EL PAPEL DE LAS FAMILIAS EN SITUACIONES DE ATENCIÓN

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EL PAPEL DE LAS FAMILIAS EN SITUACIONES DE ATENCIÓN
PROLONGADA A LAS PERSONAS MAYORES
Alfonso García Martínez y Mª Lourdes Cobacho Inglés
(Universidad de Murcia)
RESUMEN
En este artículo se pone en tela de juicio ciertos tópicos o mitos sobre los que
históricamente se ha justificado que la responsabilidad de los cuidados prolongados
recaiga primordialmente en la familia, hablando de una supuesta "responsabilidad
filial", y plantea cuestiones tanto sobre el papel que debería asumir el Estado respecto a
la creación de políticas sociales y económicas adecuadas, como sobre la relación, cada
vez más visible, que puede existir entre desimplicación del Estado y maltrato de las
Personas Mayores.
ABSTRACT
In this article are questioned certain topics or myths that are suposed the base to
justify and establish that the family is the first reponsible of the long-term cares, in
order to a supposed "filial responsibility", and it is posed some questions about the rol
that State should assume with respect to the creation of appopiated social and
economics policies and about the relationship, more and more evident, that can exist
between non-implication of the State and the abuse of ageing people.
PALABRAS CLAVE: Calidad de vida, cuidados prolongados, familia, responsabilidad
moral, políticas sociales, Estado.
KEY WORDS: Quality of life, lingering cares, family, social politicals, moral
responsibility, State.
1. PROMOCIÓN DE LA SALUD Y PERSONAS MAYORES
Muchas de las enfermedades que conducen a la dependencia en la vejez son el
resultado de conductas y experiencias vitales anteriores. Consecuentemente, los estilos
de vida y los entornos saludables en edades tempranas están estrechamente asociados
con unas mejores condiciones de salud en la vejez. De ahí la importancia de impulsar la
Educación para la salud a lo largo de toda la vida en la pugna porque los estilos de vida
se correspondan con condiciones de vida suficientes para su plena expansión. Sin
embargo, ello no implica que la promoción de la salud no deba continuar en el período
de la vejez. En primer lugar, porque la evidencia acumulada nos muestra que el
mantenimiento de estilos de vida saludables en la vejez supone unas mejores
condiciones de salud. En segundo, existe un campo de acción considerable para mejorar
las experiencias de pobre salud y de enfermedad por medio de políticas sociales y de
salud.
Esta es la razón por la que la previsión de recursos comunitarios se asocia con
resultados sociosanitarios positivos, en especial porque permitir a las Personas Mayores
permanecer en su comunidad mediante el establecimiento de servicios sociales y de
edad, comporta considerables beneficios. Por ejemplo, las familias se benefician de la
reducción de su inversión en la prestación de los cuidados y de una mejor participación
de los mayores en las tareas familiares, como el cuidado de los nietos. Pero también las
comunidades se benefician al conseguir que las Personas Mayores sigan siendo
elementos activos de la vida comunitaria, permitiendo que sus cuidadores familiares
prosigan con sus actividades laborales.
Aunque prestar apoyo para permitir que las Personas Mayores sigan viviendo en
sus hogares habituales, es el objetivo central de la prestación de servicios comunitarios,
no se puede obviar que existe una proporción de estas personas con serios problemas
que requieren una actuación residencial de larga duración o cuidados sanitarios. En uno
y otro caso la responsabilidad de los cuidados debe corresponder a los servicios
públicos y no ser derivada a las familias, tanto funcional como financieramente.
En efecto, la posición económica de muchas personas mayores es desfavorable y
esta situación se ve agravada, en el entorno europeo, a causa de las enormes
disparidades de las políticas de cada Estado particular. (Fletcher, Breeze, y Walters,
1999; García, 2001); y estas diferencias, según las tendencias en vigor, en el empleo, la
jubilación y los sistemas de previsión, parece que se ampliarán más aún para las futuras
cohortes de Personas Mayores.
Así, las diferencias de estatuto socioeconómico y sus repercusiones en la salud
se mantienen en la vejez: las Personas Mayores con indicadores socioeconómicos
desfavorables tienen un mayor riesgo de muerte, de ser ingresados en centros de
cuidados y de padecer enfermedades (Acheson, 1998).
Para afrontar esta situación, se requiere una actuación pública global que tanto
desde el punto de vista social y de salud, como económico garantice (lo que no impide
la implicación activa y voluntaria de organismos y personas de la comunidad o de la
familia) unos mínimos vitales para disfrutar de un entorno (accesibilidad a vivienda,
confort de la vivienda, servicios, transportes, equipamientos urbanos del vecindario,
etc.), de una alimentación saludables, de oportunidades de ocio así como de la
satisfacción de las necesidades de atención médica y de cuidados que una persona
mayor pueda necesitar; y, muy especialmente, en el caso de las mujeres mayores, como
resultado de su menor participación en las actividades laborales consideradas
productivas, situación que se agrava en el caso de las mujeres divorciadas.
Pero la realidad es que en muchos países europeos el nivel de las pensiones no es
el adecuado, en especial en el caso de tener gastos adicionales para costear cuidados de
larga duración para sí o para su cónyuge. La variedad de situaciones hace razonable la
exigencia de prestación de servicios universales para las Personas Mayores y una
especial dedicación a la cobertura de éstas, ya que la experiencia muestra que, a) la
mayoría no puede pagarse servicios privados y b) muchas Personas Mayores no
reclaman servicios adicionales que pueden estar a su disposición a causa de su escaso
nivel relacional y sociocultural. Todo ello apunta a una reducción en sus posibilidades
para alcanzar cotas de calidad de vida aceptables.
2. LAS DIFICULTADES DEL CONCEPTO DE CALIDAD DE VIDA
El término "calidad" hace referencia a ciertos atributos o características de un
determinado objeto (la vida), y a su vez; la "vida" supone una amplia categoría que
incluye a todos los seres vivos. Pero la vida puede ser analizada desde distintas
perspectivas y, por tanto, la determinación de lo que es calidad de vida ha de ser
necesariamente interdisciplinar. De acuerdo con la perspectiva esbozada por FernándezBallesteros (1997), esta situación se reflejaría en los distintos objetos investigadores de
los diversos campos científicos relacionados con la vida.
Así, los ecólogos y biólogos están implicados en la calidad de los nichos
ecológicos que contienen formas más o menos complejas de vida y utilizan indicadores
tales como la pureza del agua, el equilibrio de especies o la deforestación. Por su parte,
los científicos sociales (sociólogos, economistas, pedagogos, etc.) están preocupados
por el bienestar de las poblaciones y utilizan medidas socio-económicas (PIB, renta per
cápita) o sociales (desintegración familiar, tasas de criminalidad, etc.) para aproximarse
a ello. Y desde el punto de vista de la salud (prioritariamente enfocada desde el
paradigma médico) la evaluación se ha llevado a cabo a través de indicadores
epidemiológicos y socio-demográficos (mortalidad, esperanza de vida, tasas de
morbilidad). Sin embargo, ninguno de estos indicadores parece capaz por sí mismo de
dar cuenta suficiente del bienestar humano.
Ante las cuestiones que suscita la calidad de vida se perfilan dos posturas
polémicas. En primer lugar los que postulan que la calidad de vida hace referencia
exclusivamente a la percepción subjetiva que los sujetos tienen de ciertas condiciones
vitales que les atañen, y, en segundo, los que sostienen que la calidad de vida ha de
comprender tanto condiciones subjetivas (relativas a la valoración o la apreciación que
el sujeto tiene de distintas condiciones de la vida) como objetivas, es decir, estas
mismas condiciones de vida pero evaluadas de forma independiente del sujeto. Ello
revierte (Fernández-Ballesteros, 1997) en determinar si la calidad de vida ha de referirse
necesariamente a un concepto idiográfico (el sujeto es quien ha de establecer los
'ingredientes' de su calidad de vida), o si puede ser establecido un parámetro de calidad
de vida general para todos los sujetos, esto es, si responde a un concepto nomotético,
capaz de establecer regularidades suficientemente amplias como para ser generalizables
a una determinada población.
En realidad, creemos que tanto el "subjetivismo" como el "objetivismo" en la
apreciación de la calidad de vida representan postulados de corte reduccionista que
empobrece y desvirtúa un concepto de por sí extraordinariamente diverso. En efecto, la
vida conlleva tanto condiciones objetivas que afectan a los sujetos como las inevitables
y necesarias reflexiones sobre ellas, que las tornan en subjetivas. Por tanto, ambos tipos
de condiciones son ineludibles a la hora de dar cuenta de la calidad de vida de un sujeto
o grupo de sujetos y deben, por tanto, ser tenidas en cuenta en el análisis y
determinación de lo que ésta significa. Así, por ejemplo, si se considera como un
componente insoslayable de la calidad de vida el apoyo social con que cuenta el sujeto,
ello implica un dato objetivo: el número de relaciones sociales que un individuo
establece en una unidad de tiempo, ya que sin relaciones no hay posibilidad de que se
produzca apoyo alguno. Al mismo tiempo, no es menos importante la condición
subjetiva que entraña la satisfacción que el sujeto siente en el mantenimiento de sus
diversas relaciones sociales.
Así, proponer un concepto social en su vertiente definitoria exclusivamente
subjetiva resulta peligroso, puesto que conlleva, de facto, el abandono de objetivos
orientados a modificar aquellas condiciones sociales reales que sean relevantes (incluso
las que son injustas) y orientarse exclusivamente a las cogniciones subjetivas, que bien
pueden llevar a la convicción de vivir en falsos paraísos (García et al., 2000).
No obstante, al comportar elementos subjetivos, algunos autores dicen que sólo el
sujeto puede configurar los elementos de su calidad de vida. Sin embargo, dado que las
necesidades humanas básicas son de carácter bastante general, es poco probable que
exista una divergencia máxima entre los componentes de la calidad de vida atribuidos a
dos seres humanos distintos. Pero sí es posible que ciertos elementos tengan un mayor
peso que otros en determinados momentos o situaciones vitales. Así, la salud es un
componente incuestionable de la calidad de vida, sin embargo; para los jóvenes la salud
es secundaria respecto al trabajo o las relaciones sociales, mientras que para las
personas mayores cobra una importancia máxima. Por tanto, "es posible establecer un
concepto general o nomotético de calidad de vida, aunque es también posible otorgar
pesos relativos -para distintos sujetos- a las variables implicadas aproximándonos a un
concepto cuasi-idiográfico de la calidad de vida" (Fernández Ballesteros, 1997: 92).
Más allá de las conceptualizaciones, a nuestro parecer, la calidad de vida se expresa
en distintos contextos o circunstancias que permiten explicar las diferencias
intersubjetivas de la calidad de vida: la edad, el género, la posición social, el vivir en el
propio domicilio o en una institución son, sin duda, variables que permiten predecir la
calidad de vida de una persona.
En este sentido, la vejez supone uno de los contextos sociales donde más incidencia
ha tenido la investigación sobre la calidad de vida. La asunción general es que las
Personas Mayores experimentan, a lo largo de la vejez, una serie de pérdidas o
disminuciones de las condiciones o componentes vitales que habitualmente forman
parte de la vida; por lo que su calidad de vida se ve afectada de manera negativa.
De ahí la puesta en pie de políticas sociales (aún insuficientes) de atención a las
Personas Mayores, destinadas a satisfacer este deterioro de las condiciones en que se
desenvuelven. Lo que conduce a la apreciación, teóricamente aceptada, de que la
calidad de vida no debe entenderse como un estado, sino como un fenómeno social
complejo y un proceso activo que incluye la producción, distribución y percepción
social de aquellos valores (incluidos en la denominación de calidad de vida) que
condicionan el grado de satisfacción de la población, y sobre los que pueden
desarrollarse algunas formas de medición objetivas, a través de una serie de indicadores.
Algo que no debe hacer olvidar el ya reseñado peso específico de las vivencias que el
sujeto pueda tener de tales valores y condiciones que parecen integrar la calidad de vida
en la vejez. A saber:
a) la salud (tener buena salud)
b) las habilidades funcionales (valerse por sí mismo)
c) las condiciones económicas (buena posición y/o renta)
d) las relaciones sociales (con familia y amigos)
e) la actividad (o mantenerse activo)
f) los servicios sociales (que sean buenos)
g) la calidad en el propio domicilio y del contexto inmediato (buena vivienda y calidad
del entorno)
h) la satisfacción con la vida (estar satisfecho)
i) las oportunidades culturales y de aprendizaje (tener la oportunidad de ver y aprender
cosas nuevas).
Pero, para que tales valores puedan ser integrados y utilizados por los sujetos, es
preciso poner a su disposición todos los recursos objetivos propios de un Estado de
bienestar avanzado. Algo que se ve especialmente dificultado cuando las Personas
Mayores requieren de cuidados y atenciones que no pueden proporcionarse por sí
mismas, esto es, cuando se les considera ‘dependientes’ de una ayuda externa. Por eso,
es especialmente interesante, valorar el impacto de los cuidados conferidos a las
Personas Mayores dependientes (García, 2001) y el papel que en ellos juega y han de
jugar sus familias.
3. CUIDADOS PROLONGADOS DE PERSONAS MAYORES. EL PAPEL DE
LAS FAMILIAS.
El paradigma que sostiene la concepción dominante de las políticas y prácticas
orientadas a los cuidados prolongados presupone la primacía de las familias como
responsable de las necesidades a largo plazo de las Personas Mayores afectadas. Esta
orientación ha convertido la prestación de los servicios en casa y los basados en la
comunidad en algo único, situado entre los servicios médicos y los de apoyo, porque la
posibilidad de elección entre ellos no está restringida sólo a la consideración de las
necesidades de los beneficiarios y de los recursos financieros.
Los servicios de cuidado en el hogar están previstos para beneficiar a los
individuos implicados, pero la capacidad de elección de los servicios está directa o
indirectamente influenciada por la disponibilidad de los miembros de la familia capaces
y dispuestos a prestar sus cuidados. En suma, los familiares que proporcionan cuidados
han sido introducidos como un tercer elemento en la negociación entre los proveedores
de atención y servicios y sus beneficiarios.
Existe, desde luego, una posición alternativa, que sitúa en los individuos (y no
en las familias) la responsabilidad primaria en los cuidados de larga duración, y que
sostiene que este cambio de responsabilidad, respecto de las dependencias físicas en el
tramo final de la vida, que propugna la transferencia de esta responsabilidad desde los
miembros de la familia a los individuos, promoverá el desarrollo de una política de
cuidados de larga duración más viable y equitativa, a la vez que repercutirá en un
sistema de servicios sociales y sanitarios con capacidad para afrontar las necesidades en
expansión de cuidados de alta calidad.
4. LOS CUIDADOS FAMILIARES
Todas las evidencias existentes ponen de manifiesto que las familias
proporcionan la mayoría de los cuidados a los mayores dependientes en nuestra
sociedad, y, dentro de las familias, especialmente las mujeres. Sólo una pequeña
proporción de mayores afectados están vinculados únicamente a servicios formales de
atención. (Doty, 1986; García et al., 2002). Por tanto, la familia no sólo es la principal
fuente de cuidados, sino que los miembros de la familia mantienen sus funciones de
cuidado, optando por transferirlas a la clínica sólo en última instancia, es decir, como
última opción (Pitrou, 1992). Lo cual no obsta para que existan grandes variaciones en
la extensión y la intensidad de los cuidados prestados: según el género, la cohorte
generacional, la pertenencia grupal y la clase social de los diferentes cuidadores
familiares (Montgomery y Korloski, 2000).
Dos razones distintas se han avanzado para establecer la ya ampliamente
documentada relación entre las conductas de cuidados de los miembros y de la familia y
sus respectivos estatutos dentro de la estructura familiar y de la estructura social más
amplia. La primera es que las pautas de cuidados familiares reflejan la adhesión a una
obligación moral "natural" o "inherente" de cuidar a sus miembros dependientes
(Hooyman y Gonyea, 1995). La segunda sostiene que la atribución de las pautas
actuales de cuidados a la "elección" de las familias o de los recursos sociales existentes
es tautológica e invoca un imperativo moral inherente a la responsabilidad familiar, en
tanto que medio para desarrollar y mantener las políticas sociales, inicialmente
orientadas por criterios económicos y políticos. Así, los cuidados familiares no son el
resultado de una sedicente obligación moral sino la consecuencia de políticas sociales
que benefician a poderosos segmentos de la sociedad y que son defendidas mediante la
invocación de una retórica moral (Guberman et al., 1992).
5. LA OBLIGACIÓN MORAL, ¿REALIDAD O FICCIÓN?
Un medio de defensa de la noción de que la "responsabilidad filial" en el
cuidado de los mayores es algo inherente, es el recurso al mito de una edad dorada de
responsabilidad filial, en la que la familia tenía un fuerte sentido de la responsabilidad
frente a sus miembros más viejos y enfermos. Por contraste, hoy este sentido de la
responsabilidad estaría mucho más distendido, y no prepara a los miembros de la
familia para asumir sus deberes, es decir, los deberes que se desprenderían del mítico
concepto de ‘piedad filial’ (García y Escarbajal, 1997).
Cualquiera que sea el período histórico donde se sitúe esta época dorada de la
responsabilidad de los cuidados de los mayores (primacía de los 'valores familiares') se
le supone una superioridad moral respecto del momento actual. Pero nada hay cierto ni
sobre su existencia, ni sobre el hecho de la supuesta 'desimplicación' de las actuales
familias respecto de sus miembros, hablando en términos generales. En primer lugar,
porque antes del siglo XX la esperanza de vida era muy pequeña y porque los vínculos
económicos eran determinantes de las formas adoptadas por la organización familiar, y
no por los argumentos morales o de deber filial (Jacobson, 1995).
5.1. Las pautas de cuidados reflejan alternativas
Una manera consistente de mantener el apoyo a las políticas y programas
existentes es el de afirmar su congruencia con las elecciones del público. Por tanto, no
es sorprendente que los administradores hayan atribuido el modelo dominante de
cuidados a elecciones adoptadas por miembros de las familias que se sienten vinculados
por una obligación moral. Sin embargo, por definición, una opción prescribe la
existencia de alternativas; y las políticas en vigor no tienen ninguna o muy escasas
alternativas. Más aún, no existe una política sobre las familias, si bien ello no implica
que no la haya en relación a la responsabilidad familiar respecto al cuidado de los
mayores (tal y como aparece en el Código Civil Español y de otros países).
La clara continuidad entre las políticas de cuidados de larga duración y los
modelos de cuidados familiares evidencian que las pautas de cuidado no son el simple
resultado de elecciones realizadas por los miembros de la familia que se adhieren a
algún tipo de orden moral 'inherente' tal y como los administradores políticos quisieran
mantener. Más aún, esos modelos de cuidados surgen como consecuencia de leyes y
prácticas sociales más que de las alternativas disponibles para los miembros de las
familias (Neysmith, 1993). Por tanto, las pautas de cuidados familiares de larga
duración no son el resultado de un reflejo de un orden moral inherente, sino el reflejo de
las políticas adoptadas sobre este tema, como resultado de la influencia de factores
históricos, económicos e ideológicos.
5.2. La primacía de la responsabilidad familiar
Esta primacía del modelo familiar en la administración de cuidados a familiares
dependientes se ve acompañada por dos consecuencias importantes:
1) Los poderes públicos sólo intervendrán en casos de falta de recursos
familiares.
2) Esta ayuda dada a las familias debe reforzar el sistema de cuidados basado
en las propias familias.
Tales consecuencias son coherentes con la ideología individualista presente en el
sistema capitalista (Clark, 1993), que potencia los valores de autodeterminación,
iniciativa económica, productividad, privacidad y libertad frente a cualquier intrusión
por parte de las instituciones públicas. Los individuos tienen, pues, que apoyarse a sí
mismos y depender sólo de personas que asuman la obligación de ayudarles. El Estado
sólo será el último recurso, cuando los demás fallen.
Justamente porque la ideología individualista va contra las normas de
reciprocidad, intercambio e interdependencia es por lo que son precisas para asegurar
los cuidados a los miembros dependientes de cualquier sociedad y se ha hecho necesario
designar algunos segmentos sociales como vigilantes para detectar las necesidades de
los miembros dependientes de la sociedad. La familia, como unidad tradicionalmente
percibida para alimentar un entorno regido por el ethos de la moralidad, amor y deber,
ha sido designada como la fuente lógica para prestar tales cuidados. En este sentido, la
familia aparece como una prolongación del individuo, con lo que la prestación de
cuidados a sus miembros dependientes es una de sus responsabilidades. Pero esta
designación de la familia como 'unidad de cuidados', siendo funcional, es inconsistente
con las bases del individualismo y su apuesta por la libre opción frente a la intrusión de
agencias externas.
5.3. La repercusión económica del modelo
Frente al análisis de la implicación familiar en los cuidados de larga duración
como un principio moral, muchos analistas sostienen que dicha orientación persiste por
razones mucho más funcionales, en especial, porque proporciona beneficios económicos
(Estes et al., 1993). De modo que la perspectiva de "la familia primero" es plenamente
consistente con una visión política de conjunto que se ha caracterizado como un modelo
público oneroso del bienestar, presentando los servicios públicos como un lastre ruinoso
para la economía (Montgomery, 1999).
En este sentido, los aspectos relativos a la igualdad se convierten en
subordinados de los criterios de eficiencia de la economía política, otorgando la
prioridad a convertir los medios destinados a los cuidados en lo menos caros posible. El
papel otorgado a la responsabilidad familiar se traduce, pues, en la tarea de minimizar
los gastos públicos, sólo que adornada por las proclamas relativas al ensalzamiento de
los valores del individualismo, la independencia y la responsabilidad privada, que
santifican el trabajo no pagado de sus miembros, especialmente, de sus mujeres. En este
caso el empleo del término familia, es sólo un eufemismo para designar a los principales
protagonistas de la prestación de cuidados: las mujeres. Y todo ello basado, en su caso,
en una supuesta familia ideal (nuclear y con la esposa como ‘ama de casa’) que no se
corresponde con los cambios sociales que afectan a la actual composición de las
familias, ni con la desigual capacidad económica y social de las familias pertenecientes
a los sectores menos favorecidos económicamente o a grupos socioculturales
minoritarios.
De este modo, las ideologías que sostienen la apreciación dominante sobre la
primacía de la familia en las tareas de apoyo a sus miembros dependientes refuerzan las
desigualdades estructurales del género, la clase y la pertenencia grupal.
6. LA CALIDAD DE LOS CUIDADOS
Más allá de la retórica acerca de la bondad de los cuidados familiares, no todos
los cuidados dentro de la familia reflejan amor, ni hay que suponer que estos sean los
mejores ni los más adecuados para las personas afectadas (Kapp. 1995). Las situaciones
de abuso o abandono de las personas dependientes son un relevante índice del potencial
destructivo emocionalmente o de daño físico que provocan las relaciones en el seno de
la privacidad del hogar (Wolf, 1996). Por el contrario, cuando existen servicios de
ayuda externa, la solidaridad intrafamiliar se incrementa (Daatland, 1990), con lo que
pone de manifiesto que la intervención externa genera una descarga de tensión muy
importante, sobre todo si se presupone que los miembros de la familia saben cuidar, lo
que, en la mayoría de los casos, es manifiestamente incierto. De este modo, lo que
termina resintiéndose es la calidad de los cuidados prestados por quien los asume como
un deber, independientemente de su preparación para realizarlos.
Hablar de la primacía de la responsabilidad individual significa entroncar con
una lógica coherente con la cuestión de eximir a las familias de la obligación de
proporcionar cuidados, limitando su actuación a la de una elección libre y
complementaria en su prestación, y con la extensión de la cobertura y la actuación de
los componentes del Estado de bienestar. En esta perspectiva, la responsabilidad recae
en la puesta en pie de programas para los adultos dependientes por parte de los poderes
públicos que, de este modo, no hacen sino plasmar lo indicado por los principios
legales, en relación directa con los afectados, que se convierten así en los responsables
de su propio bienestar; diferenciando claramente sus derechos y responsabilidades de
los de la familia.
“Como ciudadanos responsables, debería esperarse que los individuos (a)
escojan estilos de vida saludables y (b) planifiquen la probabilidad de
experimentar incapacidades en la vejez. La primera expectativa
conduciría a políticas que apoyen actividades relacionadas con la salud y
favorezcan opciones de estilo de vida saludables. Tales políticas pueden
ser plasmadas en programas de seguridad sanitaria e impuestos
codificados. La segunda opción para los individuos podría ser trasladada
a las políticas que apoyan el desarrollo de pólizas de seguros para atender
cuidados de larga duración.” (Montgomery, 1999: 13).
En todo caso, parece poco equitativo que los derechos de los ciudadanos
afectados dependan de la presencia o carencia de familia o del apoyo de ésta, pues en el
caso de que no se produzcan o se realicen deficientemente, estaremos provocando
atentados contra las bases mismas del mantenimiento de su calidad de vida. Y ¿no es
esto una forma irresponsable de facilitar el maltrato de las Personas Mayores, a la vez
que una forma de estimular la desimplicación del Estado en el bienestar de sus
ciudadanos, y, en particular, de los más necesitados?
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