Claudia Masin

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Claudia Massin
De Geología, Nusud, Buenos Aires, 2001, reeditado por Curandera, 2011.
Hans
Vas a tomar de las palabras lo que pueda servirte para decir
de las formas impronunciables que adopta la tristeza.
¿Qué es lo que quisieras decir? Tal vez que por las noches
salías a ver cómo se formaba la tormenta,
y la electricidad del aire te capturaba como un halo
dentro del cual te convertías también en pura radiación,
en pura espera decidida, tensa. O que la primera
vez que te quedaste a solas con el aguacero pensaste
“no se cae la noche por ser tan hermosa”,
pero sin embargo temblaste, capturada
por esa forma insólita de la pasión que es el miedo.
Mirabas las ramas torcerse bajo el peso invisible
del viento, la violencia del agua arrancando las hojas,
el jardín expuesto en su desnudez. Un paisaje
hecho para el sol no resiste la visita de la noche.
¿Cómo diferenciar desastre de belleza?
Si es tan similar la devastación que ambos dejan detrás,
el desconsuelo que provocan al irse, si alguna vez han estado
cerca nuestro.
Eras, en la oscuridad de la tormenta, como una exploradora
que ha extraviado la brújula y espera, en la completa
soledad, una señal de los astros, una complicidad azarosa
e improbable que la lleve de regreso a casa.
No es verdad que las exploradoras no temen
ni que la infancia transcurre en una larga y luminosa mañana.
El miedo otorga un nombre como una moneda falsa
para comprar un espacio en el mundo, en el lenguaje.
Una palabra sola y el territorio de pura luz queda vedado,
minada la gratuidad de la única alegría real,
que es la del cuerpo.
Grafito
Una noche de luna llena, en la hamaca del jardín,
están sentadas. La madre canta una canción
que repite y repite, podría decirse hasta el cansancio,
sólo que la hija no se cansa: se encanta, se duerme.
Desde esa noche, para la hija, escribir
será escribir la pérdida de ese momento.
La escritura de la canción de la madre demora
el final de la canción misma. Las palabras
existirán para crear esa demora, un instante
suspendido entre la voz y el silencio. Y por eso,
la hija las escribirá con esa facilidad dichosa
con que sólo pueden hacerse
ciertas cosas imposibles.
De La vista, Visor, Madrid, 2002, reeditado por Hilos, Buenos Aires, 2012.
París, Texas
Me gustaría contarte lo que veo,
hablarte de los hoteles abandonados
apareciendo de la nada en el medio de la carretera,
como castillos solitarios cuyos puentes levadizos
fueron dinamitados hace tiempo. Me gustaría
contarte lo que veo pero es imposible
hallar un dolor que condescienda
a ser narrado. ¿Vale la pena entonces,
emprender tan largo viaje para ir de un extremo
a otro del silencio? También es imposible
callar por completo: sé que terminaré por llamarte,
como se llama a alguien cuando se está a oscuras,
sin el auxilio de la voz, un estremecimiento
semejante al de esas luciérnagas
que al chocar contra un parabrisas en la ruta
se deshacen esparciendo una nube pequeña
de polvo y luz, y ésa -quizás- es su idea
de un encuentro.
Mi mundo privado
Yo ansié tener un cuerpo que practicara,
como un arte, la ignorancia de sí.
Que cayera rendido con la levedad
con que caen las hojas de los árboles.
Cuando fuera inevitable,
nunca antes. Pero de tu cuerpo no deseaba
sino lo que había en él de frágil, de imperfecto:
la cicatriz que te cruzaba el pómulo, las pequeñas
arrugas en la frente. La herida
que te asemejaba a mí. El camino es interminable,
te decía, da vueltas y vueltas alrededor del mundo
y en alguna de esas vueltas los que estaban
destinados a perderse, se encuentran.
Se dice que a la vera
de cierta ruta que atraviesa el desierto,
es posible hundir una caña en la tierra reseca
y en algún momento brotará el petróleo como un géiser.
Anoche tuve un sueño en el que viajábamos por días
y días para encontrar el yacimiento, a la manera
de los cazadores de fortuna del oeste. Al llegar era de noche,
no había una sola estrella, el pozo
estaba seco. Yo me dormía y te quedabas
al lado mío, cuidando mi sueño. No estabas allí
a la mañana siguiente.
En el sueño, alguien decía:
donde tengas tu tesoro tendrás
tu corazón. Y yo me preguntaba
qué pasaría si tu tesoro se perdiera,
qué pasaría en un juego
de cajas chinas si al llegar a la última,
la que debería contener el objeto precioso,
esa, como todas las otras,
estuviera vacía.
El regreso
¿Qué trae el padre de su largo recorrido por los campos
amplios y planos como pasillos de hospitales donde él,
médico viejo y cansado, pasea su mirada pacífica, experta,
sobre todas las cosas del mundo como si fueran suyas,
las hubiera tenido en la mano tanto tiempo
que conociera sus exactas concavidades y accidentes?
No hay nada nuevo para él, ¿pero y nosotros?
¿Preguntándonos el cómo y el porqué, desasidos como estrellas fugaces
de la generosa custodia del cielo, nosotros cómo hacemos
para mirar las cosas sin angustia, sin que nos sobre o nos falte
siempre algo: una medida quizás, cuya ausencia hace imposible
caminar sin tropezarse a cada paso? ¿Qué amor
hizo descender sobre él para después dejarlo ir,
pájaro rapaz que de un momento a otro se volvió compasivo
y desechó los restos que le ofrecían, con la magnanimidad
de quien ya fue llenado, está completo? ¿Pero y nosotros,
a quienes esos restos cubrirían los huesos? No podemos pedir,
ya se ha perdido lo que quedaba, lo que había de más.
Si no hay nada que él traiga en los brazos, ¿por qué no
ir yo misma a buscar, si ese regalo que él esconde
cuidadosamente bajo la cama es una caja vacía?
¿Qué va a ser de nosotros ahora,
si es y siempre fue mentira que de los baúles sacaba
objetos maravillosos, que podía enseñarte a pescar peces
de aletas brillantes como una moneda al sol?
¿Si también es mentira que con sólo
raspar un carboncito contra su pecho creaba el fuego
que iluminaba la superficie curva de la tierra,
la geometría perfecta de la casa,
o que a nuestros cuerpos pequeños, con sólo mirarlos,
los volvía exuberantes como si fueran plantas parásitas colmadas
por la savia de otra planta? Dame la libertad, entonces
para soltarme de esta atadura que no ata a nada,
que yo de todos modos ya lo sé: hay un cielo
como hay una tierra, hay un desorden que, extrañamente, nos cuida,
hay quien desata la peste y a veces hay cura, hay mañanas
donde vamos a ser niños una vez, una vez sola,
para poder ir tomados de la mano de él,
de él que es esa tela secándose al sol los días de buen clima,
ropa dejada por un muerto, no me mientas,
no hubo padre ni habrá.
De La plenitud, Hilos, Buenos Aires, 2010.
La gracia
A veces, muy raramente, un encuentro nos conmueve
de una forma que no puede ser atenuada por el pensamiento
o el lenguaje. Es que trae una memoria
de lo que fue íntimamente conocido y deseado, pero ha sido
desplazado a un lugar inalcanzable, de donde no sabría volver
a menos que una persona -entre todas- lo llamara. Somos
criaturas tímidas que no han hallado, en respuesta
a su curiosidad, a su pasión por las cosas, más que daño
o rechazo. Como animales que han luchado demasiado por su vida,
no sabemos qué hacer con la alegría, y si llega,
seguimos huyendo para salvarnos. Si lográramos vencer el terror,
si nos quedáramos, podríamos recuperar algo
perdido hace tiempo. La dicha más plena es una dicha física
y debería producirse sólo una vez,
antes de que conozcamos las palabras. Su regreso es siempre
un instante de gracia que nos devuelve el amor con el que un día
la materialidad del mundo nos ha tocado.
La helada
Quien fue dañado lleva consigo ese daño,
como si su tarea fuera propagarlo, hacerlo impactar
sobre aquel que se acerque demasiado. Somos
inocentes ante esto, como es inocente una helada
cuando devasta la cosecha: estaba en ella su frío,
su necesidad de caer, había esperado
-formándose lentamente en el cielo,
en el centro de un silencio que no podemos concebirsu tiempo de brillar, de desplegarse. ¿Cómo soportarías
vivir con semejante peso sin ansiar la descarga,
aunque en ese rapto destroces la tierra,
las casas, las vidas que se sostienen, apacibles,
en el trabajo de mantener el mundo a salvo,
durante largas estaciones en las que el tiempo se divide
entre los meses de siembra y los de zafra? Pido por esa fuerza
que resiste la catástrofe y rehace lo que fue lastimado todas las veces
que sea necesario, y también por el daño que no puede evitarse,
porque lo que nos damos los unos a los otros,
aún el terror o la tristeza,
viene del mismo deseo: curar y ser curados.
De La cura (inédito)
Semilla
Dedicado a la memoria de David Moreyra, el chico de 19 años que murió tras tres
días de agonía después de ser linchado por una multitud tras un intento de robo.
Yo quiero estar en la respiración dificultosa del chico moribundo,
el ladrón adolescente tirado en el asfalto mientras una multitud
lo muele a golpes, ser la catarata de imágenes
que aparecen para liberarlo de la fealdad de lo que ve:
es decir, ser el vértigo de sus primeros pasos inseguros
sobre el piso de tierra, la alegría de poder pararse al fin
sobre las dos piernas, un árbol pequeño su cuerpo, aunque ya entonces
guiado por una rama vieja, un tutor que no lo deja crecer
hacia el sol aunque le permita recibir algo de su tibieza.
Quiero vivir el día en que se desató la cuerda y la rabia quedó suelta,
a merced del terror que iba a empezar a alimentarse en el estómago
de la bestia, su propia mala estrella concibiéndose desde antes
de su nacimiento, antes de que pudiera hablar, pensar, antes
de que supiera que iba a vivir una vida donde el oxígeno
nunca iba a alcanzar para él, donde tendría que respirar
conteniendo el aire, como si estuviera en el fondo del océano,
y aunque hubiera suficiente para todos, más de una vez
amanecería boqueando como un pez fuera del agua,
casi muerto. Que allí, tirado en el cemento, no haya
sido ese pez en la orilla al que las aves carroñeras
miraban morir desde su cielo, que se haya sentido
de repente como un ciervo de los pantanos
o un topo malherido en medio del monte
y haya podido saber lo que saben ellos
acerca del momento en que se pierde
todo lo que se tiene: el mundo, la selva, las largas caminatas
de la manada hacia las tierras más fértiles, el aire pesado
de los humedales, el placer físico de correr desesperadamente,
el olor de la tierra empapada por un temporal
poderoso y breve, el hambre, la dentellada que se da
y se recibe, el corazón desbocado que se enlentece,
el dolor, la vida que se dispersa en el aire como una semilla,
un ramalazo de luz que pasa a través de las ramas y descansa
sobre el pasto mojado. Que haya sentido en la sangre,
junto con la gracia de haber estado vivo, la esperanza
de una revuelta que escriba otra historia para él,
donde la peste incubada en los otros no caiga sobre su cuerpo
desde la niñez y lo maldiga.
Lagarto
Pero estoy a punto de volver a los días donde me quemaba
al sol, un lagarto comiéndose el calor, con la boca dirigida al cielo
y los ojos cerrados, el cuerpo rugoso y pesado
plácidamente sostenido en la rompiente del verano, justo en el punto
donde alcanza su máximo poder para después empezar
a declinar. Es ahí donde estoy llegando: al tiempo en que nada
había empezado todavía a marchitarse, cuando entre los yuyos
del fondo crecía una flor salvaje, y verla daba miedo y alegría,
porque era espléndida, de una belleza que no se parecía en nada
a la de las flores nacidas y criadas en el jardín, que apuntaban
altaneras hacia la lejanía pero eran domésticas,
no sabían de los montes desmesuradamente
fértiles en que los árboles de troncos deformes, los animales
hoscos vivían por el sólo placer de seguir vivos, de respirar
el aire que quedaba a salvo de la polvareda y la sequía. Estoy
empezando a sentir lo que sentí entonces, el trueno que sacude
a las criaturas amansadas a la fuerza, el silbido en el aire
que precede a la caída de la fusta sobre el lomo, el segundo
en que empieza a cultivarse la posibilidad de la revuelta
que va a ir filtrándose en la médula y en los huesos
como un líquido parecido a una savia espesa esparciéndose
desde el corazón implacable de un árbol cuya madera es tan fuerte
que resiste sin daño el ataque de los hacheros. Estoy llegando al día
anterior a que empezara el desorden y se diseminara el dolor
hasta cubrirlo todo, una ráfaga de humo fétido capaz de entrar
en el alma hasta confundirse con ella para siempre. Entonces,
justo entonces, ahí me quedo, en el momento en que supe
que llevará toda la vida encontrar la forma de existir sin someterse
ni hacer daño, pero que vale la pena:
ni la mansedumbre ni la violencia pueden
contra ese peso que cae sobre la espalda de todos desde que se termina
el ínfimo tiempo en que está permitido vivir fuera de la ley
según la cual lo enfermo habrá de ser salud y viceversa.
Estoy, por fin, entrando al torrente de la siesta donde me dormí
sin conocer todavía el soplo de ese mal en la frente, sin temerlo.
La niñez es un temporal que pasa rápido, y rápido hay que seguir
la estela que dejó para no perderla. Si hay algo que está intacto
tendrá que haber quedado ahí y hay que encontrarlo: el animal
feliz que al llegar la crudeza del invierno se sintió acosado y solitario,
y se metió en la sombra después de haber absorbido toda la luz,
esa es la bestia castigada a la que hay que dejar suelta,
para que se cure las heridas sola, y sola salga a correr
hasta que pueda abandonar su ferocidad y su miedo monte adentro.
Monte
No había salido de los montes de mi tierra de origen, yo creía
que ahí estaba el tesoro que me tocaría proteger toda la vida: las frondas
de los lapachos centenarios, su sombra dispendiosa al ir cayendo
el día, las huellas de las patas de las corzuelas perseguidas, el camino
que se iban abriendo entre las zarzas, la lumbre desmedida del sol
cayendo a pique sobre el suelo como un metal derretido, los animales
fieros que se tendían igual que cachorros después de la lluvia a disfrutar
del viento, un diamante en bruto en medio de esa interminable
sequía. No había salido de ahí porque ni las arañas monstruosas
ni las yararás que se arrastran con sigilo para encontrarte
desprevenida me daban más miedo que un mundo al que no se podía
entrar con los pies llenos de barro, donde nadie salvo los niños
puede ser, hasta cierto punto, salvaje y arisco como esos árboles
y esas bestias que no son molestadas a menos que se aventuren
lejos de su guarida. Tenía terror de las palabras que no quería
decir porque no transportaban en ellas ninguna
materia sensible, terror de que el silencio no me fuera permitido,
de que hubiera leyes que se hundieran como trampas
para animales en la carne y una vez clavadas
la única manera de salir fuera desgarrándose. Pero no tuve miedo
cuando escuché tus pasos, su manera delicada de llegar a casa ajena,
eras un ciervo más, recién nacido, las patas temblequeando y sin embargo
decididas. No conocías a fondo la espesura
pero sabías que era intrincada y compleja como esas lianas retorcidas
que te cerraban el camino pero no pudieron detenerte cuando viniste
de allá lejos a buscarme. De qué manera entendiste que mi terror de irme
era igual de intenso que mi necesidad de ser buscada y llevada a la superficie,
como un pescador que protege su soledad
rabiosamente, y es capaz de derivar sin compañía en su bote
durante largas temporadas, pero una noche de temporal
cae al río y comprende que la presencia de alguien más
le hubiera salvado la vida.
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