La consigna de «más democracia» acaba siendo, pues, el único

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LA DEMOCRACIA INSUFICIENTE*
La consigna de «más democracia» acaba siendo, pues, el único precepto que se nos ocurre
cuando algo funciona mal. Pero, ¿no es tal apelación a la democracia un simple recurso al procedimentalismo? ¿No es incurrir en el error de pensar que la perfección del procedimiento democrático es la única manera de llegar a decisiones más equitativas? La acusación de procedimentalismo pesa sobre todas las teorías éticas y políticas liberales, como es el caso de la Teoría
de la Justicia de John Rawls. Es cierto, por una parte, que la democracia es casi la única salida
que nos queda. Si queremos respetar la libertad y no intervenir en exceso, son los ciudadanos —
o sus representantes— los que deben asumir la responsabilidad de las decisiones justas. Un procedimiento más justo conducirá, pues, a conclusiones igualmente más justas.
Aun cuando aceptáramos tal deducción —que el procedimiento más justo conduce a decisiones más justas—, el problema seguiría existiendo, puesto que no somos capaces de ponernos
de acuerdo sobre cuál es el procedimiento más justo. Es fácil decir, como lo hace Habermas,
que el procedimiento justo es el que se acerca a la «comunidad ideal de diálogo». En efecto,
pero nuestras comunidades de diálogo están muy alejadas de ese ideal habermasiano que recuerda la «comunión de los santos». Nuestras comunidades son, por el contrario, muy asimétricas y sometidas a diversas dominaciones. El desacuerdo es inevitable y, quizá, preferible, a un
acuerdo justo solo para unos cuantos. Ahora bien, lo que había que preguntarse es si el desacuerdo en el procedimiento no significa, al mismo tiempo, desacuerdo en la sustancia, lo veíamos hace un momento a propósito de los criterios más justos para establecer una jerarquía entre
los candidatos a recibir un trasplante. Una de las soluciones que suelen proponerse, como la
lotería, es, sin duda, más equitativa que una solución basada en criterios meritocráticos o en
apreciaciones sobre la calidad de vida esperable en unos y otros pacientes. Si queremos corregir
la concepción «burguesa» de la medicina y pensarla desde la perspectiva de los menos favorecidos, no será el procedimiento sólo lo que nos llevará a ello, sino la convicción de que hay gente
inmerecidamente menos favorecida a la que hay que proteger antes que a nadie. Es una visión
de los derechos básicos sustantivamente distinta de quien propondría un criterio meritocrático
para repartir los recursos sanitarios.
Una deliberación bien entendida, esto es, democrática de verdad, sería para Amy Gutman
y Dennis Thompson10 el modo de superar el procedimentalismo para ir más lejos e incitar a la
discusión y decisión sobre los valores fundamentales. La deliberación —dicen— debería cumplir dos objetivos: 1) incluir a todos los sectores de la sociedad para que hablen incluso los que
no suelen tener voz; 2) incentivar a la opinión pública dispar para la discusión de los asuntos
públicos fundamentales, como el de la protección justa de la salud. Lo que parece autoevidente
no siempre lo es, y si queremos mantenerlo como tal, hay que conseguir que los foros públicos
lo reconozcan y lo recuerden a menudo. El principio de la Constitución de Estados Unidos:
«Mantenemos estas verdades como autoevidentes» no es óbice para que la evidencia de las pocas verdades que comúnmente reconocemos tenga que ser ratificada de continuo.
Es más —aducen los mismos autores—11 las deliberaciones democráticas toman en cuenta dos valores básicos: la libertad y la igualdad de oportunidades. Dos valores que, como ocurre
con todos los valores, no son absolutos ni ilimitados. Pero son las políticas públicas, con la intervención máxima de la ciudadanía, las que deben responsabilizarse de fijar esos límites,
haciendo que el proceso político satisfaga las condiciones de «reciprocidad, publicidad y rendición de cuentas». La política sanitaria es, sin duda, un campo idóneo para desarrollar tales condiciones. Se refieren los autores para explicarlo al ejemplo del estado de Arizona donde, en
1987, se tomó la decisión legislativa de reducir los recursos públicos para el trasplante de órganos, e incrementar, por el contrario, el cuidado de la salud de las mujeres embarazadas y niños
indigentes. Al poco tiempo de ser aprobada tal medida, una mujer de cuarenta y pocos años,
*
Victoria Camps, Una vida de calidad. Reflexiones sobre bioética, Barcelona, 2001, Ares y Mares (EDIS. L.), págs. 132 a 140.
10
Amy Gutman y Denis Thompson, “Deliberating about Ethics”, en The Hastings Center Report, 27 (3),
1997.
11
En el libro Democracy and Disagreement, Harvard University Press, 1996, cap. 6.
TORIAL CRÍTICA,
Dianna Brown, solicitó un trasplante de hígado, que le fue denegado. La mujer murió de una
muerte que el médico que le atendía calificó de «innecesaria».
¿Quiere decir que Dianna Brown tenía derecho al transplante de hígado, uno de esos derechos que los teóricos llaman «subjetivo»? ¿Qué tipo de derecho? ¿Derecho a la libertad o a la
igualdad de oportunidades? Sin duda, el segundo. Dianna Brown solicitó el trasplante porque
sabía que era la única oportunidad que tenía de sobrevivir y no quería renunciar a esa oportunidad. Ahora bien, para satisfacerla hubiera hecho falta, o bien reducir los recursos de otras prestaciones —con lo que otros enfermos se hubieran encontrado en la misma situación de Dianna
Brown—, o bien incrementar los impuestos para atender a una mayor diversidad de prestaciones. Ante el dilema, una teoría libertaria —neoliberal, como la de Robert Nozick—, optaría por
no darle a Dianna Brown la oportunidad que solicita puesto que dársela significa ineludiblemente reducir las libertades de los ciudadanos que ven incrementados sus impuestos. Un liberalismo
igualitario, por el contrario, como el de John Rawls, que considera la protección de la salud
como un bien básico al que todos tienen el mismo derecho, tomaría en cuenta las peticiones de
trasplante como una forma de acceder a ese bien básico.
La Teoría de la justicia de Rawls, como es sabido, prioriza el valor de la libertad, pero lo
completa con un segundo principio que tiene dos partes: 1) el derecho de todos a las mismas
oportunidades; 2) el «principio de la diferencia» que obliga a acudir primero en ayuda de los
más desfavorecidos. Si tomamos dicho principio como criterio para decidir el dilema de los
trasplantes, la pregunta sería: ¿qué satisface más el principio de la diferencia: ayudar a 700 parturientas pobres o hacer 8 trasplantes de hígado al año? No es fácil dar una respuesta sin la ayuda de otro principio que es, irremediablemente, el utilitarista. La pregunta se convierte, entonces, en esta otra: ¿qué decisión maximiza más el bienestar? Y si medimos el bienestar con índices cuantitativos, ¿qué beneficiará a más gente? Con seguridad, en tal caso, tendremos que
aceptar la decisión del legislador de Arizona como más satisfactoria y, en definitiva, más justa.
Volviendo al punto de partida, sobre la insuficiencia de la democracia como mero procedimiento deliberativo, lo que muestra el ejemplo puesto por Gutmann y Thompson es, a mi juicio, lo siguiente:
1) Los principios de la justicia, sean cuales sean —los de Rawls o los utilitaristas— no
garantizan, por sí solos, una aplicación justa de los mismos. Por eso hace falta deliberar: para
determinar cuál es, en cada caso, la interpretación y aplicación más justa. Uno de los objetivos
de la democracia deliberativa —concluirán los autores citados— es decidir qué necesidades
deben ser más satisfechas que otras. Como ya decía Aristóteles, la falta de expertos fiables para
tomar decisiones que afectan a todos los ciudadanos hace imprescindible una amplia y extensa
deliberación:
No hay un claro grupo de expertos en quien confiar para tomar tal tipo de decisiones morales, capaces de un juicio moral cuidadoso y pudiendo contar con abundante información empírica. Sin la
deliberación como aliada, el principio de la igualdad de oportunidades, por sí solo, sería irrealista e
incluso antidemocrático por lo que hace a sus requerimientos.12
2) La segunda consecuencia derivable de la reflexión que hacen Gutmann y Thompson
sobre la democracia deliberativa es algo que ellos no tienen demasiado en cuenta, puesto que
acaban situándose sin más al lado de la teoría igualitaria y no libertaria, considerando que la
igualdad de oportunidades es realmente un derecho básico que debe ser protegido. Aun compartiendo tal opinión, entiendo que la opción por el liberalismo igualitario sigue siendo un punto de
vista, universalizable como principio ético, pero no deducible sólo de la democracia. Dicho de
otra forma: la democracia es únicamente un procedimiento para tomar decisiones con la mayor
participación posible, pero es sólo eso, un procedimiento sin contenidos valorativos salvo el
valor de la participación. Cierto que el valor de la participación deja de serlo si no cuenta con
otras dos condiciones, como la libertad y la igualdad de los participantes en la deliberación. Esto
es, no hay democracia si no hay, al mismo tiempo, un estado de derecho (rule of law). Aun así,
la igualdad de los participantes —esa simetría que defenderá, sobre todo, Habermas— no es
exactamente lo mismo que la igualdad de oportunidades sanitarias o educativas o de vivienda.
12
Guttmann y Thompson, Op. cit., pág. 215.
Los derechos sociales son valores añadidos a la democracia y al estado derecho, aún no reconocidos universalmente no sólo en la práctica, tampoco en la teoría.
Este último punto no es banal, sino que afecta de lleno a los resultados de la democracia.
Un concepto muy amplio —y perfecto— de democracia obviamente incluiría a los derechos
sociales como exigencias de la mejor democracia. Los analfabetos, para poner un solo ejemplo,
tienden a no votar, y, de hacerlo, no tienen acceso a la información que los demás pueden tener.
Ahora bien, ese concepto amplio de democracia no es, de hecho, el más compartido. Los derechos sociales no están constitucionalizados en todo el mundo, y donde lo están, dejan aún mucho que desear. Por lo tanto, aun cuando algunos estemos convencidos de que no hay justicia
sin igualdad o sin derechos sociales, también la constitucionalización de tales derechos ha de ser
objeto de deliberación. Deliberación, en este caso, para convencer a quienes aún no los reconocen del defecto ético que ello supone. Los derechos fundamentales ponen límites a la democracia. Cuanto más específicos sean tales derechos, más garantías tendremos de que el procedimiento democrático dará buenos resultados.
La deliberación, pues, es la forma de vida de la democracia y ha de impregnar a todos los
que se encuentran en ella. Pero la deliberación no se construye en el vacío ni se desarrollará si
seguimos dependiendo del paradigma individualista liberal al que me vengo refiriendo. Hay que
pasar a un modelo centrado en las organizaciones. La misma práctica deliberativa puede ayudar
a ese cambio pues el debate público fuerza a los ciudadanos y a los administradores públicos a
rendir cuentas, y a fijarse no sólo en sus intereses particulares, sino en los de la comunidad.
EL DESCUBRIMIENTO DEL INTERÉS COMÚN
En uno de sus libros más recientes, el economista Amitai Etzioni propone un nuevo paradigma para la nueva economía. El paradigma se basa en nociones de la filosofía pura extrapolables a ámbitos distintos del económico, en nuestro caso, al bioético.
A Etzioni se le clasifica entre los pensadores comunitaristas y, efectivamente, su propuesta es, como la de cualquier comunitarista, una crítica al individualismo metodológico propio del
liberalismo clásico. Pero no sólo al individualismo. Como explica muy bien en el prólogo a The
Moral Dimension, el individualismo fue una construcción de los Whigs ingleses contra el autoritarismo monárquico, y del poder social que imponía sus propios códigos morales y reprimía
cualquier brote de anarquía o libertad. Opuestos al laissez faire de los Whigs, los conservadores
Tories veían a la comunidad como un cuerpo que inculca a los individuos unos valores básicos
y tradicionales, destinados a mantener el orden social. Tanto la supersocialización de los Tories
—germen del romanticismo que se expresará en todos los totalitarismos comunistas, nazis o
nacionalistas—, como la infrasocialización de los Whigs —opina Etzioni— han de ser superadas por una «tercera postura» a la que califica como la «comunidad respondiente (responsive)
del Yo y el Nosotros». Dicha posición dice algo tan repetido, pero quizá tan poco tenido en
cuenta, en muchas teorías éticas y políticas actuales, como que «el individuo y la comunidad se
hacen el uno al otro y se requieren el uno al otro». El nuevo paradigma desarrolla la idea de que
los individuos actúan en un contexto social, que dicho contexto no es reducible a unos actos individuales, y, lo que es más significativo, que el contexto social no viene impuesto total o necesariamente. Al contrario, el contexto social es percibido como una parte legítima e integral de la propia
existencia, un Nosotros, un todo del que los individuos son elementos constitutivos.13
Lo que me parece interesante resaltar de la propuesta de Etzioni es esa relación dinámica
entre la comunidad y el individuo, que no tiene valores prefijados ni establecidos, sino los va
conformando y construyendo en virtud de la misma relación. La concepción individualista y la
conservadora eran concepciones inmovilistas del individuo y de la sociedad. Esta, en cambio, es
una concepción dialéctica, un proceso de producción de lo que Salvador Giner y yo misma
hemos llamado el «interés común». Dicho interés, sin el que las sociedades no pueden subsistir,
pues a partir de él legitiman sus elecciones educativas, políticas o culturales no es una entidad
metafísica como la voluntad general rousseauniana, ni un bien común preestablecido por Dios,
13
Amitai Etzioni, The Moral Dimension. Toward a New Economics, 1990.
la naturaleza o el poder de turno: es algo que se descubre y se construye democráticamente.14
Lo cual no significa que el interés común emerja del vacío, de una tierra de nadie. Nace
de la deliberación en torno a los valores o principios que creemos compartir. Situar la deliberación, el diálogo, la autorregulación en el núcleo de la ética, no es abandonarse a un relativismo
ni a la anarquía del «cualquier cosa vale si entre todos decidimos que debe valer». La deliberación y la autorregulación tienen unos límites y se desarrollan dentro de un marco —los derechos
humanos o los principios de la bioética— cuyo valor se da por supuesto, ya no es objeto de deliberación.
Lo positivo, pues, de propuestas como la de Etzioni es que subrayan la dinamicidad de la
moral. No se quedan en el trascendentalismo de unos principios racionales y a priori, aceptados
por autoevidentes. Reconocen que la razón práctica es una razón en progreso y desarrollo, una
razón pragmática. No creo que haya que insistir mucho en la idea de que, para cuestiones como
las de la bioética, ese espacio ético, el de la construcción del interés común, el de la deliberación
sobre el ¿qué hacer? es el interesante. El único espacio en el que, a fin de cuentas, pueden
hacerse converger las preocupaciones filosóficas y las médicas o científicas.
14
Véase el libro ya citado de Victoria Camps y Salvador Giner, El interés común.
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