y casi todos los
alumnos formaban una gran rueda en tomo al ring
improvisado, mientras las maestras estaban tomando
su tecito a la sombra del árbol del patio en el otro
rincón. Ver la pelea de cualquier chiquilín ya era
algo que nadie se podía perder, pero presenciar la
pelea de dos grandotes de sexto era, sin dudas, una
única oportunidad de boxeo de gala casi por el título
mundial de los pesados. Las barras hacían lo suyo.
Desde la rueda, al costado de la arena de la lucha
donde se debatían a empujones dos gladiadores que
aún no habían pasado a los golpes de puño, varios
niños y niñas gritaban alentando a su preferido.
Diferentes voces decían reventalo, no te achiqués,
lo tenés, dale ahora ahí donde le duele (señalando
lugares especiales del cuerpo). Otros armaron versitos como si se tratara de grupos organizados para
alentar cuadros de fútbol y movían rítmicamente sus
brazos y sus piernas mientras cantaban dale campeón, dale campeón y reventá ese salchichón, una
y otra vez. Más de una chica gritaba que uno iba a
matar al otro y que el otro iba a matar a uno y que
uno era divino y que el otro era más lindo y que
uno era más fuerte que el otro, pero que el otro era
más ágil que uno y que uno sabía más karate que
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el otro que a su vez sabía judo y por eso uno podía
quedar hecho moco y el otro podía quedar hecho
puré y vamos a ver qué pasa.
Los empujones seguían y los cachetes fueron
poniéndose cada vez más colorados y ya nadie estaba ajeno a la pelea, bueno, nadie no; las maestras
aún no habían caído en la cuenta de que aquel era
verdaderamente un gran combate a muerte. Al fin el
otro atacó, logró agarrar la manga de su contrincante
y la rompió dejándole una túnica desmangada. El
agredido no titubeó, se lanzó sobre la cabeza de su
enemigo, la rodeó con uno de sus brazos y apretó
dejando al otro contra la barriga, y lo único que se
le ocurrió para contrarrestar tan certero ataque fue
morder y eso hizo, le mordió la barriga. El grito se
oyó desde el almacén de la esquina y aunque todos
sabían que morder no valía para valientes guerreros,
el alarido no dejó dudas de que el mordiscón había
sido tremebundo. Las maestras atendieron el lío y
varias corrieron hacia el tumulto.
Entre paren, basta, dejen de pelear, van a ver y
otros gritos, dos de las maestras más jóvenes trataban
de separar a los gladiadores que parecían pegados
como dos caños herrumbrados, como un abrojo a la
media o un chicle al pelo. Al fin pudieron separarlos.
Los dos estaban verdaderamente extenuados, pero
igual querían seguir peleando aunque ya ninguno
se acordara siquiera del motivo que había originado
la lucha. Así, entre empujones y alguna patada distraída, como al pasar, marcharon los dos a la dirección. Nadie supo nunca qué fue lo que pasó con la
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directora, pero al salir muchos vieron perfectamente
cuando uno le dijo al otro cortá para la salida y el
otro cortó y ambos se amenazaron bajito, pero uno
pensó que era mejor irse más temprano porque el
otro lo iba a reventar, y el otro también pensó que lo
mejor sería irse antes porque uno lo iba a reventar y
los dos se fueron primero sin que nadie los viera y
ambos se encontraron a la salida, solos en la puerta,
sin testigos y se rieron de puro nervio hasta que uno
extendió su mano con los dientes apretados y el otro
le dio la mano sin mirarlo demasiado y se marcharon
juntos a sus casas bastante amigos, respetándose
mutuamente sus inmensos poderes de lucha.
Al otro día el comentario fue sobre la tremenda
pelea que había sucedido en el patio. Muchos también hablaban con pleno conocimiento del combate
que tuvo lugar a la vuelta de la escuela, después
de la salida, inventando hasta el último detalle. Eso
alentó a que los dos bandos felicitaran a uno y otro
porque habían sido unos cracks y en medio de los
saludos se oyó lo reventaste, el otro es un piojo, sos
grande, fuiste un fenómeno, repartiendo así para uno
y otro un triunfo sin igual. No faltó el que dijera que
había estado en esa pelea a la vuelta de la escuela y
había ayudado al perdedor herido a ir hasta su casa.
Tampoco faltaron los suspiros que varias muchachas
regalaron al indiscutible vencedor. Lo que llamó la
atención fue que en el recreo toda la escuela vio a
los dos muchachos hablando con bastante ánimo y
hasta riendo, pero eso no manchó en absoluto sus
prestigios de grandes y temibles luchadores.
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CUENTOS
BIEN
CORTITOS
1
– El carné tiene tres ojos, dos para mirar las notas que sacó su dueño y otro ojo para ver qué
sacaron los demás alumnos. La macana es que
muchas mamás y muchos papás a veces también
tienen tres ojos y andan comparando, ¿no?
2 – Un niño dijo una vez que las «practicantas»
eran divinas, divinas, divinas, lástima que después
se hacían maestras.
3 – Otro niño quería tanto a su maestra que a
veces le decía mamá y otras veces le decía abuela,
pero siempre la llenaba de besos cuando se iba a
su casa. Una vez le dijo maestra a su mamá y se rió
hasta que le dolió la barriga y tuvo que ir al baño.
4 – Una niña dijo una vez que lo más lindo de
la escuela era el recreo y fueron tantos los aplausos
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que le brindaron sus compañeros que ahí nomás la
hubieran elegido presidenta de la República para
que hiciera una ley que lo agrandara un poco más.
Otro niño dijo que le gustaría que todo el rato de la
escuela fuera recreo y fue tal el abucheo y la contra
que si alguien tuviera en ese momento un cohete o
un globo o una cometa lo habrían mandado a la luna.
5 – Un niño de cuarto dijo que tenía un cuento
que no podía contar con nombres, pero aseguraba
que había un montón de chiquilinas que se habían
enamorado del maestro recién recibido de quinto
y eso puso coloradas a varias niñas hasta que una
salió al ataque y afirmó con todas sus fuerzas que
ella sabía que varios varones estaban enamorados
de la maestra de jardinera y hasta de la mismísima
maestra de cuarto. Eso último sonrojó a unos y puso
muy nerviosos a otros mientras la maestra se sonreía
despacito en su escritorio y no decía nada.
6 – Muchos niños tienen novias aunque ellas no
lo sepan. Muchas niñas sueñan con actores, cantantes, ídolos y en cada sueño andan de viaje con
ellos encima de un globo verde o en el lomo de
un pájaro gigante. Niñas y varones saben que los
mejores sueños se sueñan después de acostarse y
antes de dormir. Es que lo más lindo del mundo es
imaginarse las cosas y todos los niños bien saben
que eso ocurre en el momento mismo del descanso,
cuando uno puede soñar lo que quiere y ponerle el
final que más le guste, como suele ocurrir cuando
sueñan despiertos.
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LOS OLORES
DE LA CLASE
T
odo el mundo recuerda canciones de la escuela. No hay nadie que no se acuerde de
un color, una pared pintada, los tonos de las
fiestas o el maquillaje de la directora, la inspectora
o alguna maestra coqueta. Hasta podemos recordar
con exactitud una silueta, los ángulos de un rostro
o las dimensiones de un salón, pero hay algo especial que puede tener un sitio de honor en nuestros
recuerdos: los olores de la clase. Están los de invierno, con todo cerrado, entre húmedos y pegajosos,
mezcla rara de lanas y abrigos, con aire viciado
después de un buen rato, con cuarenta cuerpos en
un salón sin aberturas. Están los de las estaciones
calurosas después de un recreo bien corrido y transpirado, entre calzados deportivos y otras cosas. Y
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están también los que se pueden oler en cualquier
época del año.
Una vez, en tercer año, Víctor se sintió mal. En
realidad comenzó a sentir ruidos, movimientos y
temblores a la altura de la barriga y un poco más
abajo, que le indicaban que había que ir al baño.
Algo comió y cayó mal en su estómago y sus intestinos, pero en lugar de subir y desandar el camino
para salir por donde había entrado –cosa que suele
ocurrir– ahora, empecinadamente, esa cosa que le
andaba por el vientre quería salir estrepitosamente
por abajo.
El salón quedaba en la planta alta y para llegar
hasta el baño había que salir al corredor, bajar una
escalera en dos tramos con descanso en el medio,
continuar por el corredor de la planta baja, salir al
patio y atravesarlo en diagonal y, al fin, llegar al
baño de los varones al lado de la otra escalera, en
el extremo opuesto del salón de Víctor, cosa que,
en el apuro, ubicaba el baño prácticamente del otro
lado del mundo.
–Señorita, –dijo –¿puedo ir al baño?
–¿Estás muy apurado?
–Ahá –se animó Víctor mientras aquello descendía y él apretaba las piernas, la cola y todo su cuerpo,
en medio de la transpiración y los chuchos de frío
que suelen haber en estos casos.
–Cuando termines la tarea puedes ir –ordenó la
maestra y nunca antes se había terminado tan rápido
un trabajo.
–Ya terminé –dijo y su voz debe haber salido
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como un lamento porque la cosa venía decidida a
convertirse en tragedia y ya casi no podía aguantar
más. La maestra entendió y dijo que sí. Víctor ya tenía
unas hojas de cuaderno en su mano y salió como
estampida, cosa que no fue fácil porque cualquiera
que lo intente verá que es muy complicado correr
con las nalgas apretadas, pero él igual lo hizo porque
era la única manera de detener la catarata diarreica
que bajaba por su vientre. Si lo hubiera pensado un
poco más seguramente hubiese bajado las escaleras
con sumo cuidado y delicadeza, pero no, lo hizo a
los saltos, de a dos y tres escalones, y cada impacto
brusco de sus pies aumentaba aún más el descenso
vertiginoso de aquello que Víctor quería detener a
cualquier precio hasta llegar al baño que cada vez
parecía estar más lejos. Una vez en el corredor de
abajo la cosa se volvió inaguantable y cuando ganó
el patio ¡ZAS!, casi sin darse cuenta, como un alivio
inesperado seguido del terror y la angustia, sintió
que el llanto le brotaba en silencio y los pantalones
recibían la catástrofe calentita. Víctor se sentó en el
último escalón de los tres que tenía la puerta del
patio y fue peor, notó que el indeseado almohadón
de falso algodón se le desplazaba para todos los
costados. Doña Sara se acercó. Ella limpiaba la escuela y en ese momento estaba barriendo el patio.
–¿Pero qué te pas...? –dijo. –Ah, ya me doy cuenta
– agregó tapándose la nariz para evitar el hedor que
ahora se extendía por todo el lugar. Víctor parecía un
pajarito mojado, tembloroso y pálido. Sara lo tomó
de la mano y lo llevó a la cocina, luego subió ella
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misma a buscar las cosas del muchacho y contó a
la maestra lo que había pasado. Todos escucharon
pero no hubo bromas, a cualquiera le podía haber
sucedido y nadie se burló, al menos en ese momento, tal vez después sí se pudiera lanzar algún chiste.
En pocos minutos Sara y Víctor iban camino a su
casa, la de él.
–¡Qué catástrofe, Víctor! –dijo Sara y al niño se le
ocurrió decir «¡Qué ca...!», pero todo era demasiado
evidente y no dijo nada, aunque esa ocurrencia le
hizo reír. y Sara también se rió intuyendo que esa
hubiera sido la expresión certera e indicada para
esa ocasión.
En la casa estuvieron a punto de meter a Víctor y
su ropa, todo junto, en el lavarropas, para limpiar ese
regalo que nadie esperaba y que aún permanencia
allí, entre los pantalones, calentito y hediendo, pero
la madre, con mucha paciencia, fue abriendo el paquete como un cirujano en medio de una delicada
operación y al fin se rió mucho y Víctor también.
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¡PICA MATÍAS DETRÁS
DE LA MAESTRA!
P
ara los niños de la escuela jugar a la escondida
es una de las diversiones predilectas. El patio
recibía más de cuatrocientos niños cada recreo
y tenía un montón de recovecos donde cualquiera
se podía esconder y pasar un buen momento con
este juego más viejo que el café con leche. El asunto
era encontrar el sitio más original, el menos pensado, un lugar que ni siquiera se pudieran imaginar
los que tuvieran que descubrir a los escondidos.
Los baños ya no servían, aunque era bastante emocionante para los varones tratar de esconderse en
el baño de las niñas, porque nadie iría a buscarlos
allí; aunque el riesgo era muy grande porque las
niñas podrían protestar y sacarlos a los empujones,
dejándolos en evidencia en medio del patio y, en-
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cima, recibir el rezongo de alguna maestra por eso
de andarse metiendo en el baño de las chicas. Sin
embargo, era realmente muy emocionante, ¡vaya
si lo era!
Esconderse en los salones no era aconsejable
porque se volvía bastante difícil meterse ahí en horas
de recreo, siempre estaban cuidados por algunos
grandotes de sexto y una o dos maestras. Había un
bebedero que alguna vez sirvió, pero ahora estaba
muy «quemado» y ya nadie lo usaba como lugar de
escondite. Matías pensó y pensó. Miró para un lado
y otro. El asunto era hallar un lugar que resultara tan
evidente, tan cantado para el perseguidor que, precisamente por estar frente a sus narices, no se diera
cuenta que alguien estaba escondido allí. El árbol del
centro del patio ya no servía porque se usaba muy
frecuentemente. El murito del fondo tampoco servía.
Las columnas que sostenían el piso de arriba eran
demasiado finitas y Juan Manuel (así se llamaba el
amigo que había quedado en la pica y debía buscar)
era capaz de reconocer a cualquiera con solo verle
la punta de los zapatos. No, no, nada sería fácil. Los
niños corrían de un lado para otro. Varios de los
compañeros que también jugaban a las escondidas
ya habían encontrado su sitio, Juan Manuel seguía
contando y pronto llegaría a cien y en ese momento ya todos tendrían que estar escondidos porque
el que no lo estuviera, automáticamente invalidaba
el juego y debería contar. Matías seguía buscando.
Las maestras estaban paradas ahí nomás, muy cerca
de la pica, tomando su té y conversando vaya uno
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a saber de qué cosas, ellas eran muchas y estaban
todas juntas ahí, muy cerca, ¡AHI!
–¡Las maestras! –pensó Matías y no lo dudó más,
corrió hasta el grupo de mujeres y se escondió medio agachado detrás de la que tenía mayor cuerpo,
mayor espalda, mayores caderas, cola más grande.
Era la maestra de cuarto que él había tenido el año
pasado y no diría nada si lo descubría en cuclillas
detrás suyo. Matías estaba agazapado, parecía un
leopardo al acecho, entre las piernas de las maestras.
Juan Manuel ya había terminado de contar y estaba
buscando a los escondidos, mirando todo el patio,
como un verdadero observador, cuidando todo movimiento y alejándose de la pica muy lentamente, no
fuera que alguno saltara de su escondite y le hiciera
la pica antes que él.
–¡Pica Ricardo atrás de las columnas! –dijo y el
descubierto dejó su escondite mientras el buscador
seguía tratando de ver en medio de la algarabía de
todos los chiquilines que seguían gozando el recreo.
–¡Pica Carolina en el baño de las niñas! ¡Dale, Carolina, te vi, salí de ahí que te vi! –y la amiga no tuvo
más remedio que salir a las risas, porque había sido
vista solo ella, pero en el lugar seguían como tres
más que ante el riesgo de que Juan Manuel se asomara por la puerta principal, retrocedieron casi hasta
las letrinas individuales, muertas de risa, tapándose
las carcajadas para no hacer ruido. Matías seguía los
movimientos de Juan Manuel entre rodillas y muslos.
Cada paso que daba el buscador, Matías lo imitaba
en sentido precisamente contrario para quedar así
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bien resguardado. En pocos instantes Juan Manuel se
colocó del otro lado del grupo de maestras y Matías
extremó los cuidados para no ser visto y se pegó a la
túnica de la maestra rellenita, sin tocarla, claro, pero
a escasos centímetros de su voluminosa cola. El se
sentía chiquito, arrugado, casi a punto de desaparecer. Las maestras seguían hablando animadamente
sin advertir lo que estaba sucediendo. Juan Manuel
dio un paso, Matías también. Juan Manuel comenzó
a rodear el grupo y en el preciso instante en que
Matías iniciaba su marcha para mantener distancia
de su perseguidor, la maestra dio un paso atrás y le
pisó el pie dejándolo clavado contra el piso y casi
perdiendo el equilibrio. El grito de Matías comenzó a
subir por su pie achicharrado, siguió por la pierna, la
cadera y la barriga, el pecho y la garganta, hasta salir
como un increíble alarido por su boca abierta que
parecía una cueva inmensa. La maestra también gritó:
¡AAAAAAAAAAAYYYYYYYYYY!– gritaron los
dos, Matías en el piso, entre las piernas de la maestra
y ella allá arriba, a punto de caer de cuerpo entero.
Por suerte nada de eso pasó.
−¿Pero Matías, qué hacés atrás mío? Andá a jugar con tus amigos, muchacho. Casi me hacés caer,
andá y no te quedes pegado a mi cola –y eso fue lo
peor que pudo haber dicho porque a partir de ese
momento y con el asunto de no quedar pegado a
la cola de la maestra, los compañeros comenzaron
a llamar a Matías «cascola».
−¡Pica Matías detrás de la maestra! –gritó Juan
Manuel y corrió hacia la pica, cosa que Matías no
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pudo hacer porque todavía parecía tener el pie pegado a las baldosas. Al fin se despegó y corrió en una
sola pierna lo que enseguida mostró una variante
del juego de la escondida siguiendo sí las mismas
reglas de siempre, pero ahora saltando, buscando y
haciendo la pica en un solo pie.
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YOPO NOPO SEPE
NAPADAPA
H
apablapar epen jeperipingoposopo epes upunapa coposapa mupuy lipindapa, peperopo
epescripibipir opo lepeeper epen epestepe
lepenguapajepe epes bapastapantepe dipifípicipil,
popor epesopo epestepe cuepentopo seperapa
coportopo.
Upun dípiapa upun nipiñopo depe quipintopo
apañopo depebípiapa hapablapar depe lapas papartepes pripincipipapalepes depel ipidiopomapa epespapañopol, peperopo nopo sapabípiapa napadapa.
Lapa mapaepestrapa lepe dipijopo quepe eperapa
mupuy ipimpoportapantepe sapabeper cópomopo
epes nuepestropo ipidiopomapa ypi epel nipiñopo
lepe dipijopo quepe épel sapabípiapa hapablapar
jeperipingoposopo, coposapa quepe epellapa nopo
sapabípiapa.
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–Biepen –dipijopo lapa mapaepestrapa –túpu
apaprependepes apa hapablapar sopobrepe topodopo lopo depel lepenguapajepe ypi yopo apaprependopo apa hapablapar jeperipingoposopo, ¿tapa?
–Tapa –dipijopo epel nipiñopo. Ypi copoloporípin copoloporapadopo epestepe cuepentopo nopo
sepe hapa apacapabapadopo poporquepe epel
jeperipingoposopo sipiguepe topodapavípiapa; ypi
lapa mapaepestrapa apaúpun nopo lopo apaprependiópo.
FIPIN
Nota: Versión corregida por Guadalupe y Marina,
expertas JEPERIPINGOPOSOPOLOPOGAPAS.
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EL CRACK
DEL
OTRO
QUINTO
L
as clases de gimnasia siempre resultaban especiales. Cuando las chiquilinas salían a correr lo
hacían con elegancia, delicadeza y cierta sensualidad. La mayoría iba con algún conjunto deportivo
ajustado, el cabello suelto al viento, como si estuvieran en una película corriendo a la orilla del mar rodeadas de brisa, y la sonrisa en las caras espléndidas.
Ahí ocurría lo mágico, los varones abrían la boca,
dejaban caer el mentón casi hasta el piso y parecían
estar lamiendo un helado de frutilla sin separar sus
ojos de cada niña, tratando de adivinar cada rincón
de aquellos cuerpos ágiles y graciosos, más parecidos
a mariposas y gacelas que a compañeras de clase
con las que ya habían compartido trabajos, pupitres,
bromas, empujones y otras formas de cariño.
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Ellas, advirtiendo que eran las estrellas del delicioso espectáculo, acentuaban aún más sus movimientos, sus carcajadas, sus gritos, agarrándose
unas a otras como hormigas inquietas, tratando de
sobresalir del grupo sin separar sus miradas de los
varones que las observaban. Hasta Silvia participaba con sus cachetes colorados y sus quilos de más,
haciendo galanterías seductoras. Aunque los varones
no quedaban atrapados por sus movimientos gimnásticos más parecidos a un levantador de pesas
que a una atleta olímpica, nadie ponía en dudas
que Silvia tenía los ojos más lindos de la clase y el
cabello más brillante y colorido, junto con una de
las personalidades más atrapantes del grupo por
su desenvoltura, sinceridad e inteligencia, lo que
le había dado un lugar de jerarquía entre sus compañeros. De esa manera todas las muchachas eran
bomboncitos apetecibles para el hambre voraz de
los chicos, que parecían volcanes en plena erupción,
con movimientos sísmicos en todo el cuerpo.
La cosa no era muy diferente cuando les tocaba
el turno a ellos. Uno a uno caminaba tratando de
mostrar un físico parecido a Schwarzenegger aunque
todos eran unos flacos escuálidos, más parecidos a
calaveras andantes que a esculturales atletas, pero
igual lo hacían con paso de gladiadores. Hasta el
gordo Marcelo iba con gallardía moviendo su barrigota flácida. Así era el grupo y todos lo sabían
y se divertían mucho actuando como verdaderas
modelos unas y expertos gimnastas otros. El único
que desencajaba era Ricardo, el del otro quinto,
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que siempre traía el mejor conjunto deportivo, los
championes más caros y vistosos y se creía el mejor
de todos porque iba a un club de gimnasia y participaba de una selección de menores que entrenaba
para el campeonato departamental en la pista de
atletismo del parque. El no congeniaba con el grupo.
Martín lo soportaba poco y Matías no lo tragaba ni
con cucharita. En realidad cualquiera se podía creer
cualquier cosa en el grupo, menos superior, engreído y con marcadas intenciones de llevarse todas las
admiraciones.
–Hay que compartir, ¿no? –decían los muchachos
y esa era una de las principales condiciones que
tenía la amistad que los unía. En ocasión de este
día de gimnasia la maestra mandó a Ricardo a hacer
un salto largo por la pista que habían marcado con
tiza en el medio del patio de la escuela, hasta el
arenero, lugar de aterrizaje. Ya lo habían intentado
varios muchachos, pero ninguno pudo seguir con
precisión las instrucciones de la maestra. El asunto
consistía en tomar carrera, picar en uno y otro pie
alternativamente y en el último salto juntar las dos
piernas y aterrizar con los pies adelante del cuerpo,
apoyar bien los talones y seguir de largo cosa que
quedase en el arenero la marca precisa de ambos
pies. Pero nadie podía, todos llegaban con un solo
pie adelante o caían en zafarrancho, desplomándose
como un piano viejo y descolado que se precipita de
un quinto piso, dejando la arena hecha un revoltijo,
obligando a varios a alisarla con una tabla de madera. El único que había asegurado poder hacerlo era
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Ricardo y las niñas lo hubieran festejado de no ser
por su pedantería. Al fin ahora le tocaba a él. Primero caminó hasta la largada como un actor de cine o
un pavo real sin dejar de mirar a las chiquilinas que
lo miraban. Después comenzó a correr por la pista
casi en cámara lenta, sin separar su vista del grupo
de niñas que lo seguía atentamente.
–Atendé lo que estás haciendo –advirtió la
maestra, pero él era un crack, un sobrado atleta,
un perfecto saltador capaz de dominar su cuerpo,
sus músculos y así el salto sería impecable y, realmente, así hubiera sido si no fuera por el envoltorio
plateado de un alfajor que alguien había tirado en
medio del patio, en lugar de hacerlo en los tachos
de basura. Fue ahí que Ricardo pisó con todo su
talón derecho sobre el resbaladizo papelito y su pie
siguió de largo, la otra pierna se perdió en el aire y
el rostro del joven se descolocó de tal manera que
terminó mostrando una expresión de terror en sus
ojos desorbitados en medio de un grito corto y frío
que salió de su garganta aterrada. Aquello fue un
despatarro total, una tortilla humana, un aterrizaje
espantoso, desordenado, desprolijo, entre piernas
y brazos que iban y venían tratando de aferrarse a
algo. Nada se pudo hacer, Ricardo cayó sobre el arenero de cabeza llenándose de arena los ojos, el pelo
y la boca. La carcajada sonó en un único estruendo.
El se levantó desaliñado y sin mirar a nadie se fue
para el baño de varones.
–Sigues tú, Luis –dijo la maestra y el diminuto
Luisito, el más chico de los de quinto, corrió, apoyó
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bien sus pies y cayó correctamente haciendo un
buen salto que hasta aplausos tuvo y si bien no era
un salto olímpico ni nada que se le pareciera, originó que alguien planteara llevarlo en andas hasta
el salón una vez que la clase de gimnasia estuvo
terminada. En la cabeza de Ricardo seguía girando la
pregunta de quién había sido el charán chan chán
que había dejado el papelito en el patio, mientras
otros se preguntaban quién había sido el genio que
lo había tirado allí.
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CARTA DE AMOR CON
DESTINO EQUIVOCADO
G
onzalo estaba verdaderamente enamorado de
Lorena, la del otro quinto y no hacía otra cosa
que pedirle a su diosito querido que hiciera
algo mágico para que estuvieran juntos en sexto. Un
día la maestra pidió prestados todos los diccionarios
del quinto de al lado para que su grupo pudiera trabajar mejor y cada niño hiciera las consultas que ella
había pedido siguiendo el alfabeto. En un instante
los diccionarios de ambos quintos estaban sobre el
escritorio de la maestra y dos alumnos comenzaron a
repartirlos. Gonzalo se quedó verdaderamente mudo
cuando vio que le había tocado el diccionario de
Lorena, cuyo nombre estaba perfectamente escrito
en la primera hoja del grueso libraco de tapas rojas que él había visto, en más de una oportunidad,
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en la mochila de la que lo traía loco de amor. No
lo dudó y como un volcán de inspiración decidió
escribir una carta romántica diciéndole sin enredos
que él quería ser su novio. El mismísimo diccionario
sería el mensajero. El colocaría su carta en alguna
página especial, por ejemplo donde estaba la palabra AMOR o en la «N» donde estaba NOVIO y luego
esperaría la respuesta. Lejos de buscar las palabras
que la maestra había pedido comenzó a redactar y
se acordó de algunos modelos de cartas:
Modelo uno
«De lejos te quiero mucho,
de cerca con más razón
y yo te pido, negrita (porque Lorena era bien
morochita)
que me des tu corazón» (esta no le atrajo tanto
porque parecía medio simplota)
Modelo dos
«Si verte me da la muerte
y no verte me da vida
prefiero morir y verte
a vivir y no tenerte». (pero esta no le gustó
tampoco porque era muy fúlmine).
Modelo tres
… La primer vez que te vi
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me gustaron mucho tus ojos (negrísimos y
enormes, por cierto)
no supe cómo decírtelo
porque me picaban mucho los piojos». (esta
definitivamente no porque era solo una broma
y él quería algo bien serio)
Finalmente escribió lo que sentía.
«Hace mucho que quiero escribirte para preguntarte si querés ser mi novia y ahora te mando esta
carta esperando tu respuesta lo más rápido posible
porque me gustás mucho y me muero por vos... bueno, morirme no, pero casi. Lorena, espero que me
digas que sí. Tu más que amigo Gonzalo».
Luego de escribir esa declaración trabajó hasta
la hora del recreo con las palabras encomendadas
y en el instante que oyó la orden de la maestra de
retirar los diccionarios para devolverlos a sus dueños, él buscó por la «N» «Noc», «Nom», «Not», hasta
que llegó a «Nova y no dudó, colocó su hoja bien
doblada, entregó el diccionario a su compañero y
esperó que terminara de recoger los libracos para
ir al otro quinto pero... en realidad lo que ocurrió
fue que su compañero leyó el nombre de la primera hoja y le entregó ese diccionario a la Lorena de
este quinto que se sentaba a dos filas de Gonzalo y
todos sabían que gustaba, precisamente, de él. Casi
se desintegra en su banco cuando esta otra Lorena
encontró la carta, la abrió y la leyó armando un re-
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vuelo alrededor suyo. Dos, cuatro, seis, ochocientos
ojos se clavaron en Gonzalo. Algunos, como los de
esta otra Lorena, llenos de amor y alegría. Otros con
marcada sorpresa. La mayoría queriendo saber qué
había ocurrido para que hubiera ese alboroto. Por fin
la maestra preguntó qué sucedía y nadie se animó.
La nueva Lorena apretaba el papel en sus manos
transpiradas, Gonzalo apretaba las piernas con ganas
de ir al baño, el amigo que había entregado mal el
diccionario no apretaba nada pero cuando supo lo
que pasaba se animó a hablar.
–Y eso fue lo que pasó, maestra, yo creí que era
Lorena Gorriti la dueña de ese diccionario, pero
parece que es la otra Lorena del quinto de al lado.
–¿Y eso qué tiene de grave? –quiso saber la maestra y el equivocado mensajero contó lo que había
adentro del diccionario. En la clase todo era silencio.
Lorena Gorriti se reponía de su ilusión arruinada y
Gonzalo abandonaba lentamente el color rojísimo de
sus cachetes, y así habría terminado todo si no fuera
porque en el momento menos indicado, apareció la
otra Lorena pidiendo si le podían devolver su diccionario que lo necesitaba para un trabajo y lo que
recibió fue una lluvia de miradas que no entendió.
Algunas eran de rechazo como las de la otra Lorena
y sus amigas. Otras eran de picardía y sonrisitas que
se desesperaban por gritar adiós, novia de Gonzalo. El romántico escritor de cartas casi se zambulle
debajo de su pupitre y el mensajero que cometió
el error por poco sale volando. La joven no entendía nada y preguntó quién tenía su diccionario y si
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había terminado para devolvérselo. Al fin la Lorena
de este quinto se levantó, dijo que lo tenía ella, se
acercó a su tocaya
y le entregó el librote de tapas rojas.
–Tomá –le dijo– y miralo bien, porque adentro
hay algo que es para vos.
Eso aflojó las tensiones y todos rieron con los
nervios en los labios. La maestra no dijo nada y
nadie sabe bien qué fue lo que pasó después, pero
desde un tiempo a esta parte a Gonzalo se lo ve
muy seguido con Lorena en el recreo... ¿qué Lorena?,
bueno, seguramente debe ser alguna de las dos, ¿no?
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MIS MUÑECOS VUELAN
CUANDO QUIEREN
M
arina estaba en tercero y todos decían que
tenía una imaginación muy grande. Ella
podía pasar horas jugando sola y era capaz
de inventar largas historias con sus muñecos en su
dormitorio, en la puerta de su casa o a la hora del
recreo, aunque en la escuela siempre solía jugar con
su amiga Paola.
Un día estaba en el patio de la escuela jugando
con dos de sus muñecos preferidos mientras su primo Alejo, que estaba en sexto, la observaba a cierta
distancia. Con un muñeco en cada mano Marina volaba de un lado para otro, del piso al murito, de allí
hasta la ventana y otra vez al piso y luego al árbol y
de allí a la cabeza de Paola que ella usaba como pista
de aterrizaje. En cada movimiento inventaba una voz
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para los diferentes muñecos. La historia ocurría en
un lugar del universo donde Marina estaba luchando contra algún enemigo oculto que perseguía sus
muñecos por un espacio lleno de planetas y estrellas
con formas de ladrillos, ventanas, cabezas y árboles.
Alejo se acercó y la interrumpió.
–¿Qué hacés? –quiso saber.
–Juego.
–¿Vuelan tus muñecos?
–Sí.
–¿Y cómo hacés para que vuelen?
–Vuelan.
–Pero no tienen cohetes propulsores.
–No precisan –dijo Marina ya bastante irritada
por tantas preguntas.
–Los muñecos no pueden volar –dijo Alejo–. Solo
los pájaros y los aviones pueden volar.
–Mis muñecos vuelan cuando quieren –dijo Marina y Alejo se fue del lugar sin decir nada. Entonces
Marina pensó:
–«Y cuando yo quiero también».
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LAS ABUELAS
DEL ALFAJOR
E
vangelina contó sobre las caries tal cual lo
habían decidido días atrás. Frente a su clase
de quinto año, con lujo de detalles, dibujos
hechos en fina cartulina y buena información, ella
fue explicando el origen de esos insoportables agujeritos que se pueden formar en dientes y muelas
y son capaces de voltear de dolor a un elefante.
Luego habló de la higiene bucal diaria que se debía
realizar después de cada comida y terminó acusando en forma implacable al azúcar, las golosinas y
los alfajores como posibles causantes de caries si se
comían excesivamente y no se cepillaban bien los
dientes. Ahí fue que se armó lío. La clase se declaró
en rebeldía, ¡vivan los alfajores!, ¡ojalá que lluevan
caramelos!, ¡andá Evangelina!, venías fenómeno y
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mirá en qué terminaste. Todos los compañeros se
pusieron a protestar como si alguien hubiera cobrado mal un penal en un partido clásico; tiraron
papelitos y tizas, y estuvieron a punto de hacer una
declaración de guerra por los siglos de los siglos a
todo aquel enemigo de los dulces, los caramelos,
los alfajores y las maravillosas golosinas en general.
La maestra detuvo el inminente linchamiento y para
sorpresa de todos apoyó las ideas de Evangelina y
enseguida comenzó a contar cómo eran las meriendas en su época escolar.
–Muchas madres y muchos padres estaban equivocados –dijo–. Pensaban que cuanto más gordo
estaba uno, más sano sería y eso es un tremendo
error. De todas maneras nos ponían unos refuerzos
que por lo general eran de salame, mortadela o
butifarra, y cuando una abría la cartera salía una
pestilencia que PUAJ! Otras veces nos ponían un
trozo de dulce de membrillo entre dos panes y se
nos pegaba todo, los cuadernos, las hojas, los dedos
y era una porquería. Hasta llegué a ver compañeros
que sacaban una banana toda aplastada o un huevo
duro hecho puré. Cuando se festejaba algo en la
clase, un cumpleaños, una fiesta cualquiera, siempre
venían pizzas caseras, tortas de bizcochuelo, alguna pascualina y hasta exquisitas empanaditas, todo
preparado en las casas de nosotros. Mi mamá era
una especialista en el fainá de queso que hasta hoy
le queda único. Después tomábamos la leche que
servían en unas jarras de aluminio y en vasos del
mismo material y debo decir que aquellas meriendas
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no resultaron malas porque al fin de cuentas una se
crió bastante bien alimentada.
Ahora hay demasiada sal en los palitos y las papitas que comen y exceso de azúcar en las golosinas,
aunque reconozco que de los miles de alfajores que
salen, algunos son bien ricos. Podemos decir que
aquellas meriendas eran como las abuelas de los
actuales alfajores y sería bueno que alguno en lugar
de traer figuritas y esas cosas, trajera un pomito de
pasta de dientes y un cepillo –concluyó la maestra
y toda la clase quedó encantada con esa idea, pero
como ninguna golosina traía eso, lo que hicieron fue
preocuparse porque hubiera pasta en la clase y después del recreo la mayoría iba al baño y se cepillaba
los dientes, cosa que hizo hasta el gordo Marcelo
porque, según había declarado, la pasta era riquísima.
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LOS LÍOS DEL ESTUDIO
M
axi pensaba y pensaba en el problema que
había mandado la maestra. En realidad no
tenía dificultades con lo que se le pedía y
tampoco ignoraba el procedimiento que se debía
seguir para encontrar el área de aquel terreno. El
verdadero asunto que Maxi no lograba comprender
era dónde, en qué parte del mundo podía existir
un terreno tan estrafalario como el que describía la
maestra. El deber de cálculo era así: Halla (podía
decir encuentra o busca, ¿no?) el área de un terreno que tiene tres quilómetros de largo por treinta
centímetros de ancho. ¿Qué se podía hacer con un
terreno así, tan largo y tan finito? ¿Serviría para arar
algo? Quizá se podrían plantar zapallos en una larguísima fila o pedirle a las lombrices y las hormigas
que jugaran al Martín Pescador, pasará, pasará y el
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último quedará o al cincha, poroto, uno atrás del
otro. Maxi resolvió el problema, llevó quilómetros
y centímetros a metros, multiplicó largo por ancho
y asunto liquidado. Al otro día entregó su trabajo
y le pidió a la maestra que por favor le contara
dónde había un terreno así, cosa que la dejó sin
respuesta.
Algo parecido le ocurrió a Sofía con la Historia.
Ella estaba en tercer año y ya desde el Jardín aprendió que todos los 19 de junio se conmemoraba el
cumpleaños de Artigas porque, claro está, había
nacido ese día, y eso lo sabía muy bien porque
siempre se hacía una fiesta, se cantaba el himno y
después no había clases. También le enseñaron que
el 18 de mayo se festejaba la Batalla de Las Piedras,
bueno, en realidad se festejaba el triunfo de las fuerzas patriotas contra el ejército español en procura
de la independencia de nuestro país, porque andar
festejando batallas a nadie le gusta; y Sofía sabía que
aquella gesta histórica también la había ganado don
José Gervasio Artigas.
− Lo que no entiendo –dijo– es esto, ¿cómo pudo
Artigas ganar esa batalla el 18 de mayo si nació un
19 de junio?
− ¡Ah! esa loca Historia –pensó la maestra– habrá
que explicar mejor las cosas –y enseguida recordó la
pregunta que le había hecho otro niño con respecto
a Colón, porque él estaba enterado que en América
había como setenta millones de habitantes cuando
vino don Cristóbal, pero todos decían que Colón fue
el que descubrió América.
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–¿Y, entonces, los setenta millones –dijo el niño
– ¿qué estaban haciendo, papando moscas? –y la
maestra tampoco supo bien qué responder.
Otro niño de nombre Felipe preguntó una vez
quién pintaba de colores los países en los mapas
y por qué unos mapas tenían colores diferentes a
otros y en unos había países que en otros no existían; pero la remató cuando mostró que todos los
mapas tenían el Norte arriba menos un mapa de
Sudamérica hecho por un pintor de nombre Torres
García que tenía el Sur arriba y si uno lo miraba veía
el continente al revés de todos los mapas que había
en todo el mundo. Ahí se armó la discusión porque
unos dijeron que don Joaquín Torres García estaba
medio loco y otros dijeron que tenía razón.
Maxi, Sofía y Felipe tenían varias ensaladas en sus
cabezas y las maestras sabían que había que arreglar
esos formidables revoltijos.
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LA GUIÑADA
DE BRONCE
L
a Plaza Independencia se vistió de blanco;
parecía el patio de una escuela gigante. Los niños, duros de frío, formaban fila sin que se les
moviera un pelo. La voz de un señor gordo, parado
sobre un pequeño tablado, sonaba por los parlantes
pronunciando palabras que ninguno entendía. Las
palomas volaban de un lado para otro sin importarles
el acto escolar y el cumpleaños de Artigas.
Leandro se fue por un momento de la ceremonia
mirando una paloma que ascendía lentamente, luchando contra el frío de aquel diecinueve de junio,
hasta posarse precisamente sobre la cabeza de bronce del Artigas cabalgante, metálico y rígido. Recién
entonces se detuvo a mirar el rostro trabajado por
las manos del escultor. Su concentración debe haber
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sido muy profunda porque ya nada escuchó a su
alrededor, perdiéndose en los detalles de la estatua
al punto de creer que los únicos que estaban en la
Plaza eran él y Artigas, como si los cientos y cientos
de niños se hubieran ido a sus casas y el acto ya
estuviera terminado.
Entonces ahí fue que ocurrió lo increíble. Don
José, como lo llamó Leandro luego de aquel encuentro, desde su caballo majestuoso giró su cabeza,
sonrió con su boca de metal y le hizo una guiñada
de bronce. Leandro comprendió que los ojos de las
estatuas no están vacíos como parecen sino cerrados
y ahora Artigas había abierto los suyos de pesados
párpados metálicos y lo estaban mirando y haciéndole guiñadas.
Al principio él no dijo nada, se hizo el distraído
y volvió a mirar. Allí estaba como siempre y otra vez
giró su cara y volvió a sonreír y a guiñar sus ojos.
La paloma no se movía de su cabeza y por un momento Leandro pensó que era ella que le hacía ver
espejismos. El acto continuaba como si nada pasara
y Leandro creyó que se estaba volviendo loco, frotó
sus ojos tratando de hacer desaparecer aquel disparate imposible y cuando volvió a mirar, la estatua
ya no estaba. Bueno, en realidad el caballo sí estaba
pero don José y la paloma habían desaparecido, el
acto seguía como si tal cosa.
–¿Dónde se habrá metido? –pensó Leandro.
–Aquí –dijo una voz precisamente detrás de él.
El niño se dio vuelta y allí estaba, de carne y hueso,
con su poncho marrón y sus botas brillantes, con
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su sombrero bajo el brazo y su espada al costado.
–Estoy loco de remate –pensó Leandro.
–No, no lo estás –dijo Artigas como si leyera
los pensamientos. Don José puso su mano sobre el
hombro de Leandro y lo acarició varias veces.
–Muy lejos estás de ser un loco –dijo–. En realidad
hace muchísimos años que quiero bajar de allí y hoy
me ayudaste a hacerlo, gracias. Ahora que estoy contigo me gustaría que me llevaras a cualquier parte.
–Sí –respondió y enseguida se le ocurrió llevarlo
a su casa para presentarle a su familia e invitarlo a
comer ravioles.
–Bien, iremos a tu casa –dijo él y en el preciso
instante que Leandro dejaba la fila, el compañero de
atrás le tiró de la túnica para que se quedara quieto
y conservara la formación.
–Es que me voy con él –dijo Leandro señalando
a don José.
–¿Que te vas con quién? –quiso saber el compañero.
–Con él, ¿no lo ves?
–Quedate quieto que te van a rezongar.
Entonces volvió a ocurrir lo increíble: Artigas
ya no estaba. Por los altoparlantes sonó el Himno
Nacional. Los niños se pusieron duros y cantaron
con todas sus fuerzas, recordando que eran dos
«sabremos cumplir» y no tres, como ocurría cada vez
que cantaban el himno en la escuela, que siempre
se oía a alguien diciendo ¡SA!, cuando todos estaban
callados. Ahora la estatua estaba en su lugar, donde
había estado siempre porque ningún Artigas se había
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bajado de caballo alguno. El acto terminó. La paloma
seguía parada en la cabeza y todos iniciaron el retorno a los omnibuses que esperaban. Leandro miró
por última vez el monumento y para su sorpresa vio
cómo don José lo miraba, se sonreía con su boca de
metal y le hacía una última guiñada de bronce que
él devolvió saludando con su brazo en alto.
Esto ocurrió cuando Artigas cumplió doscientos
años, hace ya mucho tiempo. Leandro no se lo contó
a nadie porque sabía que no le creerían, pero después de muchos años contó esta historia a sus hijos
que ahora la cuentan para ustedes.
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LOS PIOJOS
E
l hecho de que la cabeza de Rodrigo estuviera
repleta de piojos no era nada raro. Su mamá
decía que aunque lo bañara tres veces por día
él siempre parecía un candidato fijo a «empiojarse» ni
bien comenzaban las clases. La primera vez, cuando
Rodri estaba en un jardín no hubo otra solución más
que pelarlo, raparlo, dejarle la cabeza como una
pelota brillante y lisita. La pelada fue la solución
para los piojos pero no para Rodrigo que no quería
andar de gorro de lana porque le picaba mucho y,
además, en nada le gustaba que le dijeran pelado o
cabeza de rodilla o cabeza de pelota o cabeza de
melón y un montón de apodos más, él quería tener
su pelo y nada más.
Cuando entró a la escuela no lo pelaron, pero
comenzaron a usar mil productos. Primero fueron
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unos líquidos que la mamá compraba en la farmacia,
luego ya era queroseno a veces, «cedro santo» otras,
pomadas, menjunjes de olor horrible y lo peor era
que esos preparados se colocaban por la noche,
antes de acostarse y ahí nomás le cubrían la cabeza
con una media vieja, ponían una toalla también vieja
sobre la almohada y él se dormía en medio de esos
vapores capaces de marear al más valiente de los
valientes marineros de alta mar.
Lo terrible fue este año cuando los piojos, vaya
uno a saber por qué, decidieron salir de vacaciones
por las cabezas de todos los niños de la clase. Al
principio fueron sus más cercanos compañeros que
en poco rato se rascaban con tanta desesperación
que parecía que en cualquier momento se iban a
quedar con sus cabezas y sus pelos y sus pellejos
en las manos. Poco después, sobre todo luego del
recreo, la clase entera se rascaba como en una olimpíada de expertos rascadores, con fuerza, rapidez y
elegancia algunos, usando reglas, lápices, cartucheras, compases, lapiceras y hasta la parte de madera
del borrador.
La maestra no se «empiojó» pero ese mismo día
mandó una notita a cada casa para avisar del «empiojamiento» que padecían todos sus alumnos y pidiendo con urgencia alguna solución para esa calamidad.
Recién habían comenzado las clases, hacía calor y
eso aumentaba la picazón y la cosa era tan grande
y tan grave que ni el agua de todo el Río de la Plata
podía alcanzar para… ¡EL RIO DE LA PLATA!
–La playa, eso debemos hacer, ir a la playa y
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bañarnos todos en el agua salobre que según decía
mi abuela, era la mejor forma de matar a los piojos,
claro que ella vivía allá en las costas de Rocha y esas
son aguas saladas, del Atlántico, pero bien vale la
pena intentarlo.
Eso hizo, pidió autorización y los chiquilines
encantados de la vida, recién empezaban las clases
y ya salían de paseo y nada menos que a la playa.
El día llegó, varias madres y varios padres ayudaron
acompañando a la maestra, viajaron en un ómnibus
alquilado hasta Carrasco que estaba más vacía y
allí, en medio del sol de las dos de la tarde, entre
las arenas limpias y el agua calma, todos los niños
y Rodrigo se metieron en el agua en formidables
zambullidas, ponían la cabeza bajo el agua y sacudían todas sus tupidas cabelleras y una vez afuera
se pasaban un peine fino para ayudar al desalojo.
Los piojos felices, ellos también estaban de buenas
haciendo playa pero el agua había venido del Este
y tanta sal traía que, en efecto, las cabezas de las
sufridas criaturas quedaron sin piojos en poco rato.
La verdad es que nunca se supo si fue la sal lo que
sacó a los picadores animalitos o ellos se fueron a
hacer turismo acuático a otra parte. Pero la maestra,
los padres, los niños y Rodrigo pasaron una tarde
estupenda y luego, en clase, unos hicieron cuentos
sobre la playa, los piojos tomando el sol o nadando y un montón de dibujos de bichos estrafalarios
muertos de risa por el día de verano que les había
tocado en aquellas cabezas turísticas que los habían
llevado a nadar en la playa.
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LA LÁMPARA
DE ALCOHOL
L
a escuela rural tenía nueve alumnos y quedaba
detrás del monte de eucaliptos, al costado del
camino de tierra, cerca de la Quebrada de Los
Lagartos, allá, en medio del campo. Todos los niños
comenzaban su día muy temprano. Unos ayudaban
a ordeñar, otros trabajaban en la huerta, casi todos
llegaban a caballo después de arrimar las vacas a la
pradera, pero ninguno llegaba tarde a la escuela y la
aprovechaban hasta la más mínima gota estudiando
matemáticas, geografía, historia, lenguaje o trabajando en el taller de mimbre o en el envasado de
conservas o en el cuidado del invernáculo. Cuando
caía el sol los niños se acostaban a leer algún libro o
hacían los deberes para el día siguiente, todos menos
Juan Carlos que era nuevo en la escuela y la zona
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y desde un principio dijo que él no podía estudiar
porque en su casa, allá, pasando las viejas vías del
tren, había tanto trabajo que no le quedaba tiempo.
La maestra al principio le creyó y Juan Carlos de
buen gusto estudiaba después del almuerzo en la
misma escuela, pero el viernes hablaron todos sobre el estudio y él confesó: dijo que en realidad en
su casa no tenía electricidad porque aún no habían
llegado los cables.
Entonces ocurrió lo de todos los días, alguien
trajo un mechero viejo que encontró en su casa,
otro llevó la corona de vidrio, la maestra puso un
líquido especial para pulir metales, otro trajo mecha y una niña trajo alcohol y Juan Carlos recibió,
casi nuevita, una lámpara de alcohol que los niños
llamaron mechero.
En el campo, por la tarde, todo se vuelve muy
oscuro y se encienden luces en las casas, entonces
el campo parece un cielo dado vuelta con pequeñas
lámparas como estrellas. Juan Carlos, en su casa,
ahora tiene también una luz y en la escuela, después
del almuerzo, él juega con todos los demás.
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¿A LA DIRECCIÓN?
NO, GRACIAS
P
ara Richard cualquier cosa era posible y él era
capaz de aguantar todo, menos ir en penitencia
a la dirección. Recoger carpetas o decir algún
mensaje o llevar algún papel no era problema, se
trataba de golpear, abrir la puerta, pedir permiso y
entrar. En esas circunstancias lo más probable es que
la directora estuviera sentada en su escritorio inmenso, hiciera un alto en la tarea y mirara por encima de
sus lentes y preguntara ¿qué querés, Richard? Pero
la cosa cambiaba si se trataba de una penitencia.
Ahí la directora crecía, se agrandaba por todos los
costados, se ponía de pie hasta tocar su cabeza con
el techo y Richard se sentía una cucaracha, un piojo,
un insecto insignificante y la voz de la directora ya
no era suave sino que parecía salida de las cavernas
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y preguntaba qué bonito, ¿eh? ¿te parece bien? ¿por
qué te mandaron, eh? y Richard contestaba y bueno,
me mandaron…, pero la directora lo interrumpía y
le decía y malo, y Richard insistía y bueno y ella y
malo y así podían estar un rato hasta que Richard
caía en el asunto y se callaba la boca. El mismo lugar se volvía inmenso a veces o estrecho, chiquito
hasta el agobio y a Richard le venían ganas de salir
corriendo de allí y no detenerse nunca. Al fin ella
preguntaba por qué estaba él ahí y Richard trataba
de justificar su acción haciendo uso de todas sus
habilidades con el lenguaje.
–Mire, directora, lo que pasa es que yo no tenía
banco, ¿sabe?, es que me lo habían cambiado de lugar y bueno, allí, agarré el banco de los de adelante
y lo corrí para atrás, pero no me di cuenta que ellos
estaban sentados ni que yo tengo tanta fuerza y que
lo corrí, digamos, bruscamente y Alicia y Cecilia
cayeron despatarradas delante mío. Pero no fue mi
culpa…
–¿Ah, no? ¿Y de quién fue, del carnicero de la esquina? Andá y por favor comportate como un chico
grande de sexto –y eso de chico grande hacía reír
a Richard y los dos se reían y allí terminaba la cosa.
Lo terrible, lo que no se podía comparar con nada
en el mundo era si el sancionado iba acompañado
de la maestra. Allí el problema tenía que ser grave,
muy grave, porque enfrentarse a la dire no era, finalmente tan horrible, pero estar en medio de dos
fuegos, de dos acusadoras, de dos gigantes contra
uno, era algo insoportable y, todavía mucho peor si
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la cosa terminaba con una carta para la casa citando
al padre, la madre o el tutor. Richard no sabía bien
qué era eso de tutor, pero no había cosa peor que
llamar a su mamá, eso lo entristecía de veras y por
eso mismo, cuando la maestra le dijo ¿querés ir a la
dirección? él contestó con el título de este cuento.
–Bueno –dijo la maestra –entonces guardá el pito
y no lo toques más, tirá el chicle, sacá de tu banco
esas figuritas, no comas galletitas en clase, no le
tires de la moña a Alicia ni de las trenzas a Cecilia,
quedate un poco quieto, dejá de hacer esos chistes
de Jaimito y trabajá –y eso hizo Richard tratando de
contener las hormigas que le picaban la cola y lo
convertían en el niño más inquieto de sexto.
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LA HORA
DE
LA SALIDA
V
arios tipos de salidas conocía Mariana ya en
cuarto año. Los lunes se iban todos con bastante calma y solo se escuchaban algunos hasta
mañana sin gracia y resignados. Solo de vez en
cuando algún chau y muy rara vez algún beso de
despedida seguido de nos vemos. Las maestras salían
así ese primer día de la semana y los alumnos lo
hacían arrastrando los pies y cargando sus mochilas
infernales. No podemos decir que era igual la hora
de entrada de esos malditos lunes porque siempre
la salida fue mejor que la entrada en todo tiempo
y lugar, pero se parecía bastante, siempre llena de
pesadumbre, propia del comienzo de la semana.
Los viernes la cosa era distinta. Ni bien sonaba
el timbre, maestras y alumnos salían como dispara-
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dos por un cañón y se apretaban en la puerta casi
a punto de tirar abajo los marcos y las paredes. Más
de una rodilla tocaba el mentón y algún talón pegaba en la nuca corriendo como verdaderos atletas
olímpicos. Una vez en la vereda todo el viernes se
vestía de risas y calurosas despedidas con deseos
de que pases un buen fin de semana o nos vemos
el lunes o el deseo de que ojalá haga buen tiempo
el sábado y el domingo. Las salidas de los viernes
eran, sin dudas, las mejores para Mañana y todas sus
amigas, pero había otras que eran aún más bulliciosas y veloces, las salidas del último día antes de las
vacaciones en Semana de Turismo o las vacaciones
de invierno o los días libres de primavera, cuando
se festeja el día del maestro o el final, el último día
del año escolar, el día de la despedida por las vacaciones de verano. Ahí sí, todos ríen, se saludan,
salen desbordantes de felicidad y hay reparto de
besos tirados a la marchanta.
Un viernes formidable y soleado anunciaron fin
de semana largo porque el lunes no había clase ya
que era fecha patria. Cuando sonó el timbre fue tan
grande el malón de túnicas y mochilas que se atropellaron hacia la salida, que en la puerta quedaron
trancados los dos niños de sexto más grandotes de
la escuela y con el entrevero de brazos, piernas,
cachetes, túnicas y mochilotas, quedó interrumpida
la salida. Algo mágico debe haber ocurrido porque
el grito que salió de la caravana de niños y maestras
que venían atrás fue tan potente, tan fuerte, tan inmenso que ni juntando las voces de Pavarotti, Carrera
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y Domingo se hubiera llegado al volumen de todas
aquellas voces juntas exigiendo que dejaran libre la
salida. Cuando la tranca se destrabó, el desfile salió
como un potentísimo chorro de agua y la directora,
que se había parado justo ahí, quedó dando vueltas
como una puerta giratoria para un lado y para otro
hasta ponerse verdaderamente mareada, tanto que
se despidió, dijo chau, hasta el martes y en lugar de
salir para la calle, volvió a entrar a la escuela a los
tumbos entre los últimos niños que corrían como
gatos perseguidos.
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INVENTO DE
PALABRAS
U
n grupo de niños jugaba en el patio de la escuela. El juego consistía en inventar nombres
que estuvieran formados por palabras que
usamos todos los días, pero además, debían tener
un significado muy especial y cómico. Cada nombre
tenía que identificar de alguna manera una de las
características más notoria de cada niño. Por ejemplo,
a Luis, que se pasaba copiando los deberes de los
otros niños, decidieron ponerle YACOPIARÉ, que
sonaba como nombre indígena. A Florencia, que
era la más pequeña, le pusieron MASBAJÁ, que parecía un nombre árabe. A Roberto que no estudiaba
nunca, lo nombraron YONI SÉ, con apellido y todo.
Ramón era el más peleador, por eso se había ganado
el nombre de RAMÓN BOFETÓN.
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Lo más interesante, sin embargo, fue ponerle
nombre a la maestra Alicia. En realidad podían
ponerle algún nombre que rimara, por ejemplo
MALICIA, pero Alicia no era mala, al contrario, era
buenísima. Podían ponerle ALICIONA porque era
un poco gritona, pero esa palabra no les encantó,
así que no la usaron.
Pensaron y pensaron y… AL FIN SALIÓ, la llamaron MAMIMAE porque era una maestra parecida
a las mamás.
–Y ese es el nombre que decidimos –dijo Florencia a la maestra.
–Me gusta –dijo ella–. Me gusta mucho, porque
si ustedes me llaman MAMIMAE yo podré llamarlos
ALUMHIJOS.
Los Alumhijos y Mamimae terminaron el año
escolar con una gran fiesta en CASAESCUEL, con
muchos VOZICANTOS, MUSITONOS, VERSOEMAS
y contagiosas ALEGRISAS.
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¡QUÉ PASEO,
SEÑORAS
Y SEÑORES!
D
espués de Semana de Turismo o Semana Santa
o Semana Criolla o Semana de la Cerveza (¡UF!
cuántos nombres para una semana) todos los
alumnos de sexto decidieron fijar el lugar adonde
irían a fin de año como paseo de despedida de la
escuela.
La primera reunión la hicieron a la hora del recreo en el mismo salón de clase y cualquiera se dio
cuenta que no se pusieron de acuerdo porque volaron pupitres, tizas, cuadernos, mochilas infernales y
hasta el escritorio de la maestra. Cada grupo quería
imponer por la fuerza el sitio del paseo adonde
querían ir, pero esos métodos no dieron resultados
y para lo único que sirvieron fue para dejar el salón
a la miseria y enemistarse bastante.
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La segunda reunión fue más pacífica en casa de
Silvia, pero allí se oyeron propuestas disparatadas:
unos decían de ir al zoológico a pasar el día en medio del olor a bosta y caras de tristezas encerradas.
NO. Otros propusieron pasar el día en la playa y se
hizo un silencio pícaro porque cada uno comenzó a
imaginarse cómo se vería fulana o fulano en traje de
baño y eso resultaba emocionante, insoportablemente atractivo, pero la idea no caminó porque algunos
decían que no los iban a dejar ir, otros aseguraban
que llovería, alguien recordó que en el agua había
que tener cuidado y muchos sintieron algo de pudor
y timidez en mostrar sus fisicotes de pies grandes,
rodillas huesudas y piernas flaquísimas. Además, un
día en la playa no era un verdadero paseo, lo que
se dice paseo de veras. NO. La idea se disolvió en
la espuma de una playa imaginaria y cada uno se
quedó con la ensoñación de tratar de saber cómo
era alguno o alguna en bikini, malla o short.
Paco, minuano de nacimiento y con muchos
familiares en el departamento de Lavalleja, propuso
organizar un campamento en Villa Serrana, cerca de
Minas, pasar la noche allí y eso atrajo la atención de
la inmensa mayoría tirando abajo la idea de ir a las
termas o a Piriápolis por el día o a Disney World o
a la gran flauta o donde el diablo perdió el poncho
o la cachimba del piojo. Después de hacer números,
calcular la cantidad de rifas que debían vender y el
dinero que llevaría cada uno, la propuesta de Paco
se votó y salió por unanimidad, bueno, en realidad
el gordo Marcelo se abstuvo porque él quería salir
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con todo sexto al centro de la ciudad y terminar en
una pizzería.
Hasta ahí todo bien, pero enseguida aparecieron las dificultades: ¿qué rifarían?, ¿una canasta con
productos del almacén de don Tito?, ¿o un chancho
donado por el papá del gordo Marcelo?, ¿libros
donados por un escritor amigo?, ¿o una botella de
esas porquerías que toman los adultos? Pensaron y
pensaron y al fin decidieron hacer dos rifas. Juntaron
algún dinero para comprar las libretas en el quiosco,
encontraron un tiempo para ponerles números y
anunciar qué se rifaba y en poco más de tres días ya
cada alumno tenía sus números para salir a vender
entre la familia, vecinos, amigos y todo aquel que
quisiera colaborar. Todos los viernes se juntaban
para entregar el dinero recaudado que quedaba en
una caja de zapatos en casa de Cecilia. Por las noches
cada uno soñaba con el paseo y pensaba en lo que
harían durante el día y especialmente durante la noche, alrededor de algún fueguito primero y cuando
fueran a dormir después. Paco soñaba con mostrarles
a todos los secretos del lugar que su familia le había
contado desde muy chiquito y al final del sueño se
encontró con Lucía como lo hacía todas las noches
que soñaba y se la llevó volando al cerro más alto
de Minas.
La canasta de don Tito la sacó una amiga de la
madre de Analía que nadie conocía pero que no se
demoró en irla a retirar y mandó las gracias escritas
en una tarjetita deseándoles éxito en el paseo. El
chancho del gordo Marcelo lo sacó el cura de la
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iglesia del barrio y todos supieron que ese mismo
sábado se lo comieron porque hubo fiesta y olorcito
a chancho asado en toda la cuadra. Los libros del
escritor nadie supo quién se los ganó pero aparecieron donados a la escuela por un mensajero que
traía una notita anónima diciendo que aquellos libros
estarían mejor en la biblioteca. La botella de no sé
qué alcohol con etiqueta bonita la ganó una señora
que era abuela de un chiquito de primero. Cuando
contaron el dinero tenían suficiente para pagar el
ómnibus que los llevaría a Lavalleja, los gastos del
campamento y algo más para comprar frutas y galletas. A su vez cada uno debía llevar un dinero extra
para la cena del jueves por la noche y el desayuno
y el almuerzo del viernes.
La excursión se hizo sin problemas y a la vuelta
no dejaban de comentar sobre el viaje, el partido de
fútbol del primer día, la bellísima noche que les hizo
a la luz de la fogata, comiendo chorizos y contando
cuentos tenebrosos, los juegos del viernes y todo
lo que Paco les había mostrado. Pero lo que más
ocupó la conversación de sexto fue el tema de las
nuevas novias y los nuevos novios que surgieron de
aquel paseo. Al bajar del ómnibus en la puerta de
la escuela lo único que se oía era te paso a buscar,
voy por tu casa, llamame, te llamo, dame tu teléfono
y yo también te requiero.
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LA DESPEDIDA
DE SEXTO
A
l final de la escuela, cuando ya los niños son
grandes, las niñas se sienten verdaderas muchachas y los varones parecen héroes invencibles, es, sin embargo, el día en que muchos lloran
a mares. En realidad ocurre de todo, se escriben las
túnicas unos a otros, se firman autógrafos en coquetas libretitas perfumadas o en papelitos arrugados y
cuadernos y cada firma va precedida de larguísimas
dedicatorias a mi mejor y más grande amiga como
nunca jamás tendré ni encontraré en todo el universo por los siglos de los siglos, Vero., seguida de un
garabato originalísimo imposible de reproducir para
que no quepan dudas de la veracidad de la firma,
propia de cheques de banco. Se intercambian cartas,
recuerdos y hasta algún regalito. Otros rompen todo
para dejar bien claras las diferencias con los que
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guardan de recuerdo hasta la viruta de los lápices.
La mayoría se despide con fuertes abrazos y llora,
llora como si no fueran a verse nunca más, como
si viajaran al otro lado del mundo, pero lo más cómico es que seguramente son vecinos y uno vive al
lado del otro y se ven todos los días, pero igual se
abrazan y lloran como si fuera la última vez. Esto
ocurre principalmente entre las muchachas. Los varones lloran menos, pero sus formas de despedirse
son bien emotivas, se empujan, se persiguen unos
a otros, se pegan (cariñosamente, claro), arrojan
las inmensas mochilas por el aire o se despeinan y
hacen chistes de todos los colores, especialmente
de tonos verdosos.
Las maestras también viven sus despedidas. En
realidad es una mezcla de alegrías y tristezas y en
pocos minutos se concentran muchos sentimientos,
se perdona con más facilidad y no se ve la hora de
salir en estampida venciendo esas cuerdas invisibles
que aún tironean para que se queden.
Andrea, de sexto B, se despidió de Leticia con un
abrazo que casi la desarma a la pobre flaquita. Con
Claudia nadie se quería despedir porque también
era muy abrazadora, pero como pesaba más que
su mochila y era grandota, sus abrazos podían ser
propios de una boa constrictora. María y Alejandra
lloraban sin consuelo y todos lo hubieran comprendido porque sabían que eran amigas del alma, pero
nada tenía sentido porque vivían en el mismo edificio y se verían al otro día y todos los años siguientes
hasta en el mismo liceo.
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Por lo general estas despedidas van acompañadas
de comidas y bebidas. Galletitas hay a montones,
pizza sobra y cuando aparece algo más rico como
una torta de fiambre o algo con dulce de leche o
alfajores caseros, no dura ni un ratito. De todas maneras siempre hay algún gordito que finalmente se
come todo y ni los pájaros reciben su cuota.
Los regalos son un tema aparte. Si son de las
clases chicas no importa, pero en las clases de los
mayores el asunto es hacer una colecta si es que la
maestra se ha ganado el cariño de todos. Si no es así
no le regalan ni la sonrisa. Pero pobre el que venga
con un regalo por su lado, seguramente recibirá
gratuitamente los más infames sobrenombres.
Ya en la calle, luego de la fiesta oficial, se
intercambian direcciones y teléfonos, se quitan las
túnicas, forman barras abrazadas, ríen y en algún
momento, llenos de emoción y alegría, de risas
nerviosas y claras tristezas, se dicen adiós como
verdaderos adultos porque por unos instantes se
ven los más viejos, aunque intuyen que en pocos
meses, cuando ingresen a la Universidad del Trabajo
o al Liceo, serán los más chicos, los recién llegados
y habrá que volver a empezar. Con sus uniformes,
parecerán verdaderos jóvenes aunque las chicas jueguen con sus muñecas de acción y los varones, de
pantalones grises y corbatas, sigan juntando figuritas
o jugando a la bolita.
Así termina el último día de clase, grupos en
todas direcciones se alejan de la escuela y los de
sexto volverán seguramente de visita el próximo
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año o pasarán por el frente vestidos como mayores
y sentirán ganas de gritarle a los escolares adiós,
pequeñuelos. Casi por un hecho mágico, la escuela
quedará en algún lugar muy especial del recuerdo
de todos y cada uno guardará los momentos más
fuertes de la vida escolar.
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DE LA ESCUELA
AL LICEO
A
lvaro se sentía mayor, adulto, inmenso, todo un
hombre de doce arios. Es que él comenzaba
el liceo y hoy era su primer día. Se puso los
pantalones grises comprados especialmente para el
inicio de las clases, camisa celeste, ¡corbata! y zapatos
negros, una libreta de apuntes y una lapicera plateada que su hermano le había regalado y que ahora
él lucía en el bolsillo de su flamante camisa. Por los
hombros y con cierto descuido controlado hasta en
el más mínimo detalle, él se colocó el pulóver gris
oscuro que combinaba bien con todo y le daba un
aspecto de muchacho mayor, prolijo, elegante, serio.
Rumbo al liceo no pudo soportar la tentación
de pasar frente a su escuela, su antigua escuela que
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ahora quedaba atrás en el recuerdo, pero a la que lo
unían muchas historias que no olvidaría jamás. En la
entrada del antiguo edificio Alvaro vio decenas de
niños de todas las edades con sus túnicas blancas y
sus moñas azules, mochilas de todos colores y risas
de diferentes sonoridades. Las de sexto lo miraron
ni bien dobló la esquina. El se dio cuenta y acentuó
aún más su andar de hombre experimentado, de
liceal mayor y con cierto paso casi de modelo, las
miró mientras pasaba frente a ellas. Por un instante
tuvo ganas de saludarlos a todos y decirles adiós,
chiquitos, pero se contuvo y no dijo nada, siguió al
liceo sin imaginar siquiera que allá en la enseñanza secundaria habría muchachos y muchachas de
segundo, de tercero, de cuarto, de quinto y sexto,
muchos de los cuales hasta bigotes y barbas tenían y
a medida que se iba acercando a las inmediaciones
del nuevo local fue notando esas diferencias observando a los jóvenes que como él, comenzaban ese
día las clases.
Ya en la entrada se sintió como un ratoncito al
lado de verdaderos tigres mayores y pensó que en
cualquier momento alguno de los grandes le diría
bienvenido, bebé y eso sería catastrófico, pero nada
ocurrió y se sintió feliz porque no había que formar
fila, porque tendría un montón de profesores y, porque al final de cuentas la «grandura» o la «chiquitura»
eran cuestiones relativas y le hizo mucha gracia
inventar esas palabras.
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POEMA
FINAL
El loco más loco que todos los locos
tenía un sueño de locura:
quería pintar el país de celeste
pidiéndole al cielo pintura.
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El loco más loco que todos los locos
tenía un sueño de locura:
quería tener la fuerza de un león
con caricias de ternura.
El loco más loco que todos los locos
quería volar y volar,
se hizo dos alas con hojas
y subió a un jacarandá.
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El loco más loco que todos los locos
voló una mañana al futuro,
volvió por la tarde lleno de alegría
y me dijo contento y seguro:
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que volando y volando con mucha locura se puede
alcanzar la cordura.
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Índice
Poema inicial ...................................................................9
La mochila infernal ........................................................11
El primer día de clase ...................................................17
Asuntos del lenguaje .....................................................21
La cartera de la maestra ................................................23
¡Qué pelea hubo en el patio! ........................................27
Cuentos bien cortitos ....................................................31
Los olores de la clase ....................................................33
¡Pica Matías detrás de la maestra! .................................37
Yopo nopo sepe napadapa ...........................................43
El crack del otro quinto ................................................45
Carta de amor con destino equivocado .......................51
Mis muñecos vuelan cuando quieren ..........................57
Las abuelas del alfajor ...................................................59
Los líos del estudio........................................................63
La guiñada de bronce ...................................................67
Los piojos .......................................................................71
La lámpara de alcohol ...................................................75
¿A la Dirección? No, gracias ..........................................77
La hora de la salida .......................................................81
Invento de palabras .......................................................85
¡Qué paseo, señoras y señores! ....................................87
La despedida de sexto ..................................................91
De la escuela al liceo ....................................................95
Poema final ....................................................................97
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[email protected]
www.ignacio-martinez.com
www.dramaturgiauruguaya.gub.uy
¡Cuántas cosas se viven en la
escuela!. Seguramente nunca
se terminarán las historias, los
cuentos, las anécdotas de algo
que ocurrió en la clase o el recreo
o la salida o el paseo. En este
nuevo libro de Ignacio Martínez se
cuentan veintitrés historias breves,
muchas de las cuales los mismos
niños han compartido, y dos
poemas que son, a su manera,
dos cantos a nuestros niños, a su
capacidad de soñar, de inventar,
de imaginar, porque “volando y
volando con mucha locura se
puede alcanzar la cordura”.
lamochila
infernal
y otros cuentos escolares
Ignacio Martínez nació en
Montevideo en 1955. En
los últimos diez años ha
recorrido cientos de escuelas
de todo el país tomando
contacto con decenas y
decenas de miles de niños
que a su vez lo han conocido
a través de sus libros y sus
obras de teatro. El contacto
permanente con las escuelas,
las maestras y maestros, y
principalmente los niños,
le han permitido conocer a
fondo los temas, el lenguaje
y las inquietudes que se viven
en el mundo escolar y que
hoy, nuevamente, toman
forma de libro con cuentos
y poemas que, seguramente,
serán del deleite de chicos
y grandes.
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El libro de todos
La vereda de enfrente
El viejo Vasa
La fantástica historia de una granja
rebelde y el secreto de un río
Detrás de la puerta... un mundo
Los fantasmas de la escuela
Los fantasmas de la escuela pasaron
de clase
Milpa y Tizoc
Colección “¿Adónde fueron los
bichos?” (5 libros)
Los piratas del Atlántico Sur
La mochila infernal
Malú, diario íntimo de una perra
Los niños de la independencia
Verónica y Nicolás
Colección “Para los dientes de Leche”
(20 libros)
Poemas y canciones (con CD)
50 fichas ambientales
Las aventuras de Tobías
Historias del Sur
Cuentos para antes de ir a dormir
Más cuentos para antes de ir a dormir
Memorias de Lucía
Franca, la ballena valiente
Colección Cuentos mágicos del
Uruguay (20 libros)
La Hechicera de Vaupés I, II, III, IV y V
Los chiquilines del barrio I y II
La niña del Valle Edén
La mochila infernal
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Ignacio Martínez
IGNACIO MARTÍNEZ
para niños y jóvenes
IGNACIO MARTÍNEZ
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