el amor: entre la iglesia y el prostíbulo

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EL AMOR: ENTRE LA IGLESIA Y EL PROSTÍBULO
Domingo Caratozzolo*
Con evidente sorpresa me comentaba una conocida, un suceso que afectaba a una de
sus amigas. Ella estaba casada con un hombre que constantemente le demostraba su afecto
y se mostraba solícito y siempre dispuesto a complacerla. La relación sería satisfactoria a
no ser por la falta de deseo sexual que mostraba su marido. Si bien en los comienzos del
matrimonio hubo encuentros sexuales esporádicos, éstos se fueron espaciando hasta
desaparecer. Esta preocupación se transforma en angustia cuando un familiar le dice que su
marido la engaña con otras mujeres. Dispuesta a reconquistarlo, consulta a sus amigas, más
conocedoras que ella de los secretos de la cama, y resuelve aplicar los conocimientos recién
adquiridos. Cual sería su asombro ante el rechazo del marido que le dice que él quiere una
“señora” a su lado y no una mujer que se comporte como una prostituta. Este comentario
me hizo pensar sobre otro de los tantos malestares que nos provoca el hecho inevitable de
participar de una cultura.
La formación de una pareja representa para los sujetos implicados el padecimiento y
las alegrías inherentes a todo vínculo humano. No podrán liberarse de los conflictos
neuróticos que acompañan a todo encuentro. Entre estos conflictos se encuentran aquéllos
que expresan las relaciones desiguales de poder, y entre estas desigualdades hallamos la
exigencia de una fidelidad total por parte de la mujer y la tolerancia de la infidelidad
masculina. El hombre encuentra legitimada su conducta en la medida en que la misma
satisface sus deseos eróticos no satisfechos en el lecho conyugal y lo reasegura en su
condición de hombre, además de recibir una gratificación narcisista derivada de ser deseado
por otra mujer.
Las mujeres han tenido la necesidad de desarrollar una tolerancia hacia la
infidelidad masculina por cuanto ella respondería a la "naturaleza del macho". La poligamia
encubierta del varón se refugia en una doble moral sexual. Las mujeres no encuentran
muchas veces una explicación a esta conducta de sus parejas. Por supuesto que en mucho
de los casos pueden decir que "la otra" es más joven, o más bonita, también pueden pensar
que este buen señor es un tonto y que lo tienen engañado, pero en otras oportunidades reina
el desconcierto, la dificultad para encontrar una razón valedera para la conducta infiel,
salvo que se recurra a dichos tales como "todos los hombres son iguales", "lo único que les
interesa es eso" o el más descalificativo: "todos los hombres son unos cerdos".
Mientras que sociólogos y feministas interpretan la poligamia masculina encubierta
como el resultado de la desigualdad reinante entre hombres y mujeres, producto
indiscutible de las relaciones de poder en las cuales las mujeres son sojuzgadas y
objetalizadas - tema en el cual coincidimos -, los psicoanalistas tenemos la posibilidad de
enriquecer esta comprensión agregando otra perspectiva para la explicación de este
fenómeno.
El hecho de que sea la madre el primer objeto de amor del niño, amor del que tendrá
que resignar sus anhelos sexuales y sólo conservar del mismo los sentimientos de ternura,
puede producir en el adulto una disociación muchas veces reconocible entre un amor
desexualizado y el ejercicio de la sexualidad sin el compromiso amoroso.
Esta disociación haría imposible satisfacer con una sola mujer ambos componentes
del amor. En los casos extremos nos encontraríamos con una sobrevaloración de la mujer,
sobrevaloración que encontramos en la religión en el culto a la Virgen, mujer que pudo
acceder a la maternidad permaneciendo Inmaculada (sin mácula, sin pecado, sin relación
sexual) siendo objeto de adoración. El otro aspecto de la disociación correspondería a la
mujer degradada, mujer que se entrega a cualquiera, mujer prostituta con la cual se pueden
satisfacer las corrientes eróticas más censuradas y lograr el placer de una sexualidad
considerada pecaminosa, que mancha y ensucia no sólo en lo corporal.
Tan pronto se cumple con la condición de la degradación, la sensualidad puede
exteriorizarse con libertad, desarrollar acciones sexuales deseadas y experimentar un
elevado placer. La corriente sensual que ha permanecido activa sólo busca objetos que no
recuerden las relaciones incestuosas prohibidas; si de cierta persona emana una impresión
que pudiera llevar a su elevada estima psíquica, no se produciría una excitación sexual, sino
una ternura ineficaz en lo erótico. Por ello los sujetos psíquicos que padecen esta
disociación de la vida amorosa cuando aman no desean y cuando desean no pueden amar.
Dice Freud que la fusión de la corriente tierna y la sensual del amor son limitadas y
que esto deviene en un malestar de la cultura; que casi siempre el hombre se siente limitado
por el respeto a la mujer, y sólo desarrolla su potencia plena cuando está frente a un objeto
sexual degradado, pues entre sus metas sexuales entran componentes que no osa satisfacer
con la mujer respetada.
Muchos hombres buscan objetos a los que no necesitan amar, a fin de mantener
alejada su sensualidad de los objetos amados, y luego, si un rasgo a menudo nimio del
objeto elegido para evitar el incesto recuerda a quien debía evitarse, puede precipitarse esa
negación al acto que representa la impotencia psíquica. Acaso habría que admitir la idea de
que en modo alguno es posible avenir las exigencias de la sexualidad con los
requerimientos de la cultura.
*Psicoanalista
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