LA PALABRA, ¿LEÍDA O PROCLAMADA?1 A partir de una experiencia parroquial Un día, al valorar la celebración eucarística dominical con los iniciadores e iniciadoras de los grupos del Movimiento Cristiano de Jóvenes y de la JOC (Juventud Obrera Cristiana) de la parroquia, una de las iniciadoras me hizo notar que leo el evangelio de tal manera que parece que hago ya la homilía. Y lo afirmaba porque leo las palabras de Jesús, así como las del narrador, con matices distintos, para después, notar que algunas de estas palabras eran explicadas en la homilía. Y esta técnica ya la había observado en otras ocasiones. Me confesó, finalmente, que estos cambios de tono y los distintos incisos de voz la ayudan a adentrarse más en el evangelio y a estar más atenta durante la homilía. En resumen, notaba la diferencia entre lo que es proclamar el evangelio o leerlo. ¿Es lo mismo leer que proclamar la Palabra? Desde luego que no es lo mismo leer que proclamar. La simple lectura no ayuda a la atención ni a la asimilación. Haced la prueba. Preguntad, inmediatamente después de la lectura, qué se ha leído o qué se ha entendido. Si se proclama, notamos la diferencia. El que proclama, para empezar, da la impresión de que se lo cree. De que lo que anuncia no es una noticia o un relato cualquiera. Se trata de la Buena Noticia de la salvación, del relato de la fe de un pueblo, del pueblo de la Biblia, de los seguidores de Jesús. Haced la prueba con los niños. Si leemos ante ellos como si leyéramos para nosotros mismos, percatémonos que no muestran interés alguno hacia lo que estamos leyendo. Un cuento no puede ser leído: se ha de recitar o proclamar. Los matices de voz son sustanciales para centrar la atención y ayudar a entrar en el relato. Cuando el actor de una obra de teatro ensaya sin saberse el papel, no lo lee, sino que lo proclama, lo recita, aunque tenga el texto delante de sus ojos. He aquí que aquello que podría parecer una nimia diferencia, se convierte en una gran diferencia en el caso de la Palabra proclamada durante la celebración litúrgica. La praxis de la primitiva iglesia Todo el mundo sabe que en los primeros siglos no se disponía de micrófonos y la Palabra de Dios ocupaba un espacio de relieve. La Palabra era escuchada con mucha atención. Tenemos el testimonio de Justino (siglo II): “El día llamado del Sol (esto es, el domingo), se celebra en un mismo lugar la asamblea de todos los que viven en la ciudad o en el campo, y se leen las Memorias de los Apóstoles y los escritos de los profetas, mientras el tiempo lo permite”. Parece que los asistentes escuchaban con atención. Esto era algo tan importante que, muy pronto, se instituye el servicio del lector. En el libro VIII de las llamadas Constituciones Apostólicas (del siglo IV),hallamos la oración que se utilizaba para investir al lector de las celebraciones litúrgicas. En ella se pide que el escogido para leer las Sagradas Escrituras, quede lleno del espíritu profético, y se le recuerda que ha de tener como modelo a Esdras, quien precisamente supo leer la escritura de su pueblo para hacerlo reaccionar (Ne 8,12). ¡La proclamación se ha convertido en toda una homilía! ¿No es acaso lo mismo que el narrador lucano nos explique que pasó en la sinagoga de Nazaret? Después de leer un fragmento de Isaías, Jesús ha dejado a todos boquiabiertos, todos tienen 1 Cf. Centre de Pastoral Litúrgica, Misa Dominical, Nº 12 Año XXXIV, 2002, Barcelona. puestos sus ojos en él (Lc 4, 20). Y es entonces cuando hace la más grande y, a la vez, más breve de las homilías: Hoy se cumple esta escritura que acaban de escuchar (Lc 4, 21). El servicio del lector Hoy, tanto los equipos de liturgia parroquiales como los que presiden las celebraciones litúrgicas de la comunidad convocada y reunida, debieran saber elegir a los que harán el servicio de proclamar la Palabra. Elegir significa también preparar, ensayar, entrar a conciencia en el servicio que hace. El lector o lectora, el evangelista, han de saber que el Espíritu nos llena de Espíritu profético para proclamar y no para leer. Los lectores o lectoras debieran tener como modelo a Esdras, y los evangelistas (presbíteros o diáconos) al mismo Jesús. Acabo con una pregunta doble: ¿Si mejoramos el servicio de proclamar la Palabra, mejoraremos también su comprensión? Aunque sólo sea para eso, ¿no merece la pena intentarlo? JAUME FONTBONA