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Regulación Minera y Extractiva.
Factor Histórico.
Tejada Hernández, Francisco José
[email protected]
IN DIEM Abogados

Resumen.- El presente artículo hace una reflexión de la
situación actual de la normativa extractiva y minera, desde una
perspectiva histórica, revisando el proceso romanizador, el
regalismo y la revolución francesa.
Este documento reflexiona sobre la “asfixia administrativa”
de las explotaciones extractivas y mineras que agrava la
situación de crisis económica y la necesidad de –ahora más
que nunca- de impulsar la rentabilidad de estas actividades,
reorientándola a la proclamación de la promoción pública del
progreso social y económico que expresamente previene el –a
veces preterido- Art. 40.1 de la Constitución Española.
Más información.- IN DIEM Abogados desarrolla
servicios para actividades extractivas y mineras; para mayor
información, puede consultar en nuestra web: www.indiem.com.
La irrupción tecnológica en la economía, lejos de
suponer un fenómeno propio de la moderna
Sociedad de la información, opera como constante
histórica en la evolución del Derecho.
En concreto, hay que remontarse a cómo las
técnicas geo-mineras de la Era preindustrial,
durante el proceso romanizador de la Península,
propiciaron la aplicación de unos “Institutos
normativos” que –desde una visión historicista del
Derecho– hay que entender influyentes en la
actualidad, partiendo de la concesión minera
romana, para llegar al regalismo anterior a la
Revolución Francesa y al llamado “Dominio
público minero”.
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Las fuentes historiográficas que confirman los
vestigios arqueológicos más notables, ofrecen un
conjunto comprensible en el que encaja el peculiar
Derecho minero romano en las provincias. Sin
embargo, al abordar los orígenes de la propiedad
minera, desde una perspectiva puramente jurídica,
se plantean cuestiones técnicas ineludibles que en
ningún caso deben ser afrontadas con la mentalidad
administrativista posterior a las revoluciones
burguesas del Siglo XIX.
Éstas me recordaron las advertencias del Prof.
Murga, de quién fui alumno hace ya demasiados
años, y, hace algunos menos, cuando inicié mi labor
docente en la Universidad Pablo de Olavide como
Prof. Asociado del Área de Derecho Romano,
cuando me enfrentaba a la dificultad añadida que
supone para un abogado en ejercicio la
reconstrucción
histórica
del
Derecho
administrativo anterior a la Revolución francesa.
Así, por ejemplo, la inexistencia en las fuentes
romanas de una definición exacta de dominium
optimo iure plantea un conflicto, antes del Derecho
postclásico, entre un subyacente interés público y la
propiedad romana tradicional, al mencionarse por
Plinio una prohibición de ejercer la minería privada
en los territorios itálicos.
Esta recóndita prohibición marcará, para siempre, la
“provincialización” de la minería de valor
estratégico y su publicatio o afectación a un interés
general que, omnipresente en Roma, la sustrae de
los predios de Italia y la subordina al interés cívico
de la Res publica, en una regulación del suelo
provincial que recuerda al tratamiento jurídico de
los recursos territoriales de las modernas leyes
administrativas.
general que buscan un rendimiento fiscal de la
actividad privada.
Ante ello, no resulta extraño que la historiografía
latina sitúe en la Península Ibérica, ya a fines de la
República, la producción metalífera más importante
para el Erario de Saturno.
Sin embargo, a diferencia de los actuales inmuebles
públicos susceptibles de ingresar de una manera u
otra en la esfera de lo privado, la competencia del
censor no necesita de la inclusión del Estado en el
concepto de persona jurídica para transaccionar con
esta tipología de bienes, ya que, por definición, no
son objetos posibles de propiedad privada, y por
tanto, el concesionario sabe de antemano que la
negociación nunca se producirá en un plano de
igualdad entre ambas partes.
Por la misma razón, la formulación clásica del
principio de libertad minera, afirmado por Ulpiano,
se entiende circunscrita a las canteras de piedra y
mármoles, sometido claramente a normas de
Derecho privado, a diferencia de la minería
extractiva.
Esta
“provincialización
económica”
incide
decisivamente sobre el régimen jurídico de la
minería estratégica, que se aproxima a las modernas
concesiones administrativas, a través de la
redefinición de los derechos inmobiliarios
disfrutados por ciudadanos y peregrinos en suelo
extra itálico.
Estos derechos se sustentan en el amplio concepto
de ager publicus, que culminará configurando, en
contraposición al orgánico dominium ex iure
quiritium de los ciudadanos romanos, la proprietas
o propiedad provincial, que predica la titularidad
fiscal –o la consideración como res in pecunia
populi– de las zonas mineras.
De esta forma, el Poder político en sus funciones
administrativas puede optar por reservarse la
gestión directa de las explotaciones, como ocurre
con la minería aurífera, según Polibio, o por cederla
en arrendamientos censorios a particulares, que no
ostentarán más que la posesión estable, y por tanto
condicionada, de los yacimientos durante el término
pactado con arreglo a las cláusulas de una lex
locationis, previa subasta pública, que garantiza un
concurso en igualdad entre los mancipes o
licitadores.
Definitivamente, la praxis romana asimila la
consideración jurídica de la minería pública a la
moderna categoría de los bienes patrimoniales, o
aquellas partes del demanio destinadas a un interés
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La definición de estos concesionarios de la minería
provincial es poco explícita en las fuentes
republicanas, sin que sea suficiente el laconismo de
Ulpiano, cuando afirma que “todos aquellos que
arriendan algo del Fisco son llamados
correctamente publicanos”, los cuales solían
agruparse en societates, como la societas
sissaponensis que, a fines de la República, debió ser
la beneficiaria de la adjudicación recaudatoria de las
rentables minas de Sisapo, en Ciudad Real, y que
Cicerón menciona en las Filípicas al acusar a
Antonio, en un discurso muy actual, de prevalerse
de su posición política para obtener participación en
sus beneficios. Gayo distingue estas impopulares
sociedades de publicanos de otras que pudieron
constituirse para explotar la propia actividad
minera.
Según Apiano, las convulsiones de fines de la
República
desencadenaron
la
oportunista
privatización de gran parte de la minería provincial
y la caída en desgracia de las sociedades de
publicanos. Aunque posteriormente, un creciente
intervencionismo imperial, procuró la reversión
fiscal de la minería argentífera.
Con el advenimiento de Augusto y su nuevo aparato
provincial, fiel al relato de Polibio, la historiografía
latina muestra la importancia de la gestión fiscal
directa, al menos de la minería aurífera del Norte
peninsular, la más importante del mundo romano
hasta Trajano.
Pero, la completa reversión al interés nacional de
los recursos mineros provinciales no llegará hasta
las reformas de Vespasiano. Al primero de los
flavios se atribuye además la creación de un
funcionariado especial, procuratores metallorum,
que supervisan la minería de gestión directa y los
aprovechamientos no auríferos cedidos a
particulares, sobre la base de un verdadero sistema
impositivo minero. Las competencias de estos
funcionarios no debieron ser muy distintas a las
desarrolladas por los libertos de la Casa imperial
respecto a las explotaciones afectas al patrimonio
personal del Príncipe, tal fue el caso, según
Suetonio, de la administración de las minas béticas
del Aes Marianum tras ser confiscadas por Tiberio.
El otro pilar de las reformas vespasianeas es el
establecimiento de una normativa fiscal, ultimada
por Adriano respecto a la minería de la plata, que,
como se refleja en los Bronces de Vipasca, gravan
las adjudicaciones y la actividad minera confiada a
pequeños industriales y a asociaciones de mineros.
Estos se agrupan en colegios funeraticios, y reparten
beneficios con el Fisco en un sistema que recuerda,
según la mayor parte de la doctrina, al establecido
para los latifundios norteafricanos en tiempos de los
Antoninos.
A propósito de los Antoninos, cabe afirmar que
cuando Adriano fija la última frontera del mundo
romano está vislumbrando la necesidad de
consolidar el desarrollo provincial, sobre cualquier
otra
costosa
e
inasumible
consideración
expansionista. Y era cuestión de tiempo que el
sistema fiscal romano fuera mostrándose incapaz de
dar respuesta a una realidad financiera, que impide
que todos contribuyan a los gastos públicos.
La idiosincrática mentalidad cívica de Roma
propició que, desde los primeros tiempos
republicanos, los ingresos se sustentaran en los
vectigalia o contraprestaciones del ager publicus
vectigalisque, así como en otras imposiciones
similares a los modernos impuestos indirectos
recaudados en las provincias, tales como los
procedentes de la minería y la agricultura.
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Con todo, las irremediables consecuencias del
colapso económico e institucional del Siglo III,
incidieron sobremanera en la esfera privada de los otrora
intocables–
ciudadanos,
con
el
establecimiento -en el dominado de Diocleciano- de
un Sistema Fiscal uniforme basado en los tributos
que, ahora, deben satisfacer todos los habitantes del
mundo romano, al carecer de sentido el Principio
personalista del Derecho romano tras la concesión ,
bajo Caracalla, de la ciudadanía romana universal,
en 212.
Al Poder imperial, en su desesperado dirigismo
económico operado desde los Flavios, sólo le
restaba derogar el carácter orgánico de la tradicional
propiedad romana, a fin de procurarse la
participación en los beneficios de los fundos
privados situados en suelo itálico.
Esta intervención del poder político llegó, en forma
de Constitución imperial y en materia de propiedad
minera, en el año 382 d.C., cuando Teodosio se
reservó el derecho a reclamar la décima parte de los
beneficios mineros de cualquier fundo situado en el
mundo romano. La mencionada constitución, que se
inserta posteriormente en los Códigos Teodosiano y
Justinianeo, conllevó, hasta hoy, la tácita
derogación de la minería privada y la expresa
diferenciación jurídica entre “suelo” y “mina”.
Luego,
sí
salváramos
las
consabidas
consideraciones que sitúan en la Revolución
Francesa conceptos vitales para el Derecho
administrativo, tales como “Estado”, “Interés
general”, o “Dominio público”, podríamos convenir
que éstos –aquilatados durante todo el Siglo XX–
existen ya en la práctica mentalidad romana, que es
opuesta al ejercicio erga omnes de los derechos
contradictorios con la superioridad institucional del
interés cívico.
Hoy día también el moderno Estado tiene un papel
de difícil definición, pero inexcusable. Éste puede
intervenir como árbitro de los conflictos que se
susciten entre los operadores económicos –Laissez
faire et laissez passer, le monde va de lui mêm– y
actuar como sujeto de derecho revestido de
imperium, legitimado por una “constitución
económica” para influir en las relaciones privadas
en beneficio de la innovación y el desarrollo de la
nación, subordinando, a través del dogma
constitucional de su función social, la titularidad de
los derechos a los intereses generales. Sin duda, el
problema se plantea cuando el Poder no sabe cuáles
son estos intereses o simplemente los ignora
manteniéndose ajeno a realidades que tienen sus
propias leyes, en este caso económicas, y no
jurídicas, como el mercado, escenario natural de
intercambio de bienes y servicios.
La histórica necesidad de transaccionar válidamente
con los Bienes patrimoniales lleva al legislador
español a dotar formalmente a las Administraciones
públicas con el instrumento de la personalidad
jurídica en numerosas leyes administrativas
especiales, una “ficción necesaria” en un sistema
basado en el Principio de legalidad de la actuación
administrativa que, en defensa de los intereses
generales –rectores del ejercicio del Poder, según la
dicción del Art. 106 C.E.– los equipara a los sujetos
de Derecho con capacidad de obrar y procesal en la
esfera privada, o los sitúa en posición de
supremacía o preeminencia en el ámbito del
Derecho administrativo.
En cualquier caso, el “furor normativo” o la falta de
adecuación de las potestades y prerrogativas
administrativas al momento histórico ha provocado,
en demasiados casos, el caos de lo contraproducente
o el desastre de la desregulación.
Y en nuestro país, el reto de los Poderes públicos,
respecto a una industria minera –marcada ya por la
actual crisis financiera– pasa por cerrar esa “Caja
de Pandora” de la “asfixia administrativa”, en la que
pueden confluir sobre una misma explotación nada
menos que las tres Administraciones vertebradoras
del Estado, todas con competencias, cuyos vientos
–como en el mito de Prometeo– no tardarán en
llevarse consigo a la minería española, vinculada
históricamente al interés público y muy tocada
desde la década de los setenta del Siglo pasado.
La solución se antoja urgente, aunque difícil, y se
aproximaría a la adopción de las medidas precisas
que hicieran rentables las inversiones, para dar
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cumplimiento, hoy más que nunca, al precepto
constitucional, Art. 40.1 C.E., de la promoción
pública del progreso social y económico orientado
al pleno empleo, relegado en materia de Propiedad
minera a ser pasto de declaración programática o
electoralista , y que indudablemente también forma
parte de lo que debe entenderse, en nuestro
constitucionalismo, por “intereses generales”. Todo
ello podría ser posible, por supuesto, sin obviar los
“intereses medioambientales” del Art. 45 C.E., ya
razonablemente garantizados por la tipificación
penal y la responsabilidad civil objetiva por los
daños producidos por el concesionario.
Autora:
Tejada Hernández, Francisco José
Abogado
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