“Virtudes ciudadanas y transvaloración”

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“Virtudes ciudadanas y transvaloración”
Gustavo Pereira
Universidad de la República (Uruguay)
Las sociedades democráticas suelen establecer la relación que se da
entre
instituciones públicas y concepciones del bien asegurando el
tratamiento igualitario a todos los ciudadanos independientemente de su
credo, moral personal o posiciones políticas. En función de esto se pretende
fundar el diseño institucional y la implementación de políticas públicas sobre
la base de mínimos acordables por todas las concepciones del bien. En tal
sentido, la idea de tratamiento igualitario expresa la condición de igual
dignidad inherente a todo sujeto a partir de la Modernidad, que hace que todo
ciudadano tenga un igual derecho a consideración y respeto y que tal derecho
no pueda ser restringido por ningún tipo de objetivo global de la comunidad,
ni por ningún tipo de medida político institucional.1
Así formulada, esta idea de tratamiento igualitario, si pretende ser
vinculante y jugar un rol determinante en la vida ciudadana de las sociedades
democráticas, demanda una especificación, y la misma surge cuando nos
preguntamos acerca de cuáles deben ser las pautas de comportamiento que
deberían regir a una sociedad estructurada bajo estos parámetros. Estas
pautas de comportamiento deben ser entendidas como virtudes ciudadanas en
tanto que fusionan la perspectiva política y la personal, unificando el interés
ciudadano a través de las instituciones públicas. En tal sentido el concepto de
virtud debe ser entendido en consonancia con MacIntyre, sosteniendo que una
virtud “es una cualidad humana adquirida, cuya posesión y ejercicio tiende a
hacernos capaces de lograr aquellos bienes que son internos a las prácticas y
cuya carencia nos impide efectivamente el lograr cualquiera de tales
1
Ronald Dworkin, Taking Rights Seriously, New York, Duckworth & Co., 1977. Traducción castellana,
Los derechos en serio, Planeta, Buenos Aires, 1993, pp. 276 y ss., 390 y ss.,158 y ss.
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bienes.”2 A partir de esta definición tenemos que la práctica, en nuestro caso
la práctica de la ciudadanía, es una actividad establecida socialmente, y que
presenta modelos de excelencia propios. Asimismo, para que la práctica
pueda mantenerse requiere del ejercicio de las virtudes para acceder a los
bienes internos que son aquellos que solamente se logran a través del
ejercicio de la propia práctica, y que tienen la particularidad de no ser
individuales sino que son bienes para toda la comunidad. Aristóteles, al hablar
de la naturaleza de la justicia, nos brinda una caracterización que contribuye
sobremanera a explicitar su significado, al sostener que esta virtud es la más
perfecta de todas porque su ejercicio afecta a los demás y no sólo al
individuo.3 En este sentido, puede hablarse de la renuncia a la perspectiva
individual para adoptar la perspectiva de la comunidad. El ejercicio de las
virtudes de una práctica requiere que se adopte tal perspectiva, y esto
solamente es posible a través de la integración por la cual la comunidad es
quien mejor expresa a los individuos. Bajo esta perspectiva las virtudes
requieren de un fuerte proceso de integración que unifica la perspectiva
personal y política, por lo que el ejercicio de estas virtudes será individual, en
la medida en que el ejercicio de la virtud individual es parte de una práctica
que se expresa en el ámbito institucional, y que asume a las instituciones
como el soporte de la práctica misma.4
Por lo tanto este concepto de virtud es asimilable a lo que Montesquieu
denominó virtud política. Este autor en Del espíritu de las leyes sostiene que
en una sociedad libre es necesario sustituir la coacción despótica por una
identificación ciudadana voluntaria con la sociedad política, de tal manera
que las instituciones se conviertan en una expresión de ellos mismos. El
comprender a las instituciones políticas como un logro compartido de la
dignidad ciudadana es lo que Montesquieu llamó virtud política. Esta virtud
supone la renuncia de la perspectiva personal para adoptar la de la
2
Alasdair MacIntyre, After Virtue, Notre Dame, Indiana, University of Notre Dame Press, 1984.
Traducción castellana, Tras la virtud, Barcelona, Grijalbo, 1987, p. 237.
3
Aristóteles, Ética Nicomáquea, Madrid, Gredos, 1993, 1129 b -1130a
4
Alasdair MacIntyre, Tras la virtud, p. 242.
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comunidad en la medida en que esta última, a través de sus instituciones, es
la mejor expresión de los ciudadanos.5
¿Cuáles son las virtudes ciudadanas que debemos cultivar en las
sociedades democráticas teniendo al derecho a igual consideración y respeto
como trasfondo?
La posible lista que una respuesta exhaustiva debería incluir no debe
dejar de lado tres de estas virtudes de la ciudadanía.
La primera de ellas es la pertenencia, y en función de esta virtud se
cultiva y desarrolla la relación del ciudadano con la propia comunidad
estableciendo un vínculo que genera la identificación del ciudadano en primer
lugar con su sociedad, pero sin perder de vista que su condición de sujeto no
lo limita a su comunidad, por lo que también debe igual trato a todo ser
humano solamente por su condición de serlo. Esta articulación de pertenencia
y cosmopolitismo es uno de los puntos vertebradores de la promoción de
virtudes ciudadanas, en particular porque a nivel universal asegura el
reconocimiento y el igual tratamiento de todos, y a nivel local cohesiona la
comunidad en la doble dimensión de ética y política.
Un segundo aspecto de las virtudes ciudadanas tiene que ver con el
conjunto de capacidades que todo miembro de la sociedad requiere
desarrollar para ser un participante real en la vida pública de su sociedad.
Tratar a todos como iguales desde una perspectiva de igual ciudadanía
conlleva la obligación por parte de las instituciones públicas de asegurar no
solamente derechos a participar en la formación de la opinión y voluntad
colectiva, sino también asegurar el desarrollo de las capacidades que
efectivamente
lo
permitan.
Por
lo
tanto,
pueden
destacarse
como
capacidades ciudadanas a desarrollar la deliberación, la capacidad para
procesar información, la capacidad para la formulación de argumentos, todo
esto enmarcado por el entender a la argumentación como una práctica que
tiene como fin la búsqueda cooperativa de la verdad y no el triunfo de la
propia posición a cualquier costo.
5
Montesquieu, Del espíritu de las leyes, Madrid, Tecnos, 1987, p. 37.
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Una tercera virtud es la tolerancia, cuya promoción es esencial para
poder asegurar al nivel de los ciudadanos que los mínimos de tolerancia
política que encarnan en el ámbito institucional sean vinculantes a nivel
individual, porque de nada valdría que una sociedad diseñara instituciones en
base a la tolerancia si sus ciudadanos no actuaran en conformidad con ella en
su comportamiento personal. El poder aceptar que existen puntos en los que
no es posible arribar al consenso y que esos puntos son igualmente dignos de
respeto es uno de los rasgos identificatorios de esta condición de ciudadano.
Teniendo como referente a estas virtudes ciudadanas que aseguran el
igual tratamiento en las sociedades democráticas, quiero moverme a la
relación que existe con el modelo económico prevaleciente. En ese sentido
sostengo que solamente un modelo como el imperante en la mayoría de las
economías del mundo puede sobrevivir a costa del menoscabo de estas
virtudes ciudadanas. La violación a la tolerancia, la inexistencia de virtudes
argumentativas, y la desvinculación entre ciudadanos y comunidad son por
una parte la consecuencia de un modelo estructurado en torno a los supuestos
del egoísmo racional, y por otra también es su condición de reproducción
porque la negación de estas virtudes en las discusiones públicas es lo que
asegura la reproducción sistémica.
Afirmo esto porque en particular nuestra sociedad ha vivido un período
en el que el mejor procedimiento para defender un modelo no ha sido el
cultivo de estas virtudes de la ciudadanía a través de la argumentación,
buscando cooperativamente la verdad, aceptando que se puede fallar y
aceptando que otras perspectivas también pueden tener razón, sino que por
el contrario la promoción de este modelo se ha basado estrictamente en la
intolerancia, en la negación de cualquier alternativa y en el menoscabo de
todo aquello que podría contribuir a la identificación comunitaria del
ciudadano.
Esto posibilita afirmar que la lógica del modelo prevaleciente
estructurada en torno al egoísmo racional y la racionalidad estratégica tiene
un fuerte efecto transvalorador que afecta a las virtudes de la ciudadanía de
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tal forma que las convierte en su opuesto, generando verdaderas anti-virtudes
porque la argumentación, la deliberación, la búsqueda cooperativa de la
verdad, la tolerancia y también el sentido de pertenencia solamente
conservan la carcaza, solamente son utilizados como medios reproductivos,
pero de ninguna manera como virtudes a cultivar.
Creo que en este día de la filosofía debemos rescatar y promover lo
más importante que nos deja la tradición del pensamiento, la apuesta al
discurso racional, la apuesta a las virtudes necesarias para promover ese
discurso racional y la aceptación de que el otro también puede tener razón.
En esa relación entre discurso filosófico y comunidad, entre interpretación y
crítica se encuentra siempre presente la posibilidad de que lo interpretado
sea mejor interpretado, por lo que el cultivo de la tolerancia, la participación
en la vida pública de la comunidad a través del discurso racional
argumentante y el cultivo de la pertenencia a nuestra comunidad se
presentan como algunas de las armas que posibilitan enfrentar el modelo que
encarna la intolerancia, la negación de la argumentación y la fragmentación
comunitaria.
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