La gran comilona: explorando la obesidad polÃ-tica / Mario

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La gran comilona: explorando la obesidad polÃ-tica / Mario Szichman
Benito Mussolini era un gobernante obeso. Inclusive requerÃ-a cierta cantidad extra de grasa para acompañar sus
enfáticos gestos. La manera en que se desplazaba por el estrado antes de pronunciar un discurso divulgaba su
admiración por la ópera, su sabidurÃ-a frente a las cámaras. Los cientos de miles de simpatizantes que contemplaban
su imprecisa figura en las concentraciones públicas tenÃ-an al menos la esperanza de recuperar su primer plano en los
noticiosos oficiales. Mussolini era excesivo a nivel corporal, un poco la contrafigura de ese sensacional discÃ-pulo de
Maquiavelo llamado Giulio Andreotti. Ambos marcan el cenit y el nadir de una experiencia polÃ-tica. Mussolini se
exponÃ-a; Andreotti, siete veces primer ministro, vivÃ-a en el perpetuo encubrimiento. (En esa obra maestra que es el
filme Il Divo, dirigido por Paolo Sorrentino y protagonizado por Toni Servillo, puede cotejarse la taquigrafÃ-a de sus
medidos gestos).
    Hay épocas que convocan la obesidad polÃ-tica. En ocasiones se trata de un lÃ-der, en otras, de una clase social. La
obesidad polÃ-tica encarnada en una clase es menos vulnerable que la del caudillo; elude avatares personales.
    Ciertos sistemas requieren del monolitismo, más que otros. En ese sentido, Mussolini era una anomalÃ-a. En
ocasiones, es imprudente sobresalir. Nadie duda que Adolf Hitler era dueño y señor del pueblo alemán. Pero tuvo la
astucia, quizás obligado por las fuerzas polÃ-ticas y armadas que lo secundaban, de no emerger del entorno. Además,
era vegetariano, no un omnisciente carnÃ-voro como Mussolini. (Es iluminador dar jerarquÃ-a a los hábitos digestivos. Y
un grave error ignorarlos).
El elenco estable de Hitler: su ministro de Propaganda, Joseph Goebbels; el comandante en jefe de la fuerza aérea,
Hermann Göring; el jefe de la Gestapo, Heinrich Himmler, y otros miembros de su entourage parecen formar parte de
un friso. Excepto por Göring, la obesidad, o la drogadicción, no predominaban en sus filas. En los meses finales del
nazismo, la estructura del poder ofreció parcas señales de que el andamiaje se derrumbaba. Los cuerpos no habÃ-an
sufrido teatrales alteraciones, aunque ya habÃ-a avanzado el mal de Parkinson en Hitler. A los cincuenta y seis años, no
sólo era un anciano; mostraba también claros sÃ-ntomas de decrepitud. Pero la aventura nazi, pese al liderazgo del
Führer, fue una aventura colectiva; y pareja la declinación. Ni siquiera las pantagruélicas dosis de morfina de Göring
lograron convertirse en comadreo de las cancillerÃ-as o trascender los pasillos del poder.
    Con Mussolini fue muy diferente. Pese a que estaba flanqueado por asesores, trascendÃ-a su entorno, emergÃ-a de
manera inevitable. Sin importar la pléyade de sicofantes, siempre estaba solo. Su caÃ-da tiene la fascinación que nunca
afectó a otras personalidades del bando aliado o del Eje. Fue la empresa personal de un hombre acostumbrado a todos
los placeres, quien, súbitamente, de bufón se transfiguró en asceta. Su cuerpo reveló la mutación.
    ¿HabrÃ-a sido Mussolini un lÃ-der diferente sin ese apetito? A veces, la voracidad es un sÃ-ntoma. Al menos indica
falta de previsión, la urgencia de atropellar. Basta analizar sus desventuras en Õfrica, la invasión a EtiopÃ-a, su ayuda a
Francisco Franco durante la Guerra Civil española, la ocupación de Albania. Al principio, esas acciones fueron
muestras de su irresistible poder. Luego, formaron parte de los clavos que ayudaron a sellar su ataúd. Esa necesidad de
sobresalir contribuyó a que lo dejaran solo. En julio de 1943, el Gran Concejo Fascista se negó a seguir respaldando
sus decisiones. Entre los «traidores» figuraba su yerno, el conde Galeazzo Ciano, a quien mandó a fusilar, causando
una tragedia en el seno de su familia. (Winston Churchill, quien tenÃ-a particular inquina a su yerno, Duncan Sandys,
casado con su hija Diana, señaló en cierta ocasión que el fusilamiento de Ciano habÃ-a sido la única acción meritoria
por parte de Mussolini).
    De allÃ- en más, la vida de Mussolini fue barranca abajo. El rey de Italia lo destituyó de su cargo y ordenó
arrestarlo; fue liberado en un audaz operativo que llevó a cabo un capitán de las ss nazis, y se convirtió en jefe del
gobierno fascista establecido en Salo, en el norte de Italia. Finalmente, partisanos italianos lo capturaron junto con su
amante, Claretta Petacci, y lo ejecutaron. (Los frecuentes robos de su ataúd forman ya parte del folklore italiano).
La obesidad como pujanza de una nación
Si en el caso de Mussolini la obesidad marca una tragedia polÃ-tica, en otros casos puede revelar la manera en que
despierta un imperio.
    En Ragtime, una de las grandes novelas norteamericanas del siglo xx, Edgar Lawrence Doctorow muestra la
consolidación imperial de Estados Unidos a través de algunas figuras paradigmáticas, como el mago Harry Houdini, el
financista J.P. Morgan, el fabricante de automóviles Henry Ford o la dirigente anarquista Emma Goldman. (Hay también
una desopilante escena en que el padre del psicoanálisis, Sigmund Freud, navega El Túnel del Amor, en Coney Island,
acompañado de Carl Jung).
    Pero en una escena de apenas una página, Doctorow inserta la figura del presidente William Howard Taft, para
destacar de manera exclusiva su obesidad. Según el narrador, Taft llegó a la Casa Blanca «pesando 332 libras», 151
kilos. El nuevo presidente era apenas el representante de una nación de obesos. «Los hombres solÃ-an devorar
rebanadas de pan, y comÃ-an prodigiosas cantidades de salchichas». El «augusto Pierpont Morgan solÃ-a consumir de
manera rutinaria cenas de siete y ocho platos». Sus desayunos consistÃ-an en bisteces y chuletas de cerdo, huevos,
panqueques, pescado hervido, panecillos y manteca, fruta fresca y crema. «La absorción de comida era el sacramento
del éxito. Se suponÃ-a que un hombre que transportaba delante suyo un enorme estómago se hallaba en la flor de la
vida».
    El ingreso de Taft a la Casa Blanca «expresó la apoteosis de un estilo de hombre», dijo Doctorow. Luego, «la
moda enfiló en dirección inversa, y sólo se autorizó a los pobres a ser robustos».
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Generado: 16 November, 2016, 20:42
    No vemos en nuestra época muchos regÃ-menes donde la obesidad sea una marca de pujanza, o de éxito. Por
alguna razón, consideramos que el gobernante obeso ostenta la obscenidad del poder.
    En América Latina, sólo el chavismo ha mostrado figuras muy robustas en puestos claves, comenzando por su
fallecido lÃ-der, Hugo Chávez FrÃ-as. Fotos de cuando era un oficial del ejército muestran a un hombre esbelto. Su
obesidad llegó con el acceso a la presidencia. Otros —y otras— lo siguieron. Cuando la obesidad no es majestuosa suele
ser prepotente. Hay una necesidad de imponerse al otro a través del sobrepeso. Son formas distintas de exhibir el
monopolio de la fuerza a través del vasto consumo de calorÃ-as.
    En ese sentido, alguien que escapó a ese destino fue Mussolini. Cuando la hambruna comenzó a afectar a los
italianos en los meses finales de la Segunda Guerra Mundial, el lÃ-der decidió consumir las mismas raciones que sus
compatriotas, y se convirtió en la sombra de sÃ- mismo.
Con Mussolini siempre existe una duda: ¿dónde se acaba el histrionismo y comienza la desventura? En los meses
finales de su vida, su lema fue: «Trabajé, hice intentos. Y sin embargo, sé muy bien que todo, en el fondo, es una
farsa». ¿Comenzando con la gran comilona?
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