LA CRUZADA DE LA “OTRA MAYORIA” Por Rolando Pérez La contienda electoral peruana revive nuevamente el debate respecto al modo como se re-sitúa el factor religioso en el escenario político actual. La reciente incursión del pastor Julio Rosas – influyente líder de un vasto sector de la comunidad evangélica –quien encabeza la lista de candidatos al parlamento del partido que lidera la hija del ex presidente Alberto Fujimori (condenado por violación de derechos humanos y responsable de actos de corrupción e instauración de un régimen dictatorial durante su gobierno), ha generado diversas reacciones respecto a las implicancias éticas del involucramiento de los líderes de las iglesias en la gestión pública y la acción política. Junto con el pastor Rosas han emergido otros líderes que hacen parte de una extensa coalición evangélica que han decidido entrar a la política, ubicándose en diferentes partidos, construyendo un discurso menos religioso, pero inspirados en la misma lógica teocrática del poder político, por el cual se asume que los gestores de la fe tienen un imperativo moral o un mandato cultural para extender su dominio religioso sobre todas las estructuras de la sociedad. Ante el frustrado intento de lograr que un representante evangélico logre por la vía electoral asumir la presidencia de la Republica, los líderes de esta coalición, que antes hacían parte directa o indirectamente de un solo partido evangélico, han decidido acompañar a líderes y movimientos políticos que tienen el respaldo de un vasto sector del electorado o han logrado legitimidad mediática. Un antecedente reciente es el de la última campaña electoral municipal, en el que la candidata, cuyo partido históricamente representa a un sector de la derecha peruana, recibió no sólo el respaldo de varios líderes y pastores, sino también una suerte de “unción espiritual” en el marco de un inusual ritual evangélico electorero. La estrategia actual pasa, pues, por re-ubicarse estratégicamente en las tiendas políticas no religiosas, cuyos presupuestos ideológicos no colisionen en esencia con la cosmovisión moral conservadora y, en muchos casos, fundamentalista que ellos abrazan. Es interesante observar que el discurso y determinados aspectos de la práctica política de muchos líderes y grupos de este sector evangélico tienen cercanas coincidencias con la cosmovisión religiosa y política que sostuvieron las cruzadas que –en momentos claves de la vida política norteamericana –emprendieron aquellos líderes que impulsaron la denominada “Mayoría Moral”, uno de los movimientos cristianos ultra-conservadores influyentes en la mentalidad de un vasto sector de la comunidad evangélica norteamericana. En nombre de la lucha contra el “humanismo secular”, los líderes de esta coalición “santificaron” la aplicación de políticas que justificaron la violación de los derechos humanos, acentuada con mayor fuerza en la administración del presidente Bush, quien –avalado por los pastores inspirados en la Mayoría moral –se asumía bendecido por Dios para llevar a cabo su autoritario y mesiánico proyecto político. En el caso peruano actual, es interesante ver en este escenario la confluencia, no necesariamente organizada, de ciertos liderazgos eclesiásticos conservadores, católicos y evangélicos, que hacen parte implícitamente de esta suerte de “cruzada moral”, por el cual no dudan en sacrificar ciertos valores de la ética cristiana para legitimar un determinado modelo de sociedad y contrarrestar aquellos proyectos políticos que no concuerdan con su cosmovisión moral. Hablando de esta implícita confluencia interconfesional, es interesante observar, por ejemplo, como el “discurso pastoral” del cardenal Juan Luis Cipriani, que escuchamos cada sábado por la emisora radial más influyente del Perú, coincide plenamente con la de otros líderes evangélicos mediáticos, quienes con frecuencia tienden a ser implacables respecto a aquellos pecados que tocan la moral individual, pero soslayan o justifican el pecado estructural enquistado en aquellas estructuras de poder que constantemente socaban la democracia y acentúan la exclusión social. En este nuevo escenario, no debemos observar a estos líderes como actores religiosos que entran a la política de manera aventurera o que aparecen como consecuencia de algún llamamiento divino extraordinario para constituirse en los nuevos pastores de la política. Su aparición responde, más bien, a una presencia estratégica como parte de la cruzada de un movimiento religioso mayor con fuertes influencias para incidir desde su opción moral en las políticas públicas. Confluyen aquí no solo los líderes que entran visiblemente a la contienda electoral, sino también otros actores, constituidos en consejeros espirituales de autoridades y funcionarios públicos, asesores políticos, animadores mediáticos, que tienen la “tarea” de re-actualizar e insertar su discurso respecto a la moral pública en la agenda política y, por supuesto, hacer que el proyecto que abrazan sea mucho más digerible y menos amenazante para la ciudadanía. ¿Cuáles son los factores que hacen que este matrimonio entre fundamentalistas políticos y religiosos se fortalezca y se reactualice? Por un lado, como ya se dijo, ambos sectores se necesitan para legitimar sus discursos y estrategias de poder. Los que están en la vereda política activa necesitan de los “rostros pastorales” y del discurso de los “predicadores de la moral” para ocultar sus responsabilidades éticas respecto a los actos de corrupción, violación de los derechos o la aplicación de modelos económicos que atentan contra la vida. Por su parte, aquellos que están en la frontera religiosa necesitan la plataforma y la estructura política no sólo para empoderarse en la esfera pública, sino también para influir desde su cosmovisión moral en las instancias desde donde se gestionan las políticas públicas. Por otro lado, ambos coinciden en lo fundamental para sus intereses proselitistas: la instauración de un determinado orden regulador de la moral pública. Esta cosmovisión político-religiosa alimenta una particular forma de entender la práctica ciudadana, que reemplaza la búsqueda del bien común por una sociedad de privilegios, el consenso y el debate ciudadano, por una suerte de orden social predestinado. Este proyecto que se sostiene en el tutelaje político-religioso pone evidentemente en cuestión valores centrales de la democracia y ningunea claramente el carácter laico del Estado. Por otro lado, tergiversa y banaliza el rol ético de las iglesias y movimientos de fe, que deberían constituirse en actores ciudadanos vigilantes, que ayuden a activar la memoria colectiva, y en promotores de la verdad y la justicia. Mi sensibilidad cristiana me mueve a hacer un comentario final. Al ver en estos días a líderes evangélicos que entran con tanto entusiasmo a la arena política convocados para levantar la bandera de la “moral cristiana” en partidos políticos que precisamente han estropeado aquellos valores cristianos y han abierto hondas heridas con sus políticas de muerte y sus estrategias de impunidad, he recordado un extracto de aquel hermoso poema del Obispo metodista Federico Pagura, incorporado en el libro de homenaje por los ochenta años del padre Gustavo Gutiérrez: Las iglesias son sepulcros si no proclaman la verdad, si no cierran las heridas y si no enseñan a andar. Las iglesias son paganas si no denuncian el mal del “imperio” y del tugurio, que destruyen por igual.