¿Indisciplina? Disrupción El Informe del Observatorio Estatal de la Convivencia, hecho público en julio de 2008, señalaba la disrupción en el aula como el problema que más preocupaba al profesorado a la hora de llevar a cabo su trabajo profesional. Por otra parte, el Informe TALIS, publicado por la OCDE el pasado mes de junio, ponía de manifiesto que España es uno de los países de la Unión Europea donde los profesores dedican más tiempo a hacer callar a sus alumnos/as antes de poder empezar las clases. Y, más allá de las estadísticas, hay una percepción colectiva entre el profesorado sobre el incremento de la dificultad para dar clase, especialmente a los alumnos de la etapa de la ESO. El término “disrupción” se refiere precisamente a las conductas que llevan a cabo los alumnos/as dentro de las clases, que pueden buscar diferentes objetivos como llamar la atención, reclamar un lugar en el grupo o manifestar su deficiente historia académica, pero que tienen como consecuencia que el profesorado no pueda llevar a cabo de manera adecuada su tarea profesional de enseñanza, impidiéndole que pueda hacer la explicación de los temas, realizar las actividades oportunas o aplicar las evaluaciones que considere necesarias (Uruñuela, 2007). Las consecuencias de las conductas disruptivas se dejan sentir en el retraso de los aprendizajes, dado el tiempo perdido en su corrección, así como en el deterioro progresivo del clima del aula y de las relaciones personales entre los distintos profesores/as y sus alumnos y alumnas. Por lo general, el profesorado suele vivir estos comportamientos de sus alumnos/as como faltas de disciplina y se refiere generalmente a éstos como alumnos indisciplinados. La indisciplina suele entenderse como el incumplimiento de las normas existentes y, en el caso de estos alumnos/as, como la puesta en práctica de conductas contrarias a las normas que rigen cualquier clase. Ahora bien, ¿Cuáles son las normas que rigen en las aulas? ¿Quién las ha establecido? ¿Cuándo han sido promulgadas? Uno de los problemas que aparecen en las conductas disruptivas consiste precisamente en que, en la mayoría de los casos, estas normas deben considerarse como algo implícito, normas no publicadas, conductas esperadas en los alumnos y alumnas, más bien basadas en la tradición y en las expectativas tradicionales del profesorado que en la formulación y la discusión explícitas de las mismas. Y no siempre coinciden las expectativas de los distintos profesores o profesoras que dan clase en el mismo grupo o en el mismo centro. ¿Debe un alumno guardar silencio y estarse quieto en un determinado sitio o, por el contrario, no pasa nada si hace comentarios en voz alta, se dirige a alguno de sus compañeros o se levanta si necesita algo que no tiene en la mesa? Uno de los problemas radica, precisamente, en la falta de criterio coincidente entre el profesorado, en que no se ha discutido cuál debe ser la conducta adecuada de los alumnos/as y en que, según la cultura de procedencia del profesorado, se sea más o menos permisivo al respecto. Por lo general, el profesorado con experiencia en la etapa de Primaria suele ser más permisivo y abierto a determinadas conductas por parte de los alumnos y alumnas, mientras que el profesorado de Secundaria exige pautas de conducta más severas y rígidas, sin que en casi ningún caso estas conductas hayan sido objeto de discusión, anuncio o exposición a sus alumnos/as. Con todo, y a pesar de ser considerado por el profesorado como uno de los problemas más importantes, apenas existen estudios que cuantifiquen y analicen el fenómeno de la disrupción. Hay estudios parciales, limitados a zonas y Comunidades concretas, echándose en falta otros estudios globales que definan este fenómeno y permitan estudiar su evolución. Sin embargo, proliferan los ensayos sobre los problemas de la disrupción en las aulas, basándose en demasiadas ocasiones en prejuicios o análisis poco claros, describiendo escenarios catastróficos que no siempre se corresponden con la realidad. Para entender el fenómeno de la disrupción en el aula, es necesario ser consciente de la situación que se está viviendo actualmente en la educación de nuestro país: hoy día estudian todos los chicos y chicas hasta los dieciséis años, la educación se ha generalizado a todos los alumnos y alumnas, y, a diferencia de lo que ocurría sólo hace diez años, todos los chicos y chicas tienen su plaza escolar garantizada en el sistema educativo. Ahora bien, tener escolarizados a todos los alumnos y alumnas supone que dentro del mismo centro hay una gran variedad de intereses, aptitudes, motivaciones, actitudes y situaciones entre los alumnos y alumnas, y que, por tanto, frente a la selección del alumnado y la homogeneidad de aquellos que seguían los estudios, en estos momentos la diversidad es la norma y la atención a la diversidad el principio básico y fundamental para la organización de la vida de los centros; diversidad que hay que hacer extensiva al profesorado que, lejos de presentar una única y homogénea acción, presenta gran diversidad en cuanto a sus conceptos, teorías, metodologías y formas de evaluar. Haber conseguido la escolarización de todos los alumnos/as es un logro social de la máxima importancia, pero ¿están preparados el profesorado y la escuela para atender a todos estos nuevos alumnos, a la diversidad de intereses y actitudes, a las nuevas situaciones que se presentan en los centros? ¿Cómo pueden estar influyendo estas nuevas situaciones en el problema de la disrupción? Y, a la vez, ¿deben interpretarse estas conductas desde una clave estrictamente escolar o, por el contrario, son la concreción evidente de otros problemas presentes en la sociedad, de la actitud permisiva que mantienen muchas familias hacia sus hijos e hijas, de la pérdida de determinados valores fundamentales para la convivencia y, en definitiva, del cambio de sentido o del nuevo concepto de autoridad que tienen los alumnos/as? Análisis de la disrupción Las conductas disruptivas son conductas complejas y sólo desde esta complejidad pueden llegar a comprenderse adecuadamente. En ellas influyen factores muy diversos, de tipo social y familiar, que deben ponderarse adecuadamente. Para el profesorado las causas y factores de estas situaciones deben buscarse fuera del centro, fundamentalmente en las familias, la administración educativa y la sociedad actual (Uruñuela, 2009). Sin embargo, para ser operativos y poder buscar alternativas a la disrupción, es imprescindible centrarse en los factores propios de nuestros centros, en la actuación como profesores/as, en aquello que está en nuestras manos y podemos, por ello, cambiar. Las conductas disruptivas pueden compararse con la imagen de un iceberg: hay una parte visible, la más pequeña y, quizá, la menos importante; pero por debajo del agua está el mayor volumen de hielo, la parte más grande y peligrosa, la que hace posible que flote y esté por encima del agua la parte visible. Lo mismo ocurre con los fenómenos disruptivos: hay una parte visible, las conductas de los alumnos, lo que tiene lugar en las aulas; pero, a la vez, hay una parte sumergida, que explica por qué tienen lugar estas conductas; son las ideas, teorías, opiniones del profesorado y alumnado que sirven de apoyo a dichas conductas; la idea de lo que es la disciplina, el orden, la autoridad, las normas, etc.; pero, a un nivel todavía más profundo, nos encontramos con los valores fundamentales del profesorado y del centro, el sentido que tiene la educación básica, el valor de la participación, etc.; son los elementos que sirven de apoyo a las teorías y opiniones y, a su vez, el elemento que sostiene en último término las conductas disruptivas y las respuestas a las mismas. Quedarse en la mera descripción de las conductas visibles y manifiestas supone perder los elementos más ricos e importantes a la hora de explicar dichas conductas; por eso el análisis debe tener en cuenta las teorías, opiniones y valores que se manifiestan a través de dichas conductas. Y, a la vez, igual que sucede en medicina, las conductas disruptivas pueden y deben considerarse síntomas de algo más importante, manifestaciones de unos problemas que exigen un análisis más profundo. Al igual que la fiebre debe considerarse síntoma de una enfermedad subyacente, que exige un tratamiento causal adecuado, igual sucede con las conductas disruptivas: son síntoma de una “patología educativa” más seria y profunda, que exige centrar la atención en el proceso que se manifiesta a través de esto síntomas. No hacerlo así supondrá quedarse en un tratamiento puramente sintomático, ineficaz en la mayoría de los casos por no ir a la raíz de los problemas, a aquellos factores que están causando las conductas disruptivas. Las conductas disruptivas son muy diferentes y variadas entre sí y pueden agruparse en relación con las dos grandes dimensiones que caracterizan cualquier centro educativo: ser un centro de aprendizaje y, a la vez, ser un centro de convivencia; ambas dimensiones son inseparables y se influyen mutuamente, pero, a efectos de análisis, pueden ser consideradas como independientes, útiles para la clasificación de las conductas disruptivas. Las conductas contrarias a la dimensión “centro de aprendizaje” pueden agruparse, a su vez, en tres grandes categorías. En primer lugar, la falta de rendimiento, manifestada en comportamientos de pasividad, no traer el material, no hacer los ejercicios, negarse a hacer exámenes o evaluaciones, …; en segundo lugar, molestar en clase, manifestado de muchas formas, hasta 162 comportamientos diferentes: hablar constantemente, levantarse, cambiarse de sitio, jugar con diversos elementos, cantar, pasear a un compañero a hombros, imitar ruidos de animales, no dejar trabajar a los compañeros, etc.; por último, el absentismo, manifestado en faltas de puntualidad, faltar a clase a una determinada hora, faltar más o menos sistemáticamente a las clases de una asignatura o faltar días e incluso meses sin ninguna causa justificada, abandono escolar. Las conductas contrarias a la dimensión de convivencia pueden agruparse también en tres categorías: la falta de respeto, en primer lugar, manifestada en conductas que consideran al profesor/a como uno igual, en desobedecer continuamente sus indicaciones o contestar de manera impertinente y desproporcionada al profesor/a; en segundo lugar, los conflictos de poder entre el profesor/a y un determinado alumno/a o grupo, en el que se entra en una espiral incontrolable de afirmaciones y respuestas en las que, por lo general, suele terminar perdiendo el profesor/a; por último, estarían las conductas puntuales violentas, que utilizan la violencia en sus múltiples formas verbal, física, social psicológica y, recientemente, cibernética. En cuanto a la frecuencia y distribución de las conductas disruptivas, hay que tener en cuenta que los cursos de 2º y 1º de ESO son los que presentan un mayor número de estos comportamientos; que puede decirse que, de cada cuatro conductas disruptivas, tres corresponden a alumnos y una a alumnas; que estas conductas se acumulan significativamente en alumnos/as repetidores; que una cuarta parte del alumnado disruptivo acumula un setenta por ciento de estas conductas; que son más frecuentes en los meses de octubre, noviembre y marzo, los primeros días de la semana y a determinadas horas de clase en función de los recreos que haya en el centro; que algunas asignaturas acumulan muchos más partes de expulsión que otras, si bien es el estilo y metodología docente de cada profesor/a el que es determinante; que afecta más a profesoras que profesores, ya que no son respetados por igual por los alumnos varones y que, por último, también hay una acumulación de sanciones impuestas por conductas disruptivas en determinados profesores/as en una proporción similar a la de los alumnos/as. ¿Qué ideas, teorías y valores subyacen a las conductas contrarias a la dimensión de aprendizaje? ¿De qué son síntoma estas conductas? Todas tienen en común el rechazo de la enseñanza que se les propone y ponen de manifiesto el desajuste que existe entre los objetivos educativos que persigue el centro y los intereses, los conceptos previos de los alumnos/as. En esta misma línea, el Informe del Observatorio Estatal de la Convivencia señaló que un 34,4% de los alumnos/as manifiesta no entender la mayoría de las clases y un 67,7% dice que las clases no despiertan su interés; los objetivos buscados están, por tanto, muy lejos de la realidad del alumno/a, de su cultura experiencial y de sus intereses concretos. A la vez, pone de manifiesto la gran distancia que puede haber entre los conocimientos que posee el alumno/a y los programas que explican los profesores/as; éstos, fieles a los programas y obligaciones curriculares, dan unos temas que están a gran distancia de los conocimientos básicos de los alumnos/as y éstos, al no poder seguir dichas explicaciones, responden cortando el proceso como sea, bien manteniendo una actitud pasiva, bien molestando en clase o ausentándose del aula o del centro. Estas conductas disruptivas de rechazo al proceso de enseñanza/aprendizaje son síntoma de las insuficiencias que manifiestan los centros en cuanto a la atención a la diversidad de sus alumnos/as. Los centros no han conseguido todavía adaptarse a la nueva situación en la que atienden a todos los chicos y chicas; aquellos alumnos/as que presentan diversos intereses, distintas necesidades de atención, se van quedando fuera, sin que el centro tenga adecuados mecanismos de inclusión, formas de conseguir que estos alumnos/as entren de nuevo en el proceso. En cuanto a las conductas contrarias a la dimensión de convivencia propia del centro educativo, éstas pueden y deben considerarse señales de nuevas necesidades educativas que presentan los alumnos/as. Suele considerarse normal que los alumnos/as no sepan determinadas materias, que deben aprenderlas a lo largo del proceso educativo, ya que para eso acuden a los centros; pero suele darse por hecho que los alumnos/as ya tienen que saber cómo comportarse, que es algo que tienen que haber aprendido en su casa y practicarlo en el centro; pero no es así y los alumnos están manifestando que tienen nuevas necesidades educativas, que deben aprender cuáles son las formas de relación apropiadas, que necesitan internalizar las reglas que hacen posible la convivencia con otras personas y que, asimismo, necesitan desarrollar habilidades sociales e interpersonales que hagan posible una relación estable y positiva. Sería deseable que esto ya lo hubieran aprendido en casa, pero la realidad nos dice que esto no es así. A la vez, es necesario entrar en la parte sumergida del iceberg y analizar las creencias, opiniones y teorías que tienen profesores y alumnos, que se manifiestan tanto en estas conductas como en las respuestas a las mismas. Así, por ejemplo, ¿cuál es el concepto de disciplina que hay en el profesorado? La experiencia nos dice que suele haber tantos conceptos de disciplina como profesores/as hay en el centro, ya que nunca se ha discutido y razonado conjuntamente sobre el mismo; suele predominar un concepto punitivo y sancionador, entendiendo que disciplina es, sobre todo, sancionar las conductas inadecuadas de sus alumnos/as; igualmente suele tenerse un concepto de la disciplina meramente instrumental, algo necesario para poder la clase de manera adecuada; pero se suele olvidar o dejar en un segundo plano que la disciplina es un objetivo educativo, ya que lleva a desarrollar determinadas habilidades y competencias fundamentales para la convivencia de todos. Relacionado con la disciplina, está también el valor de las normas. ¿Sirven éstas únicamente para mantener el orden, respetar las costumbres sociales y obedecer a la autoridad o, por el contrario, son un instrumento para el aprendizaje de la autonomía y para la articulación de nuestra autonomía con la de los demás? Cumpliendo las normas en el aula, aplicando la disciplina positiva se está enseñando el respeto a los otros, que hay deberes y no sólo derechos, que hay que aprender a dialogar y a respetar el trabajo de los demás. En definitiva, que partiendo de las normas y disciplina en el aula, no del disciplinar, se está llevando a cabo una auténtica educación ético-cívica. Otro de los aspectos fundamentales que es necesario revisar hace alusión al modo en que se explican por parte del profesorado estas conductas disruptivas; como ya se señaló anteriormente, es frecuente atribuir las mismas a factores externos al centro y a la propia actividad profesional, responsabilizando exclusivamente a la familia y a la sociedad. Sin embargo, es preciso considerar varios factores vinculados al proceso de enseñanza y al propio profesorado, factores que, a diferencia de los anteriores, dependen del centro y de sus profesores/as, y que pueden ser cambiados por ello. El currículo que se ofrece a los alumnos/as, la organización del centro, el estilo docente predominante y las relaciones interpersonales asociadas al mismo, la formación del propio profesorado y los planes específicos para el desarrollo de la convivencia en positivo son factores importantes, a partir de los cuales será posible plantear alternativas de acción. Analizar, a un nivel más profundo, alguno de los valores presentes en el centro resulta algo fundamental. En primer lugar, el valor que en el centro se le otorga a la educación, si se le considera un procedimiento necesario para poder seleccionar a los mejores alumnos o, por el contrario, se le valora como un instrumento básico para compensar las desigualdades sociales, para avanzar en una organización social más justa y para garantizar la cohesión y la integración social. En estos momentos predomina más el primer enfoque y tiene consecuencias importantes para la enseñanza: el predominio del currículum sobre los alumnos/as, la evaluación meritocrática, el enfoque hacia la excelencia que sólo puede ser alcanzada por unos pocos, etc.; mientras permanezca este enfoque básico, los problemas de convivencia y disciplina en los centros continuarán y serán de difícil solución. Y, al igual que hay que revisar el valor de la educación, otros dos valores son fundamentales de cara a la convivencia en los centros. En primer lugar, el valor de la participación, la manera de garantizar una distribución adecuada del poder y de la responsabilidad de todos, el papel que deben jugar los alumnos/as en el centro. Y, en segundo lugar, el valor que se le otorga a la competencia básica social y ciudadana, a la capacidad para relacionarse adecuadamente y saber plantear acciones colectivas, al papel que estos contenidos deben tener en el currículo, en igualdad de condiciones que otros elementos académicos del mismo. Alternativas a la disrupción A lo largo de los últimos años la preocupación por todo los relacionado con la disrupción, la disciplina y la convivencia ha generado muchas iniciativas por parte del profesorado, pudiéndose hablar ya de una cierta experiencia acumulada de prácticas alternativas e innovadoras en relación con la disrupción. Es posible dar una respuesta adecuada a las conductas disruptivas, siempre dentro de un marco más amplio de trabajo por la convivencia en positivo. La elaboración y puesta en práctica de los planes de convivencia en los centros educativos constituye una oportunidad extraordinaria para planificar la respuesta a ls conductas disruptivas. Su elaboración y discusión pueden ser la ocasión para que el conjunto del profesorado pueda reflexionar conjuntamente sobre estos problemas, llegar a acuerdos básicos e importantes sobre estas situaciones y alcanzar un consenso sobre las actuaciones que se deben llevar a cabo. Para ello, es importante ponerse de acuerdo en algunos principios comunes y, a la vez, en aquellos ámbitos de actuación necesarios para una respuesta eficaz. Las alternativas a la disrupción no consisten sólo y básicamente en el aprendizaje de determinadas técnicas, si bien éstas pueden ser necesarias en determinados momentos. Es necesario, en primer lugar, un cambio de mentalidad, una revisión de nuestras ideas y de nuestras prácticas, una transformación profunda de nuestros valores. De no hacerlo así, nos limitaremos a un mero tratamiento sintomático que, aunque a corto plazo pueda parecer útil, no solucionará las situaciones conflictivas por no ir al fondo de las mismas, por no tratar los factores causales que las están produciendo. Siguiendo libremente a la profesora Elena Martín, son varios los principios que deben tenerse en cuenta: Trabajar por una escuela inclusiva en la que quepan todos los alumnos y alumnas: una escuela que atienda la diversidad de su alumnado, que valore los distintos tipos de capacidades que presentan los alumnos/as, que adapte el proceso de enseñanza al ritmo real de sus alumnos y que, en definitiva, valore que todo alumno o alumno, por mala que haya sido su historia académica, seguro que tiene algo bueno, algo en lo que destaca. Una escuela que garantice el bienestar emocional de sus alumnos: en la que el alumno/a pueda sentirse competente, vea que puede tener éxito, que aleje las profecías autocumplidas de fracaso, que tome conciencia de los progresos de los alumnos/as, que valore la importancia de la evaluación formadora y no clasificadora. Una escuela que dé voz a los alumnos/as: que les otorgue más responsabilidad y mayor participación, que les considere testigos expertos y cualificados, que ponga en marcha cauces adecuados de opinión, que otorgue responsabilidades concretas a sus alumnos/as Conseguir que la escuela se plantee como prioridad explícita la educación en valores: que trabaje por una comunidad con fuerte “densidad moral”, que cree espacios de relación interpersonal, una escuela “capaz de afecto, comunicación y cooperación” Que incluya en su currículo la enseñanza de las relaciones prosociales y la gestión de conflictos: haciendo prevención a través de estas enseñanzas, introduciendo estos temas en el currículo con la categoría que les corresponde Creando y manteniendo equipos consolidados y cohesionados: dando la importancia que tiene el equipo frente al docente individual, compartiendo intenciones educativas y la forma de desarrollar el currículo en clase, capaz de integrar a otros profesionales A su vez, es necesario tener en cuenta otra serie de puntos de carácter más estratégico, de cara a la elaboración y planificación de las actuaciones frente a las conductas disruptivas: Partir del análisis de la situación de la convivencia en el centro, algo normalmente olvidado en los planes de convivencia. Contar con un grupo de profesores/as interesados en este trabajo, que tengan objetivos propios y sean capaces de ir incorporando poco a poco al resto de compañeros/as; esperar que todo el Claustro se comprometa es no ser realista. Buscar tiempo para las reuniones y el trabajo, ya que el voluntarismo se agota y es necesario mantener la continuidad e los proyectos. Buscar la formación necesaria, adaptándola a las necesidades reales del centro. Contar con apoyos externos, especialmente por parte de las familias y de otras Instituciones, como los Ayuntamientos. Atender especialmente y cuidar las relaciones interpersonales, dentro de un clima de cercanía, afectividad, respeto y valoración de la diversidad. Por último, son varios los puntos concretos en los que deben incidir los planes de actuación de cara a las conductas disruptivas; las experiencias de aquellos centros que han trabajado estos temas muestran los siguientes apartados, coincidentes con aquellos factores que dependen del propio centro y del profesorado: Medidas en el currículo, basadas en la atención a la diversidad y con el objetivo de garantizar el éxito escolar a todos y todas: organización de toda la ESO en ámbitos, refuerzos en áreas instrumentales, ajuste a los ritmos de aprendizaje, atención específica a los repetidores, aprendizaje cooperativo, actividades de contenido intercultural, actividades de educación emocional, social y afectiva, desarrollo de proyectos solidarios, aprendizaje-servicio, etc. Medidas para una nueva organización de los centros, basadas en la atención a la diversidad, la flexibilidad y la respuesta a nuevas situaciones: observatorio o comisión de convivencia, aula de convivencia, responsable/coordinador de convivencia, análisis periódico de la convivencia, protocolos de actuación, equipos docentes de nivel, equipos estable a lo largo del 1º ciclo, estatuto de aula, elaboración democrática de normas, … Medidas para la mejora del clima escolar, de atención a las relaciones interpersonales, de afectividad y respeto: jornadas de acogida a alumnos/as, grupos de bienvenida a lo largo del curso, figura del alumno-ayudante, jornadas de acogida al profesorado, de puertas abiertas, tutoría periódica con familias, blogs y páginas web, actividades extraescolares, etc. Medidas para la gestión de la convivencia, a partir de distintos proyectos específicos: programas de prevención del acoso, defensor del alumno/a, tutoría entre iguales, prevención del absentismo, prevención de la violencia de género, programas de educación emocional, proyectos de mediación, etc. Medidas para la formación del profesorado: cursos de gestión del aula, de gestión de conflictos, de habilidades emocionales, etc.; siempre en función de las necesidades y de las actuaciones planificadas y programadas. Dar clase hoy día resulta mucho más difícil que hace unos años; sin embargo, y a pesar de las dificultades recogidas anteriormente, supone un mayor reto profesional, capaz de garantizar una mayor satisfacción personal y profesional. Los problemas existen, pero hay recursos para enfrentarse a ellos. Sabemos cómo hacerlo y, a la vez, queremos hacerlo. Es mucho lo que está en juego. PARA SABER MÁS: Fernández García, Isabel (coord.) (2006): Guía para la convivencia en el aula, Madrid, Praxis Funes Lapponi, Silvina (coord.) (2009): Gestión eficaz de la convivencia en los centros educativos, Madrid, Wolters Kluwer. Uruñuela Nájera, Pedro Mª (2007): “Convivencia y disrupción en las aulas”, Cuadernos de Pedagogía, 364, enero. Uruñuela Nájera, Pedro Mª (2009): “La convivencia en los centros escolares”, Cuadernos de Pedagogía, 388, marzo. Vaello Orts, Juan (2007): Cómo dar clase a los que no quieren, Madrid, Santillana. Publicado en Cuadernos de Pedagogía, nº 396, diciembre de 2009, pp. 43-49.