atención psicológica del paciente infectado por el

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Apoyo psicológico a los pacientes infectados por el VIH
Agustín Muñoz-Sanz, Francisco Félix Rodríguez-Vidigal y Araceli Vera-Tomé
Unidad de Patología Infecciosa, Hospital Universitario Infanta Cristina, Universidad de
Extremadura, Badajoz
- Introducción: el paciente, la enfermedad y el médico
- Problemas psicológicos del paciente infectado por el VIH
- Enfermedades psiquiátricas y neurológicas
- Interacciones entre el sistema nervioso y el sistema inmunológico
- Otras alteraciones: lipodistrofia y comorbilidades
- Atención psicológica en la consulta de los pacientes infectados por el VIH
- Participación del trabajador social, del psicólogo y del psiquiatra
- Conclusión
- Bibliografía
Introducción: el paciente, la enfermedad y el médico
Durante la década de 1980 y los primeros años de la década de 1990, el sida fue la
primera causa de mortalidad en los adultos jóvenes de los países desarrollados, con un
mayor riesgo de muerte en los usuarios de drogas por vía intravenosa (1). A raíz del uso
de fármacos para prevenir las infecciones oportunistas más habituales (cotrimoxazol,
isoniazida, fluconazol y fármacos antitoxoplasma) y, sobre todo tras la introducción a partir
de 1996-1997 del tratamiento antirretroviral de gran actividad (TARGA), la morbilidad y la
mortalidad asociadas a la infección por el virus de la inmunodeficiencia humana (VIH) han
descendido de un modo significativo en el mundo desarrollado (2, 3).
En los países desarrollados, la historia natural de la infección por el VIH/sida es en la
actualidad la de una enfermedad crónica, si bien una proporción no desdeñable de
pacientes son diagnosticados de infección por el VIH cuando sufren una enfermedad
oportunista asociada, con su carga de sufrimiento y angustia vital. El hecho de la
cronificación puede repercutir de manera manifiesta en la actitud de la persona afectada
ante la infección: cualquier enfermedad prolongada crea una situación vital a la cual el
paciente debe adaptarse, en lo que constituye un proceso multidimensional. Uno de los
aspectos más relevantes de la enfermedad es que significa una herida para el narcisismo.
El narcisismo implica que nos sentimos íntegros, inviolados, imperecederos, importantes,
capaces y dignos de amor; con la enfermedad, nuestro cuerpo pierde su capacidad y se
ve frustrado el cumplimiento futuro de determinadas esperanzas.
Las enfermedades de larga duración constituyen siempre una forma de vida, en la mayor
parte de los casos agotadora y deprimente. No en vano, a veces se dice “vivir con el sida”
o, para referirse a los afectados, “personas que viven con el VIH”. Tras un período inicial,
hasta cierto punto desorganizado, ante la enfermedad, el paciente puede aprender a
afrontarla en un proceso de maduración. No obstante, ninguna forma de vida puede
subsistir sin una gratificación compensadora. A algunas personas la enfermedad les
ofrece la oportunidad de obtener ventajas secundarias; otros se retraen, pierden el interés
por los demás, huyen de la realidad; por último, otras reacciones posibles son la
introversión y la regresión a formas infantiles de conducta (4). Ésta es la dialéctica entre el
paciente y la enfermedad. Modulando esta interrelación aparece un tercer elemento: el
médico.
Tradicionalmente, el médico ha adoptado ante la persona enferma una actitud
paternalista, de padre bondadoso, de maestro comprensivo o de apóstol abnegado. Esta
forma de entender la profesión se ha criticado muy duramente cuando se ha querido
resaltar los aspectos negativos del quehacer médico (soberbia, prepotencia, clasismo,
etc.) por autores de la talla de Quevedo en Los sueños (5), Molière en El médico a palos
(6) y en El enfermo imaginario (7), o Bernard Shaw en El dilema del doctor (8). El médico
paternalista (todavía hoy existe esta figura en algunos ambientes) buscaba para el
paciente lo mejor desde su propia perspectiva de médico y decidía en consecuencia. Esta
forma de actuar participa de uno de los principios básicos de la ética médica, el principio
de bienestar para el paciente; sin embargo, se opone frontalmente al principio de
autonomía personal, que busca la decisión del paciente acerca de los procedimientos
diagnósticos o terapéuticos aplicados, una vez que haya suficiente información de un
modo comprensible sobre la utilidad, los riesgos, los beneficios y las alternativas
existentes (consentimiento informado) (9).
El papel del médico como modulador de la relación entre el paciente y la enfermedad
continúa siendo un elemento fundamental para el logro del bienestar integral del sujeto
enfermo, aun a pesar del enorme desarrollo científico y tecnológico. La salud no se define
únicamente por la ausencia de enfermedad (concepto hoy decadente y obsoleto) ni por la
ausencia de incapacidad, sino por la necesaria sensación de bienestar físico, mental y
social (10). Estar sano no equivale sólo a no estar enfermo.
Trataremos de analizar sucintamente las repercusiones psicológicas que la enfermedad
por el VIH tiene en el paciente, vistas desde la óptica de profesionales que realizan su
labor en una consulta infectológica, no especializada en los asuntos de la esfera de la
mente. Cabe también considerar el papel del infectólogo (o del profesional equivalente
dedicado a la asistencia de estos enfermos) en la atención psicológica, así como valorar
la eventual (a veces imprescindible) participación del trabajador social, el psicólogo y el
psiquiatra, quienes están más capacitados por un entrenamiento específico en otras
esferas de la asistencia.
Problemas psicológicos del paciente infectado por el VIH
Los problemas psicológicos que sufren las personas con infección por el VIH son
semejantes a los que ocurren en individuos con otras enfermedades de evolución
impredecible y posiblemente mortales (cáncer); sin embargo, en algunos casos, la
pertenencia a grupos sociales discriminados (por la drogadicción o por conductas
sexuales no aceptadas por otros), la presencia de la enfermedad en los medios de
comunicación y la posibilidad, en determinadas circunstancias, de tener enfermedades
neurológicas como factor de complejidad llevan a que estos pacientes puedan sufrir
trastornos psicológicos con más frecuencia que los no infectados (11). Es más, la
infección por el VIH se ha asociado a una alta incidencia en las ideas de suicidio (12, 13).
El sida, como antes la tuberculosis y hasta hace poco el cáncer, se usa muy a menudo en
un sentido metafórico negativo (14, 15). Los trastornos psicológicos ocurren más a
menudo en dos momentos cruciales en la biografía de la persona afecta: tras la
comunicación de la seropositividad y cuando se sufre algún tipo de deterioro físico como
consecuencia de la evolución de la enfermedad (16).
Crisis psicológica inicial
Cuando se le acaba de comunicar a una persona que está infectada por el VIH, ésta suele
pasar por un cambio importante en sus percepciones, proyectos, relaciones, vivencias y
expectativas, que requiere un gran esfuerzo de adaptación psicológica. Pueden aparecer
sentimientos de culpabilidad o de arrepentimiento (“si no me hubiera drogado”, “no
debería haber tenido una relación sexual con aquella persona”), sufrimiento personal o
por la familia (“mi mujer se muere del susto”), temor (“¿me voy a morir?”) o rabia, tristeza
y miedo a perder la autonomía personal (17).
Adicción a drogas, rechazo social y discriminación
En España, aunque en la actualidad la principal vía de contagio del VIH es la vía sexual,
la mayor parte de los pacientes infectados históricamente adquirieron la enfermedad
mediante el hábito de compartir los utensilios utilizados en la drogadicción por vía
intravenosa (3, 17, 18). El uso de drogas no autorizadas per se crea serios problemas
psicológicos y de otros tipos, amén de generar un grave conflicto familiar y rechazo social.
El rechazo social y la discriminación acompañante son situaciones frecuentes en el
paciente toxicómano infectado por el VIH, tanto en las grandes urbes como en el medio
rural, que pueden convertirlo en un ser desacreditado socialmente, aislado en lo afectivo y
ante el que se despliega, de forma consciente o no, hostilidad. Tiene un estigma que le
puede ocasionar problemas emocionales, sentimientos de culpabilidad y de baja
autoestima (19). Los pacientes incapaces de abandonar el consumo de drogas por vía
intravenosa tienen peor calidad de vida relacionada con el estado de salud física y
psíquica que los que se acogen a un tratamiento sustitutivo con metadona y que los
abstinentes (20). Por extensión, el rechazo alcanza a los pacientes infectados por otras
vías, si bien en menor intensidad que a los toxicómanos, salvo tal vez, y en ciertos
ámbitos sociales, a los infectados por contagio homosexual.
Ideación suicida
La prevalencia de ideas suicidas en pacientes que conviven con el VIH puede llegar hasta
el 31% (13). En un estudio multicéntrico, el 19% de 2909 personas con infección por el
VIH había concebido ideas de suicidio durante la última semana (12). Se han descrito
como factores asociados a la ideación suicida el desempleo, los síntomas físicos
relacionados con el VIH, el haber suspendido el tratamiento antirretroviral y la presencia
de efectos adversos del tratamiento (12, 13).
Enfermedades psiquiátricas y neurológicas
En las personas que presentan la infección por el VIH son más frecuentes los siguientes
trastornos psiquiátricos: depresión mayor, distimia, trastornos de adaptación, trastornos
asociados al abuso de drogas, ansiedad y trastornos de la personalidad. En ocasiones,
estas patologías psicológicas existen antes del contagio del VIH. Por otra parte, en
algunos enfermos que consumen drogas intravenosas, determinados trastornos afectivos
o de la personalidad (como por ejemplo, una personalidad antisocial) han desempeñado
un papel fundamental en el inicio y en el mantenimiento del abuso de drogas. Se trata de
verdaderos enfermos mentales, quienes, además de su patología psiquiátrica, consumen
drogas. Esta distinción, nada sutil, no se suele hacer en la práctica común, ni mucho
menos por la sociedad y los medios de comunicación, lo cual es, cuando menos,
inapropiado y siempre injusto.
Diversas enfermedades oportunistas que afectan al sistema nervioso central pueden dar
lugar a un déficit neurológico focal, a delirio o a demencia. La demencia, como grave
trastorno cognitivo global de la memoria, del juicio y del pensamiento abstracto, puede
hacer más complejo el espectro de los problemas psicológicos en el paciente infectado
por el VIH. La causa más frecuente de demencia en los pacientes con sida es la
encefalopatía por el VIH (Tabla 1).
Tabla 1. Causas de demencia en los pacientes con infección por el VIH.
Infecciones
o Micobacterias
o Toxoplasmosis
o Abscesos por Candida sp.
o Criptococosis
o VIH (encefalopatía por VIH)
o Papovavirus (leucoencefalopatía multifocal progresiva)
o Citomegalovirus
o Herpes simple
Tumores
o Linfoma cerebral primario
o Sarcoma de Kaposi
Trastornos vasculares, tóxicos y metabólicos
o Encefalopatía anóxica
o Enfermedad vascular cerebral
o Abuso de drogas crónico
Interacciones entre el sistema nervioso y el sistema inmunológico
La psiconeuroinmunología se ha definido como la disciplina que estudia las interacciones
entre el comportamiento y los sistemas nervioso, endocrino e inmunológico (21). Por lo
que respecta a su evolución como respuesta a estímulos específicos originados en el
medio interno o externo el sistema inmunológico, se puede considerar como un órgano
sensitivo adicional (22).
La posibilidad de que la conducta pueda inducir alteraciones en la función inmunológica, y
viceversa, introduce un factor de complejidad en el ámbito de las alteraciones psicológicas
del sujeto infectado por el VIH. Las interacciones entre la conducta y la inmunidad se
basan, estructuralmente, en la inervación de los órganos linfoides y en la influencia de los
neurotransmisores en las células del sistema inmunológico. Diversos estudios en
animales y en humanos implican a los factores psicosociales en la predisposición o el
desencadenamiento de los trastornos en los que participa el sistema inmunológico
(infecciones bacterianas y víricas, enfermedades autoinmunes y neoplasias) (23).
La depresión clínica se puede asociar con un aumento en el número de los neutrófilos
circulantes, un descenso en la cantidad de células natural killer (NK), de los linfocitos
CD4+ y de los linfocitos B, y una reducción en la actividad NK y en la respuesta
linfoproliferativa a la estimulación por mitógenos (24). El estrés, situación de máxima
alerta, también puede alterar los mecanismos defensivos, a través de una modificación de
la vulnerabilidad a las infecciones víricas o bacterianas, y cambiando la capacidad
invasiva neurológica de virus generalmente no neurovirulentos (25). En el caso concreto
de la infección por el VIH, Burack y cols. mostraron que la depresión basal predecía un
mayor descenso de linfocitos CD4 (26). Por su parte, Mayne y cols. hallaron que la
depresión se asociaba con un mayor riesgo de mortalidad en un estudio prospectivo
llevado a cabo en varones homosexuales y heterosexuales (27). Recientemente, una
revisión de estudios longitudinales publicados entre 1990 y 2007 concluyó que existe una
evidencia sustancial de que la depresión y el estrés pueden afectar negativamente a la
enfermedad por el VIH, en cuanto al descenso en los linfocitos CD4+, el aumento en la
carga vírica y el mayor riesgo de deterioro clínico y mortalidad (28). Estos datos refuerzan
el interés del diagnóstico y el tratamiento de la depresión en personas infectadas por el
VIH.
Otras alteraciones: lipodistrofia y comorbilidades
Además de las enfermedades psiquiátricas y neurológicas, las personas que viven con el
VIH suelen padecer, con cierta frecuencia, otros trastornos patológicos que afectan de un
modo llamativo a su calidad de vida física y psíquica: la lipodistrofia, las enfermedades
cardiovasculares y cerebrovasculares, algunas neoplasias asociadas al VIH y la
hepatopatía crónica por el virus de la hepatitis C (VHC).
A finales de 1997, y durante 1998, se publicaron los primeros casos de lipodistrofia
asociada al VIH, un complejo síndrome que incluye alteraciones en la distribución de la
grasa corporal y trastornos metabólicos (hipercolesterolemia, hipertrigliceridemia,
resistencia a la insulina o franca diabetes mellitus). Su patogenia es desconocida, aunque
es muy probablemente de origen multifactorial, y en ella parece desempeñar un papel
primordial el tratamiento antirretroviral, así como los factores relacionados con el propio
paciente y con el VIH (29-31).
Las anomalías morfológicas de la grasa pueden incluir pérdida de grasa facial, de las
nalgas y de las extremidades (lipoatrofia), así como la acumulación de grasa en el
abdomen, en las mamas o en el cuello (lipohipertrofia); a veces concurren ambos
trastornos en el mismo paciente (formas mixtas). Estos cambios ocasionan modificaciones
estéticas muy evidentes en el aspecto físico, ante las que el paciente puede reaccionar
con varios sentimientos: angustia o depresión por la modificación de la imagen corporal
(más acusada en los casos de lipoatrofia facial grave), disminución de la autoestima,
sensación de pérdida del atractivo físico, sufrimiento por portar un estigma (con el
agravante de los comentarios asociados: “¿qué te pasa?”, “qué mala cara tienes”, “qué
delgado estás”, “a ver si vas a tener sida”, etc.). Otro trastorno asociado a las personas
con infección por el VIH con mayor frecuencia que en la población general, y que puede
conllevar un grado de invalidez considerable y originar las consiguientes repercusiones
psicológicas, es la osteonecrosis o necrosis avascular de la cabeza femoral (32), en virtud
de la discapacidad física (cojera, muletas, alteración de la vida habitual o deportiva), el
dolor y la incertidumbre del tratamiento (cirugía protésica) y del pronóstico funcional.
Los pacientes con infección por el VIH presentan una mayor prevalencia de factores de
riesgo
cardiovascular
que
la
población
general
(diabetes,
hipercolesterolemia,
tabaquismo); por otro lado, algunos fármacos antirretrovirales pueden asociarse a un
aumento del riesgo de sufrir infarto agudo de miocardio; por último, la infección por el VIH
se asocia per se a un aumento de las enfermedades cardiovasculares, mediado por la
activación de marcadores de la inflamación y de activación endotelial (33, 34). Estos
hechos, unidos al envejecimiento progresivo de la población con infección por el VIH, han
despertado
la
atención
ante
el
riesgo
de
enfermedades
cardiovasculares
y
cerebrovasculares, con la carga de limitación funcional, incapacidad física y riesgo vital
que conllevan.
En España, aproximadamente la mitad de las personas infectadas por el VIH se hallan
coinfectadas por el VHC, y una proporción considerable (hasta un 10%) presenta una
hepatopatía crónica con hipertensión portal. La coinfección por el VHC se relaciona con
factores como el desempleo, un mayor número de síntomas de depresión, astenia y una
peor calidad de vida (35). Cuando aparecen las complicaciones de la hipertensión portal
(hemorragia por varices esofágicas, ascitis, hepatocarcinoma, etcétera), el grado de
sufrimiento físico y mental se incrementa de un modo considerable. La sensación de
dependencia y las manifestaciones somáticas y psicológicas persisten cuando el paciente
se incluye en una lista de trasplante hepático y no desaparecen totalmente ni aun con el
trasplante (interacciones con los inmunosupresores, reinfección por el VHC, etc.).
Atención psicológica en la consulta de los pacientes infectados por el VIH
Disponibilidad
Uno de los condicionantes sobre los que se sustenta la atención al paciente infectado por
el VIH es la disponibilidad del profesional. El infectólogo debe mantener su consulta
abierta a quien la necesite, a veces por encima de las citaciones del Servicio de Admisión
hospitalario. Esto no significa que se deba filtrar o eludir el mecanismo burocrático del
centro sanitario, sino no anteponerlo en determinados momentos que, sin ser una
urgencia médica, sí pueden ser una prioridad personal: la necesidad del paciente de ser
visto por su médico.
La consulta donde se atiende a los enfermos de sida suele ser un lugar donde la
flexibilidad es la norma, acaso porque así se hizo al principio de la década de 1990,
cuando las consultas estaban saturadas, las camas de hospitalización ocupadas por
encima del 100%, no había tratamientos eficaces y eran escasísimas las pruebas
complementarias disponibles para el adecuado seguimiento clínico. Por otra parte, los
pacientes, entre los que predominaban los toxicómanos activos con sus problemas
asociados, tenían un perfil muy peculiar (rechazados por muchos) y los médicos, personal
de enfermería y otro personal asistencial que se dedicó con más voluntad que acierto al
inicio de la pandemia brotaron desde dentro de un sistema que probablemente no les
satisfacía. Se juntaron el azar y la necesidad. Esta actitud flexible, que puede seguir sin
ser comprendida todavía hoy (incluso reprochada) por otros profesionales o por la
estructura administrativa del centro, y que fue muy contestada al principio, es
especialmente necesaria cuando se trata de pacientes agobiados por una compleja
problemática social y psicológica. Además, enlaza con uno de los compromisos éticos del
médico, el de mejorar el acceso a la atención médica, y con uno de los componentes de la
calidad en la asistencia, el de la accesibilidad (9).
Valoración de la calidad de vida y respuesta al tratamiento
El médico debe llevar a cabo una valoración completa de la calidad de vida del paciente
en una triple vertiente: exploración física (síntomas, funciones e incapacidad), valoración
psicológica (conducta, afectos positivos y negativos) y prospección social (trabajo,
relaciones personales y rol social) (36). La valoración de la calidad de vida, con la ayuda o
no de las pruebas creadas ad hoc, también ayuda a calibrar el beneficio neto del
tratamiento antirretroviral y su aceptación por el paciente (Figura 1).
Figura 1. La conveniencia, la eficacia y la seguridad son variables dependientes
del tratamiento. El cumplimiento depende del paciente. La calidad de vida, la
reducción del riesgo, los años de vida con salud y el beneficio neto son variables
evolutivas de la calidad de vida. (Adaptado de Testa y cols. N Engl J Med 1996;
334: 835-40).
Figura 1
Seguridad
Reducción
del riesgo
Eficacia
Cumplimiento
Calidad de vida
Años de vida sana
Conveniencia
Beneficio neto
El consejo asistido
El Programa Global del Sida de la Organización Mundial de la Salud (OMS) define el
consejo asistido (counseling) o la ayuda psicológica como un proceso dinámico de diálogo
a través del cual una persona ayuda a otra en una atmósfera de entendimiento mutuo. El
consejo asistido precisa de tres actitudes básicas: la aceptación incondicional de la
persona (lo cual no significa que se esté de acuerdo con sus ideas o con su
comportamiento), la congruencia entre lo que pensamos y expresamos (comunicación no
verbal) y la empatía (37).
Las estrategias para la mejor realización del consejo asistido son especialmente
importantes en algunas personas vulnerables, como los toxicómanos en consumo activo o
de abandono reciente, y ante situaciones críticas, como la notificación de la
seropositividad, la pérdida de pareja o del trabajo, el drama familiar, el deseo de
embarazo, las noticias desfavorables sobre la cuantía actual de los linfocitos CD4 o la
evolución de la carga vírica, la necesidad del ingreso hospitalario, la realización de
técnicas diagnósticas o terapéuticas molestas o agresivas, el diagnóstico de una
enfermedad oportunista grave (peor en el caso de las neoplasias), la valoración de la
discapacidad, etc. (38, 39).
Estrategias para el consejo asistido
Se pueden considerar las estrategias que se exponen a continuación.
Actitud de diálogo
Tras un análisis inicial de su situación biológica y psicosocial, el médico deberá identificar
las principales preocupaciones del paciente. Para ello es fundamental el diálogo, que
debe incluir suficientes dosis de escucha activa (hay que llevar a cabo una medicina
fundamentada en la ayuda de los oídos más que esclava de la vista: el arte de saber
escuchar al enfermo frente a la ciencia de ver sólo pruebas complementarias), empatía y
refuerzo positivo.
Flexibilidad
La atención a nuestros pacientes requiere una mezcla variable de autoridad y tolerancia,
organización y espontaneidad, rigidez y ternura, ortodoxia y heterodoxia, arte y ciencia. La
medicina de siempre.
Respetar la autonomía del paciente
En lo que se refiere a este punto, es básico fomentar la capacidad de decisión y de control
del enfermo (principio de autonomía personal). Esta estrategia es muy importante con
respecto al tratamiento antirretroviral, ya que se debe hacer partícipe al paciente de las
diferentes opciones terapéuticas, explicando las indicaciones, los beneficios, los riesgos y
los efectos adversos, para que colabore (no para que decida) en la toma de decisiones. El
lenguaje debe ser claro, alejado de la jerga científica, que informe, eduque y tranquilice,
con el único objetivo de ganar la confianza del paciente en el médico y en el tratamiento,
principio y fin de la ayuda que demanda.
Motivar
Es preciso reforzar las actitudes positivas del enfermo y estimular el optimismo, confianza
y ganas de vivir. Por otro lado, cabe señalar que el objetivo de la orientación psicológica
es que el paciente logre prescindir del orientador, que se ayude a sí mismo y que sea
capaz de ayudar a otros (16).
Comprobar que el paciente capta nuestro mensaje
Siempre es necesario cerciorarse de que el paciente ha entendido la información
proporcionada y las propuestas existentes. Con frecuencia se le aportan demasiados
datos en la consulta y, ocasionalmente, la explicación de los sanitarios es poco clara o
existen diferencias culturales (bajo nivel cultural, ciertas etnias, marginales o inmigrantes)
que dificultan la interpretación de la misma (17, 40). El peso agobiante de una información
no depurada a favor del paciente puede ser peor que la propia infección y los factores
acompañantes. La sencillez de la exposición debe ser la antípoda de la pedantería estéril.
Cumplimiento del tratamiento
Además de apoyo psicológico estricto, el sujeto infectado por el VIH requiere un adecuado
cumplimiento del tratamiento antiviral para que éste sea exitoso y un seguimiento cercano
de su enfermedad con el fin de monitorizar la respuesta terapéutica, la probable aparición
de patologías oportunistas y los efectos adversos de la medicación. Entre los efectos
adversos que mayor impacto pueden causar cabe destacar sobre todo la citada
lipodistrofia o modificación de la imagen corporal, que dificulta el cumplimiento terapéutico
en algunos enfermos por las alteraciones estéticas que ocasiona. En muchos casos, es
preciso sopesar beneficios y riesgos, y mantener una actitud de apoyo y colaboración con
el paciente, amén de mostrar interés por las posibilidades terapéuticas actuales y futuras
y hacer partícipe de las mismas al enfermo.
Preparación para la muerte
Durante mucho tiempo, la muerte a corto plazo ha sido compañera inseparable de la
imagen que la infección por el VIH y el sida generaban en los pacientes, los familiares, la
sociedad y los médicos. En la actualidad, no se debe contemplar esta posibilidad de un
modo diferente a como se hace en otras enfermedades crónicas (diabetes mellitus,
enfermedad coronaria, hepatopatía, etc.). Todos los profesionales familiarizados con la
asistencia a enfermos con infección por el VIH/sida tienen experiencia de algunos
enfermos que han sobrevivido, afortunadamente, a una situación clínica, inmunológica y
virológica “terminal” (denominación nefasta, por hiriente y condenatoria, de los casos más
evolucionados) y de otros con menos suerte que fallecieron víctimas de una enfermedad
intercurrente cuando los parámetros de seguimiento eran correctos (carga vírica
indetectable y situación inmunológica aceptable).
De lo que no cabe duda es de que se ha reducido drásticamente el número de personas
en situación límite que requieren apoyo psicológico avanzado para ayudar a morir con
dignidad, al menos en algunas zonas geográficas. Sea cual sea el escenario y el número
de necesitados, y al igual que se hace en otras enfermedades de mal pronóstico, la
asistencia avanzada incluye un diálogo frecuente, conocer las intervenciones terapéuticas
que desea o no recibir el enfermo, fomentar el apoyo y asegurar la cercanía de los
familiares y de los amigos (17).
Preparación para la vida
La consulta de VIH no sólo debe servir para prevenir, detectar y tratar problemas; también
debe tener como finalidad la promoción de la salud y el bienestar físico y emocional de los
pacientes, mediante el estímulo de hábitos saludables y la adecuada información en
temas de higiene y salud pública. El infectólogo deberá transmitir una visión realista, sin
infundir temores paralizantes, pero sin dejar de insistir en los principios básicos del
cumplimiento terapéutico y las medidas preventivas de la transmisión.
El perfil de la enfermedad por el VIH está cambiando. Conforme han ido disminuyendo la
mortalidad de los pacientes y la toxicidad de los tratamientos antirretrovirales y ha ido
aumentando la esperanza de vida, los afectados conciben proyectos de futuro (laborales,
familiares -tener hijos-, creativos) y, por otro lado, se ven expuestos de un modo creciente
a la patología cardiovascular, cerebrovascular y neoplásica, como el resto de la población.
Ante este nuevo panorama, el profesional que atiende a personas que viven con el VIH
debe incluir entre sus funciones la promoción del ejercicio físico (por sus efectos
beneficiosos cardiovasculares y psicológicos), la información acerca del riesgo de
transmisión vertical en caso de embarazo y sobre las medidas preventivas, y la invitación
constante al abandono del hábito tabáquico.
Una revisión de estudios que valoraban el ejercicio físico en personas con infección por el
VIH concluye que el aeróbico (al menos 20 minutos, tres días a la semana durante cuatro
semanas) es seguro y resulta beneficioso para mejorar la resistencia y la sensación de
bienestar (41).
A veces será preciso hablar acerca de las relaciones personales, las necesidades
sexuales y la salud sexual (42). Y, cada vez con mayor frecuencia, los pacientes con
infección por el VIH desean tener hijos y demandan apoyo para prevenir la transmisión
vertical. Los objetivos principales del cuidador serán mantener un estado de salud óptimo
en la mujer antes de la concepción, identificar factores de riesgo para que aparezcan
complicaciones en la madre o el feto (por ejemplo, el uso de antirretrovirales teratógenos)
y prevenir la transmisión del VIH al hijo y a la pareja (43).
Por último, resulta conveniente tener en cuenta la espiritualidad y creencias religiosas del
paciente, para ayudarle con más eficacia a manejarse con su enfermedad, especialmente
en determinados colectivos (44).
Participación del trabajador social, del psicólogo y del psiquiatra
El paciente infectado por el VIH necesita, ocasionalmente, a profesionales que se
encarguen de centralizar toda su atención, tanto en el ámbito biológico y farmacológico
como en el psicosocial. Ese papel está asignado al infectólogo o al internista polarizado a
este tipo de asistencia clínica. Dada la compleja problemática de algunos de estos
pacientes, con frecuencia se precisa de la colaboración del trabajador social y, a veces,
del psicólogo o del psiquiatra.
Papel del trabajador social
Las situaciones que requieren la intervención del trabajador social derivan de los
problemas económicos y laborales, la limitación de la autonomía personal, la adicción a
drogas, el aislamiento y la ausencia de apoyo familiar o de vivienda. En general, las
funciones del trabajador social consisten en facilitar que las personas desarrollen sus
propios recursos para afrontar los problemas, complementados con los que aporta la
sociedad, y en ayudar a resolver los asuntos burocráticos.
Por otro lado, debe conseguir apoyo social para el paciente, entendido como el conjunto
de actuaciones que contribuyen a cubrir las necesidades básicas de la persona, como son
los vínculos familiares, el afecto, la pertenencia, la seguridad y la aprobación. En su caso,
el trabajador social puede poner en contacto al paciente con colectivos que se ajusten a
su perfil social y cultural, facilitar su acceso al mercado laboral (cursos de formación,
talleres ocupacionales, etc.), tramitar pensiones de invalidez, indicar la actuación de los
servicios de atención domiciliaria o valorar el ingreso en casas de acogida o en centros de
desintoxicación. Para una integración social completa es imprescindible la incorporación
al mercado laboral si la situación funcional es buena. Con programas de rehabilitación y
apoyo psicológico bien diseñados se ha logrado el retorno al trabajo previo hasta en el
70% de los pacientes (45).
Papel del psicólogo y del psiquiatra
El apoyo del psicólogo puede ser conveniente en los pacientes que soliciten ayuda
especial para paliar su angustia y en casos de adicción a drogas ilícitas o al alcohol.
Pueden ser útiles las intervenciones dirigidas a reducir el estigma y los métodos
alternativos de control del estrés (por ejemplo el tai chi) (46, 47). Cuando el paciente
aqueja trastornos de conducta que dificultan su relación con el entorno, como por ejemplo,
depresión mayor, esquizofrenia o trastornos de personalidad, son convenientes (en
realidad, obligatorios) el tratamiento y seguimiento psiquiátricos. La consulta con el
psiquiatra también se recomienda firmemente cuando existen ideas de suicidio (12, 13).
Conclusión
La infección por el VIH es una enfermedad peculiar, que ha pasado de ser la plaga del
último cuarto del siglo XX a convertirse en una patología crónica, con un tratamiento
complejo que precisa de un seguimiento médico concienzudo y de un buen cumplimiento
terapéutico por parte del paciente. El carácter de enfermedad crónica y diversos
condicionantes de índole sociológica contribuyen a que aparezcan con frecuencia
problemas psicopatológicos. El infectólogo debe adoptar el papel de integrador de la
asistencia de dichos pacientes y su objetivo será proporcionar una buena calidad de vida
física, psicológica y social. Para ello llevará a cabo estrategias de consejo asistido y, en
ocasiones, requerirá la participación del trabajador social, del psicólogo o del psiquiatra.
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