ANTENOR ORREGO Luis Enrique Tord Es para mí sumamente grato ocupar esta prestigiosa tribuna por gentil invitación de las autoridades de la Universidad Privada Antenor Orrego con motivo de rendir homenaje a su patrono en el ciento diecinueve aniversario de su nacimiento. En efecto. El gran ensayista Antenor Orrego Espinoza nació un 22 de mayo de 1892 en la Hacienda Montán, en la provincia de Chota del departamento de Cajamarca. Allí efectuó sus primeros estudios escolares hasta que su familia se trasladó a Trujillo en 1902, convirtiéndose desde entonces esta ciudad y su entorno en su segunda tierra. Aquí concluyó su educación primaria y secundaria en el célebre Colegio Seminario Conciliar de San Carlos y San Marcelo en el cual, según su propio testimonio, los religiosos de la Congregación de la Misión – lazaristas franceses de San Vicente de Paul- lo estimularon en sus iniciales estudios de filosofía y literatura. Más tarde siguió Letras y Derecho en la Universidad de La Libertad. A partir de 1914 Orrego fue el inspirador de aquella formidable generación que integró el Grupo Norte, denominado también “Bohemia de Trujillo” por el poeta Juan Parra del Riego. No podía ser más prometedor este cenáculo pues estuvo integrado por jóvenes de excepcional talento como Víctor Raúl Haya de la Torre, su primo hermano Macedonio de la Torre, César Vallejo, José Eulogio Garrido, Alcides Spelucín, Juan Espejo Asturrizaga, Daniel Hoyle, Oscar Imaña, Carlos Valderrama, Juan José Lora, Francisco Xandóval, Eloy Espinoza, Ciro Alegría, Federico Esquerre, Alfredo Rebaza, Francisco Dañino, Leoncio Muñoz, Juan Manuel Sotelo, Manuel Vásquez Díaz y Carlos Manuel Cox, entre otros. Algunos de ellos publicarían sus iniciales escritos en los periódicos trujillanos de aquella época: La Razón, La Libertad, La Semana y La Reforma. Antenor Orrego se dio a conocer desde muy temprano como autor de libros, director de periódicos y revistas, y promotor de causas sociales. En 1917 fue elegido presidente del Centro Federado de Estudiantes de la Universidad de La Libertad y, más tarde, dirigió los diarios La Reforma (1915), La Libertad (1917) y la revista La Semana (1918). Poco después, asociado con Alcides Spelucín, fundó y dirigió El Norte (1923-1932), el órgano aprista La Tribuna de Lima y las publicaciones clandestinas de este partido Chan Chan (de Trujilo) y Antorcha (de Lima). Hacia el fin de su vida volvió a dirigir La Tribuna (1957-1958). Paralelamente sus artículos aparecieron en publicaciones internacionales como Repertorio Americano de San José de Costa Rica, La pluma de Montevideo, Claridad de Lima, La Nueva Democracia de Nueva York, Claridad de Buenos Aires, Humanismo de México, Cuadernos Americanos de México, Cuadernos de París y las revistas Variedades, Mundial y Amauta de Lima, entre otras. En vida suya aparecieron tres de sus libros: Notas marginales (Ideología poemática). Aforísticas (Trujillo 1922), El monólogo eterno (aforística) (Trujillo 1929) y PuebloContinente: ensayos para una interpretación de la América Latina (Santiago de Chile 1939 y Lima 1957). Luego de adherirse, en 1924, a la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA), que fundó Haya de la Torre en México, se afilió en 1931 al Partido Aprista Peruano, a consecuencia de lo cual nuestro ensayista sufrió numerosas persecuciones y prisión política en Lima en la Penitenciaría, la fortaleza del Real Felipe, el Sexo y El Frontón en los años 1932, 1934, 1935, 1938-1945 y 1952-1956. En 1945 fue elegido Senador de la República representando al Departamento de La Libertad. Al año siguiente fue nombrado catedrático de cultura indoamericana, se le otorgó el doctorado honoris causa por la Universidad Nacional de La Libertad y fue elegido Rector de esta casa de estudios, cargo que ejerció entre 1946 y 1948. El Rector Orrego dictó la cátedra de filosofía de la historia, fundó las facultades de Educación, Comercio y Medicina, estableció el Instituto de Antropología e impulsó la publicación de la Revista Universitaria cuya dirección encomendó al poeta Horacio Alva Herrera. Poco después el maestro ocupó la Secretaría General del Partido Aprista Peruano (19481952), y falleció repentinamente en Lima el 17 de julio de 1960. Antenor Orrego perteneció así a una generación que en gran parte había nacido en la última década del siglo XIX. Década en la cual el Perú estaba empeñado en el esfuerzo de recobrarse luego del desastre de la guerra del Pacífico en la que la patria había perdido a muchos de sus hijos y soportado la imposición de cupos y tropelías del ejército invasor. Época en que se produjeron los enfrentamientos de las montoneras de Nicolás de Piérola contra los caceristas, del segundo gobierno de este caudillo y del inicio de la larga predominancia del Partido Civilista. Me permito transcribir en esta oportunidad lo que escribí en mi libro Macedonio de la Torre (Lima 2004), acerca de esos años: “Pero ese final del siglo anunció también el inicio de una larga estabilización política en que se sucederían varios gobiernos civiles que sembraron la esperanza de una auténtica convivencia democrática. Pero esta última década del XIX suscitó también en el mundo una renovada fe en el progreso basado en el desarrollo tecnológico y económico que desencadenaba en todas las latitudes el afán de modernidad. Una de las significativas evidencias de este estado de cosas se daba en la agudización del anticlericalismo y liberalismo que profesaban (en Trujillo) los estamentos de comerciantes, frente al catolicismo perseverante que practicaban las familias aristocráticas. Expresión de ello era que los días domingo, mientras éstas acudían a la misa, la Logia Masónica “Cosmopolita Nº 13” izaba la bandera celeste en su local, y la Sociedad de Artesanos, presidida por el anarquista Reinaga, hacía flamear su bandera roja. Macedonio y su generación nacieron pues en la transición entre dos épocas: la del romanticismo, la de los buques a vela y vapor, la del ferrocarril y del caballo, la de las declinantes monarquías tradicionales y la belle époque, que concluirían con el estallido de la primera Gran Guerra, representando todo ello el pasado, frente al surgimiento de la modernidad impulsada por la electricidad, el automóvil, el avión, las comunicaciones alámbricas a distancia, las nuevas ideologías políticas y los manifiestos iconoclastas de la corrientes artísticas, que particularmente en la literatura y las artes plásticas pretendían abrirles cauces revolucionarios al espíritu creador. Estas transformaciones marcarían profundamente a aquellos coetáneos suyos que nacían por los mismos años y que tendrían en el futuro una gravitación decisiva y protagónica en el destino de la cultura y la política como fueron -para señalar a sólo dos de las más notables- César Vallejo, nacido en Santiago de Chuco el 16 de marzo de 1892, y el primo hermano de Macedonio de la Torre, Víctor Raúl Haya de la Torre, nacido tres años después de aquél, en la propia ciudad de Trujillo, el 22 de febrero de 1895. (Advirtamos el hecho que Antenor Orrego, nacido en mayo de 1892, era dos meses menor que Vallejo y tres años mayor que Víctor Raúl). La irrupción de la generación que ya presagiaba el recio magisterio de Manuel González Prada, trazaría una clara línea divisoria entre las herencias del siglo anterior y las promesas, novedades, retos y combates del siglo XX.” No cabe duda de que su libro clásico es el mencionado Pueblo-Continente donde Orrego vuelca lo esencial de su pensamiento político sobre el Perú y América, pero es también en sus ensayos y artículos periodísticos donde se halla, aunque de manera menos orgánica, las numerosas facetas de su calidad de pensador polifacético y original. Sin embargo, a pesar del breve espacio de un discurso como el presente, no podemos dejar de mencionar los emocionantes escritos que el maestro Orrego dedicó a César Vallejo con quien le unió una amistad entrañable. Por ellos nos enteramos de primera mano cómo fue la gestación de los primeros libros del poeta de Santiago de Chuco y constatamos la sutil capacidad avizora de Orrego que supo ver desde el inicio la enorme valía de este espléndido forjador de una nueva manera de poetizar en castellano. En efecto, el mismo Orrego nos cuenta cómo, a “mediados de 1919 se publicó en Lima el primer libro del poeta (Los heraldos negros)… Casi todas estas composiciones eran ya conocidas por mí. Algunas habían sido refundidas y transformadas sustancialmente, otras cambiadas o alteradas en parte. No obstante la impronta ostensible todavía de Darío y Herrera y Reissig en algunas de ellas daba, sin embargo, una impresión de fuerte originalidad. Sin duda el poeta estaba sobre la huella de su fuente más rica y significativa.” Y añadía Orrego líneas después: “En la zona más alerta y sensible de la inteligencia y de la cultura peruana, en las juventudes universitarias y en las promociones intelectuales y artísticas más recientes todavía, anónimas o ignoradas del público de Lima y provincias, el libro produjo una inmensa e inmediata resonancia. Desde ese momento, Vallejo comenzó a influir en las nuevas generaciones poéticas del país… Empero, en lo que podría llamarse la zona oficial, en las esferas de intelectuales y artistas ya conocidos y consagrados por su prestigio, en la zona de la gran prensa y las revistas circulantes, el libro no tuvo ninguna repercusión, ni siquiera se le mencionó en la reseña bibliográfica de la producción reciente… Sólo Manuel González Prada le había felicitado antes de la salida del libro por la composición “Los dados eternos” con entusiastas y admirativos elogios”. Agrega Orrego que después “de publicados Los heraldos negros sólo un artículo mío inserto en La Reforma de Trujillo, y titulado “La gestación de un gran poeta”, y otro de Luis Alberto Sánchez en la revista Mundial, muy cálido y acogedor, rompieron el denso y tácito silencio…Este artículo se reprodujo en El Comercio de Lima en esos días y nunca he llegado a explicarme las razones o motivaciones precisas de tal estuporante milagro.” Llegado el año 1922, nos cuenta Orrego que recibió “el texto íntegro de Trilce en pruebas impresas ya en los talleres de la Penitenciaría, junto con una carta muy cordial de Vallejo”. No cabe duda que esta carta es uno de los documentos más preciosos que recibió nunca el maestro pues en ella le escribe el poeta: “Ninguna palabra más esclarecedora y aguda que la tuya puede ser la presentación del libro ante el público”. Y añade: “sin tu magisterio fraternal, sin tu aliento de cada día, sin tu admirable y generosa comprensión, el libro, tal vez, nunca habría nacido. Tú sabes muy bien, que muchos de estos versos han surgido en esas conversaciones inolvidables que tuvimos tantas veces. Del diálogo crepitante, de la fricción encendida de tus palabras con mi corazón, surgieron muchas chispas que, luego tomaron carne poética definitiva en mi sensibilidad y que, sin embargo, son completamente mías. ¿Quién, pues, mejor que tú, podría hacer la “obertura” prologal?”. A continuación de esta carta nos comenta Orrego lo siguiente: “Al leer el texto comprendí, con diáfana certeza, que una nueva etapa literaria se iniciaba en el Perú, en América entera y que la obra de Vallejo no era sino el vislumbre de una nueva conciencia continental, que estaba aflorando en todos nuestros países. América ingresaba a su mayoría de edad, a al conciencia alumbrada de sí misma y su producción literaria, poética y artística, en lo sucesivo, asumiría categoría universal…” La aguda primera mirada de Orrego es profundizada en sus consideraciones posteriores como cuando dice: “Vallejo es el menos localista, descriptivo, folklórico y añorante del pasado que se haya producido en el Perú. No hay media docena de palabras quechuas a lo largo de su obra y ni una sola expresión reminiscente del pasado incaico o español. En cambio toda su poesía está impregnada, traspasada, amasada con la fuerza telúrica de su ambiente, con el yugo estremecido de la tierra en que brota y, sobre todo, con la sustancia dramática y trágica de su intimidad, de su cuita personal. Es una poesía que no se parece a ninguna: viviente, espontánea, inmediata, recién nacida, con la matinal frescura de la yema tierna, que cala, sin embargo, muy hondo en los abismos del alma. No canta un pretérito de ensueño y de fuga, sino un presente tremulante, un hoy angustiado de tristeza, un aquí transido de tragedia irremediable: “Para expresar mi vida no poseo sino mi muerte”, dice con trágica resignación. A través de todos sus poros se filtra la sustancia lancinante de su América que está viviendo, de esa América que pugna por alcanzar la modulación auténtica de su voz, el registro genuino de su grito. La articulación patética de su angustia. El poeta, junto con su generación, recoge este mensaje secreto de su progenie, lo adivina casi. Se adelanta al reencuentro de un Nuevo Continente consigo mismo, evadido hacia el sepulcro incaico, maya o azteca, hacia la tumba colonial o hacia el remedo simiesco de Europa. En lo más recóndito de su ideal artístico palpita el deseo –la pasión mejor- de poner punto final a la enajenación espiritual de América. “Me siento como un niño que llevara torpemente la cuchara a las narices. Siento la suprema responsabilidad del hombre y del artista: la de ser libre. Si no lo soy ahora, no le seré nuca”, me escribía a poco de publicarse la primera edición de Trilce, cuando la traílla de críticos, en corrillos y cafés, se lanzaba rampante contra su obra. Si, libre, ¡libre del hipogeo incásico, libre del féretro colonial español, libre de la imitación servil de Europa!... Ningún artista americano alcanzó, hasta ese momento, su objetivo estético con tan rebosante plenitud. Desde entonces América comenzó a tener voz universal y pudo aspirar a incorporarse al coro ecuménico de la cultura humana con efigie propia.” Y profundizando aún más en este tema, tan en el centro del pensamiento de Orrego sobre el nacimiento de un nuevo mundo americano, dice: “La poesía de Vallejo no pertenece a la zona del mestizaje en América, a esa zona de aguda tensión histórica en que se debate la discordia de dos mundos antagónicos. No pertenece a esa zona de los snobismos, zona hechizada con la última moda literaria o filosófica del Viejo Mundo. Vallejo pertenece anímica y espiritualmente a la zona en que comienza el alumbramiento de la nueva conciencia americana, la iluminación de una realidad espiritual que ya no es la América ni tampoco la realidad cultural que trajo la Europa invasora. Ambas comenzaron a morir y desintegrarse en estas tierras a consecuencia del formidable choque entre dos orbes fundamentalmente distintos. Vallejo pertenece a la zona de la fusión, de la unidad o, si se quiere, de la síntesis vital, la zona que ya no es una mezcla, ni una superposición de estratos sino una realidad, una estructura espiritual diferente. Esta es la única zona viviente y vigente de la nueva América sobre cuyo telón de fondo se está bordando todo el porvenir original del Continente. A esta zona pertenece, también, Bolívar, Martí. Sarmiento, Washington, Lincoln, Walt Withman, Emerson, todas aquellas personalidades prototípicas que forjan valores originales y creadores en el Nuevo Mundo y que marchan al reencuentro consigo mismo de una tierra enajenada, evadida de su realidad inmediata por el embrujo exótico y foráneo de otras culturas.” Y concluye Orrego aseverando: “Cesar Vallejo, con un golpe genial de intuición poética y con un corazón artístico sin par, emprende la tarea más escabrosa y difícil que se haya producido en la vida literaria de América. Intenta crear nada menos, dentro del castellano y sin modelo extranjero, un nuevo lenguaje poético, una nueva retórica, una nueva técnica literaria…” Inclusive se asombra Orrego, con toda razón, de uno de los logros poéticos mayúsculos del vate cuando éste escribió sobre la tragedia de la Guerra Civil española. Sobre ello afirma el maestro: “Jamás pensó, ciertamente, España, que un hombre sudamericano, criatura amasada en el trágico choque de dos orbes antagónicos, hombresíntesis de dos progenies discordantes y distintas, fuera el cantor más poderoso y original de su épica y mortal angustia con un lenguaje que rebasaba su gramática oficial, prendiéndose con garfios palpitantes en el habla ingenua y simple del pueblo español, y, también, con una insigne maestría técnica de versificación dentro de la ceñida, tradicional y clásica forma del verso castellano.” Pero, a pesar de lo valioso de sus artículos periodísticos y de sus ensayos, tal como lo hemos ya señalado, la obra clásica de Antenor Orrego es Pueblo-Continente, ensayos para una interpretación de la América Latina, que ha conocido hasta la fecha tres ediciones: la de Santiago Chile, en 1939, realizada a base de un manuscrito que pudo hacer llegar a los editores desde la clandestinidad; la de Lima de 1957, que es la versión definitiva, y la de Lima de 1995 que está incluida en el primer tomo de las Obras completas de Antenor Orrego editadas por Cambio y Desarrollo - Instituto de Investigaciones (CYDES). Este libro reúne textos corregidos por su autor, que aparecieron entre diciembre de 1926 y enero de 1929 en la revista Amauta, fundada y dirigida por José Carlos Mariátegui, así como otros ensayos suyos escritos entre 1931 y 1937, en circunstancias sumamente difíciles como fueron las continuas persecuciones políticas sufridas por los apristas en esos años. En ellos se muestra evidente la gravitación del pensamiento filosófico idealista del francés Henri Bergson –tan influyente en varios académicos peruanos del primer tercio del siglo XX- en el cual es la intuición y no sólo la experimentación, la manera del conocimiento humano. Pero este conocimiento intuitivo, propio de todas las mentes pensantes, completa los hallazgos de la razón de forma tal que el intuicionismo representa una fusión de objetividad científica y de arte. En este libro Orrego critica desde el principio la pugna existente en su época entre las tesis pro indigenista e hispanista que propugnaban de manera exclusivista los valores de una u otra vertiente étnico-cultural. Cree el maestro, y esta es una de sus tesis centrales, de que la nueva cultura en vía de creación en América es consecuencia de una síntesis derivada de las culturas nativas y europea que ya no serán similares a sus orígenes sino que harán nacer una tercera vía o manera o forma de ser. Comenta asimismo que en el Nuevo Mundo las fronteras son una simple convención jurídica que no se ajusta a las necesidades políticas ni a las realidades espirituales y económicas de los Estados. Para Orrego nuestras naciones constituyen un solo pueblo por lo cual el nacionalismo parroquial es ilógico. Para él el verdadero nacionalismo americano debería expresase en un patriotismo continental. Y en ello coincide con las tesis principales de Haya de la Torre en sus continuos esfuerzos por impulsar la unión de Indoamérica inspirada en el original pensamiento histórico de Simón Bolívar, el jesuita peruano Juan Pablo Vizcardo y Guzmán en su Carta a los españoles americanos y tantos otros próceres. No menos interesantes que sus iniciales planteamientos americanistas son sus incisivas calas en los conceptos que maneja continuamente en sus ensayos por exigencia de los temas que trata. Es el caso de sus disquisiciones acerca de la cultura, el saber, el conocimiento, la civilización, la realidad, el mito, la filosofía de la historia. Por otro lado, en este libro no deja de tomar posición el maestro como cuando critica a los partidos socialistas que se supeditaron a las directivas de los líderes comunistas de la Unión Soviética, optando por una posición según la cual las transformaciones de Latinoamérica eran sólo parte de un proceso revolucionario que debería ser conducido desde Moscú. Es así que desde muy temprano, como el propio partido aprista y el pensamiento de Haya de la Torre, deslinda Orrego con otras corrientes progresistas del continente en el convencimiento de que este continente debe tomar su propio rumbo. No duda Orrego en manifestar su fe en el camino y objetivos particulares del Nuevo Mundo y tanto es así que asevera que “El destino de América resolver en una superior unidad humana, la cuita angustiosa, la encrucijada trágica en la que ha desembocado el mundo contemporáneo, y ser ella misma una continuidad del mundo.” Critica por otro lado el fracaso de muchos de los ideales republicanos subrayando que la República consolidó el feudalismo despótico y oligárquico, y traiciono los ideales proclamados por la Revolución Francesa de libertad, igualdad y fraternidad al agravarse, luego del Virreinato, un opresivo régimen económico, político y social. Es asimismo muy interesante su advertencia del incorrecto uso del lenguaje para designar falsamente las cosas. Sobre ello afirma: “Los hombres y los pueblos que viven mintiéndose a sí mismos acaban por creer sus propias falacias… No hay peor desventura para los pueblos que las palabras no respondan a sus contenidos, es decir, que no lleguen a traducir las realidades y conceptos que pretenden designar. Esta desdicha, desde el punto de vista cultural y moral, cobra una potencia corruptora y corrosiva inaugural cuando el vocablo acaba por significar todo lo contrario de su correcta valoración semántica. Esto ha ocurrido con la palabras justicia, democracia, gobierno, ley, y con tantas otra más.” Tal como señalamos líneas arriba, Orrego vio en Simón Bolívar al primero en impulsar la unidad continental cuando el 7 de diciembre de 1824, desde Lima, y con firma de su ministro de Relaciones Exteriores, el huamachuquino José Faustino Sánchez Carrión, envió la invitación a las nuevas repúblicas de habla española del continente para reunir el llamado Congreso Anfictiónico de Panamá, congreso que tenía como finalidad, tal como dice la invitación: “nos sirva de consejo en los grandes conflictos, de punto de contacto en los peligros comunes, de fiel intérprete en los tratados públicos cuando ocurran dificultades y de conciliador, en fin, de nuestras diferencias”. Los planeamientos desarrollados a lo largo de este libro los reúne Orrego al final en un conjunto de conclusiones muchas de las cuales tienen validez en la actualidad, ochenta años después de su primera edición. Por cierto, este valioso título del maestro suscitó comentarios de ilustres intelectuales del Perú, de América y de España, entre los que se contaron Luis Alberto Sánchez, el muy importante del escritor uruguayo Alberto Zum Felde, aparecido en su Índice crítico de la literatura hispanoamericaan. Los ensayistas (México 1954), de Luis Monguió, Andrés Touwnsend Ezcurra y Ciro Alegría, entre otros. Hay que subrayar entonces, a modo de conclusión, que este libro medular suyo, y sus ensayos, forman parte de los más notables aportes intelectuales del siglo XX, aportes dirigidos al esclarecimiento de nuestra identidad nacional y continental. Señor Rector Don Víctor Raúl Lozano Ibáñez, reciba usted en su persona mi más cordial saludo extendido a todo el claustro universitario de esta prestigiosa casa de estudios que lleva el nombre de uno de nuestros mayores próceres contemporáneos cuyo natalicio se está celebrando con tanta dignidad y admiración el día de hoy. Muchas gracias. Discurso pronunciado por el Doctor Luis Enrique Tord en la Universidad Privada Antenor Orrego, el día 20 de mayo de 2011, con motivo del 119 aniversario del natalicio de Antenor Orrego Espinoza.