LA TRAMA DE PENÉLOPE Versión de James Baldwin La larga espera de Penélope por su esposo, mientras él regresaba de la Guerra de Troya, representa nuestra máxima narración acerca de la fidelidad. La paciencia de la reina de Itaca, sus recursos, su constancia y su amor, la convierten en uno de los personajes más memorables de la mitología griega. La historia está tomada de la Odisea de Homero. En esta versión, Odiseo figura con su nombre latino, Ulises. De todos los héroes que lucharon contra Troya, el más sabio y astuto era Ulises, rey de Itaca. Ulises fue a la guerra contra su voluntad, pues deseaba quedarse en su hogar con su esposa Penélope y su hijo Telémaco. Pero los príncipes de Grecia le exigieron ayuda, y al final accedió. -Vé, Ulises -dijo Penélope-, y yo mantendré tu morada y tu reino a salvo hasta que regreses. -Cumple con tu deber, Ulises -dijo su anciano padre, Laertes-. Vé, y que la sabia Atenea apresure tu regreso. Y así, despidiéndose de Itaca y lo que más amaba, Ulises zarpó hacia Troya. Transcurrieron diez largos años, y al fin llegó a Itaca la noticia de que el sitio de Troya había terminado y la ciudad estaba reducida a cenizas. Los reyes griegos regresaban a sus tierras. Uno por uno los héroes volvían a su patria, pero no había noticias de Ulises y sus compañeros. Todos los días, Penélope, el joven Telémaco y el achacoso Laertes escrutaban las olas con ojos doloridos, pero no veían velas ni remos. Pasaron meses, y luego años, y no recibían ningún mensaje. -Sus naves han naufragado, y se encuentra en el fondo del mar -suspiró el viejo Laertes, y después de eso se encerró en su habitación y no fue más a la costa. Pero Penélope aún abrigaba esperanzas. -No está muerto -decía-. Y hasta que él regrese, yo preservaré su reino. Todos los días le dejaban un sitio a la mesa. Colgaban su chaqueta junto a la silla, limpiaban sus aposentos, y bruñían su gran arco, que estaba colgado en la sala. Pasaron otros diez años de continua espera. Telémaco se convirtió en un joven alto y apuesto. Y en toda Grecia los hombres hablaban sobre la gran nobleza y belleza de Penélope. -Es tonto de su parte esperar a Ulises -decían los príncipes y capitanes griegos-. Todos saben que ha muerto. Ahora debería casarse con uno de nosotros. Uno tras otro, los capitanes y príncipes que buscaban esposa pusieron rumbo a Itaca con la esperanza de conquistar el amor de Penélope. Eran sujetos altivos y prepotentes, que atardeaban de su rango y sus riquezas. Fueron directamente al palacio, sin esperar invitación, pues sabían que serían tratados como huéspedes de honor, aunque no fueran recibidos con agrado. -Vamos, Penélope -decían-, todos sabemos que Ulises ha muerto. Hemos venido aquí como tus pretendientes, y no oses rechazarnos. Escoge a uno de nosotros, y los demás se marcharán. Pero Penélope respondió con tristeza: -Príncipes y héroes, es imposible. Estoy segura de que Ulises vive, y debo preservar su reino hasta que regrese. -Nunca regresará -dijeron los pretendientes-. Escoge ahora. -Dadme un mes más para esperarle -suplicó Penélope-. En mi telar tengo un inconcluso paño de suave lino. Lo estoy hilando para la mortaja de nuestro padre, Laertes, que es muy viejo y no puede vivir mucho más. Si Ulises no regresa para cuando esa tela esté terminada, entonces escogeré, aunque contra mi voluntad. Los pretendientes aceptaron, y se instalaron en el palacio. Se apropiaban de lo mejor de todo. Todos los días celebraban festines en el gran comedor, con gran derroche, y se servían vino de la bodega. Llevaron su grosera bullanguera a ese tranquilo palacio, y trataban ofensivamente a los habitantes de Itaca. Todos los días Penélope hilaba en el telar. -¿Veis cuánto he añadido a la tela? -decía al atardecer. Pero de noche, cuando los pretendientes se dormían, deshacía las partes que había tejido durante el día. Así, aunque siempre trabajaba, nunca terminaba la tela. Con el transcurso de las semanas, los pretendientes se cansaron de esperar. -¿Cuándo terminarás esa tela? -preguntaron con impaciencia. -Trabajo en ella todos los días -respondió Penélope-, pero avanza muy despacio. No se puede terminar tan pronto una pieza tan delicada. Pero uno de los pretendientes, un hombre llamado Agelao, no estaba satisfecho. Esa noche se levantó a hurtadillas y echó un vistazo a la sala del telar. Vio que Penélope deshacía la trama a la luz de una lámpara, mientras murmuraba el nombre de Ulises. A la mañana siguiente todos esos indeseables huéspedes conocieron el secreto. -Bella reina dijeron-, eres muy astuta, pero te hemos descubierto. Debes terminar esa tela antes que vuelva a nacer el sol, y mañana deberás escoger. No esperaremos más. A la mañana siguiente los indeseables huéspedes se reunieron en la gran sala. Organizaron un banquete, comieron, bebieron, cantaron y gritaron como nunca. Armaron tanto alboroto que hacían temblar las vigas del palacio. En lo más animado de esa juerga, entró Telémaco seguido por Eumeo, el más viejo y fiel criado de su padre. Juntos comenzaron a descolgar los escudos y espadas que pendían de las paredes y vibraban con el ruido. ¿Qué hacéis con esas armas? -gritaron los pretendientes, que al fin repararon en el viejo y el joven. Se están ensuciando de humo y polvo -dijo Eumeo-, y se conservarán mejor en la sala de los tesoros. -Pero dejaremos el gran arco de mi padre, que cuelga en la cabecera de la sala añadió Telémaco-. Mi madre lo lustra día a día, y lo echaría de menos si lo quitáramos. -No lo lustrará durante mucho más tiempo -rieron los pretendientes-. Antes del final del día, Itaca tendrá un nuevo rey. En ese momento un extraño mendigo entró en el patio. Tenía los pies descalzos, la cabeza descubierta, las ropas harapientas. Se acercó a la puerta de la cocina, donde Argos, un viejo galgo, yacía sobre una pila de cenizas. Veinte años antes, Argos había sido el perro de caza favorito de Ulises, y el más leal. Pero ahora, desdentado y casi ciego, sólo era víctima de los atropellos de los pretendientes. Cuando vio que el mendigo se aproximaba por el patio, irguió la cabeza. Una extraña expresión asomó en sus viejos ojos. Meneó débilmente la cola, y trató de levantarse con sus escasas fuerzas. Miró afectuosamente al mendigo, y lanzó un largo y alegre aullido, como hacía en su juventud al recibir a su amo. El mendigo se agachó y le palmeó la cabeza. -Argos, viejo amigo -susurró. El perro se levantó penosamente, se cayó, y murió con esa expresión de alegría en los ojos. Poco después el mendigo se plantó en la puerta del salón, donde susurró unas palabras a Telémaco y al fiel Eumeo. -¿Qué quieres aquí, andrajoso? -dijeron los pretendientes, arrojándole migajas-. ¡Lárgate! Pero en ese momento bajó Penélope por la escalera, imponente y bella, con su séquito de criados y doncellas. -¡La reina, la reina! -exclamaron los pretendientes-. ¡Ha venido a escoger a uno de nosotros! -Telémaco, hijo mío -dijo Penélope-, ¿quién es ese pobre hombre que nuestros huéspedes tratan tan groseramente? -Madre, es un mendigo errabundo a quien las olas arrojaron anoche a nuestras costas -respondió el príncipe-. Dice que trae nuevas de mi padre. -Entonces me las contará -dijo la reina-. Pero antes debe descansar. Ordenó que condujeran al mendigo a un costado de la sala, y que lo alimentaran y asearan. Una anciana que había sido nodriza de Ulises le llevó una gran bacía de agua y toallas. Arrodillada en la piedra ante el forastero, se puso a lavarle los pies. De pronto se echó hacia atrás, volcando la bacía en su confusión. -¡Oh amo! ¡La cicatriz! -murmuró. Querida nodriza -susurró el mendigo-, siempre fuiste discreta. Me reconoces por esa vieja cicatriz que tengo en la rodilla desde mi juventud. Guarda el secreto, pues espero el momento oportuno, y se acerca la hora de la venganza. El hombre en harapos era el rey Ulises. Esa mañana las olas habían arrojado su bote a las costas de su isla. Sólo se había dado a conocer ante Telémaco y Eumeo, y por órdenes suyas ellos habían sacado todas las armas que colgaban en la pared del gran salón. Entretanto, los pretendientes se habían reunido nuevamente a la mesa y hacían más bullicio que nunca. -¡Ven, bella Penélope! -gritaban-. El mendigo podrá contarte su historia mañana. Es hora de que escojas un nuevo esposo. ¡Hazlo ya! -Capitanes y príncipes -dijo Penélope con voz trémula-, dejemos esa decisión para los dioses. Ved, allá cuelga el gran arco de Ulises, que sólo él sabía tensar. Que cada uno de vosotros mida sus fuerzas curvándolo, y yo escogeré al que dispare una flecha con mayor destreza. -¡Bien dicho! -exclamaron los pretendientes, y se alinearon para medir sus fuerzas. El primero descolgó el arco y forcejeó para curvarlo. Al fin perdió la paciencia, lo arrojó al suelo y se marchó. -Sólo un gigante puede tensar semejante arco -rezongó. Uno por uno, los demás pretendientes midieron sus fuerzas, pero todos fracasaron. -Tal vez el viejo mendigo desee participar en esta competencia -dijo uno con socarronería. El mendigo se levantó del asiento y con pasos vacilantes fue hasta la cabecera. Tomó el arco, contempló su superficie bruñida y sus torneados brazos, fuertes como barras de hierro. Creo que en mis mocedades vi un arco parecido -dijo. -¡Suficiente! -gritaron los pretendientes-. ¡Largo de aquí, viejo tonto! De pronto el forastero sufrió un gran cambio. Casi sin esfuerzo, curvó el gran arco y calzó la cuerda. Luego se irguió en toda su talla, y aun en sus ropas raídas era la viva imagen de un rey. -¡Ulises! ¡Ulises! -exclamó Penélope. Los pretendientes quedaron atónitos. Luego, alarmados, dieron media vuelta e intentaron escapar. Pero las flechas de Ulises fueron rápidas y certeras, y ni una le erró al blanco. ¡Así me vengo de quienes intentaron destruir mi hogar! -exclamó. Uno por uno, los ilegítimos pretendientes perecieron. Al día siguiente Ulises se sentó en el gran salón con Penélope, Telémaco y los dichosos habitantes de esa casa, y contó la historia de sus largos vagabundeos por el mar. Y Penélope, a la vez, contó que había cuidado fielmente el reino, tal como había prometido, aun acuciada por pretendientes malvados e insolentes. Luego trajo de su cámara un rollo de paño suave y blanco, de gran delicadeza y belleza, y dijo: -Esta- es la tela, Ulises. Prómetí que al terminarla escogería un esposo, y te escojo a ti.