arqueologa y desarrollo

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Arqueología y Desarrollo:
Dimensiones de una Cuestión
Ana Rocchietti
Introducción
Asistimos en nuestro tiempo a la consolidación de tres tendencias socio-históricas: el redescubrimiento
de la sociedad civil como asiento de los acontecimientos históricos, a una política social desenvuelta y
definida, casi exclusivamente, como proceso de expresión y expansión de ciudadanía de derechos y de
responsabilidades y, por último, a una sociedad que se piensa a sí misma como educógena (es decir,
una que concibe imponer modelos colectivos a través de la educación).
Las disciplinas científicas no son ajenas a ese contexto. La arqueología -como ciencia de las
sociedades muertas y como ciencia de los ambientes humanos o humanizados- se encuentra en la
actualidad en el umbral de una clase de prácticas que la conducen, casi inevitablemente, a la
convergencia con la doctrina del desarrollo.
Este trabajo analiza el lugar de la arqueología en el uso social del patrimonio cultural y los dilemas
éticos que generan los bienes y la interpelación de nuevos actores sociales en una situación que puede
definirse sintéticamente así: 1. incertidumbre ética, 2. interpelación por nuevas fuerzas sociales en
construcción y, 3. obligaciones inter-generacionales y nuevas disposiciones y registros discursivos.
Para examinar sus consecuencias, describe las dimensiones del problema, el repentino descubrimiento
del “patrimonio cultural”, el tenor de la vida social contemporánea y el lugar específico de la
arqueología en ella, hasta el punto de que las nuevas tendencias globales se vuelven su condición de
posibilidad.
Desarrollo
Dimensiones de una cuestión
La mundialización económica y los nuevos sistemas de producción promueven la optimización del
crecimiento económico, de carácter circulatorio porque fluyen las mercancías desde un punto al otro
del planeta. Este proceso va acompañado de grandes obras viales que aseguran la conexión remota de
los mercados así como de monumentales construcciones que modifican intensamente los paisajes.
Avanzan el interés privado y público como principios organizativos, el hedonismo individual, el goce
de los bienes culturales y la expansión de la educación privada mientras se repliegan las fuerzas
sociales que podrían condicionar su expansión (Cardarelli y Rosenfeld, 1999). Estas fuerzas están
sometidas al asistencialismo y al clientelismo, por tanto, su capacidad para reaccionar y modificar la
orientación de esta época histórica es muy reducida. Es el estilo de desarrollo social que emerge con la
última mundialización del capital.
La noción de estilos de desarrollo pertenece a Oscar Varsavsky. Cuando lo formuló era sinónimo de
proyecto nacional y pretendía establecer para cada grupo social el grado en que la sociedad se
propone, para cada uno de sus miembros, satisfacer cada una de sus necesidades, materiales y no
materiales. (1971). El estilo de desarrollo elegido en todas partes se compone de una polarización
entre ricos y pobres y de una inmensa brecha de desigualdad.
Simultáneamente, el interés cultural por el pasado en forma de monumentalización (es decir, de
sobrevaloración de los bienes, no necesariamente por su envergadura arquitectónica ya que pueden ser
pequeños objetos en los que se deposita valor) y de su transformación en objeto de interés
museológico, se vuelve una característica de la ideología conservadora del neo-liberalismo. Dichos
bienes serán gozados y transmitidos respondiendo al criterio de ciudadanía participativa, la cual
deberá adquirir la educación necesaria y suficiente como para acceder a ellos. Todas las políticas de
“concientización” (cuidar, proteger, no vandalizar) están dirigidas fundamentalmente a la parte de la
población que –por sus niveles de ingreso puede interactuar con ellos en las distintas situaciones que
diseñan los expertos en el pasado como parte de su socialización y autorrealización. Patrimonializar,
en un siglo de triunfo total de la propiedad privada consiste en asignar valor a determinados bienes
culturales para sacarlos del mercado: los objetos exhumados en el subsuelo arqueológico, los vestigios
prehistóricos e históricos no pueden ser vendidos, ni atesorados ni exhibidos sino en las instancias
públicas –como los museos- sin correr el riesgo de ser expropiados, inventariados o identificados
previéndose el castigo legal acorde con la magnitud del delito de tenencia ilegal. Independientemente
de la razonabilidad de estos actos, es el Estado la sede de esta potestad y autoridad.
La investigación en el ámbito de la cultura es inseparable del carácter y dirección de la
macroeconomía y de las tendencias sociales que le son contemporáneas. Las condiciones materiales y
subjetivas que verifican los actores sociales en la historia social se plasman en la memoria y en el
reconocimiento de sus sucesivas identificaciones bajo la forma de cultura expresiva o simbólica y de
cultura material, ésta última formada por los entornos técnicos y objetuales de cada tiempo y objeto
analítico de la arqueología. La globalización y la regionalización son los polos sistémicos en esta
época; se debe, en parte, a la unificación del capital financiero y productivo a escala mundial (lo cual
genera una cultura uniforme) y en parte al énfasis en la diferenciación local y por las tensiones de
desigualdad que alienta la misma globalización. En este marco, el principal registro discursivo está
constituido por dos preocupaciones: una es lograr que puedan entenderse los desiguales (a los que los
expertos denominan interculturalidad y multiculturalismo) y otra, la proteger lo tangible e intangible.
El descubrimiento del patrimonio cultural
Cuando se comenzó a descubrir la globalización –fenómeno indiscutiblemente ligado a la
comercialización de las computadoras empresariales y hogareñas- se desplegó una experiencia social
nueva: la de la simultaneidad de mundos culturales y la percepción de las diferencias como algo
incluido en la realidad cotidiana de todas las clases sociales y de todas las identidades étnicas. No era
sino el correlato del entrecruzamiento sistémico entre el capitalismo financiero y la tecnología de la
comunicación (Apel, 1999) A pesar del riesgo contenido en la mundialización homogeneizadora, lo
que se verificó fue un resurgimiento de las regionalizaciones y de las identificaciones por las
nacionalidades, por las lenguas, por las religiones y por las culturas.
Este proceso no se verificó solamente en las mentes. Fue el resultado de la desigualdad económica de
clase y de regiones, de la concentración desigual del capital material y simbólico (Bourdieu, 1989). La
diferencia cultural deja, no obstante, intacta la homogeneidad del sistema mundial capitalista y
subraya la existencia de “mundos de vida” que son mutuamente intraducibles, inconmensurables
solamente en el nivel de las creaciones expresivas o simbólicas mientras operan las categorías de
exclusión del capital y del mercado. Es en ese clima intelectual en el que nacen las
preocupaciones por el patrimonio cultural.
actuales
Ese patrimonio –tangible o material, intangible o simbólico- requeriría la realización de prácticas
concretas de abordaje, tanto en el plano político como en el plano conceptual. Roberto Cardoso de
Oliveira (un destacado antropólogo latinoamericano) sintetiza dichas prácticas del siguiente modo:
Respetar los patrones de vida de las etnias y tomar partido hacia sus reclamos de calidad
de vida.
Sostener una visión endógena, orientada hacia las necesidades de cada país y no las
perspectivas internacionales.
Tomar provecho de las tradiciones culturales.
Respetar a la ecología.
Propender a la autosuficiencia de las poblaciones aborígenes.
Desenvolver políticas de desarrollo “participante” (Cardoso de Oliveira, 2000).
América Latina es un vasto continente cultural aquejado por la vastedad del territorio y la variación de
ambientes así como por las contradicciones históricas. Ha sido dominante entre estas últimas la
decisión de sus clases dominantes de desenvolver un estilo de desarrollo dependiente de Europa
occidental y de los Estados Unidos (proceso ideológico que puede sintetizarse como tránsito desde el
Reino colonial a la Patria independentista y de ésta a la República y lucha política orientada hacia la
disolución del poder oligárquico pero anclada en las dictaduras y en un sistema de democracia
corrupta). Por esa razón, encontrar un espacio de convergencia cultural es un proyecto inconcluso: el
poder y el Estado siempre consideraron bárbaros a los sectores populares y sus fracciones de clase y
exterminables a las etnias nativas.
El multiculturalismo sostenido filosófica y educativamente después de la caída del muro de Berlín es –
precisamente- la expresión del lugar de la cultura en nuestro tiempo: aprecio de su valor pero, a la vez,
disgregación mediática y etnocidio por el capital mundial y regional, especialmente, cuando ella se
arrincona en los territorios súbitamente valorizados por su subsuelo o por sus recursos de superficie.
Un ejemplo vivo de estas acciones son la agresión a Afganistán e Irak (como resultado de la cual se
destruyeron incalculables bienes culturales) o la expoliación continua e imparable de los ancestrales
territorios de los aborígenes, que viven en las áreas petroleras o madereras.
En nuestro tiempo, la identidad de vastos colectivos humanos sufre dos movimientos. Por un lado se
territorializa; es decir, adquiere geografía específica, igual que cuando se formaron las naciones
modernas en el siglo XIX y que cuando se desarrolló el colonialismo de ultramar por los europeos a
partir del último tercio de ese siglo. Por otro, se difumina en los vastos dominios de la economía
desmaterializada o virtual de la actual mundialización, sintetizada en la experiencia de migrar, viajar o
vivir en un mundo post-colonial. En todas partes, se verifica la tensión entre la cultura “propia” de
los agentes sociales (cuya identidad tiende a desdibujarse) y el control cultural por el Estado y por los
medios de comunicación. Esta realidad no es novedosa pero es estructurante: concreta una política de
la cultura y una política del pasado en las que combaten distintas fuerzas, de desigual magnitud
(Rocchietti, 2003).
Ya la filosofía “posmoderna” señaló de qué manera se instala en las percepciones colectivas y
personales la ambigüedad de los límites: entre lo virtual y lo real, entre lo inmediato y vecino a lo
extraño, exótico y mediato, entre las máquinas y la humanidad. No es sencillo el esfuerzo por
conceptualizar la nueva subjetividad; ella se nutre de la televisión, de la Internet y del turismo, de la
segmentación del mercado y de la dirección de las políticas de Estado dentro de las fronteras
nacionales de la dominación. Pero sobre todo, la mundialización económica y cultural exhibe la
expansión de las principales invenciones del capitalismo: los grupos marginados y desintegrados y la
asimilación de todos los sistemas (Díaz Polanco, 1984). Esta encrucijada puede caracterizarse como
una situación de “ambigüedad ética”.
¿Qué es la cultura, entonces? La cultura es un estilo de socialización, propia de pueblos, clases o
comunidades de distinta extensión. Forma parte de los aprendizajes necesarios para vivir en sociedad
y, también, de las concepciones políticas. En ella se significan las estructuras sociales y en ella se
sedimentan y entrecruzan los imaginarios, las tradiciones, las adhesiones, los supuestos, las creencias
y los procedimientos transmitidos de una generación a otra. Su formación y reproducción forman parte
de los grandes interrogantes de la ciencia social; su estudio parece fundarse en una actitud
fundamental: el científico social desenvuelve simpatía por sus portadores (particularmente si ella es la
producción de las comunidades étnicas cuyo mundo de significación es valioso comprender) y
comprensión por sus fundamentos si es desenvuelta por los oprimidos desintegrados o marginalizados.
Históricamente la noción de patrimonio cultural se ha apoyado en dos características de la cultura: el
sometimiento del presente al pasado y el peso de la colectividad sobre los individuos. En América
Latina este patrimonio se construye sobre dos características visibles, aún, en todos sus países: la
mestización biológica y el sincretismo de costumbres y tradiciones, en la ladinización y en el
caboclismo. A este proceso, Bonfil Batalla lo denominó esquizofrenia nacional (Bonfil Batalla, 1972).
Su razón de ser radica en que, ideológicamente, existe una humanidad “cuestionada” toda vez que las
llamadas “culturas nacionales” latinoamericanas han sido impuestas por las clases dominantes en el
marco de la imposición –también por ellas- del “Estado Nacional”.
Hoy, la política en juego a nivel Estatal y a nivel civil –en correlato con las tendencias internacionalesapunta a “patrimonializar” las culturas; esto es: a delimitarlas, a “conservarlas”, a “protegerlas”, a
declararlas intangibles o tangibles dentro de un orden legal. En suma, a apropiarlas como testimonio y
como fuente de valor, en un movimiento contrario al de la integración que era la preocupación básica
explícita de los organismos nacionales e internacionales hasta hace veinte años. ¿Por qué ocurre?
Las dimensiones múltiples de la vida social contemporánea
La gran mayoría de los latinoamericanos son pobres o muy pobres. Realizan, es decir, producen y
reproducen culturas expresivas. Expresiones que poseen, por lo general, dos fuentes: una es la
tradición indígena precolombina; otra es la mezcla de herencias sociales concebidas durante la colonia
española o portuguesa hecha de indios, negros, blancos y mestizos. Pero la pobreza también inaugura
un orden simbólico: aquellos que han vivido sus existencias en la pobreza endémica, lo mismo que sus
ascendientes por generaciones y generaciones y que, asimismo, vivirán sus descendientes
desenvuelven a la pobreza como una configuración de significaciones (materia de la que está
constituida la cultura) sobre la base de la marginación y la desintegración, de la clase social y de la
exclusión (Rocchietti, 2000). Las organizaciones de la sociedad civil y el Estado solamente
patrimonializan una parte de la herencia social: la que puede ser visualizada como dotada de dignidad
para la Nación y con posibilidad de ser incorporada a las transacciones económicas que alimentan el
turismo, la artesanía y el arte de aeropuerto. Todo lo restante es objeto de erradicación (como
resistencia y atraso), de invisibilización (como impugnador de la modernidad neoliberal).
El neoliberalismo significó el debilitamiento de la capacidad socializadora del trabajo lo que derivó en
una impresionante catástrofe de pobreza urbana y rural, de violencia regional y capitalina, de
enfrentamientos armados y de sublevaciones emblemáticas. Mientras, las comunidades históricas han
mantenido su vitalidad a pesar del impulso estatal por obtener su reconversión (tal como se puede
observar en todos los países del continente) mediante la educación bilingüe, bicultural, el
asistencialismo y el clientelismo político. En simultáneo, la UNESCO discute la contradicción
(aparente) entre la ética y el derecho universales y la constatación del “multiculturalismo” (Primer
Encuentro del Proyecto Universal de Ética, 1997) porque si bien, la una y el otro, tensan por pensar la
igualdad de derechos, la multiculturalidad es un ámbito ambiguo e indiferenciado (a pesar del reclamo
por respetar las diferencias culturales). Allí donde el Estado de Bienestar quería integrar, el Estado
neoliberal procura desagregar para comprender, especialmente en torno a la cuestión de la integridad
territorial soberana de la Nación. Los filósofos del multiculturalismo – Habermas, Apel- han
articulado tres sugerencias de clara aplicación política:
a. buscar acuerdos políticos “sobre lo que se debe hacer” (pragmatismo).
b. desarrollar un diálogo intercultural (razón comunicativa)
c. establecer (o intentar hacerlo) una comunidad de argumentación que no incurra en la
contradicción performativa (razón pragmático-trascendental).
Es posible imaginar el trayecto concreto de las dos primeras; en cambio, es más ilusorio hacerlo con la
última: sencillamente quiere decir que lo que se dice (o acuerda) no debe contradecirse con lo que el
discurso provoca (ya que es una de las funciones del lenguaje la performativa, es decir, reconocer que
el discurso tiene el poder de “crear” realidades). Estas respuestas al qué hacer liberal se basan en el
lenguaje y presuponen que aún en contextos multiculturales, los pobres “hablan” en paridad
democrática con los políticos y con las clases dominantes.
Los maya irredentos de Chiapas o Guatemala, los mapuche que interpelan al Estado argentino o
chileno, los artesanos aymara, los pobres rurales y urbanos que sostienen su doble lengua y sus
costumbres patrimonializables, los monumentos del pasado esplendoroso de los latinoamericanos que
exhiben los museos deben esperar la equidad nacional e internacional a partir de lo que “hablan” (o
escriben) en su nombre los expertos de la patrimonialización.
Como la globalización afecta el bienestar y la identidad de vastas multitudes, la moral de su época crea
nuevos derechos: humanos, culturales, étnicos. Pero subsiste la tensión entre dos ideologías; una la de
conservar como testimonio (lo cual implica la necesidad de apropiar y legislar para evitar su
destrucción) y la de innovar para subsumir las realidades múltiples en el más comprensible sistema
mundial.
El siglo
Los últimos cien años (es decir, el siglo XX) son pertinentes para el pensamiento porque, en primer
lugar, se trataron de cien años voluntaristas y vitalistas que intentaron “forzar” a la historia,
“obligarla”. Su razón subyacente es la relación entre vida y terror, entre perentoriedad y horror (Cf.
Badiou, 2005: 31).
Violencia, Interculturalidad y Desarrollo son dimensiones interactivas de las políticas de patrimonio
cultural. Para obtener un orden estable y definitivo el capitalismo -a escala geográfica totalizadorarequiere forjar una unidad legal, política y ética que sostenga al mercado libre como institución
fundamental de esa mundialización. No puede hacerlo sin apelar a la violencia ni sin suscitar una
violencia de contrapartida; no se trata de cualquier violencia sino de una muy especial y concreta: es la
violencia terrorista. Como –en tanto formación económica y social- requiere disolver toda otra forma
de relación social que no sea la de mercado y habiendo alcanzado una expansión de la producción de
bienes inusitada, no puede sino provocar resistencia y oposición para salvaguardar la identidad o la
independencia (cultural, nacional, religiosa) o para escapar a las desigualdades estructurales que
encierra que son, en sí mismas, igualmente inusitadas. Un sistema violento engendra luchas de
resistencia, asimismo, violentas. Su carácter, entonces, es el de una amenaza mortal.
Dice Edgar Morín:
“La palabra desarrollo significa que el crecimiento técnico y económico es la locomotora de un
desarrollo social y humano que va a efectuarse siguiendo el modelo occidental... La idea de
desarrollo supone que el estado actual de las sociedades occidentales es la finalidad para todas las
otras sociedades y, por extensión, la finalidad de la historia humana...” (Morin, 2004: 43).
Ya en su Filosofía del Derecho (1821) Hegel explicitaba que el Estado es la realidad de una idea
Moral, la cual –en su concepción- terminaría como conciencia de sí particular pero elevada a lo
general y –sobre todo- como lo racional en y para sí. El poder legislativo es, entonces, la fuerza
metafísica del Estado (Barbier, 1992). Visto de esta manera, el sistema no ha hecho sino crecer y
crecer hasta devenir, a través de acuerdos mundiales, en una totalidad que salvaguarda la realización
de su propia normatividad y goce aún a costa de dilapidar riqueza, de repartirla de manera desigual y
de resguardar la naturaleza de su orden a través de una fuerza armada global. Este proceso quedó
abierto –sin limitaciones- después de la Segunda Guerra y no es posible saber dónde terminará.
En la revolución política de1789, según el Marx de La Cuestión Judía (2004), el Estado burgués
ascendió y se instauró como una nueva totalidad jurídica que impuso su organización a la sociedad
civil en correlación con la nueva estructura de fuerzas productivas pero –he aquí la novedadconcediendo derechos al Hombre y al ciudadano a cambio de concentrar el monopolio de la fuerza y
de la soberanía. Después de la Segunda Guerra Mundial y sus latrocinios se inauguran, en 1948, los
Derechos del Hombre a escala internacional. Paradoja: reconocimiento de derechos pero a despecho
de la violencia y del desarme compulsivo sobre los adversarios peligrosos (calificados de subversivos
o de terroristas pero reconociendo que el Estado puede volverse, asimismo, terrorista) 1 .
¿Qué es la interculturalidad? La interculturalidad no se limitaría –se sostiene- al campo de la
educación sino que está presente en las relaciones humanas en general como alternativa frente al
autoritarismo, el dogmatismo y el etnocentrismo (Haise, Tubito y Ardito, 2000:5). Parte de definir a la
cultura como “maneras de concebir el mundo” y su núcleo está constituido por la forma y el grado de
contraste grupal en relación con otros grupos o dentro de la sociedad nacional. Desde el punto de vista
de la lengua implica diferencias de prácticas, de sintaxis y de conceptos de espacio y tiempo. Las
mismas afectarían de alguna manera a la educación escolar que reciben los Pueblos.
La relación intercultural podría asumir distintas modalidades: subestimación colectiva, tránsito desde
la asimilación hacia la integración, intolerancia, reconciliación con el propio pasado y autoestima
equilibrada. En general, hoy se reconoce que el mundo es plural y que existe una heterogeneidad
irreductible en las formas de vida y estilos de desarrollo social.
Designa el esfuerzo por tender puentes entre culturas (generalmente entre alguna de esas culturas
populares o etnográficas, pero especialmente estas últimas); puentes que se definen en términos de
comprensión de usos tradicionales distintos y de géneros de vida contrastantes habitualmente
materializados en lenguas que actualmente no tiene oportunidad de generalizarse o por un
enclaustramiento social duradero. En todos los casos supone un proceso, anterior, de enajenación
cultural (propio del colonialismo) y de acción estatal asimilacionista que se pretenden revertir a partir
de una justicia compensatoria que llega cuando esas culturas están a punto de disolverse. En todos los
casos responden a reclamos puntuales -que ahora se hacen oír- sobre distintos tipos de demandas: de
estatuto político (para obtener condición de pueblos, naciones o nacionalidades), de organización
social (como, por ejemplo, participación, leyes, reconocimiento de instituciones indígenas). También
reclaman por su cultura tangible (artesanías, objetos arqueológicos, enterratorios). Igualmente son
interpelados los arqueólogos con los mismos conceptos que forjaron desde los orígenes de su
disciplina.
Dejando de lado cierta complicidad de los pueblos indígenas o afines con la minorizacion implícita en
la relación clientelar con el Estado, emerge como un discurso de liderazgo y de convicción el reclamo
por la interculturalidad: sin reparar cuanto ceden a la sociedad dominante y a la ideología hegemónica.
Para el Estado, ¿qué es la interculturalidad? En principio es estar, acompañar, respetar, interiorizarse
sobre una cultura y otorgarle dignidad. (Ibáñez Caselli, 2003). Método inocente para gobernar un
universo relativamente díscolo 2 , imprevisible por debajo de su servidumbre y sumisión. El campo
educativo habrá de ser el ámbito en que estos principios se concreten sin mella de las fuerzas
asimiladoras que toman ahora otras modalidades. Frecuentemente adoptan la forma de la filosofía y
método de la Pedagogía del Oprimido de Paulo Freire pero, sobre todo, estimulan el relativismo
cultural y epistémico que es característico de nuestra época.
Para las nacionalidades originarias, ¿qué es la interculturalidad? Es un medio para vincularse al Estado
sin rendir, todavía, sus organizaciones colectivas y sus instituciones ancestrales. Los fundamentos
discursivos aluden a una interculturalidad simétrica, a una relación social que tendrá características de
simetría y respeto mutuo: una suerte de clemencia a la disrupción que importan a la sociedad
envolvente y un canto del cisne antes de desaparecer.
El modelo de desarrollo persiste: es el que corresponde a las sociedades caracterizadas por el
sobredesarrollo (categoría inventada para poder describir la concentración económica actual) al que las
minorías – mayorías nunca podrán alcanzar por ser la fuente de donde se extrae el valor y el plus valor
1
El Estado equivale a una articulación estructural que se expresa en los aparatos institucionales, sistemas
normativos básicos, leyes del conflicto y del consenso en la práctica política, en relación con una constitución de
fuerzas y formaciones económicas, políticas y sociales, generalmente en conflicto. En América Latina ha
resultado un instrumento estructural para promover el cambio o mantener el statu quo (Rubinstein 1988:9).
2
Sólo cabe pensar al respecto las luchas de chiapanecos, mayas, aymaras y etnias ecuatorianas durante la última
década.
de esa acumulación de riqueza. La ideología de la interculturalidad viene –entonces- a salvar una
suerte de abismo social que es necesario colmar para que no estalle. Se nutre, más bien, en la violencia
simbólica que es frecuente repositorio de las tendencias de reparación a los efectos del colonialismo
sin eliminarlo. La interculturalidad forma parte de un movimiento de re-colonización que neutraliza
los efectos –a su vez deletéreos- de otorgar y de violar, los derechos humanos. La habilidad superlativa
de hacer que los propios oprimidos la reclamen no es sino parte de la racionalidad comunicativa
habermasiana: aquella que entrega en la mesa de negociaciones lo que ha conquistado (apenas) en el
terreno de los acontecimientos históricos. En ese contexto ideológico pueden verse como distintos de
otros oprimidos en virtud de la herencia social de la que son portadores (indígena, originaria,
preexistente a la Nación moderna) y retacear su aporte a las luchas movimientistas de nuestra edad (sin
tierra, piqueteros, desocupados, etc.) presentándose como una heredad ancestral desheredada que
interpelará al Estado únicamente desde ese lugar.
Esta situación histórica requiere el reconocimiento de una especificidad 3 : la formada por el darse
cuenta, por la toma de conciencia sobre la naturalización de la violencia, sobre el verdadero contenido
del desarrollo y sobre la verdadera política hacia la diversidad de culturas; habida cuenta del universo
de racionalidad instrumental y de cálculo en el que estos problemas son subsumidos en la historia del
presente.
Se puede ver este problema a la luz de dos dimensiones: una sustantiva y otra política. En el primer
caso, esta historia específica gira en torno a los reclamos de derechos (incluidos los ancestrales como
“otro” derecho), dimensión que incluye la interculturalidad. En el segundo, lo que cuenta es la pérdida
de autonomía político-territorial de esas nacionalidades originarias (Rocchietti et al, 1999) y su
necesidad de articularse con la formación dominante a medida que avanza la mundialización. El
elemento más interesante de la articulación de estas dos dimensiones es que promueve dos
contrapartes que buscan un pacto social abarcador, dialogal y avanzado (en términos del
posicionamiento en la arena política): una exige la interculturalidad para concretar su autonomía
(fundamentalmente educativo-lingüística), la otra para asegurar –por otros medios- la colonización. 4
La cultura material –patrimonio tangible- no escapa a estas cuestiones. Ella está constituida por
entornos de objetos (contextualizados o no) que constituye una herencia específica, que define una
subjetividad vinculada de manera también específica con el tiempo y con la sociedad. Por esta razón,
la cultura material es una fuerza social. La naturaleza de la apropiación de la cultura material del
pasado repite la naturaleza de la apropiación de la cultura material en el presente: ella es de
desigualdad. Su cosificación abstracta es depositable, medible, inventariable y museable pero su
posesión –que incluye la potestad de decidir en relación con su destino o disponibilidad- está
restringida a la magnitud de las relaciones sociales en pugna.
El resultado es la reducción lingüística, cultural y política a los términos de esa apropiación, en el seno
de un complejo de actitudes y sentimientos de identificación y de reserva cultural. Esta es la misión
educógena de la ideología y de las instituciones.
La arqueología
La arqueología no escapa a estos contextos. Mucho más la arqueología que se practica en América
Latina: una arqueología que se enseña, se aprende y se realiza en tierras de gentes pobres y museos
ricos.
América Latina es presentada, generalmente, como un conjunto de “culturas locales” en las que el
“proyecto nacional” hizo su aparición como obra política de las elites ilustradas del siglo XIX; ellas
intentaron que las masas se identificaran con la “Nación”. Fue necesaria la convergencia conceptual y
concreta entre Estado, Nación y Pueblo; a tal fin se intercambiaron valores culturales de una a otra
3
Usamos aquí el concepto de especificidad propuesto por Agnes Heller como especificidad humana, es decir,
por la que un individuo “maduro” asimila las relaciones sociales, lo cual significa asimilar las jerarquías que
impone la división social del trabajo (Heller, 1985) y se somete a la interpelación ética a través de la cual se
interesa por todo el género humano.
4
A. Jauretche sostenía que el establecimiento de una verdadera cultura nos lleva necesariamente a combatir la
cultura ordenada por la dependencia colonial (Jauretche 1997: 146).
sociedad y se alteró aquélla que estaba fundada sobre las tradiciones autóctonas por el pasaje desde los
valores “tradicionales” a nuevas relaciones de trabajo contractual. En el devenir de este proceso se
construyó una dimensión “nacional”, históricamente construida, que se hizo depositaria de las
identidades sociales en el seno de una totalidad unificadora de las diferencias de clase y de etnia. La
interrelación entre formas modernas y atrasadas y la complementariedad necesaria con el capitalismo
desembocó en un desarrollo desigual y combinado; en palabras de Vitale (Vitale 1992: 21) articulado,
específico, diferenciado y multilineal.
Este contraste determinó la arquitectura de la sociedad post-colonial (iniciada una vez consolidada la
independencia respecto de España) y estas categorías se constituyeron en sucesivas líneas de fractura
de la identidad latinoamericana, en general y de los indígenas y sus descendientes, en particular. En
síntesis América Latina configuró un estilo de desarrollo, el cual consiste en un proceso dialéctico
entre las relaciones de poder y los conflictos entre grupos y clases sociales que derivan de relaciones
dominantes de acumulación de capital, de la estructura y tendencias de la distribución del ingreso, de
la coyuntura histórica y de la dependencia externa, así como entre los valores e ideologías (Graciarena,
1976: 173-193).
Tanto en el marco del patrimonialismo cultural (al que la antropología contemporánea ofrece
materiales y modelos de interpretación) como en el del indigenismo es posible encontrar los elementos
fundamentales de las formaciones discursivas a través de las cuales el pasado se elabora como tal.
Ellos fueron tomando forma a partir de la necesidad de dar cuenta de la historia y -sobre todo- del
presente nacional. Los acontecimientos históricos específicos en el gobierno social y las luchas
derivadas por su control y mantenimiento integran el curso de lo que fue la política del pasado. A su
vez, los acontecimientos históricos específicos en torno a la representación del pasado y su
transformación en agencia social en el presente invierten esa fórmula y la vuelven pasado como
política.
La arqueología otorga visibilidad al pasado social y político en la misma medida en que el montaje de
sus materiales en los museos da lugar a los estereotipos fundantes del pasado como política y,
necesariamente, está imbricada con la situación del indio en América Latina y con una ciencia social
latinoamericana interesada en dar res-puesta a la “cuestión indígena”. Esta última es una cuestión de
Estado porque es central a la forma que se dará a la Nación.
En los países andinos, por poner un ejemplo, es notable el contraste actual entre la monumentalidad
(es decir, la visibilidad y la notoriedad de los restos arqueológicos y de las costumbres públicas
afirmadas en lo indio) con la política cultural de des-indianización (prefigurada en la urgencia de la
“modernización” material y cultural) que conduce a tratar de dar invisibilidad material a esa herencia
cultural. Construir un Estado y una sociedad insertos en el modo de producción generado por el capital
es el núcleo de sentido y de acción de la política de la modernidad; pero lograrlo requiere no
solamente asimilar, integrar o destruir. La conversión a una nación unificada requiere procesos de
comunalización donde sea central un cierto “sentido de pertenencia”, centros para poner en efecto los
diacríticos de la nación y medios para lograr acuerdo en lo imaginario de la nación (Cf. Briones, 1995:
37). Los tres deben ser garantizados por estereotipos fundantes y fundados de la “peruanidad”, de la
“bolivianidad”, etc. En ello consiste el uso del pasado como política y sólo sería compensado por un
uso y comunalización simétricas por parte de comunidades de base indígena, proceso que -hoy- apenas
se adivina.
La particular situación histórico-antropológica (patrimonial y política) puede caracterizarse de la
manera siguiente:
La heterogeneidad cultural de América Latina es producto de la conquista y colonización de
pueblos con “cultura propia”. En este continente la diversidad cultural no es diferenciación
funcional de una sociedad compleja sino pluralismo cultural y se usa para racionalizar la
situación cultural.
El Museo expropia la cultura material y la usa para ensalzar el pasado de la Nación. Es, por
tanto una política que usa al pasado como “política”. El Pasado como Política ayuda a dar
raíces y legitimidad al Estado.
El imaginario social es una de las fuerzas reguladoras y unificadoras de la vida social.
Consiste en la representación totalizante de la sociedad como un “orden”. En su corazón se
encuentra el problema de la legitimidad del poder, especialmente desde el advenimiento del
Estado. Los signos del imaginario están -frecuentemente- estructurados y dotados de
estabilidad y, por consiguiente, tienen potencia unificadora. (Bazko 1989, Castoriadis, 1990).
La formación discursiva que apuntala los montajes de museo y el uso de la iconografía andina,
inscriben el pasado excluido en un ámbito donde éste es conocimiento o investigación historiográfica
o antropológica y donde, como producto de la situación del indio en América Latina, el mismo es
patrimonio (y por tanto propiedad de la Nación o de la Humanidad y, a su modo, formas de universal
etnocéntrico).
Se verifica la contradicción entre el detalle del contraste entre el amplio uso de la iconografía de los
huacos (artesanías, falsificaciones fieles, museos arqueológicos, etc.) y el pasado que se tensa por
excluir como incompatible con el desarrollo; los signos visibles de esa exclusión asumen modalidades
menos obvias que el racismo directo y la integración cultural dirigida y están presentes en la cultura
pública andina en relación con los montajes (sucesivos o superpuestos) de la invención de la Nación.
Las “antigüedades” (signo de la indianidad) han sido y son objeto de la ciencia “pura”, imaginada
como independiente de la política. Pero no todo termina allí. La antigüedad o el “tesoro” y las ciencias
desarrolladas a través de ellos están en el interior (no afuera) de una realidad política que se
reactualiza toda vez que se escenifica.
En ese sentido, primordialmente, la interacción entre ciencia y sociedad puede verse integrada a tres
tensiones que -vistas en conjunto- son parte de la situación de los indígenas en América Latina:
1. “colonización patrimonial de su presente” en la medida en que exista un esfuerzo por objetivar
la identidad como sector de la sociedad destinado a desenvolver las potencialidades identitarias
del país (es decir, como símbolos de la peruanidad, de la bolivianidad, de la ecuatorianidad,
argentinidad, etc.). Allí, entonces, sus “antigüedades” se tornan colecciones que las materializan
y la “cuestión indígena” se torna problema del gobierno, de su integración definitiva a la
Nación.
2. la patrimonialización -que es parte de la situación social de los andinos (y de otros pueblos de
América del Sur) en términos de subordinación- es un estigma cuya reversión sería parte de su
liberación social.
3. la patrimonialización estaría ligada a ideas que adquieren fuerza material ya sea convenciendo
sobre el carácter “moldeable” que tendrían los andinos (es decir, “transculturables”,
“integrables”), ya sea especificando a los andinos como parte de pasado, no del presente.
Así, entonces, la dimensión de la vida humana que los antropólogos denominan “cultura” es "realmente”- política de identificación con una cultura universal que es negación de toda otra cultura
(Cf. Jauretche, 1997: 150).
Conclusiones
El patrimonio cultural ofrece (quizá no pueda hacer ninguna otra cosa) un retrato multidimensional de
la vida social en la misma medida en que avanza el mercado y se impulsa el reservorio de herencias
plurales. No es más que un aspecto del desarrollo y de la modernización que requieren la
profundización del inventario de los bienes sociales para que el mercado y el Estado puedan concretar
su propia acción de reduccionismo colonial interno. Estas dimensiones se encuentran implícitas en la
práctica arqueológica. Se han vuelto su condición de posibilidad.
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