Capítulo 1. GENERAL VICTORIOSO DE UNA GUERRA PERDIDA

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Capítulo 1.
GENERAL VICTORIOSO DE UNA GUERRA PERDIDA.
El 17 de diciembre de 1943 el general Esteban Infantes, sucesor de Agustín Muñoz Grandes al
frente de la División Azul, cruzaba la frontera hispano-francesa por Irún. Al bajar del tren en la
estación vasca sólo le esperaba el general Pimentel, que había sido coronel del Regimiento n.º
262 de la División con Muñoz Grandes y que asistió por voluntad propia y, posiblemente, en
representación de don Agustín. No era esto lo que esperaba el jefe de la División de Voluntarios
Españoles. No había presencia de un recibimiento oficial, ni una compañía de honores con su
música, tampoco estaban los compañeros de armas y los jerarcas locales de FET de la JONS, ni
siquiera había un poco de público, a pesar de que la prensa había dado noticia de su llegada.
Nadie parecía alegrarse de su regreso, al igual que había ocurrido unos días antes cuando
llegaron los oficiales y soldados repatriados del frente ruso. Únicamente el fuerte y cálido abrazo
de Pimentel le recordó que estaba en casa, de nuevo en España.
En Irún, Esteban Infantes subió rápidamente al expreso para Madrid, acompañado del
comandante Reinlein, Knüppwl y de algunos oficiales de enlace alemanes y miembros de su
plana mayor. El Ministerio del Ejército ni siquiera tuvo la atención de enviarle, si no un tren, al
menos un vagón especial. Inmediatamente el convoy partió para Madrid.
El expreso llegó por la mañana temprano a una vacía estación del Norte. Esta vez tampoco hubo
banda de música, ni compañía de honores. A Esteban Infantes no le esperaban ni el ministro del
Ejército, ni una representación de sus compañeros de armas ni de la Falange. El esperado gentío
enfervorizado que dos años y medio antes había aplaudido el '¡Rusia es culpable!' de Serrano
Súñer no apareció por ninguna parte. Poco tenía que ver este recibimiento con el que había
tenido Muñoz Grandes escasamente un año antes. A los pueblos les gustan los generales
victoriosos, los vencedores, no los vencidos, por mucho valor que hayan derrochado, por muy
bien que hayan combatido. A finales de 1943 muchos españoles ya tenían claro que Alemania, el
invencible III Reich, no iba a ganar la guerra.
Al jefe de la gloriosa División Azul sólo le esperaba un pequeño grupo de jefes y oficiales. En el
andén estaban para darle algo de calor y ánimo Muñoz Grandes, el general Saliquet y el
secretario general del Movimiento, Arrese, unos cuantos falangistas y varios antiguos oficiales
de la División. Ellos le dieron los primeros apretones de manos fuertes y sinceros, como no
podían ser de otra manera entre viejos compañeros de armas que habían sufrido la dureza de los
combates contra el comunismo en el frente ruso. En la estación había también una pequeña
representación de miembros de segunda fila de la Embajada alemana en Madrid. La prensa, ni
siquiera los diarios Informaciones o Arriba, no había anunciado su llegada. Esteban Infantes bajó
del coche cama con una sonrisa forzada y el corazón en un puño.
Tras los primeros abrazos y apretones de manos no hubo más protocolo. Todos los presentes
eran camaradas y amigos; estaban, prácticamente, a título personal. Esteban Infantes subió al
coche que lo esperaba y rápidamente lo llevó por un Madrid semivacío hasta su hotel. Al entrar
en la recepción, el calor lo reconfortó. El ambiente, con un leve aire navideño, le empezó a hacer
notar que ya estaba de verdad en casa.
El vestíbulo del hotel estaba colmado de falangistas que asistían al I Consejo Nacional de Jefes
Provinciales de FET de las JONS, que al ver entrar inesperadamente al jefe de la División
estallaron en gritos y aplausos. Los vivas a Alemania se mezclaron con los «¡Arriba España!».
Los vivas a Esteban Infantes y a la División Azul brotaron de las gargantas de todos los allí
congregados como si se tratase de una salva de artillería. Los falangistas, al menos ellos, en esos
días en los que España empezaba a ser consciente del adverso resultado de la guerra, seguían
teniendo su espíritu con los camaradas europeos que luchaban por un orden nuevo. No podemos
saber si todos los jefes provinciales falangistas allí reunidos comprendían lo que suponía que
Alemania e Italia perdiesen la guerra, y la Falange con ellos, pero en aquellos momentos esto no
era importante. Habían llegado los héroes de la División Azul, representados por su general, y
todo daba igual.
Esta calurosa acogida compensó un poco a Esteban Infantes. El general no esperaba que las
cosas estuviesen tan mal. ¡Qué diferente resultaba todo en 1943 a aquel verano de 1941, cuando
había comenzado la invasión de la Unión Soviética! En aquellos días nadie dudaba de la victoria
de los soldados de Hitler. Quizá Franco, siempre prudente, fue el único que tuvo alguna reserva
de la victoria de los 'invencibles' frente a los 'inagotables'. Pero es que Franco -'Miss Canarias',
como lo llamaba Mola- siempre se había pensado mucho las cosas.
No sólo a Esteban Infantes le esperaba el desencanto. Cuando la gesta divisionaria estaba
culminando, la repatriación de los heridos, sin llegar a los extremos de 1898, reflejó el cambio de
actitud del régimen y de la sociedad española en relación al III Reich. España, el régimen de
Franco, tenía que sobrevivir a una guerra que iba a perder sin haber luchando verdaderamente en
ella. Si los divisionarios habían sido el precio pagado a Hitler para no entrar en la guerra, el
olvido de los repatriados era uno de los gestos que la España nacional tenía que hacer ante los
Aliados para demostrar que su pecado de la «no beligerancia» había sido en realidad la única
forma de ser neutral en 1941.
Los numerosos heridos que llegaban de Rusia fueron mal acogidos por unos servicios médicos
que no estaba preparados para esa avalancha de hombres ni para atender las heridas que los
aquejaban: 'En el informe que disponemos aquí se dice que prácticamente es imposible recibir a
los heridos de la División Azul y hacerse cargo de ellos... después de haber pasado la frontera
española. Los heridos no disponen de alojamiento ni de alimentación alguna. Además, están
obligados durante días a permanecer en las salas de espera de las estaciones, sin alimentación ni
ayuda médica'.
Algunos hospitales militares llegaron incluso a rechazar a los heridos argumentando que no eran
militares sino falangistas. Algunos sectores del Ejército pasaban viejas facturas políticas a la
Falange en la sangre de los divisionarios. La Falange intentó habilitar algunos centros para
acogerlos, como el Casino de San Sebastián, pero con escaso éxito por falta de dinero. En las
Provincias Vascongadas y en Cataluña los divisionarios no fueron especialmente mal acogidos.
No fueron muchos los que se preocuparon por los repatriados de Rusia. Muñoz Grandes y Millán
Astray mostraron verdadero interés por ellos. Don Agustín realizó continuas visitas a «sus»
heridos, acompañado por antiguos mandos de la División, al tiempo que trabajaba para buscarles
puestos de trabajo y procuraba atenuarles las duras condiciones de vida que se sufrían en la
España de posguerra. El fundador de la Legión, Millán Astray, desde la Dirección General de
Mutilados, encabezó algunas actuaciones en favor de los heridos de la División Azul: en
diciembre de 1942 inauguró un centro para acoger a los divisionarios ciegos que regresaban al
país, y fundó también varios nuevos pabellones para mutilados. Muchos de ellos encontraron
trabajo después de su convalecencia gracias a la red de empleo creada por el fundador de la
Legión desde Mutilados.
Las naciones son y deben ser egoístas. Los españoles sólo querían soldados victoriosos. Los
veteranos de Rocroi, como los de Krasny Bor, con su derrota, habían ganado únicamente el
derecho al olvido. ¡Ay de los vencidos!
A finales de 1943 los bombardeos aliados sobre Berlín, sobre todas las grandes ciudades y
centros industriales alemanes eran diarios. Las derrotas de la Wehrmacht en Túnez, en
Stalingrado, en la gran batalla de Kursk, habían trascendido las fronteras del Reich. La
incapacidad de Alemania para impedir el desembarco aliado en el norte de África, en Sicilia y en
la península Itálica, resultaban el preámbulo de una anunciada victoria aliada que sólo los muy
ciegos o los muy fanáticos no querían ver. ¿Dónde estaban las divisiones que en el verano de
1941 habían entrado en Rusia como un torbellino de fuego y acero, llevando la guerra hasta el
mismo corazón del comunismo?
Ya estaba borrada de la memoria aquella madrugada del 22 de junio de 1941, cuando 3.000
carros de combate alemanes cruzaron la frontera soviética dando comienzo a la campaña más
importante de la guerra. Más de 2.000 cañones alemanes abrieron fuego a los largo de toda la
frontera de Prusia Oriental y Polonia con Rusia haciendo temblar a Europa. Había comenzado la
Operación Barbarroja.
El frente de batalla alemán se extendía en 1941 desde el Báltico al mar Negro. El Grupo de
Ejércitos del Norte, al mando de Von Leeb, con 29 divisiones, incluyendo 3 blindadas y 3
motorizadas, tenía órdenes de avanzar, partiendo de Prusia Oriental, para unirse con 12
divisiones finlandesas que avanzaban desde el lejano norte para confluir todos en Leningrado. El
Grupo de Ejércitos del Centro, al mando de Von Bock, con 50 divisiones, 9 de ellas blindadas y
6 motorizadas, tenía que avanzar hacia Smolesko partiendo de Polonia septentrional, siendo su
objetivo final Moscú. El Grupo de Ejércitos del Sur, con Von Rundstedt al frente, contaba con 41
divisiones, 5 de las mismas blindadas y 3 motorizadas, para lanzarse hacia el Dniéper inferior
partiendo de Polonia meridional. A estas fuerzas se debían unir las 17 divisiones del Ejército
rumano. La reserva general de la Operación Barbarroja la formaban 27 divisiones. Toda esta
enorme operación estaba apoyada por 2.700 aviones. Rusia, al igual que Polonia y Francia, se
doblegaría en unas pocas semanas ante el genio militar de Hitler y el poder de su divisiones.
El 24 de junio los alemanes habían penetrado 165 km en Rusia. Sobre el éxito de la invasión
escribía en su Diario de operaciones el coronel general Halder, jefe del Estado Mayor de Hitler:
La ofensiva de nuestras fuerzas produjo al enemigo una absoluta sorpresa táctica. Prueba de que
el enemigo no esperaba en absoluto nuestro ataque es que algunas unidades, completamente
desprevenidas, fueron capturadas en sus barracones, que los aviones estaban en los aeropuertos
cubiertos con lonas embreadas, y que algunas unidades de vanguardia, al ser atacadas por
nuestras tropas, preguntaban a sus jefes lo que tenían que hacer.
Podemos prever efectos aún mayores del elemento sorpresa en el curso de los futuros
acontecimientos, como resultado del rápido movimiento de nuestras tropas que avanzan.
El ataque alemán, una vez más, fue un prodigio de velocidad y de eficacia. La primera semana
habían penetrado 200 km en el corazón de Rusia. El 8 de julio de 1941 los alemanes habían
destruido ya 91 divisiones soviéticas, al precio de que sus divisiones de infantería sufrieran un 20
por ciento de bajas, y las acorazadas y motorizadas un 50 por ciento. En seis semanas de
campaña el avance fue de 500 km. A los dos meses de comenzar la Operación Barbarroja, la
Wehrmacht había aniquilado dos tercios de las fuerzas blindadas soviéticas y la Luftwaffe se
transformó en la dueña indiscutible del cielo. En muy poco tiempo los alemanes habían
penetrado 700 km, estando a sólo 300 de Moscú. Todo parecía marchar muy bien: el Ejército
Rojo se estaba deshaciendo como un azucarillo en un vaso de agua. La Unión Soviética iba a
ponerse de rodillas antes de que las bajas y las averías mecánicas frenasen el ímpetu de las
divisiones de la Wehrmacht.
El precio que iba a pagar Alemania por sus incuestionables victorias, desde el 22 de junio al 31
de agosto de 1941, resultó enorme: 409.000 bajas, que sólo pudieron ser sustituidas a finales de
agosto por 217.000 hombres. De las 27 divisiones de reserva, a los dos meses escasos de
comienzos de la ofensiva, sólo quedaban 3, el resto estaba ya en el frente. La guerra contra la
Unión Soviética acababa de iniciarse y, ya en aquellos días, cuando la victoria se presentaba
como certera, empezaba a dar muestra de ser mucho más costosa y lejana de lo que prometía el
aparato propagandístico nazi. El frente ruso iba a transformarse en la tumba del nazismo.
El 21 de agosto Hitler ordenó cambiar las directrices de la Operación Barbarroja, y de esa forma
cometería el mayor error militar de su vida. El Führer decidió dar prioridad a los avances de los
Cuerpos de Ejército del Norte y del Sur sobre el Ejército del Centro, al estar convencido de que
Moscú y su zona industrial estaban al alcance de la mano y que era inevitable su caída. Dio
mayor importancia a Leningrado y a los pozos petrolíferos ucranianos que a lograr una victoria
política y militar total entrando en Moscú.
Cuando el máximo responsable de la Operación Barbarroja, el mariscal Walther von
Brauchitsch, conoció la decisión del Führer no lograba salir de su asombro. El genio político de
Hitler, que le había permitido anexionarse Austria y Checoslovaquia sin pegar un tiro, que había
llevado a sus ejércitos a vencer a Polonia y Francia sin casi esfuerzo, empezaba a fallar. ¿Habrían
sido todos sus triunfos hasta la invasión de Rusia una funesta e increíble racha de casualidad y
suerte que ya estaba llegando a su fin? El eficiente Estado Mayor alemán, el mejor y más
prestigioso de todos los de su tiempo, no salía de su asombro. El Führer se equivocaba, estaba
cometiendo un error transcendental al no aprovechar el éxito y el empuje de la Operación
Barbarroja para conquistar Moscú. Su decisión alteró el desarrollo de toda la guerra. El jefe del
Estado Mayor, Franz Halder, lloraba de impotencia. ¡Nadie se atrevería a llevar la contraria a
Hitler! Halder fue destituido.
Von Bock, jefe del Grupo de Ejércitos del Centro, que veía perdida su oportunidad de tomar
Moscú, habló con el Führer intentando hacerle cambiar de opinión. En su desesperación pidió a
Guderian, el padre de las divisiones panzer, que hablase con Hitler, ya que era uno de los pocos
generales que no temía contradecirle. Al terminar la entrevista y abandonar Guderian la reunión,
Hitler afirmó: 'Mis generales no entienden nada de la economía de la guerra'.
La realidad es que muchos alemanes, no sólo miembros del Partido Nazi, también militares
profesionales de probada solvencia, estaban firmemente convencidos, incluso después de la
guerra, del genio militar de Hitler. El mariscal Keitel, un soldado con cuatro décadas de
experiencia, siempre sostuvo con vehemencia la enorme inteligencia e intuición estratégica del
Führer. ¡Hitler siempre tenía razón!
Es cierto que el desarrollo inicial de la campaña de Rusia parecía confirmar, una vez más, el
genio militar del Führer: el avance sobre Moscú se detuvo, pero Ucrania entera fue embolsada,
capturando los alemanes 600.000 prisioneros soviéticos, más de 1.000 carros de combate y 4.000
cañones. A finales de septiembre, Stalin había perdido 2.500.000 de hombres, 18.000 carros de
combate y 22.000 cañones, a pesar de haber estado muy equilibradas las fuerzas entre soviéticos
y alemanes al comienzo de la Operación Barbarroja. Los rusos fueron arrollados por la máquina
de guerra alemana sin grandes problemas. Churchill escribió4: '(.) sólo la inmensa estepa rusa
tenía la suprema ventaja de la profundidad, que una vez más fue su salvación (de Rusia). En el
primer mes, los alemanes avanzaron trescientas millas adentro de Rusia. Smolesko cayó después
de durísimos combates, durante los cuales los rusos contraatacaron con violencia. Pero
Leningrado no fue siquiera alcanzada y Kiev continuaba en poder de los rusos'.
El 2 de octubre de 1941 los alemanes habían logrado formar un frente de 1.800 km, desde
Leningrado hasta Crimea, momento en que nuevamente se decidieron a lanzarse sobre Moscú.
Lograron romper una vez más las líneas del Ejército Rojo, aunque con mucha más dificultad y
bajas que cien días antes. La Wehrmacht estaba ya muy desgastada por los combates y había
perdido la ventaja de la sorpresa. Además, Stalin, al igual que en el pasado hicieron los zares
contra Napoleón, empezó a usar la táctica de la tierra quemada, esperando que llegasen las
lluvias de otoño y convirtieran los caminos y los campos en un enorme barrizal: una trampa
mortal para un ejército en pleno avance.
El mes de noviembre trajo el frío, llegaba el 'General Invierno'. Al comienzo de esta estación las
moderadas temperaturas, de entre 10º y 15º grados bajo cero, permitieron a los alemanes seguir
avanzando, pero cuando llegaron las temperaturas de 30º y 35º bajo cero, e incluso más frías, la
ofensiva alemana quedó paralizada. Moscú, Leningrado y Stalingrado seguían en manos
soviéticas, la Operación Barbarroja, a pesar de su enorme éxito inicial, había fracasado. En Rusia
no se había repetido la guerra relámpago que había posibilitado la conquista de Polonia, los
Países Bajos y Francia en cuestión de semanas. En Rusia se iba a decidir la suerte de la Segunda
Guerra Mundial.
A finales de noviembre de 1941, las bajas alemanas llegaban ya a los 800.000 hombres. La
Wehrmacht carecía de reemplazos que sustituyeran a sus muertos y heridos, le faltaban 340.000
hombres para poder cubrir las bajas. En el invierno de 1941-1942 las compañías de infantería
alemanas estaban compuestas de menos de la mitad de sus efectivos iniciales. Las pérdidas
diarias de los alemanes se aproximaban al número de los convalecientes que volvían al servicio.
Los reemplazos instruidos que había en Alemania eran únicamente de 33.000 hombres5: 'El
primero de mayo, había calculado Warlimont que faltaban 600.000 soldados alemanes en el
frente ruso y que no podrían ser subsanadas las pérdidas del invierno de 1941, terminando con
este juicio: 'Nuestra potencia bélica es menor que en la primavera de 1941''.
A este durísimo frente se incorporó Muñoz Grandes y su división. Durante quince meses
permaneció don Agustín en el sector norte del frente ruso, el más frío, el más duro de toda la
guerra. Durante estos meses, en los que los soldados españoles demostraron un valor a toda
prueba, ni en Alemania, ni en España, ni en la práctica totalidad de Europa continental, alguien
ponía en duda que Hitler y sus generales ganarían la guerra. Sólo era cuestión de poco tiempo la
victoria total.
Cuando Muñoz Grandes recibió la orden de volver a España, en diciembre de 1942, regresó
como jefe de una de las divisiones más condecoradas y famosas de todo el Ejército alemán.
Volvía con el pecho cubierto de cruces de hierro, con el aprecio y el respeto del Führer y de todo
el Ejército alemán. Fue recibido a su llegada a España como un héroe victorioso, pues en
diciembre de 1942 eran muy pocos lo que dudaban de la victoria final del III Reich.
Anota Dionisio Ridruejo, en abril de 1942, cuando regresaba a España, respecto al papel que iba
a desempeñar Muñoz Grandes a su vuelta a casa:
'(.) Me habla de sus designios de hablar claro y exigir a su regreso. No hay duda de que hay en él
una intención política que apunta a la cabeza. Es el 'hombre de Alemania' y lo sabe'...
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