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La Desmitificación de la Conquista
Título abreviado: La Desmitificación de la Conquista
La Desmitificación de la Conquista y la Verdadera Mexicanidad
Carlos Orestes Calderón Tena
La Sierra University
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La Desmitificación de la Conquista
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La Desmitificación de la Conquista y la Verdadera Mexicanidad
La mexicanidad moderna y sus contradicciones
Cada nación, cada pueblo, y cada comunidad tienen una historia fundamental,
casi siempre heroica, maravillosa y mística que provee a sus integrantes de una
sensación de unidad, origen, y honor. La historia mexicana, lejos de ser la excepción,
es una de las más ricas y fabulosas de la historia moderna. En los libros de historia,
cultos como corrientes, en las pláticas de la gente, en los cuadernos escolares de los
niños, incluso dentro del Palacio Nacional se encuentran pintadas las historias de
cómo México ha pasado de ser una tierra de culturas milenarias que creían compartir
un suelo “de todos” –el anáhuac, el universo– a un país de gente conquistada por
exploradores de un Viejo Mundo. “Cualquiera en la calle lo sabe: ‘los españoles nos
conquistaron’.” No es extraño, pues, que uno de los ejes centrales de la historia de
México se enfoque en el encuentro entre los españoles y los indígenas.
Si analizamos la mentalidad popular, quizás el encuentro podría describirse
más o menos así: “México fue conquistado por los españoles; sin embargo, mediante
la heroica lucha de independencia, México obtuvo su libertad y los españoles fueron
expulsados del país.” Es durante la revolución de 1910 cuando se establece el
concepto de la identidad mexicana de una manera profunda y generalizada, inspirada
por los ideales de justicia, unidad y valor por los que campesinos, militares e
insurgentes diversos lucharon en tal época. Sin embargo, el problema de la identidad
mexicana se manifiesta aun hoy no sólo en la cultura popular (e.g., el rechazo al
malinchismo), sino en la actividad intelectual de diversos artistas y pensadores de
origen mexicano, dentro y fuera de México.
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Muchos mexicanos e hispanoamericanos diversos al encarar las
contradicciones del rechazo a lo español, hemos sentido alguna vez que nos queda un
sabor de vacío, un hueco en el espíritu, cuando nos damos cuenta que, o no hemos
expulsado totalmente a “los invasores” o aun después de haberlo hecho no nos ha
quedado nada, sino soledad… porque nos hemos expulsado a nosotros mismos. De
igual forma, el denigrar al mundo indígena es denigrar a una parte de nosotros
mismos. De esta manera quedamos solos, perdidos en el laberinto de Octavio Paz,
como si quisiéramos olvidar el doloroso encuentro de nuestras raíces; como si nos
avergonzáramos de quiénes somos y cómo llegamos a serlo; peor aun: como si ni
siquiera deseásemos entender nuestro pasado y prefiriésemos dejar que otros nos
dijeran qué es honroso y por qué no podemos sentirnos dignos de nuestra nación.
Como lo explica Paz, nos ponemos máscaras europeas en las fiestas y en el trabajo, y
humillamos al indígena en casa; mas cuando vamos al extranjero o los visitantes
llegan a la plaza mayor de la ciudad, nos “enorgullecemos” de nuestros indios o
incluso nos vestimos como ellos, y decimos: esto somos. Somos lo que nos da
vergüenza, y no aceptamos lo que anhelamos ser, entre otras contradicciones. Es
pasmoso, decía Octavio Paz, que una nación tan rica en tradición sólo se conciba
como negación de su origen (1950). Es por ello que el autor arguye que, además de la
tradicional exaltación del carácter indígena de México, la desmitificación del legado
hispánico y su impacto en la sociedad mexicana es esencial para una apreciación objetiva
y desapasionada de la mexicanidad moderna.
México son los mexicanos. Como lo describe Fernández del Valle, “México
no es un ser substancial” (2001), sino que se compone por relaciones humanas, una
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historia común, y una psicología social. México es, fundamentalmente, una
experiencia psicológica. Al percibir a México de esta manera, es decir, como
resultado de una mente social, estamos en posibilidades de explicarlo a partir de las
características “naturales” de la sociedad que lo experimenta (e.g., razas, etnias,
situación geográfica) y las circunstancias de desarrollo de dicha sociedad (e.g.,
historia, tradición, cultura), y nos evita la pena de caer en algún romanticismo vacío o
un idealismo inútil –inútil porque poco reflejaría la realidad y poco haría por
ennoblecer el México presente, el México vivo.
El uso extendido de la palabra mexicanidad, como ya se ha mencionado, se
origina a partir de la revolución de 1910. Así pues, la mexicanidad en su sentido más
tradicional corresponde al sentimiento nacionalista originado por el sector campesino
que se desplazó y luchó a través de las diversas áreas del país durante el movimiento
revolucionario. La mexicanidad de la Revolución está ligada más que nada a la
identidad mexicana descubierta por los pueblos completa o predominantemente
indígenas; es entonces cuando por primera vez lo indígena cobra conciencia de sí
mismo, y lo no indígena (e.g., lo mestizo, lo europeo, lo africano) reconoce las
enormes contribuciones del México indígena al México moderno.
Extremos de soledad
Muchos mexicanos, desilusionados con el problema de su propia mexicanidad,
y “creyentes” de lo que la escritora mexicana Laura Bolaños llama el mito de la
identidad perdida (2001), prefieren que tal inquietud duerma en lo más recóndito de
su intelecto y de su corazón, oculto entre el trabajo, las fiestas, y la rutina. Otros,
capaces aún hoy de ejercer el cinismo heredado de los palaciegos degenerados –los
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criollos ricos sin afán de superación, leales a la corona, pero dañinos para el
desarrollo de la Nueva España– como los llama José Vasconcelos (1925), se inclinan
por la hispanofilia o la xenofilia exageradas, e incluso la negación de su mexicanidad.
Finalmente, y a este grupo quizás pertenece un gran número de mexicanos, están
quienes Octavio Paz ha descrito como los protagonistas de un laberinto de soledad.
Para ilustrar la angustia y la pasión a las que puede conducir el aislamiento cultural y
la sensación de pérdida de identidad, Paz nos habla, por ejemplo, del pachuco (1950):
la persona de origen mexicano que no se integra a su entorno estadounidense, al
tiempo que no es capaz de aceptar sus raíces mexicanas, y más aun, vive como
avergonzado. Si Paz ha llamado al pachuco el extremo de la soledad, cabe la pregunta
de cómo habría llamado el ilustre mexicano a ciertos neo-chicanos extremistas
(distintos a los genuinos chicanos), quienes trazan su origen única y exclusivamente a
la tierra mítica de Aztlán, reniegan del legado europeo, de su entorno estadounidense
y de su hermandad con el mexicano, y terminan por confundir la raza cósmica de
Vasconcelos con una raza paria, la raza, a veces promotora de una actitud más
segregacionista e intolerante –más bien enajenadora– que las de los grupos a quienes
se han afanado en denunciar. Pero no es necesario ir a Estados Unidos y encontrar a
los pachucos: los mexicanos se sienten solos en México. Imaginemos los siguientes
diálogos en la calle mexicana:
¿Es usted tonto?
–“¡No! ¿Que me ve cara de indio?”
¿Es usted español?
–“Ni lo mande Dios, yo no tengo nada que ver con esos malditos.”
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Ninguna de ambas respuestas resultaría sorprendente. Lo curioso es que
obviamente la mayoría de los mexicanos ni son indios ni son españoles, sino que son
las dos cosas (se estima que aproximadamente el 60% de los mexicanos son de origen
mestizo, 30% indígenas puros, y un 10% de origen europeo, principalmente español
[Encarta 2001]). Desafortunadamente, a veces quisieran ser sólo la una, luego la otra;
a veces desprecian ésta, luego aquélla, y al final de cuentas reniegan de las dos: una
por abusiva y otra por ignorante. Así también, parece que en México existe una
aberración por procurar lo que no es propio; como ejemplos clásicos: las facciones
europeas son veneradas como sinónimo de belleza, aunque no predominan éstas en
México; las ruinas de Teotihuacan han querido ser consideradas como iconos
exclusivos de la verdadera mexicanidad, aunque no se sabe con certeza quiénes son
sus creadores ni por qué fueron abandonadas finalmente.
Habiendo expuesto algunos de los extremos a los que ha conducido la
mexicanidad mal entendida, se hace evidente la necesidad de reconsiderar la
mexicanidad desde una perspectiva sincera, sin apasionamientos, y más bien
constructiva. Las consecuencias para la sociedad mexicana –y el resto de
Hispanoamérica– del claro entendimiento de sus orígenes son de insospechada
magnitud; o como lo dice Paz (1950), quizás en cincuenta años nos asombraremos de
las preguntas que nos hacemos hoy; o bien, aunque sean las mismas preguntas, los
enfoques serán distintos. La aceptación e integración entre las corrientes culturales
que han dado origen al pueblo mexicano moderno no corresponden solamente a un
entendimiento letrado o una apreciación estética inútil, sino que constituyen el primer
paso real hacia una conciencia social saludable y más prometedora.
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Si bien algunos dijeran que México es un país conquistado, no lo es en tanto
que ya no habitan en él ni soldados ni frailes españoles, ni tampoco está envuelto en
alguna insurrección indígena de proporciones nacionales; más bien pareciera que a
México lo están conquistando aquéllos a quienes Octavio Paz (1950) escribe:
No toda la población que habita nuestro país es objeto de mis reflexiones, sino
un grupo concreto, constituido por esos que por razones diversas, tienen
conciencia de su ser en tanto mexicanos. Contra lo que se cree, este grupo es
bastante reducido. En nuestro territorio conviven, no sólo distintas razas y
lenguas, sino varios niveles históricos. (p. 13)
La minoría de mexicanos que poseen conciencia de sí no constituye una
clase inmóvil o cerrada. No solamente es la única activa –frente a la inercia
indoespañola del resto– sino que cada día modela más el país a su imagen. Y
crece, conquista a México. Todos pueden llegar a sentirse mexicanos. (p. 14)
Así pues, sólo a los mexicanos que viven el presente –porque las personas no
viven en la historia, sino que las personas son la historia (Paz, 1950)– les pertenece
México. Los niveles históricos de Paz nos recuerdan que la historia puede ser
entendida como cíclica (especialmente según la tradición indígena) y que tiene etapas.
Más aun, nos señala que las heridas del pasado jamás terminan de cerrar, en tanto que
su sangre sigue emanando en el presente (1950). Para entender la conquista del
México moderno es, pues, necesario comprender la conquista del México
prehispánico, y para esto nos remontamos al punto clave de la historia mexicana: la
conquista española.
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La mexicanidad prehispánica y sus contradicciones
Como todo mexicano encerrado en sí mismo y perdido en el laberinto de
Octavio Paz sabe, “los españoles conquistaron a México.” Es de esta premisa
simplista de donde se desprenden los tonos más folclóricos y heroicos de los cuales el
mexicano común y corriente se quiere sentir orgulloso y digno. Al reducir la
Conquista, iniciada por Hernán Cortés, a un crimen alevoso e inhumano –olvidando
que las guerras de conquista en aquel tiempo no eran asuntos desconocidos ni para los
europeos ni para los americanos– no queda otro remedio que reducir a los españoles a
la categoría de villanos, al tiempo que se les da a los pueblos indígenas el estatus de
mártires. No quiere decir esto que se deban celebrar las masacres de la Conquista,
pero interpretar su significado con apasionamientos o desde el punto de vista de la
dicotomía del bien y el mal puro, produce ciertas contradicciones dañinas de la
mexicanidad moderna, como se ha descrito.
Al enajenarnos de la Conquista, es decir, al repudiarla como un ataque a
nuestro “todo” –en lugar de verla como un complemento de nuestra totalidad, como
una semilla que estalla y muere para dar vida– no queda otro remedio que segregarnos
de la hispanidad, y tratar de asumir únicamente el punto de vista indígena, aunque
esto es imposible; el México popular (a diferencia del intelectual y el histórico) “no
tiene memoria antes de la conquista española” (Bolaños, 2001), ni lingüísticamente,
ni religiosamente, ni culturalmente, salvo por las aportaciones relativamente pequeñas
hechas a la cultura hispánica recibida, o bien, aquellos grupos étnicos intactos y
marginados que no han sido integrados al México moderno. En consecuencia, la
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ilusión de que la mexicanidad actual es y debe ser la descendiente directa y exclusiva
de la mexicanidad prehispánica deja a México violado, sin memoria y sin espíritu.
El problema de la mexicanidad no sólo se limita al período actual, sino que
prácticamente toda la historia mexicana está fundamentalmente tergiversada en la
conciencia del pueblo, tanto por ignorancia como por malos programas de educación
nacional en lo que a historia y civismo se refiere. La distorsión fundamental de la
mexicanidad prehispánica, muy extendida en la mente social, es la idea de que en el
siglo XVI los españoles llegaron “a México.”
Como lo relata el ilustre soldado cronista, Bernal Díaz del Castillo en su
Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España, cuando Cortés y su
compañía exploró los terrenos de los que hoy son los estados de Yucatán, Tabasco y
Veracruz, se encontraron con distintos pueblos, algunos amistosos, otros hostiles, y
cada uno con una lengua y cultura particular. Es decir, no existía México como país.
El nombre de México como nación, no se conoció hasta el siglo XIX, y se derivó
primero del nombre de la ciudad capital del imperio azteca, la cual mediante guerras
de conquista y políticas sanguinarias había alcanzado el dominio de Mesoamérica
durante los siglos XIV y XV –de ahí la numerosidad de los enemigos mexicanos de
los aztecas– y después del nombre de la capital de la Nueva España, fundada gracias a
la derrota de los aztecas por parte de los españoles y los tlaxcaltecas (Encarta, 2001),
entre otros pueblos indígenas.
De manera también distorsionada, la imagen del conquistador se concibe en la
mentalidad popular como la de un monstruo, un tirano cuando menos, ya más por
tradición que por reflexión. Ilustres artistas mexicanos, como el pintor Diego Rivera,
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no han hecho poco para fortalecer el halo de inhumanidad de los españoles. Las
crónicas de Díaz del Castillo, por otro lado, relatan una historia humana y
relativamente elocuente; éstas salen a la luz por primera vez en 1632 en Madrid. Díaz
narra cómo la primera familia mestiza formada en el territorio que hoy llamamos
México ocurre probablemente en la península de Yucatán. Al enterarse Cortés de que
dos españoles habían sido hechos esclavos por ciertos señores indígenas, manda una
embarcación con una comisión para pagar el rescate de sus congéneres, y una carta
que dice:
Señores y hermanos: Aquí, en Cozumel, he sabido que estáis en poder de un
cacique detenidos, y os pido por merced que luego os vengáis aquí, a Cozumel,
que para ello envío un navío con soldados, si los hubiésedes menester, y
rescate para dar a esos indios con quien estáis; y lleva el navío de plazo ocho
días para os aguardar; veníos con toda brevedad; de mí seréis bien mirados y
aprovechados. Yo quedo en esta isla con quinientos soldados y once navíos; en
ellos voy, mediante Dios, la vía de un pueblo que se dice Tabasco… (Díaz,
2002, p. 43)
Uno de los cautivos responde con alegría al mensaje, mientras que el otro
contesta al enviado:
Hermano… Yo soy casado y tengo tres hijos, y tiénenme por cacique y capitán
cuando hay guerras; idos con Dios, que yo tengo labrada la cara y horadadas
las orejas. ¡Qué dirán de mí desde que me vean esos españoles ir de esta
manera! Y ya veis que estos mis hijitos cuán bonitos son. (p. 44)
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Prosigue Díaz del Castillo a referir cómo la esposa india corre al mensajero
diciéndole en su lengua, “mira con qué viene este esclavo a llamar a mi marido; idos
vos…”
La crónica de Díaz esta repleta de relatos en los que se muestra el uso de la
diplomacia por parte de los españoles, y la gran visión política de Cortés, quien
dirigió la expedición que, aliada a los pueblos enemigos de los aztecas, lograría el
primer reconocimiento y sometimiento de las tierras dominadas por Moctezuma.
Ciertamente Cortés y sus hombres luchaban con inspiraciones contradictorias:
por un lado eran siervos fervientes de su religión y de su rey, mientras que por otro
buscaban riqueza y poder al grado de desobedecer las órdenes del gobernador de
Cuba, Diego Velásquez. Eran, como Octavio Paz los describe, como el Cid
campeador, luchadores de su rey y perseguidos de él (1950). Eran quizás también una
combinación de Don Quijote y Sancho, idealistas prácticos. Pero sin duda, lo que más
se le debe reconocer a Hernán Cortés es la manera en que siempre se refirió a los
indígenas mexicanos, como personas, nunca como inferiores; su línea de acción fue
centralmente política. “Desde luego, –dice Laura Bolaños–, esto no lo exonera de la
comisión de brutalidades; mas pintarlo como un simple aventurero astuto y codicioso
es rebajar al mundo admirable que conquistó y la nación aborigen que presentó la
resistencia principal (2001).”
Quienes se han dedicado a pregonar la idea de que el conquistador español es
por definición un ser ruin y miserable, han transmitido, probablemente sin querer, un
mensaje de subestimación sobre los pueblos mexicanos prehispánicos –dejando las
bases del México moderno, tanto la europea como la indígena, arruinadas– ya que tal
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acusación se traduce en la conciencia social como que México fue conquistado por
miserables. Si miseria para los mexicanos modernos significa ser concebido, entonces
Cortés trajo la miseria fundamental.
Como lo relatan muchos de los intelectuales hispanoamericanos, Cortés
construyó el puente entre la fecunda cultura española, tan diversa y mestiza como las
ricas culturas mesoamericanas, que transformaría dos mundos mestizos en lo que, con
justa razón, a Vasconcelos se le figuró como la raza cósmica, o el hecho de que los
pueblos están destinados a unirse progresivamente en la Tierra. El joven y magnífico
imperio azteca no fue sometido ni por villanos ni por dioses, sino por hombres
comunes, virtuosos y defectuosos a un tiempo, pero con una férrea voluntad de éxito
pocas veces observada en la historia. No se puede ni se debe negar la atrocidad y la
sangre derramada en el sitio de México-Tenochtitlan, pero de nada sirve deformar y
tergiversar la epopeya de Cortés; por el contrario, ha resultado desastroso. Es Cortés,
a final de cuentas, quien sienta las bases de la Colonia que habría de heredar a los
mexicanos del siglo XIX un país que se extendía desde gran parte de lo que hoy
conocemos como Estados Unidos hasta Centroamérica.
México no sólo son “los vencidos”, sino también “los vencedores.” Todos
pueden llegar a sentirse mexicanos… y aceptar a ambos progenitores. Cortés es,
desde luego, tan mexicano como Cuauhtémoc o Moctezuma. Cortés es padre de la
patria.
Lo cortés no quita lo mexicano
Habiendo analizado algunas de las principales contradicciones presentes en la
identidad mexicana popular moderna, y después de notar los beneficios de aceptar la
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conquista como un evento destructor y formador a la vez –España fue destructora y
constructora, diría Octavio Paz–, queda pendiente la reivindicación de Cortés como
ser humano, y más aun, como mexicano; dado que se consideran mexicanos a los
pueblos indígenas que dieron origen a la mexicanidad moderna, es justo también
considerar mexicanos a los españoles que formaron la nueva patria. Después de todo,
no sólo fueron españoles quienes conquistaron, sino que fueron españoles y criollos
rebeldes quienes iniciaron posteriormente la lucha de independencia (e.g., Miguel
Hidalgo, “Padre de la Patria”); fueron mexicanos de origen español quienes
defendieron a los indígenas durante la Colonia (e.g., Fray Bartolomé de las Casas); de
origen europeo fuera también la ilustre poetisa mexicana Sor Juana Inés de la Cruz.
Mexicano de padres españoles fue también el autor potosino del Himno Nacional
Mexicano, Francisco González Bocanegra, y español peninsular el autor de su música,
Jaime Nunó. Es una aberración para los mexicanos, pues, negar la raíz hispana o
quererse diferenciar tanto de una cultura que cimentó las bases de la mexicanidad
moderna y con la cual se comparte un mismo pasado.
Hernán Cortés, fundador de la Ciudad de México moderna y de la Nueva
España, nació en Medellín, Extremadura, en el año de 1485, siete años antes del
descubrimiento de América, y murió en 1547, en Castilleja de la Cuesta. Su padre,
Martín Cortés de Monroy (Cantú, 1966), fue capitán del ejército y “hombre de honor”
(Abbott, 1904). Su madre, Catalina Pizarro Altamirano, era al igual que su esposo “de
buena familia” (Virtualology, 2000). Aunque se sabe relativamente poco respecto a la
niñez de Cortés, los historiadores señalan que desde su juventud desarrolló un interés
apasionado por la aventura y un carácter inquieto (e.g., Abbott, Cantú); se le describía
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como un joven franco, valiente y generoso; y era conocido por su gusto por explorar
ríos y escalar las montañas en su tierra natal (Abbott). A los catorce años, su padre lo
envía a la universidad de Salamanca a estudiar leyes. Al término de dos años,
desilusionado por una carrera que no era para él, regresa a Medellín. Es entonces, a
los dieciséis años de edad, cuando decide que será soldado; comienza a montar a
caballo, practica la caza y la pesca, y aprende el arte de la esgrima. Un año después,
se enlista con Gonsalvo de Córdova para participar en una expedición italiana contra
los franceses, pero es obligado a permanecer en cama debido a una repentina
enfermedad. Al poco tiempo es nombrado un pariente suyo gobernador de Santo
Domingo, hoy Haití, y es entonces cuando se presenta la gran oportunidad de Cortés
para explorar y aventurarse en el Nuevo Mundo (Abbott, 1904).
Dos exploraciones a México se realizan antes de la de Cortés. La primera se
lleva a cabo en 1517, a cargo de Francisco Hernández de Córdoba, quien con un
grupo de españoles provenientes de Cuba arriba a Champotón, en las costas del actual
estado de Campeche, y descubre la isla Mujeres y Cabo Catoche, en la península de
Yucatán. Para la segunda expedición, en 1518, Diego Velázquez envía a Juan de
Grijalva, quien descubre y explora el río que actualmente lleva su nombre. Continúan
por la costa y pasan por los ríos Tonalá y Coatzacoalcos. La expedición sigue hasta el
río Jamapa, junto al poblado de Boca del Río. Allí son encontrados por emisarios de
Moctezuma, quien creía que los españoles eran enviados del dios Quetzalcóatl y
posiblemente venían a ocupar el gobierno de México. La expedición continúa al norte,
pasa por la isla de Sacrificios, denominada por los indígenas Chalchihuitlapazco,
hasta desembarcar en un islote al que llamaron San Juan de Úlua. El capitán Pedro de
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Alvarado regresa a Cuba con regalos enviados al rey de España y Juan de Grijalva
continúa explorando la costa de Veracruz. Llega hasta el río Pánuco y pone fin a su
viaje para retornar a Cuba (Ortiz, 2003).
Sobresalen en las crónicas de la Conquista ciertos datos. Al parecer Cortés
tenía planes mucho más ambiciosos que el simple seguimiento de las órdenes del
gobernador de Cuba. Se rumorea que Cortés planea deslindarse de Velásquez, y éste
le prohíbe dejar Cuba. No obstante, Cortés sale hacia México, funda el puerto del
actual estado de Veracruz, y se remite a las órdenes exclusivas del rey Carlos I (Díaz,
2002). Las Cartas de Relación de Cortés referentes a su recorrido por México
alcanzan un nivel literario importante, tanto por su significado histórico como por su
carácter revelador del refinamiento y estilo particular de la expresión de Cortés,
posiblemente influenciados por sus estudios en Salamanca.
Cortés descubre pronto las intensas rivalidades entre los pueblos indígenas;
mientras su expedición explora el terreno y libra batallas, se hace de enemigos por un
lado y gana aliados por el otro. Contrario a lo que se podría creer vulgarmente, los
españoles no llegan atacando la ciudad de México ni están solos en su cometido.
Cortés y sus hombres entran a México-Tenochtitlan por una de las calzadas
principales y son recibidos por Moctezuma (Díaz, 2002). Cortés se aloja en el palacio
de Moctezuma, y mientras tanto llega a México un mensajero de su resguardo en
Veracruz avisándole sobre una expedición capitaneada por Pánfilo Narváez, quien
trae consigo órdenes de aprehenderlo y regresarlo a Cuba. Cortés, para evitar una
posible insurrección en su ausencia, hace prisionero a Moctezuma en su palacio de
una forma discreta y permite que sus sirvientes lo traten como si nada estuviese
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ocurriendo; deja a Pedro de Alvarado a cargo de la ciudad, y sale al encuentro de
Narváez, quien es derrotado por un ejército menor al suyo (Díaz, 2002; Ortiz, 2003).
De igual manera, no es Cortés quien inicia los enfrentamientos armados contra
los aztecas. El capitán Alvarado, en un acto sumamente torpe, provoca un altercado
contra los indígenas durante una de las celebraciones en el Templo Mayor,
desencadena una matanza, y de esta manera se realiza el levantamiento de los mexicas
contra los españoles (Bolaños, 2001; Díaz, 2002, Ortiz, 2003).
Cortés regresa a México en medio de la revuelta azteca y se lamenta que
estallara la rebelión. Los mexicas mantienen sitiados a los españoles que se han
atrincherado en el palacio de Moctezuma. Cortés intenta apaciguar la rebelión
utilizando a Moctezuma, pero los mexicas se sienten traicionados por su emperador y
esto culmina en el asesinato de éste (Ortiz, 2003). Bernal Díaz refiere la muerte del
monarca como resultado de las heridas causadas por las pedradas de sus airados
súbditos (2003), mientas que opiniones indigenistas sostienen que los españoles
debieron haber matado al emperador. Sucede entonces la Noche Triste. Los españoles
son superados por los aztecas y tratan de huir por una de las calzadas móviles; los
aztecas repliegan las conexiones a la ciudad y al exterior, y los españoles son sitiados
en medio del lago de Texcoco. Mueren dos terceras partes de la gente española y
pierden todos los regalos así como el botín (Bolaños, 2001; Díaz, 2002, Ortiz, 2003).
Durante las fechas siguientes, estalla una peste de viruela en México, traída, según
ciertas conjeturas, por un negro de la expedición de Narváez (Ortiz), o por los propios
españoles, según otros historiadores.
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Así comienza la historia dolorosa del derrumbe del México prehispánico y el
nacimiento de la Nueva España, que trescientos años más tarde habría de dar origen a
una nación independiente. Es curioso reflexionar cómo, de igual manera, el México
independiente nace de forma dolorosa también: se declara soberano como imperio,
pero su emperador resulta corrupto. Agustín I es exiliado y muerto a su regreso; se
proclama una república. En menos de cien años estalla la Revolución mexicana, y
aunque promotora de profundos cambios de carácter nacional, político y social, no es
resuelta por los insurgentes originales, sino que todos éstos son muertos (e.g., Zapata,
Villa, Ángeles) y el gobierno legítimo de Madero es acabado con su asesinato. Es
decir, México jamás ha tenido una fundación o transición social tranquila ni pacífica,
sino que ha sido producto de sucesivas conquistas por grupos superiores en alguna u
otra forma y divisiones internas. No es de extrañar que la identidad mexicana sea un
tema sumamente complicado, que atañe a aspectos históricos, sociales, y psicológicos.
Las estructuras psicológicas sociales tanto de los españoles del siglo XVI
como de los aztecas siguen vigentes. El pueblo mexicano sigue acostumbrado al
dominio del fuerte sobre el débil, ya que la opresión hacia los pueblos débiles no se
erradicó ni durante el imperio azteca, ni durante la Colonia, ni a través de la
Independencia, ni con la Revolución. Quizás los nuevos eventos en la política
mexicana reciente sean un augurio para una mejoría en los procesos de cambio social,
tal como el “derrocamiento” del otrora invencible Partido Revolucionario
Institucional (nombre que constituye una contradicción en sí mismo) por Vicente Fox.
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La conquista mexicana
Nos pintamos un mundo de buenos contra malos y, por su puesto, resulta que
somos los buenos. En realidad, a los únicos a quienes les correspondería asumir un
papel de “buenos”, y ciertamente de víctimas, sería a los pueblos indígenas mexicanos
–ahora sí mexicanos– y los malos resultamos nada más y nada menos que sus propios
compatriotas, los demás mexicanos. Tales pueblos están constituidos por las
comunidades marginadas que no recibieron la cultura hispana por una u otra razón, y
para quienes la Conquista nunca constituyó un elemento de transformación. Estos
pueblos separados y degradados de México siguen esperando, ya sea una integración
plena al México moderno, o cuando menos, un respeto a su soberanía; de otra forma
acabarán por buscar una independencia genuina o una revolución genuina (e.g., el
conflicto de Chiapas). Como se ha visto, la tergiversación histórica no tendría un
significado importante si no fuera por su tremendo efecto negativo en el pueblo y su
psicología social.
Al exponer las falacias de la historia mexicana popular se entiende la magnitud
del mito cortesano. En primer lugar, aunque desde la época prehispánica existieron
pueblos que se llamaron a sí mismos “mexicanos”, es un error comparar o ligar única
y exclusivamente a ellos al pueblo mexicano actual, dado que la cultura predominante
en lo que hoy se considera México está basada –y no simplemente influenciada– en la
cultura española del siglo XVI. Dichos pueblos mexicanos no constituían una nación,
y muchas veces se consideraban enemigos entre sí. México como nación empezó a
gestarse durante la Colonia y no se consagró hasta tiempo después de la consumación
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de la guerra de Independencia. La escritora mexicana Laura Bolaños ha comentado en
reacción hacia los mitos de la identidad mexicana:
Este error histórico viene desde los independentistas, en especial de Carlos María
de Bustamante y Fray Servando Teresa de Mier, que son los principales
impulsores de esta corriente, que nos presentó la independencia como
recuperación del país, como si lo que hoy llamamos México hubiera sido un país
constituido con anterioridad a la conquista, y los españoles lo hubieran usurpado.
El desconcierto de la gente es muy particular cuando les digo: ¿Quién
conquistó a este país? Me dicen, “pues los españoles.” Pues no: Ellos lo fundaron
con el nombre de Nueva España. Dicho así de entrada parece una blasfemia
antimexicana, de principio es un choque. Pero los españoles fundaron el país, ya
que no existía como tal.
El país no era azteca. Existía un imperio azteca, que tampoco era como
los imperios europeos, pero que tenía dominio sobre una serie de grupos, de
tribus y naciones indias. Al presentarnos de esta manera la historia, que es la
historia de la nación azteca, [se ignora] al resto de los grupos y culturas (Ruiz,
2003).
La mexicanidad actual es, pues, imposible sin la Conquista. La Colonia fue un
proceso de transformación y no un problema pasajero. Aceptar esto íntegramente no
es en menosprecio de las culturas indígenas ni demás grupos que componen a la
nación, sino por el contrario, los justifica como partícipes congruentes de la historia.
Finalmente, si juzgáramos el conflicto español-azteca desde el punto de vista
de la ética moderna no solamente nos privaríamos de un análisis objetivo y útil de los
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hechos, sino que dañaríamos aquello que la historia precisamente pretende ofrecer al
pueblo: identidad, sentido de pertenencia, y perspectivas para el futuro. Así tenemos
que pensadores reaccionarios, contrarios a la interpretación manipuladora de la
historia, se pronuncian a favor la Conquista como elemento innegable del México
moderno:
Por ejemplo, un grupo político … hizo la conmemoración de lo que los
españoles llamaron la “Noche Triste”, y fueron al árbol a hacerle un homenaje
a Cuitláhuac. No dudo que se lo merezca, pero eso es una verdadera tontería
en el sentido [de] que están contra la Conquista. No se puede estar en contra de
un suceso que dio origen a un país, por bárbaro y brutal que haya sido (Ruiz,
2003).
La verdadera mexicanidad, sana y más gloriosa que cualquier epopeya, surge
de la comprensión objetiva y la aceptación del choque entre los dos padres de México,
no así de la exaltación de uno y el rechazo del otro.
Al desmitificar, es decir, al quitar el halo de inhumanidad total ligado a la
figura del conquistador español, particularmente la de Hernán Cortés, y presentarla
como la de un hombre genuino, se comprende su papel decisivo, para bien o para mal,
como primer promotor de la sociedad mexicana moderna, y por ende, de la verdadera
mexicanidad en un México libre y diverso, conquistado por mexicanos concientes de
sí mismos y de su origen.
Mediante la aceptación de su propia identidad, México se descubre a sí mismo
como una nación dinámica, no estática. La verdadera mexicanidad hace que el
mexicano se deshaga de su mítica falta de identidad precisamente al aceptar sus
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orígenes, y más aun, hace que cobre plena conciencia de sí mismo al entenderse como
resultado de las revoluciones sociales y culturales de México, incluyendo la
fundamental, la conquista hispánica. Sólo mediante el impulso de una sociedad más
equilibrada el pueblo de México podrá desarrollarse plenamente, y sólo mediante la
aceptación, es decir, la apreciación de la herencia indígena y la desmitificación del
legado hispano, se alcanzará una visión más objetiva, sana y fructífera de la mexicanidad
moderna.
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