LA PROFÉTICA NOVELA DE ALDOUS HUXLEY, Un mundo feliz (1931), dibuja una Inglaterra en la que la infelicidad ha sido eliminada. Es el mantra que se repite a los jóvenes ciento cincuenta veces cada noche durante los primeros doce años de su vida. La felicidad perfecta se asegura mediante una combinación de ingeniería genética, condiciones de crecimiento controladas artificialmente y un intenso control de la mente desde una temprana edad. Sin embargo, para acabar con cualquier tenue residuo de insatisfacción que haya podido sobrevivir hasta la edad adulta está el soma. El soma es una droga sintética que la población es animada, casi obligada, a consumir diariamente y que acaba con todos los sentimientos de infelicidad: . Además de ayudar a la gente a sobrevivir a la semana de trabajo, el soma puede ser utilizado para el control social. Dispersar por el aire un aerosol de soma es todo lo que hace falta para acabar con una revuelta que amenace con convertirse en revolución. Aunque la sátira de Huxley nos resulte hoy sorprendentemente perceptiva y fresca, la mayoría de los aspectos técnicos de su visión, como, por ejemplo, gestar bebés en frascos, son tan inverosímiles y rebuscados hoy como cuando lo escribió. Pero, ¿y el soma? ¿Podría realmente existir una droga cuya acción específica fuera producir un estado de felicidad? Esto implica que la felicidad reside en un lugar específico del cerebro que es posible manipular. ¿Existe alguna evidencia de que ese lugar exista? Los equivalentes más obvios del soma en la vida real son antidepresivos como Prozac. Nombre comercial del compuesto fluoxetina, Prozac fue el primero de una nueva generación de antidepresivos conocidos como inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina (ISRS). Antes del descubrimiento de los ISRS, los antidepresivos eran bastante eficaces para tratar la depresión clínica, pero producían un amplio abanico de efectos secundarios, entre los que se incluía a menudo la sedación, el aumento de peso, la visión borrosa y la sequedad de la boca. Los ISRS eran igualmente eficaces para el tratamiento de la depresión, pero tenían menos efectos secundarios. De hecho, al menos un subgrupo de pacientes declararon sentirse con la nueva droga. En voluntarios sanos sin historial clínico de depresión, la administración de ISRS hacía aumentar las medidas de extraversión y emoción positiva. El efecto no era muy marcado, pero era detectable. Los ISRS demostraron ser eficaces para el tratamiento de un gran número de trastornos, como por ejemplo la fobia social, un estado de extrema timidez que apenas existía antes de que se encontrara el fármaco para curarlo. La recepción de los ISRS ha sido asombrosa. Prozac fue lanzado por primera vez en Estados Unidos en 1988. Durante los diez años siguientes, el uso de antidepresivos aumentó de un 100 a un 200 por 100 en muchos países desarrollados, entre ellos Reino Unido y Estados Unidos, y gran parte de este aumento fue debido al consumo de ISRS. Las tasas de uso siguen creciendo a razón del 6 al 10 por 100 anual, y en un momento cualquiera más del 3 por 100 de la población de Reino Unido y Estados Unidos toma ISRS. Para quienes sufren depresión clínica, los ISRS son una salvación, pero probablemente haya muchas personas que los consumen simplemente porque buscan un refugio químico frente a las penalidades normales del ser humano. Así parece indicarlo el hecho de que las tasas de abuso en Alemania y Francia son menos de la mitad que en Reino Unido, aunque estos países son económicamente comparables. Prozac no es soma. Sus efectos en voluntarios sanos son sutiles y además se necesita consumirlo durante varias semanas para comenzar a notarlos. Esto es debido, según se cree, a que la acción de la droga sobre los sistemas pertinentes es bastante indirecta. Los ISRS inutilizan un mecanismo cuya función consiste en eliminar un importante mensajero químico del cerebro llamado serotonina; de este modo aumentan los niveles de serotonina en los terminales de ciertas células cerebrales, las células se reactivan y se produce un aumento de la actividad de la serotonina en el otro extremo de la célula. Sólo entonces se produce la acción antidepresiva. El soma, por el contrario, producía sentimientos positivos y acababa con los negativos en cuestión de minutos. Increíblemente, sin embargo, hace poco se ha descubierto un candidato a soma. Este compuesto, la d-fenfluramina, estimula directamente la actividad de las células cerebrales que utilizan serotonina. En un estudio clave se pidió a los participantes que rellenaran un cuestionario sobre actitudes y pensamientos negativos. El cuestionario consistía en sentencias como las cosas no me van tan bien como a otros, significa que soy un ser humano inferior, que había que marcar como verdaderas o falsas. Astutamente, los investigadores diseñaron el experimento de tal manera que los participantes completaran al principio solamente la mitad del cuestionario. En circunstancias normales, los resultados de las dos mitades eran muy parecidos. Entonces los voluntarios tomaron una pastilla o bien de d-fenfluramina o bien de una sustancia placebo. Una hora más tarde se les pidió que rellenaran la otra mitad del cuestionario. El grupo que había tomado d-fenfluramina presentó una reducción de las opiniones y pensamientos negativos, mientras que el grupo de control no presentó cambio alguno: . Los efectos cognitivos de la d-fenfluramina son todavía un descubrimiento nuevo y queda mucho por averiguar acerca de las sensaciones que produce, de cuánto duran y de lo extendidos que puedan ser sus efectos. La d-fenfluramina se había propuesto para el tratamiento de la obesidad, pero la preocupación por efectos secundarios cardíacos llevó a abandonar la idea, y estos mismos problemas probablemente impidan su desarrollo como antidepresivo. La serotonina, la sustancia química del cerebro que constituye la diana para la actuación de la dfenfluramina y de los ISRS, ha entrado en la opinión pública como , hasta el punto de que hay libros de psicología con subtítulos como . Pero, ¿es la serotonina realmente la sede de la felicidad en el cerebro? Y, de ser así, ¿qué es lo que hace, por qué la tenemos y qué sabemos sobre sus interacciones con el resto del cerebro? De hecho, la situación es bastante compleja, y son muchos los sistemas cerebrales implicados en el deseo, el placer y la satisfacción. Sin embargo, estamos comenzando a comprender estos sistemas y su organización arroja una luz interesante y enigmática sobre el funcionamiento de la felicidad. El escáner de tomografía por emisión de positrones (TEP) nos abre una ventana hacia el cerebro. Esta máquina consiste en un anillo de sensores que se colocan alrededor de la cabeza para detectar radiactividad y que, por triangulación, localizan su fuente con gran exactitud. Unos minutos antes, al sujeto se le inyecta una variedad de glucosa que produce una señal radiactiva. El escáner permite localizar esta glucosa en el cerebro gracias a la radiactividad que emite. La glucosa fluye hacia aquellas células cerebrales que sean metabólicamente activas, de manera que el mapa del cerebro producido por el escáner es de hecho un mapa de las partes del cerebro que están más activas en ese preciso momento. Cuando un adicto a la cocaína acostado en una máquina de TEP piensa en fumar crack, hay dos áreas en el interior de su cerebro que se muestran particularmente activas. Son las que se conocen como amígdala y núcleo accumbens. El papel de la amígdala en las reacciones emocionales se conoce desde hace tiempo. Es hiperactiva en la depresión y la ansiedad, y cuando es extirpada o resulta dañada en animales o personas, se produce un extraño síndrome que afecta al procesamiento de las emociones. Los monos y ratas de laboratorio que carecen de amígdala pierden la capacidad para distinguir valores emocionales y dejan de temer cosas que deberían temer, intentan comer cosas que no son comida o pretenden copular con objetos. Por el contrario, la estimulación de la amígdala los hace excesivamente temerosos. En los humanos con daños en la amígdala a causa de enfermedad o cirugía cerebral, se pierde la capacidad para reconocer la expresión de emociones de temor, por ejemplo en las caras o en el tono de la voz. Sin embargo, la amígdala no está implicada únicamente en las emociones negativas. Cuando un mono nota el sabor dulce del zumo de fruta en la lengua o sabe que alguien se acerca con la jarra del zumo, en la amígdala se produce un aumento súbito de actividad. De modo que la mejor interpretación de lo que hace la amígdala es que actúa como un donde se marca la información de la percepción, según llega, con la respuesta emocional apropiada. La amígdala está cerca del núcleo accumbens, con el que está íntimamente conectada. El núcleo accumbens es el extremo receptor de una importante vía de neuronas (es decir, células cerebrales) que discurren hacia la región frontal por el interior del mesencéfalo y que se comunican entre sí mediante la sustancia química dopamina. Cuando en el núcleo accumbens de una rata se difunde una sustancia estimulante como la morfina, la rata muestra deseos de comer. Si, por el contrario, se utiliza una droga que suprima las neuronas de la vía de la dopamina que conduce hasta el núcleo accumbens, las ratas ya no se molestan en recoger una gratificación, por ejemplo una comida que les guste, colocada en el otro extremo de su jaula. La interpretación natural de lo que hace este sistema de dopamina es que controla el placer. Es decir, las células del núcleo accumbens y del sistema de la dopamina se encuentra activas cuando recibimos o anticipamos placer en alguna actividad. Existen varias pruebas que apoyan esta conclusión. En los monos, las células del núcleo accumbens comienzan a dispararse en cuanto saborean una comida que les gusta, pero también tan pronto como el mono se da cuenta de que tendrá esa comida. Además, casi todas las principales drogas adictivas, como la cocaína, la anfetamina, la heroína, el opio y el tabaco, tienen efectos sobre las células que usan dopamina. La cocaína, por ejemplo, desactiva un enzima que destruye la dopamina, y causa de este modo una acumulación de dopamina entre neuronas. Las anfetaminas provocan la liberación de cantidades superiores de dopamina. La heroína, la morfina y el tabaco tienen efectos ligeramente más indirectos, pues operan sobre otros sistemas químicos que a su vez afectan a las neuronas dopaminérgicas, pero sus efectos son todavía potentes. También se produce un aumento de la actividad del núcleo accumbens de los hombres cuando miran fotografías de mujeres atractivas. Pero quizá el fenómeno más sorprendente de todos sea el conocido como. Cuando en ciertas regiones del cerebro se implantan unos electrodos diminutos, los animales se vuelven adictos a la actividad eléctrica que éstos producen. La descarga de una pequeña corriente eléctrica en un área del cerebro estimula, o exagera, los efectos de esa región cerebral cuando está muy activa en el funcionamiento normal del cerebro. Existe un área en particular, el hipotálamo lateral, que al ser estimulada de este modo hace que las ratas o los monos hagan lo que sea para conseguir otra descarga. Si la corriente se enciende de manera intermitente, se aumentan otras conductas , como comer o practicar sexo. Si las descargas se hacen depender de que el animal presione una palanca, éste pasará la mayor parte de su tiempo y energía presionándola. De hecho, pueden llegar a presionar la palanca hasta tres mil veces para conseguir una descarga. Decididos a conseguir como sea su recompensa, harán caso omiso de los miembros sexualmente receptivos del sexo opuesto, de la comida e incluso del agua. Por razones obvias, es difícil reproducir este experimento en humanos, pero se ha hecho. En los años sesenta y setenta, la cirugía cerebral se consideraba una opción para tratar casos graves de epilepsia y otros trastornos psiquiátricos. Antes de destruir o desconectar regiones particulares del tejido cerebral, los cirujanos solían implantar unos diminutos electrodos en distintas regiones del cerebro, que estimulaban mediante pequeñas descargas eléctricas. Una serie de áreas subcorticales, generalmente los equivalentes humanos de las vías mesencefálicas implicadas en la gratificación en las ratas, producían sensaciones de bienestar cuando eran estimuladas. Estas sensaciones iban desde el alivio de la ansiedad a la curiosidad, una benévola calma general y hasta una euforia descrita como algo cercano al orgasmo. Si a los pacientes se les permitía autoadministrarse la estimulación, lo hacían, igual que las ratas. Por tanto, la estimulación eléctrica del cerebro es una vía posible para el tratamiento de la depresión, y se está investigando sobre versiones menos invasivas. En la estimulación magnética transcraneal, por ejemplo, se coloca una especie de bovina por fuera de la cabeza que se utiliza para inducir cambios eléctricos en el tejido cerebral mediante la creación de un campo magnético. No implica, por tanto, ni cirugía ni descargas eléctricas directas al cráneo. Esta técnica todavía se encuentra en una fase muy temprana de su desarrollo, pero podría ser de utilidad en el tratamiento de la depresión. El hipotálamo lateral, que es el lugar principal de gratificación por estimulación del cerebro en la rata, está directamente conectado con el núcleo accumbens y el sistema de la dopamina. De hecho, las ratas se esfuerzan tanto en presionar la palanca para administrarse a sí mismas inyecciones de dopamina directamente hasta el núcleo accumbens como lo hacen para administrarse estimulación eléctrica. Por consiguiente, parece que todo este circuito está dedicado a controlar la conducta placentera. Es como si la inyección de dopamina o la estimulación eléctrica reprodujeran el efecto de algo realmente fantástico. Sin embargo, experimentos recientes muestran que lo que ocurre es todavía más interesante. Con algo de cuidado, es posible juzgar de manera fiable el grado de respuesta positiva de una rata frente a la comida mediante la observación minuciosa de su conducta mientras se alimenta. Cuando algo le gusta, se lame las patas. Cuando algo no le gusta, sacude la cabeza y restriega la cara. Cuando se estimula el hipotálamo lateral, las ratas comen más, pero su reacción facial nos dice que ya no disfrutan comiendo. De hecho, a juzgar por sus reacciones faciales, los animales en realidad sienten aversión por la comida que tan motivados se sienten a consumir. En cambio, cuando se administran drogas que bloquean la dopamina para apagar el sistema, las ratas pasan hambre y se privan de comer aunque estén rodeadas de montañas de deliciosa comida. No obstante, si se les pone en la lengua una solución dulce, sus reacciones faciales muestran la reacción de placer normal para ese sabor. Dicho de otro modo, los mecanismos que controlan el deseo por una cosa no son idénticos a los que controlan el gusto por esas cosas una vez se tienen. Al fin y al cabo, las dos cosas son lógicamente distintas. Uno puede ansiar algo con todas sus fuerzas pero disfrutarlo poco cuando lo consigue. La psicología humana nos proporciona ejemplos de la separación entre el querer y el gustar. Como ya hemos visto, las personas no son demasiado buenas cuando se trata de predecir el impacto que tendrá el logro de sus deseos sobre sus sentimientos de felicidad, e imaginan de forma poco realista que cuando consigan lo que desean se producirá un gran cambio positivo. Este fenómeno quizá se produzca porque confundimos el hecho de querer algo con la suposición de que seremos más felices cuando lo tengamos. Las drogas de abuso que actúan sobre los sistemas de la dopamina comparten la característica de ser altamente adictivas, pero no todas ellas son realmente placenteras. La nicotina, por ejemplo, produce muy poco placer como para que ésta sea una explicación satisfactoria de por qué la gente es adicta a ella. Estas drogas estimulan el sistema de deseo, convirtiéndose en productos perfectos que se venden a sí mismos. A los fumadores los han embaucado con química para que gasten un montón de tiempo y dinero en hacer algo que realmente no les gusta. El sistema de la dopamina interactúa con una clase de sustancias químicas del cerebro que reciben el nombre de opioides a causa de su semejanza con el opio (las sustancias de esta clase sintetizadas artificialmente se llaman opiados, mientras que los opioides son las sustancias naturales). Los opioides al parecer están directamente implicados en el placer. En las ratas, los sabores dulces producen la liberación de opioides. La inyección de opiados en amplias regiones del cerebro de la rata no sólo hace que coman más, sino que promueve conductas positivas hacia la comida. Y en los humanos la administración de una droga que bloquee los opioides hace que cosas que normalmente nos parecen deliciosas no nos lo parezcan tanto. Las drogas como la heroína y la morfina (opiados) imitan a los opioides propios del cuerpo, y en ello se basa, supuestamente, la euforia que producen. Los opiados y los opioides son también potentes analgésicos. Éste es un interesante fenómeno. Como he argumentado en un capítulo anterior, la función de las emociones positivas como el placer es hacer que hagamos caso omiso a demandas conflictivas y continuemos con la actividad que nos está haciendo tanto bien. Por tanto, tiene sentido tener opioides que, al ser liberados por una actividad placentera, amortigüen otras señales que puedan estar compitiendo por nuestra atención. Cuando alguien consigue por fin tener relaciones íntimas con la pareja de sus sueños, lo último que quiere es pensar en la comida o en cómo le duele la rodilla. Auméntese este efecto con un opiado artificial administrado a una concentración cientos de veces superior a la natural y se obtendrá el efecto analgésico de la morfina. Los sistemas de los opioides y de la dopamina están conectados de forma recíproca, de modo que en este caso querer y gustar suelen ir juntos. Un estudio reciente de adictos a la heroína hospitalizados sugiere de qué modo funcionan estas interacciones. Los participantes podían trabajar para recibir una inyección, que en algunas condiciones era una solución de morfina y en otras una simple solución salina. Para obtener la solución tenían que apretar una palanca tres mil veces en cuarenta y cinco minutos. También tenían que evaluar las inyecciones que recibían en cuanto a la cantidad de placer que les proporcionaban, si creían que la inyección contenía alguna droga, etcétera. Con dosis moderadas de morfina, los participantes consideraban las inyecciones placenteras y se esforzaban por apretar la palanca para conseguir más. En el caso de la solución salina, consideraban las soluciones inútiles y dejaban de apretar la palanca. A una muy baja concentración de la droga, todavía consideraban las inyecciones inútiles, pero seguían apretando la palanca con el mismo entusiasmo para conseguir que les inyectaran la solución igual que en el caso de las dosis altas. En otras palabras, la concentración baja era suficiente para activar el sistema del deseo, pero no para activar el sistema del gusto. Estas drogas son todas imitadoras (aunque magnificadas) de nuestras respuestas naturales a las cosas que durante el tiempo de nuestra evolución nos han beneficiado, como el sexo, la buena comida, el agua o escapar a un peligro. Las investigaciones sugieren que en el sistema natural también podría haber interesantes desconexiones entre deseo y placer. Algo que tenga efectos fuertes y directos sobre la eficacia biológica como el emparejamiento con alguien que resulte atractivo sería suficiente para activar tanto el querer como el gustar. En este caso nos sentiríamos bien al instante y querríamos volver a hacerlo (y además olvidaríamos que nos duele la rodilla gracias a la analgesia provocada por el opioide). Algo que mejore sólo ligeramente la eficacia biológica, como por ejemplo un aumento de los ingresos o de la posición social, podría ser una gratificación lo bastante fuerte como para activar el sistema del deseo, pero no lo suficiente como para activar el del placer. Esto explicaría la observación de que a menudo trabajamos mucho en la vida para conseguir cosas que al final no aumentan ni nuestro placer ni nuestra felicidad. Igual que los adictos, de algún modo nos sentimos forzados a hacerlo. Estos estudios nos dicen algo sobre la base cerebral del deseo y el placer, pero la felicidad es distinta de ambos. Lo que el soma producía era un sentimiento de calma, de satisfacción y bienestar. Aquí entra en juego el sistema de la serotonina. Como hemos visto, el aumento directo de la actividad de la serotonina en el cerebro por medio de la d-fenfluramina lleva a reducir el tipo de pensamientos que acompaña a las emociones negativas, como la preocupación y el miedo. Las drogas que estimulan el sistema de la serotonina son eficaces para reducir la depresión. Pero también para reducir la ansiedad, las fobias y la timidez. Pueden incluso utilizarse para tratar el trastorno obsesivo-compulsivo, que hace que la persona afectada se sienta forzada a repetir ciertos pensamientos y acciones, como los rituales de comprobación o lavarse las manos repetidas veces. En ciertos aspectos puede asimilarse a un tipo de ansiedad, pues a menudo la persona se siente preocupada por las consecuencias negativas que resultarían de no cumplir sus rituales. Así pues, las drogas que estimulan la serotonina al parecer son capaces de desconectar los sistemas de la emoción negativa. De igual modo, algunos estudios han hallado niveles insólitamente bajos de serotonina en la sangre o en el cerebro de personas deprimidas, suicidas o violentas. Entonces, ¿qué es exactamente lo que hace el sistema de la serotonina? Esta cuestión no está todavía enteramente clara, pero una posibilidad es que la serotonina sea la moneda de cambio de determinados circuitos cerebrales que modulan el equilibrio entre las emociones positivas y las negativas. Claramente, en la vida es necesario sopesar las motivaciones positivas y las negativas, y el equilibrio óptimo entre éstas depende del contexto. Cuando un mono encuentra fruta se le plantea un dilema acerca de la cantidad de esfuerzo que debe poner en hincharse a comer y la que debe dedicar a vigilar que no se le acerquen depredadores. El equilibrio óptimo depende del contexto. En un terreno abierto los sistemas negativos probablemente predominarían, por muy tentador que sea el bocado, mientras que a salvo en la copa de un árbol mandaría el hedonismo. Aún más importante es el hecho de que el equilibrio correcto de emociones negativas y positivas depende también del mono. Un recién llegado al grupo, con rango bajo, tiene que ser sobre todo cuidadoso, porque si se da un festín puede acabar apaleado por los otros. Por otro lado, la hembra alfa puede acercarse sin demasiadas prevenciones, sin nada que temer de las otras hembras y relativamente poco que temer de los depredadores, puesto que sin duda acabará en la posición más segura en el centro del grupo. Las drogas que estimulan la serotonina afectan a la conducta precisamente del modo que uno esperaría si estuvieran desplazando el peso relativo de los sistemas de emoción negativo y positivo. Reducen las sensaciones de preocupación, miedo, pánico e insomnio, y aumentan la sociabilidad, la cooperación y la emoción positiva. Una observación interesante es que en los monos salvajes la serotonina parece estar relacionada con la posición social. Los individuos de rango bajo tienen altos niveles de hormonas de estrés y concentraciones relativamente bajas de serotonina en la sangre. Los individuos de rango elevado, por el contrario, pasan más tiempo acicalándose, tienen niveles más bajos de hormonas de estrés y más altos de serotonina. Y en un grupo sin macho alfa, el subordinado al que se administre Prozac ascenderá a la posición alfa. Esto plantea una nueva perspectiva sobre la función de los sistemas de la serotonina. Es tentador pensar en el síndrome de la serotonina baja simplemente como una patología, como un mal funcionamiento del cerebro, cuando de hecho los estudios realizados sobre monos sugieren que tiene su base en un sistema adaptativo. Para los monos de rango bajo, desplazar el equilibrio hacia las emociones negativas es lo óptimo. Tienen más de qué preocuparse y, si no son cuidadosos, pueden acabar muertos o excluidos del grupo. De modo parecido, sus elevados niveles de estrés no son una patología como tal. Necesitan reasignar recursos en perjuicio de otros problemas a largo plazo, como la reparación de tejidos o el acicalamiento social, y en beneficio de preocupaciones inmediatas como la de conservarse intactos. Las hormonas de estrés movilizan los recursos del cuerpo en este sentido.